CAPÍTULO 43
Mauro me pide permiso para ir a ducharse. Como si esta no fuera su casa. No es que me quiera deshacer de tu olor, me dice, es que no soporto el sudor en mi cuerpo. Le aseguro que le entiendo, que no necesito explicaciones, que se duche sin problemas. Yo aprovecho para vestirme. ¿Debería volver a casa? Tal vez sea lo mejor. Aunque maldita la gana de dormir sola. Tampoco quiero pasar la noche abrazada a él, pero no me importaría nada saber que está en la habitación de al lado mientras yo trato de conciliar el sueño en el sofá. Si me voy a casa, tengo miedo de que suene el teléfono y me den la noticia de que Roi no ha superado la operación. No quiero estar sola si recibo esa llamada. Mauro sale de la ducha vestido con una camiseta y un pantalón de pijama.
—¿Te importa si me quedo y duermo en el sofá?
—¿A medianoche te meterás en mi cama?
—No.
—Ah, te iba a decir que podías hacerlo.
—¿Y te importa si no hablamos más de lo que hemos hecho y nos acostamos ya? Tú en la cama y yo aquí.
—A sus órdenes.
Mauro saca unas mantas y unas sábanas y me las deja en el salón.
—Perdona, nunca sé cómo manejar estos momentos.
—Tranquila, para mí también es nuevo. Buenas noches.
—Buenas noches y gracias por dejar que me quede.
Mauro se despide con un gesto y desaparece en su habitación. Yo me preparo la cama en el sofá y me meto dentro de las mantas. Dejo el móvil cerca y con sonido. Ojalá no me despierte una mala noticia. Ojalá.
A pesar del sexo y la energía consumida, o tal vez debido a eso, soy incapaz de conciliar el sueño. No he tardado ni media hora en arrepentirme de lo que he hecho. Toda mi teoría de que lo estaba haciendo para finiquitar mi matrimonio se resquebraja por momentos. Me siento fatal. Soy una mujer infiel. Soy una mujer que tira la toalla a la primera de cambio, soy una mujer que se ha dejado llevar por un momento de lujuria que va a tener que pagar el resto de su vida. Soy una mujer… Y así todo el rato. Imposible dormir. Imposible perdonarse, o al menos no tan pronto. Aún me va a tocar sufrir y penar por este pecado hasta que consiga darme la absolución.
En un alarde de optimismo vuelvo a cerrar los ojos, pruebo a contar de cien hacia atrás, a veces, pocas, funciona. Pero cuando llego al número veinte decido parar, estoy incluso más espabilada que hace un rato. Tal vez Mauro tenga alguna pastilla para dormir en el botiquín del baño. Me levanto y me encierro en el servicio, con la esperanza de encontrar algo. Busco entre los cajones, pero, más allá de tiritas, paracetamol, una crema hidratante, cuchillas de afeitar y un antiojeras, no veo nada. Ni un triste ansiolítico, ni un relajante muscular. Nada. Ha atravesado sus peores momentos de viudedad a palo seco. Yo, sin embargo, después de la muerte de mi madre, hice uso de todos los fármacos que se me pusieron a tiro. Sigo abriendo cajones, inasequible al desaliento y cada vez un poquito más desesperada. Algo tendrá que haber. Abro con tanta fuerza uno de los cajones, que algo se descuelga de la parte de arriba, algo que hace que el cajón se quede atascado. Mierda. Meto la mano para tratar de colocar la pieza que se haya caído y así cerrar el cajón. Palpo a ciegas y me doy cuenta de lo que es. Aunque se me hace raro. Notó que está pegado con cinta americana al techo del cajón. Lo arranco como puedo y consigo sacarlo. Es un móvil. ¿Por qué tiene Mauro este móvil oculto en un cajón y pegado contra la parte de arriba? Lo cojo como si me estuviera quemando porque esto no puede presagiar nada bueno. Siento como una nube negra se cierne sobre mí. Sobre nosotros. ¿Y si hago cómo que no lo he visto? ¿Si lo vuelvo a dejar donde estaba? Decido encenderlo, aunque imagino que no tendrá batería, pero me equivoco. Aún hay algo de carga.
Y entonces como de un fogonazo encajo varias piezas. ¿Y si…? No, no puede ser… No tendría sentido. Saco mi teléfono y con cierto temor y deseando equivocarme marco uno de los cuatro números del segundo móvil de Viruca. He conseguido aprendérmelos de memoria. Yo que nunca me aprendía ni uno.
El móvil empieza a sonar. Es de él. Mauro fue el que le mandó el mensaje: «Ya no puedo más, necesito verte». Y en el que Viruca le contesta: «Paciencia, ya estoy muy cerca del final».
Muy cerca del final. ¿De qué final? ¿Y por qué Mauro me ocultó que esos mensajes eran suyos? ¿Por qué hizo el paripé de no reconocer el número de teléfono? Si hasta marcó ese número delante de mí?
Y entonces recuerdo su herida fea en el brazo. Y lo relaciono automáticamente con la otra noche cuando lo vi en la cocina, con el trapo empapado de lo que decidí que era vino. Y no, era sangre. La sangre de mi perro y tal vez la suya. Por eso decidió bajar la basura a altas horas, para que no me encontrara con su ropa manchada. Fue él quien entró en mi casa, fue él quien quiso apropiarse del móvil de Viruca.
Siento dolor. Un dolor terrible. Me he acostado con el asesino de mi perro. He dejado que ese hijo de puta estuviera dentro de mí. He venido a pedir refugio a la casa equivocada, al hombre equivocado. He traicionado a mi marido con la peor persona que podía hacerlo. Siento ganas de vomitar.
No me puede estar pasando esto. No. No. Una creciente furia que nace de lo más profundo se va apoderando de todo mi cuerpo. Me tenso y clavo las uñas de mis dedos en la palma de mi mano.
Salgo del baño casi poseída, fuera de mí y entro en su habitación. Le echo el móvil en la cama. Mauro se despierta sobresaltado.
—¿Me vas a explicar qué significa esto? —le escupo, más que preguntarle.
—¿Qué pasa?
—Le mandabas mensajes a tu mujer, al otro móvil. Y cuando te pregunté si conocías alguno de los números, cuando te pregunté… Coño, si hasta lo marcaste. Y ahora lo encuentro escondido en el cajón del baño.
Mauro trata de despejarse, de salir de su modorra e incorporarse en la cama.
—Hay una explicación.
—¿No me digas? ¿También vas a tener explicaciones inverosímiles como mi marido? ¡Y pensar que no he confiado en él, y pensar que lo he traicionado contigo!
Me acerco y le levanto la manga de la camiseta. Tiene un esparadrapo y una venda. Se la arranco. Hay dos pequeñas incisiones. De colmillos, seguramente. No necesitaba comprobarlo, sabía lo que me iba a encontrar. Lo sabía.
—Contéstame a una cosa. Solo a una cosa. ¿Mataste a mi perro, hijo de puta? Dime que no me acabo de acostar con el asesino de mi perro. Dime que no he dejado que el asesino de Nanuk me follara.
—¿Si hablo me vas a escuchar?
—¿Eso es que sí? ¿Lo mataste?
—No me vas a escuchar.
Mauro se incorpora del todo y se levanta de la cama. Yo me aparto instintivamente, me pongo debajo del marco de la puerta. Si tengo que echar a correr puedo hacerlo. Ya no me fío de él, ya no sé quién es. ¿Estaré corriendo peligro en esta casa? Alguien que es capaz de mentirme desde el principio, de hacerse pasar por un viudo afligido, alguien que mata a un perro a sangre fría es capaz de cualquier cosa.
—¿Pero qué quieres que escuche? —le grito—. Yo dudando de mi marido, decidiendo que él ha tenido que ver en la muerte de tu mujer, y el único culpable eres tú. ¡Tú! Hay que estar muy enfermo, hay que estar loco de remate, para montar toda esta pantomima, para… hacerte pasar por un buen tío, por un viudo doliente, y… ¿Pero por qué querías que investigara sobre su muerte si tú estabas detrás? ¿Por qué? ¡Es que no tiene ningún sentido! ¿Y por qué guardas ese móvil? No entiendo nada.
—Yo no he matado a mi esposa. ¿Cómo se te ocurre algo semejante?
—Has sido capaz de entrar en mi casa, de matar a mi perro, para recuperar el puto móvil de tu mujer. ¿Y tienes los santos cojones de decir que no tienes nada que ver con la muerte de Viruca? —Llego con una lucidez pasmosa a la única salida posible—. Ahora mismo voy a la Guardia Civil a denunciarte. Y ya les explicas a ellos lo que te dé la gana.
—¿Y por qué no has ido ya? ¿Por qué has entrado aquí a enfrentarte conmigo?
Me está hablando con el tono de voz que un profesor emplearía con sus alumnos. Y eso en vez de tranquilizarme, me asusta un poco más. ¿Pero qué tipo de persona es este tarado con el que he tenido sexo?
—Si tan peligroso crees que soy, ¿qué haces aquí y no te has largado?
Es una buena pregunta. Y necesito una buena respuesta. ¿Por qué estoy aún en esta casa?
—Porque quería ver tu cara —le digo—. Quería que me lo negaras. Quería que me dijeras que estoy loca, que jamás matarías a mi perro, que no tienes nada que ver en la muerte de tu mujer.
—¡No tengo nada que ver en la muerte de Viruca!
—¿Y mi perro? Contesta. ¿Mataste a Nanuk? Quiero que lo confieses, quiero que tengas los cojones de decirlo. Ver tu cara mientras lo dices.
A Mauro le cuesta encontrar las palabras, noto su esfuerzo.
—No era mi intención.
No era mi intención, dice el hijo de puta. No era mi intención.
—¡Acabamos de follar…! ¡Acabas de estar dentro de mí! —repito, como si quisiera castigarme por lo que he hecho. Merezco que no se me olvide, merezco sufrir por lo que he hecho. Y por eso vuelvo a ello una y otra vez.
—Raquel…
Trata de acercarse y me toca el brazo. Yo lo rechazo como si me quemara. Siento una repulsión hacia él infinita. Si antes conseguí contener mis ganas de vomitar, ahora va a ser imposible. Salgo de la habitación disparada, llego al baño a duras penas y vomito. Vomito hasta que mis entrañas se vacían. De mi cuerpo sale una pasta viscosa amarillenta. Toso. Me he acostado con el asesino de mi perro. Vuelvo a vomitar. Hago tanto esfuerzo que siento como se rompen los vasos capilares de mis ojos. Estoy echando el alma y duele.
Por fin consigo frenar el vómito. Me quedo vacía. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Cómo he podido hacerle esto a mi marido? Me siento como Alicia, empequeñeciéndome en un mundo alucinado que no reconozco. Y al igual que el vómito que no pude contener, ahora es un terror infinito el que se apodera de mí. No voy a poder seguir, pienso. No voy a poder con todo esto.
Me quiero morir. Me quiero morir.
Es tan poderoso ese deseo de acabar con todo. Es tan poderoso que con una lucidez que seguramente es fruto de esta desesperación que me invade, me doy cuenta de que así se debió sentir Viruca. Esa a la que desprecié por acabar con su vida. Y aquí estoy, como ella, rota, desesperada, vacía. Y siento como si la primera amenaza escrita que me hicieron —«¿Cuánto vas a tardar en morir?»— se estuviera materializando.
No. No. No lo puedo permitir. No. No.
Raquel, serénate, por Dios. Recomponte. Nada de volver al agujero negro. No voy a dejar que me succione, que me atrape.
Levántate y sal de aquí. No eres Viruca, no eres una suicida. Y ahora sabes que ella tampoco lo fue, no te dejes engañar, que no se te nuble el juicio, que ya lo estás mezclando todo, que ya no sabes lo que es real y lo que no. Sal de este piso, aléjate de Mauro. Y recomponte.
Esas palabras consiguen su efecto. A duras penas, pero lo consiguen. Me incorporo y me seco con la primera toalla que encuentro. Abro el grifo y me enjuago la boca. Se activa mi instinto de supervivencia. Si él ha sido capaz de matar a un animal indefenso, ¿qué no habrá hecho con Viruca? Debo marcharme de aquí. Corro peligro. Si ha matado a mi perro y a Viruca, ¿qué le va a impedir acabar conmigo? Tengo que irme de aquí. Tengo que hacerlo ya. Salgo del baño.
—¿Mauro? —trato de saber dónde está.
—¿Sí? —Su voz se escucha a lo lejos.
Sigue en la habitación. La puerta está a unos metros.
Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí. ¿Por qué no me muevo? Veo la puerta de la entrada desde donde estoy, ¿qué hago que no estoy ya allí?
Hay algo que me lo impide, hay algo que me dice que tengo que averiguar todo lo que pueda ahora mismo. Es mi mejor oportunidad. ¿Estoy muy loca si me quedo, si trato de hablar con él? ¿Sería capaz de acabar con mi vida? No, seguro que no. Ha follado conmigo hace un rato, no tendría ningún sentido, ¿verdad? Trato de convencerme. Y sin apenas ser muy consciente, mis pasos se dirigen hacia la cocina.
Me pongo a abrir cajones con toda la premura de la que soy capaz, estoy buscando algo con lo que pueda defenderme llegado el caso. Por fin doy con los cuchillos. Cojo el más grande y vuelvo a la habitación. Mauro, al verme con el cuchillo, me mira alucinando.
—¿Qué haces? Deja eso.
—No. Me protejo. Por si te da por acercarte. Habla. ¿Por qué lo mataste?
Mauro no le quita ojo al cuchillo.
—Deja el cuchillo, anda.
—No.
Mauro se sienta en la cama, derrotado. Parece sinceramente afligido.
—Lo siento, siento mucho lo que le pasó a tu perro. De verdad. Se lanzó a por mí… lo alejé de un golpe, pero volvió con más furia, y me dio mucho miedo, pensé que me iba a destrozar si no me defendía… vi una pala y traté de apartarlo, pero le golpeé demasiado fuerte, supongo… se fue malherido… Pero nunca pensé que estuviera tan grave… de verdad que no.
—¿Por qué querías el móvil? ¿Qué pensabas que ibas a encontrar? ¿O cómo creías que te iba a incriminar?
—No, no es eso. No me preocupaba que me incriminara.
—¿Entonces?
—Hay algo que no te he contado.
—¿Mataste tú a tu mujer?
—¡No! Claro que no. ¿Pero no te das cuenta? ¿No te ha quedado claro que yo… Yo… adoraba a mi mujer? —Me mira un segundo antes de seguir—. Y ella a mí.
—Pero si estabais separados.
—No. Nunca nos separamos.