CAPÍTULO 38

Salgo del instituto como si me hubieran pegado un tiro. Herida de muerte. No tengo fuerzas ni para caminar. Acabo de descubrir que mi marido conocía a la suicida. Que le vendía droga. A ver… Germán había trapicheado con porros durante un breve tiempo en la universidad, ¿pero esto?, ¿desde cuándo?, ¿por qué?, ¿cómo empezó? Estoy convencida de que en Coruña no lo hacía. Porque por muy ciega que estuviera me hubiera dado cuenta de algo, algún movimiento extraño, gente viniendo a casa, o él poniendo excusas para salir, pero no. Ha tenido que ser ahora, en estos meses, en Novariz. A mí me decía que venía a cuidar a su padre y a ayudar en el restaurante y de alguna manera… Tal vez solo lo ha hecho de manera esporádica, tal vez traía cocaína de buena calidad para consumo propio desde Coruña y alguien le dijo que por qué no le vendía un gramo o dos. ¿No? Y así empezó. O yo qué sé. Es tan imposible de asimilar. Pero si solo pasaba de manera esporádica, ¿por qué mis alumnos sabían que él vendía? ¿Qué está pasando? No conozco a mi marido. ¿Quién es? ¿Y sobre todo por qué no me ha dicho que conocía a Viruca? ¿Por qué me ha tenido a ciegas todo este tiempo? Voy a vender mi casa por él. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por él. Y no sé quién es.

Necesito tomar el aire. Pasear. Pensar. No puedo, ni quiero enfrentarme ahora mismo a él. No voy a llamarlo. No. Necesito reflexionar. Necesito dejar que pasen las horas.

A lo mejor no es tan grave. A lo mejor hay una explicación. A lo mejor…

A lo mejor me quemo si sigo empeñada en agarrarme a un clavo ardiendo.

Camino como un zombi por la calle. Saludo a unos alumnos de manera automática, a dos profesores, que se quedan extrañados al verme tan rara. Debo de ser todo un espectáculo ahora mismo, como un figurante de una película de poseídos.

—Raquel, ¿te vas ya?

—Eh… sí… sí… ya he acabado por hoy.

No sé si me quedan más clases o no. Me da igual. No es algo que me preocupe ahora mismo. Solo quiero caminar. Bajo las escaleras de piedra que llevan hasta el río. De pronto alguien me llama. Yo hago como que no escucho y sigo bajando.

—¡Raquel!

Reconozco la voz de Mauro.

No, ahora no le quiero ver, pero tampoco puedo irme sin más. Se acerca a mí a paso acelerado.

—Raquel, Raquel…

Me doy la vuelta. Y él al ver mi cara se asusta.

—¿Qué te pasa?

—Ahora no tengo muchas ganas de hablar, Mauro.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?

—Nada, nada…

Me gustaría inventarme cualquier excusa y darle esquinazo, pero estoy tan aturdida que no se me ocurre qué decir.

—Raquel, por favor… Cuéntamelo.

—Aquí no, bajemos.

Le llevo hasta uno de los bancos que hay en el paseo fluvial. Miro alrededor para comprobar que nadie nos escucha y empiezo a hablar. Le cuento todo lo que me ha dicho Roi.

—¿Te lo crees? ¿Crees que lo hizo para llamar tu atención? ¿Para que investigaras?

—Sí, ¿por qué no? Desde luego ha funcionado, he llegado bastante lejos. Incluso demasiado.

—¿Demasiado por qué?

Y entonces le hablo de mi marido.

—Conocía a tu mujer. ¿Tú lo sabías? ¿Tú sabías que tu mujer conocía a mi marido?

—Raquel, yo no sé quién es tu marido.

—Germán Campos, los del restaurante O Muíño, ¿te suena?

—Sé dónde está, pero no he ido nunca. ¿Tienes alguna foto?

—¿De mi marido? Sí, supongo, en el móvil.

Busco una donde se le vea con claridad. Escojo una en la que sonríe y parece un niño. Un niño inocente, un buen chico, y no un camello.

—¿Lo conoces? ¿Lo viste alguna vez con tu mujer?

—No. ¿Y él no te había dicho que la conocía?

Niego.

—¿Ni cuando le dijiste que tenías que sustituirla? ¿Pero tú estás segura de que conocía a Viruca?

—Y tanto, creo que era su camello.

Mauro recibe la información con la misma sorpresa que la recibí yo.

—¿Tu marido…?

—Sé que de vez en cuando consume, pero de ahí a… no, es la primera noticia que tengo. Yo… yo no puedo más, Mauro. Yo creo que… yo creo que lo dejo.

—¿Que dejas el qué?

—Todo esto, seguir metiendo las narices en donde no debo, el instituto, el pueblo… Yo mejor me voy. Y que le den a todo.

—Pero… pero no te puedes ir ahora. Ahora estamos más cerca que nunca.

—Lo siento mucho, Mauro. Pero ya he descubierto más de lo que quería. Sé que era tu mujer, sé lo importante que es para ti, pero… No. Lo siento.

Me levanto del banco.

—¿Y ya está? ¿Que le den a todo? Me dejas así, y te da igual lo que haya pasado, que se hayan reído de ti, que te hayan amenazado, ¿te da igual? No sientes ni un poquito de empatía por lo que le pasó a mi mujer ahora que te hicieron pasar a ti por lo mismo. ¿Ni lo más mínimo?

—No lo sé, Mauro. Necesito… necesito estar sola, pensar… Lo siento.

Y me alejo de él. No estoy orgullosa de lo que estoy haciendo, de dejarlo ahí, pero yo ahora mismo tengo que alejarme. Alejarme de él, del instituto, tengo que pensar, tengo que digerir que mi marido es un puto extraño.

Me pongo a caminar. Que mis piernas me lleven a donde sea.

Lejos. Muy lejos.

Camino primero por la rivera, luego tiro por las últimas calles del pueblo y me adentro en por caminos de tierra. Pierdo la noción del tiempo. No sé si llevo media hora caminando o dos horas. Soy incapaz de saberlo. ¿Hace cuánto que dejé el paseo asfaltado del río? Se pone a llover. Me da igual mojarme y no venir preparada para la lluvia. Soy la única tonta que sale sin paraguas y sin chubasquero un día de febrero en Galicia. Pero qué más da, solo es agua. Sigo caminando.

La lluvia ya se vuelve torrencial. El frío y la humedad me llegan hasta los huesos. Decido parar. Ya ha oscurecido. No sé ni el tiempo que llevo caminando. Me duelen las piernas. Es mejor volver. Regresar sobre mis pasos antes de que me pierda en el monte. Porque era lo que me faltaba, perderme entre los árboles. Veo las luces del pueblo a lo lejos, ellas me indicarán el camino. Siento las piernas pesadas. Me desvío un par de veces sin pretenderlo, porque no sé muy bien por dónde he venido. Pero finalmente encuentro la senda. El camino de vuelta se me hace eterno. ¿Pero cuánto he caminado?

Por fin llego hasta el instituto. Creí que no lo iba a lograr, que iban a tener que venir a rescatarme. Ya no hay nadie por ahí. Las puertas están cerradas. Veo mi coche aparcado y subo. Empapo todo el asiento. Mi ropa está chorreando. Yo entera chorreo. Me miro en el retrovisor. Parezco un fantasma, un espectro.

No soy ni la sombra de la mujer que llegó a Novariz.

Es tal la desolación que siento que quiero llorar. Tengo unas ganas terribles de llorar. Pero no lo hago. Llorar ahora no sirve. Ya es hora de hablar con Germán. De enfrentarme a él. Quiero oírlo. Quiero que se explique. Quiero que me cuente.

Arranco el motor del coche y me voy en dirección a casa.

Todos los semáforos que encuentro están en rojo. Me gustaría no pararme en ninguno, porque ahora ansío llegar lo antes posible. En uno de los pasos de cebra veo varios adolescentes cruzando. Me observan, no sé si reconociéndome. Uno levanta la mano para saludarme. O tal vez me lo invento, con la lluvia y la oscuridad apenas puedo darme cuenta. Alguien me señala los faros del coche. ¿Qué le pasan?

—Los llevas apagados, profe.

Los enciendo al momento y casi dejo ciegos a los chicos.

—¡Pon las cortas!

El semáforo por fin se pone en verde y yo arranco. Consigo llegar a casa. El mando de la puerta se resiste a hacerme caso, pero al cuarto intento lo consigo. El portón se abre. Llueve tanto que Nanuk no sale a recibirme, debe de estar bien pegadito al radiador, menudo es, mucho perro esquimal, pero le encanta estar al calorcito. Meto el coche en el garaje. Hay un par de toallas que Germán tuvo la precaución de dejar el primer día allí a mano. Y las utilizo para secarme un poco el pelo. Tengo que cambiarme de ropa, eso lo primero. No quiero tener una charla con mi marido así de empapada. Mientras me seco me doy cuenta de que el garaje está especialmente desordenado. La leña desparramada, los dos armarios abiertos y… ¿qué hace todo en el suelo? Subo a casa.

Y allí descubro que todo está hecho un revoltijo. Los cajones de los muebles abiertos y en el suelo, los libros esparcidos, las mesas volcadas. ¿Qué coño ha pasado? ¿Nos han robado?

—¡Germán! ¡Germán!

¿Qué buscaban? Y entonces caigo. El móvil de Viruca. Han venido a por el móvil de Viruca. Voy corriendo hasta donde lo dejé escondido, ¿lo habrán descubierto? Entro en el altillo de la casa, miro debajo de la tabla de madera en que lo coloqué y ahí sigue. Menos mal. Decido cogerlo y guardarlo en mi bolsillo. Bajo de allí. Preocupada aún por mi marido y por Nanuk.

—¡Germán! ¡Nanuk! ¡Nanuk!

¿Por qué no sale el perro a recibirme?

Llamo a Germán por teléfono. Da señal y suena varios tonos, pero no me coge. Acaba saltando el contestador.

—Germán, llámame tan pronto lo oigas.

Entro en la cocina. Está todo por el suelo. Hasta han desmontado la campana extractora de humos. ¿Dónde está el perro?

—¡Nanuk!

Veo algo en el suelo. Es sangre. Unas gotas que se convierten en una mancha, en un rastro. Lo sigo. Va hasta las escaleras exteriores, pero allí por culpa de la lluvia se pierde. ¿Han herido al perro? ¿A Germán?

Suena mi móvil. Es mi marido.

—¿Dónde estás?

—En el restaurante, ¿qué pasa? ¿A qué viene la urgencia? Me has asustado.

—Han entrado en casa, Germán. Nos han robado.

—¿Qué?

—El perro no está, hay sangre. Le han hecho algo a Nanuk. A mi Nanuk.

—¡Voy para allá! No te muevas. No te muevas.

Pero no puedo quedarme ahí sin hacer nada. Salgo al jardín con la esperanza de encontrar algún rastro. Utilizo la linterna del móvil para que ilumine algo el suelo, pero apenas tiene potencia, así que vuelvo a entrar en casa y busco con desesperación una linterna. Tenemos una, sé que tenemos una en algún lado. No la encuentro, bajo al garaje y la busco. Por fin doy con ella en una de las cajas que han volcado. Salgo afuera, apuntando con el haz de luz a todos lados. La lluvia cada vez arrecia más. Tengo que encontrar el rastro de sangre. Tengo que encontrarlo. Chillo su nombre como si me fuera la vida en ello.

—¡Nanuk! ¡Nanuk! ¿Dónde estás? ¡Soy yo, corazón! Nanuk…

Nada. No me lo voy a perdonar. Como le haya pasado algo a mi perro no me lo voy a perdonar jamás. Porque todo es por mi culpa. Por haber metido las narices donde no debía. ¿Por qué? ¿Quién me mandaba hacerlo? ¿Quién me mandaba jugar a detectives, ir de lista, tratar de estar a la altura de ese capullo? Quiere el puto móvil y no va a parar hasta conseguirlo.

—¡Nanuk!

El portón de la entrada se abre. Llega Germán en el Land Rover enorme de su hermano. Lo deja aparcado en medio del jardín de mala manera.

—¿No aparece?

—No.

—¡Nanuk! ¿Has mirado bien en casa? A lo mejor está debajo de la cama, o… ¿Has mirado?

—No… Pero el rastro de sangre iba de la cocina a las escaleras de fuera…

—Voy a mirar en la habitación. Sigue llamándolo.

—Que no lo hayan matado, Dios mío… que no lo hayan matado…

—Raquel, no nos pongamos en lo peor, ¿vale? No tienen por qué matarlo… si es un perro inofensivo, si no sirve como perro guardián…

—Es verdad, es verdad…

Germán sube a la casa. Al rato se asoma a la ventana.

—Aquí no está. Bajo.

Yo sigo llamando a Nanuk mientras Germán vuelve a mi lado.

—Han destrozado toda la casa, ¿por qué? ¿Qué querían? Si no se han llevado ni la tele, ni los ordenadores… ¿Qué buscaban?

—El móvil.

—¿Tu teléfono?

—No. El de Viruca.

—¿Lo tienes tú?

—Sí, y con un mensaje tuyo. ¿A cuánto le pasabas el gramo? ¿A cincuenta como a Nerea o le hacías precio de amiga?

Germán se queda estupefacto. Mudo.

—¿No me contestas?

—A ver… Raquel… no sé qué te estás imaginando… pero…

—Ahora no, Germán. Ahora no quiero escuchar ni una mentira más. Ahora vamos a encontrar a nuestro perro. Ya habrá tiempo. ¡Nanuk!

—Raquel…

—¿Por dónde ha podido salir? ¿Hay algún hueco en la valla por el que se pudiera colar?

Me acerco hasta el cierre del jardín. Busco con desesperación algún lugar por el que pudiera caber el perro.

—¡Aquí! —grita.

—¿Lo has encontrado? —pregunto mientras echo a correr hasta donde indica Germán.

—Se ha ido por aquí. Hay sangre en la alambrada.

Germán toca con un dedo el alambre y se empapa con la sangre de nuestro perro.

—¿Qué le han hecho, Dios mío?

—Vamos por el otro lado, por aquí no podemos saltar.

Salimos a todo correr por el portón de entrada y bordeamos toda la valla hasta llegar al sitio en el que estábamos pero por el otro lado. Yo apunto al suelo. Creo ver dos manchas de sangre que aún no se ha llevado la lluvia porque la zona está protegida por la maleza.

—¡Por aquí! ¡Nanuk!

Vemos un par de fogonazos a lo lejos. Dos rayos. Seguidos de dos estruendosos truenos. Avanzamos entre los árboles.

—¡Nanuk!

—¡Nanuk!

Vuelve a caer un rayo y enseguida se escucha el sonido del trueno. La tormenta se aproxima.

—Si se sigue acercando, no deberíamos estar entre los árboles —dice Germán.

—¡Me da igual! Yo no me voy de aquí hasta encontrarlo. ¡Nanuk! Como le haya pasado algo… como le haya pasado algo…

Seguimos caminando, vamos a ciegas, sin saber muy bien por dónde puede haber escapado. Subimos por la ladera de un monte, el camino es escarpado, tenemos que ayudarnos con las manos para continuar. Me duelen y entre el frío y el agua apenas puedo agarrarme a la maleza o a la tierra. Pero continúo. Estoy cargada de rabia, de furia, de adrenalina. Puedo seguir toda la noche si es necesario, no voy a parar, ni Germán tampoco hasta encontrarlo. Ojalá pudiéramos hacerlo sin hablar, sin pensar, sin que nuestra cabeza fuera a mil por hora, sin que hubiera mil preguntas y mil reproches por hacer. Y esa maldita lluvia que no cesa.

—¿Y por qué se va si está herido? ¿No tendría que haberse quedado agazapado en la casa?

—A lo mejor lo echaron, lo asustaron… —sugiere Germán.

—¿Pero cómo han sido tan animales de herir a nuestro perro? ¿Quién es esta gente, Germán?

—¿Y a mí qué me preguntas? Tú sabrás…

—Iago —digo—. Tiene que haber sido Iago.

Pero hay algo que no me cuadra. Hay algo que no…

—Iago estuvo jugando con él… —continúo diciendo—. Nanuk no atacaría nunca a alguien a quien conoce, y si no le atacó, ¿para qué iba a herirlo? No tiene sentido. Nanuk le hubiera dejado revolver toda la casa sin problemas. Pensaría que era un juego. Tienen que haber entrado otros… Otros que también querían el móvil… Otros que Nanuk no conocía, se puso nervioso y… ¿o no? ¿Qué está pasando, Germán?

—Yo no sé nada, Raquel.

—¿No? ¿Y entonces por qué tenía Viruca tu número de teléfono? ¿Por qué hablabas con ella? ¿Por qué no me dijiste nada?

Germán sigue caminando, revolviendo entre los matojos, pinchándose con las zarzas.

—Vamos a encontrar al perro. Lo vamos a encontrar —dice. Y más que a certeza suena a un deseo.

Seguimos avanzando a ciegas. Germán pisa en falso y tiene que agarrarse a una rama para no caerse. En la rama hay pinchos que le cortan. Se ha hecho daño en la palma de la mano. Se queja. Está sangrando. Mira la sangre gotear. Yo me acerco a él para ayudarlo, pero no me lo permite. Me rechaza.

—Como le pase algo, como le pase algo a Nanuk… no te lo voy a perdonar jamás —me espeta.

Me quedo petrificada en el sitio. ¿He oído lo que creo haber oído?

—¿Qué? ¿Tú a mí no me lo vas a perdonar? ¿Tú a mí? —pregunto completamente perpleja.

—Sí, Raquel. Yo a ti. ¿Por qué tenías que meterte donde no te llaman? ¿Por qué no podías dar tus clases y listo? ¿Por qué esa manía de indagar, de preguntar, de revolverlo todo?

—¡Me estaban acosando! ¡Tenía que defenderme!

—¿Y tu manera de hacerlo era ponerte a investigar la muerte de Viruca? ¿Esa era tu manera de defenderte? ¿Por qué no pudiste denunciarlo en el instituto y listo?

—Porque… porque no podía.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Porque no. Qué gran respuesta. Pues mira ahora dónde nos ha llevado tu porque no. Que vas de lista y no sabes dónde te metes.

—¡Vete a la mierda, tío!

—¡Ya estoy en la mierda! ¿O no lo ves?

Estamos gritándonos. Quiero pensar que es porque estamos nerviosos, porque con la lluvia torrencial apenas podemos oír nuestra voz y por eso hablamos a gritos. Pero nos estamos insultando. Faltándonos al respeto. Eso es lo que estamos haciendo.

Seguimos caminando en silencio. Es probable que ninguno de los dos quiera decir nada más. Para no tener que arrepentirnos, para no cruzar ninguna línea que sea insalvable. Aunque es posible que ya la hayamos atravesado.

—¡Nanuk! ¡Nanuk!

Sí, mejor ahorrar fuerzas, saliva. Mejor utilizarlas solo para llamar a nuestro perro.

—Hay algo que no me dices, Raquel. Hay algo en todo esto que no tiene sentido. ¿Por qué coño te has metido en semejante historia? —me pregunta.

Estallo ante tanta acusación. Ante tanta pregunta injusta.

—¡Lo hice por nosotros! ¡Por nosotros! ¡Para salvar lo nuestro!

Germán deja de avanzar y me observa como si fuera la primera vez que me ve. Trata de entender, pero no consigue encajar las piezas.

—¿Pero qué había que salvar, Raquel? ¿Acaso no estábamos bien?

—Dímelo tú. Si estábamos tan bien, ¿por qué estabas teniendo un negocio al margen del que yo no sabía nada, eh? —me defiendo atacando. No estoy orgullosa de hacerlo, pero no se me ocurre otra manera—. ¿Por qué guardabas ese secreto?

—¿Y tú no guardas ninguno?

Me callo. Y lo poco que debe intuir de mi rostro bajo la lluvia y a oscuras debe de ser suficientemente delator.

—Contesta, ¿tú no guardas ninguno?

¿Me lo está preguntando porque sabe algo? ¿Le habrán enviado las fotos en las que estoy con Simón? ¿Es eso por lo que me está preguntando?

—¿No guardas ningún secreto que quieras contarme? ¿O te vas a seguir haciendo la ofendida, la esposa perfecta que solo sabe indignarse ante los errores y secretos de su marido?

—¿Te han… enviado las fotos?

—¿Qué fotos?

Mierda. No tiene ni idea.

—¿Qué fotos, Raquel?

—Déjalo.

—¡No! ¿Qué fotos?

¿Para qué más secretos? ¿Para qué?

—En las que estoy con Simón —le suelto con rabia—. Los que me acosan me las robaron. Y me querían chantajear con ellas.

—¿Con Simón? ¿Os sacasteis fotos Simón y tú? ¿Y cómo son esas fotos para que te estuvieran chantajeando?

—Imagínate lo peor.

Germán se lleva una mano al estómago, supongo que le está doliendo, como si le hubiera dado un puñetazo.

—Joder… joder…

—Ahora ya sabemos todo de todos. Bueno, de ti, aún sé bastante poco.

—¿Cuántas veces quedasteis Simón y tú? ¿Cuántas veces? Si ya lo sabía, si ya sabía yo que aquello se había repetido en el tiempo. ¿Cómo fuiste capaz, Raquel?

—No voy a tener otra vez esa conversación —le digo con una frialdad de la que yo misma me sorprendo. No quiero tenerla aquí y ahora, bajo la lluvia, mientras buscamos a nuestro perro moribundo, ahora que acabo de descubrir que eres un camello y que conocías a la muerta. A saber si tendrás algo que ver con su asesinato. Así que lo siento pero no voy a tener esta conversación.

—¿Me quieres contestar? —insiste.

—Vamos a encontrar al perro de una vez —le ordeno—. ¡Nanuk! ¡Nanuk!

Caminamos en silencio. Germán apenas me sigue el paso. Supongo que está lidiando con lo que le acabo de contar. No sé por qué lo he hecho, supongo que para sentirme liberada, o peor, para hacerle daño. El mismo que me ha hecho a mí por tenerme al margen de sus chanchullos. Lo he hecho queriendo, sí, para joder.

—¡Espera! Creo que he oído algo.

—¿El qué?

—¿No lo escuchas? Es un quejido. Es él.

Nanuk está aullando. Tiene que ser él.

—Yo no oigo nada —le digo.

—¡Calla!

Ahora sí. Ahora sí que lo oigo. Trato de seguir el sonido. Corro por una pendiente. Está en el fondo. Lo oigo. Me agarro a varios troncos para no caerme. El suelo está embarrado. Tengo que hacer un esfuerzo para que mis pies no se queden atrapados en el lodo. Apunto con la linterna. ¿Qué es eso? ¿Es él? ¿Es Nanuk?

—¡Está aquí, Germán! ¡Está aquí! Tranquilo, Nanuk, ya voy, ya voy.

Corro hacia él. Nanuk está agazapado debajo de unas ramas. Está con el pelo completamente mojado, tiritando de frío. Apenas abre un ojo, no sé si me reconoce. Tiene una herida abierta en la barriga. Es una herida enorme. Me acerco y me gruñe.

—Nanuk, soy yo. Soy yo.

Consigo acariciarlo.

—Germán… está muy mal, está muy mal, el pobrecito. ¿Cómo le han hecho esto?

Germán llega hasta donde estoy.

—Nanuk, amigo. ¿Qué te han hecho?

Germán le pasa la mano por el lomo y trata de serenarlo con sus palabras. Le susurra de manera cariñosa y tranquila.

—Te vas a poner bien, ya verás como sí. Te vas a curar.

—¿Qué hacemos?

—Hay que sacarlo de aquí.

Germán trata de cogerlo, pero Nanuk emite unos aullidos terribles. Debe sentir un dolor espantoso. ¿Por qué no cogí algún calmante de casa? ¿Por qué no caí? Germán vuelve a intentar moverlo y el perro aúlla de nuevo.

—Está sufriendo mucho, no sé si es buena idea, Germán. —Siento tal impotencia que apenas puedo pensar.

Vuelven a caer varios rayos seguidos de un sonido atronador. Apenas ha habido un segundo de diferencia. Tenemos la tormenta encima. Nos tenemos que ir de ahí cuanto antes. Nanuk aúlla, como casi todos los perros siente un pánico atávico cuando oye tronar.

—Lo tengo que coger, aunque le duela, no lo vamos a dejar aquí. Ayúdame, Raquel, por favor, no te quedes ahí parada. Tan pronto lo coja saldré corriendo cuesta arriba. Voy a necesitar que vayas detrás de mí y me empujes.

Me acerco a ellos, pero no sé muy bien ni qué hacer. No quiero estar ahí, no quiero estar viviendo esto.

—Cántale.

—¿Que le cante?

—Eso le tranquiliza. Como cuando lo llevas al veterinario para las vacunas. Cántale.

Y así bajo la lluvia, bajo esa tormenta atroz, yo me pongo a cantarle al oído una canción de Julio Iglesias. A Nanuk le gusta Julio Iglesias, qué le vamos a hacer. Apenas se me escucha, porque no alzo la voz. Germán decide acompañarme. Creo que lo hace para tranquilizar al perro y para darse ánimos ante lo que va a hacer, que es auparlo de golpe y subir a todo meter la cuesta.

Ahí estamos mi marido y yo, teniendo una de las peores broncas que yo recuerde, atravesando uno de los peores momentos de nuestra relación, cantando por Julio Iglesias a nuestro perro moribundo. La vida a veces es un mal chiste. Sé que si el perro sobrevive, cuando más adelante contemos todo esto, se convertirá en una de nuestras mejores historias, pero si no pasa de esta noche, los dos querremos enterrar este momento.

—«Y es que yo, parapapá, amo la vida, amo el amor… Soy un truhán, soy un señor…».

Germán consigue levantarlo, a pesar de los chillidos y de lo mucho que se revuelve el perro. Y con mi ayuda, logra subir toda la pendiente. Yo hago tanto impulso sobre su espalda que me acabo cayendo de bruces en el barro. Emito un quejido.

—¿Estás bien?

—Sí, sí… —Me levanto como puedo y me quito el barro de las manos. Me he hecho daño, pero ya habrá tiempo de lamentarse—. Vamos…

—Venga, ya pasó lo peor. Ahora tenemos que llegar hasta el coche y llevarlo a un veterinario de urgencias. Cómo pesa…

Germán camina todo lo aprisa que puede. Yo me pongo delante con la linterna, para que no dé ningún paso en falso. Nanuk está muy mal. No para de quejarse. A mí se me rompe el alma al verlo así. Nuestro pobre perro. ¿Qué desgraciado le ha hecho semejante cosa?

Caminamos lo más rápido que podemos. Germán está perdiendo las fuerzas. Nanuk pesa unos veintiocho kilos y se acaba notando.

—¿Quieres que lo lleve yo un rato?

—No, no… aguanto.

Veo la ropa de Germán manchada de sangre, todo su pantalón empieza a estar empapado de rojo. Nanuk está perdiendo demasiada sangre. No lo va a conseguir. Vamos a ver morir a nuestro perro esta noche. No estoy preparada. No quiero que ocurra. No puede ocurrir.

—Perro bonito, aguanta, mi vida. Aguanta.

Por fin vemos nuestra casa a lo lejos. La tormenta no da tregua. Germán al ver la meta tan cerca, se llena de fuerzas y corre, con tan mala suerte que pisa donde no debe y está a punto de caer. Chilla. Se ha torcido un tobillo. Pero ha conseguido no acabar en el suelo. Yo le sujeto como puedo.

—No queda nada, Germán, vamos, por lo que más quieras.

Cojeando, llega hasta el coche de su hermano y abre la puerta de atrás. Posa al perro sobre el asiento, que enseguida se empapa de sangre.

—Mi hermano me va a matar, pero qué le den al asiento, me la suda. Vamos.

Se sube al coche, al asiento del conductor.

—¿Puedes conducir con la pierna así?

Germán se da cuenta de que es una temeridad y se cambia lo más rápido que le dan sus fuerzas al asiento del copiloto.

—Llévalo tú —me dice.

Nunca he conducido un Land Rover, pero no es el momento de acobardarme. Meto las llaves en el contacto y arranco. Antes de meter la primera giro la cabeza para ver a Nanuk, el pobre ya ni siquiera gime.

—Nanuk, no te duermas, no te duermas… —miro a Germán—. ¿Sabes dónde hay un veterinario?

—Yo te guío.

Germán llama por teléfono a Demetrio, le cuenta lo que ha pasado y el hermano le dice que no se preocupe, que llamará él a Antón, el mejor veterinario del pueblo. Nos atenderá nada más lleguemos. Si alguien puede salvar al perro es él, le asegura. Es probable que lo haya dicho solo para tranquilizarnos, pero nosotros estamos tan necesitados de esperanza, que le creemos. Antón lo salvará. Antón sabrá cómo curar a Nanuk.

—Te vas a poner bien, te vas a poner bien, ya verás.

Llevamos más de media hora en la consulta del veterinario. Germán de pie, sin parar de moverse recorriendo los cinco metros de la sala del vestíbulo de un lado a otro. Yo sentada, empapada y llena de barro, rogándole al Dios en que no creo que lo salve. Que salve a Nanuk. Mi marido y yo no somos capaces ni de mirarnos a la cara. No servimos para darnos consuelo mutuo. Mientras tratábamos de coger al perro, mientras le cantábamos, conseguimos funcionar como equipo, como pareja, pero ahora toda esa conexión se ha desvanecido.

Tengo la terrible sensación, aunque no es más que una superstición absurda, de que si el perro se salva, lo nuestro podrá salvarse, si el perro muere, nuestro matrimonio morirá con él.

Los minutos pasan muy lentos. No sé ni la de veces que he mirado el reloj. Cinco, diez, veinte minutos.

Una hora. Hora y media. Apenas unos metros me separan de mi marido, compartimos espacio, pero estamos lejísimos el uno del otro. Ninguno de los dos hace el esfuerzo, tal vez porque ya no nos quedan fuerzas, del más mínimo gesto. Nunca habíamos sido tan extraños el uno para el otro. Pero ahora mismo tampoco importa, o sí, claro que importa, pero lo urgente es Nanuk, lo único que necesitamos es que Nanuk se salve. La vida de nuestro perro está en manos del veterinario. Y parece que nuestra vida en común también. Suspendida hasta que salga Antón para otorgarnos la posibilidad de seguir.

Por fin la puerta de la consulta se abre. Antón, el veterinario, sale quitándose una bata llena de sangre. Por su gesto somos incapaces de saber lo que nos va a decir.

Nos mira. Y niega.

No.

No.

Nanuk. Mi Nanuk.

Germán rompe a llorar de manera desconsolada. Su llanto no parece tener fin. ¿Me acerco, le abrazo? No puedo, no sé. Antón baja la cabeza, le da un minuto para que se recomponga. El veterinario me mira a mí, yo no lloro. No sé por qué, pero no lo hago. El llanto de Germán por fin amaina. Pero ha dado paso a algo peor, ahora lo que siente es una ira incontenible. Golpea con rabia la pared de la clínica.

—Lo van a pagar. Lo van a pagar muy caro. Voy a ir a por ellos. Voy a… —Golpea de nuevo la pared. Y de nuevo las lágrimas caen por su rostro—. Nanuk…

Está desolado. Los dos lo estamos.

—¿Lo podemos ver? —pregunto al veterinario.

Antón asiente y nos deja que entremos. Nanuk está cubierto con una manta de papel. Solo se le ve parte del hocico. Yo ahora sí que me derrumbo. Solo necesitaba eso, verlo.

Un llanto incontrolable sale de lo más profundo de mí, como si yo no fuera dueña de él. Me domina. Germán se abraza a mí. Y yo dejo que sus brazos me rodeen. Pero no me dan calor ni consuelo.

—Tenemos que ir a la Guardia Civil —le digo—. Denunciarlo.

—Hablamos de esto en casa, mejor.

—Vamos ahora al cuartel. Vamos, por favor.

Germán mira a Antón y el veterinario se da cuenta de que necesitamos un momento a solas y se retira.

—Raquel, es mejor dejar a la Guardia Civil fuera de todo esto.

—¿Qué? ¿Por qué? Nos han robado, han matado a nuestro perro. Ya es hora de que la Guardia Civil intervenga.

—¿Y de verdad le quieres contar qué es lo que estaban buscando los que nos asaltaron? ¿De verdad quieres contarles que tienes en tu poder el móvil de una muerta?

—Me da igual. Tal vez sea lo mejor.

—Pues a mí no me da igual. Esto lo vamos a solucionar nosotros.

No entiendo por qué quiere mantener al margen a la Guardia Civil. ¿Es para que no descubran sus trapicheos con la droga?

—Mira lo bien que me ha ido a mí por querer solucionarlo sola —le digo—. Nanuk está muerto. Se acabó. Que pase lo que tenga que pasar. Vamos a la Guardia Civil.

Salgo de la clínica. Germán me sigue. La tormenta ha dejado paso a un aguacero intermitente. Llueve menos, pero la temperatura ha bajado, o al menos yo siento un frío horroroso.

—¡Raquel! ¡Escúchame, por favor!

—¿Qué quieres?

—No podemos ir.

—¿Por qué no?

—Fíate de mí. Solo te pido que te fíes de mí. Ya habrá tiempo de ir, de verdad. Pero ahora no.

—¿Qué ocurre, Germán? ¿Qué no me estás contando? ¿Tienes miedo de que descubran que pasas cocaína?

—¡No! ¡No! ¡No es eso!

—¿Entonces qué?

—Raquel, ¿no te das cuenta? El perro solo ha sido un aviso. Si sigues, van a ir a por ti.

—¿Qué relación tienes tú con todo esto? ¿Por qué sabes que van a ir a por mí? ¿Qué coño estás diciendo, Germán?

—No sé nada. Solo estoy atando cabos, solo estoy haciendo suposiciones… Y si te han pedido que lo dejes, que no sigas, ¿por qué narices ibas a querer seguir?

—¡Porque han matado a mi perro! ¡Porque si creía que así iban a conseguir que lo dejara, se han equivocado del todo! Han matado a lo que más quería. Y lo siento, pero no voy a dejarlo estar. No voy a parar hasta dar con los culpables. Así tenga que dinamitar este puto pueblo.

—¿Y si fue lo mismo que hizo Viruca, indagar, empeñarse y… así acabó?

—Pues entonces vayamos a la Guardia Civil, contémosles todo.

—¿Crees que nos van a dar protección veinticuatro horas? ¿Crees que vamos a dejar de estar en peligro? ¡No! Vamos a casa, pensemos el siguiente movimiento, tenemos que ser mucho más listos que ellos, si queremos salir de esta.

—¿Pero quiénes son ellos?

Recuerdo ahora lo que dijo Iago en mi casa, «Esto está por encima de ti y de mí», así que es verdad, hay alguien más implicado en todo esto. Hay un «ellos». Con Iago no acaba la cosa. Y tiene cierta lógica, si Iago hubiera asaltado la casa, no habría tenido necesidad de matar al perro. Hay alguien más.

—¿Quiénes son, Germán?

—¡No lo sé! Iago, su otro compañero, ¿Como se llamaba? El otro que te acosaba…

—Roi, pero ese ya no…

—Roi. Ese pudo haber entrado en casa, ese no conocía a Nanuk…

—Escúchame, Germán. Él no fue. Él me estuvo acosando solo para que me implicara en todo esto…

—¿Qué? ¿Y le crees?

—Sí.

—¿Pero tú sabes lo raro que suena eso que dices? ¿Por qué ibas a creerle?

—Porque sí. No está ahí el problema.

—Pues resolvámoslo juntos. Pero no vayas a la Guardia Civil. Estoy de tu lado.

Lo siento, pero no le creo. Ya no me fío de mi marido. Sabe mucho más de lo que calla. Está claro. Lo de sacar ahora a Roi… no sé… me suena a que trata de desviar el tema. Como si algo le impidiera contarme la verdad. Y si no confía en mí para contarlo, yo tampoco me puedo fiar de él. Se acabó.

Me pongo a caminar alejándome de él.

—¿Qué haces? ¿Adónde vas? El coche está aquí.

—No voy a ir a casa.

—Por lo que más quieras, no vayas al cuartel de la Guardia Civil.

—Ya veré yo lo que hago.

—No vayas, por favor.

Me alejo.

—¡Raquel! —grita—. Si vas, nada se solucionará. Nada. Déjame a mí. Te prometo que van a pagar por lo que le han hecho a Nanuk. ¡Te lo prometo!

Yo ni siquiera tengo ganas de girarme y sigo caminando.