CAPÍTULO 19

Tomás llamó a la puerta de la habitación de su hijo.

—Iago. ¿Estás? —Pero nadie contestó. Trató de abrirla. Estaba echado el pestillo—. Iago, sé que estás ahí, abre. Venga, coño, sé razonable. En algún momento tendrás que volver a hablarme. Siento haberme puesto como un cenutrio. Pero, tío, comprende que me cabreara. En ese entierro tú no pintabas nada. ¿Qué necesidad tenías de montar el número delante de todo el pueblo?

—¡Vete!

—¿Pido pizza para cenar?

—¡No voy a cenar contigo!

Tomás desistió. Conocía bien a su hijo, ya se le pasaría. Aunque le estaba durando demasiado el enfado. Y últimamente no le veía bien. Estaba irascible, con muchos cambios de humor, pasaba de la euforia al bajón más profundo. O te contaba con pelos y señales el entrenamiento de crossfit, o se encerraba en un mutismo que le duraba días. Iba a tener que tomar medidas de una vez. Tal vez mandarlo un tiempo al extranjero. Un curso a Estados Unidos o a Inglaterra. El inglés le vendría bien y sobre todo cambiar de aires, que dejara de obsesionarse. Tomás sentía que había hecho lo que había podido para educarlo en una situación muy difícil, sobre todo porque había tenido que asumir el rol de padre y de madre desde que Iago era bien crío, cuando su mujer se largó de aquella manera. Una puta, como todas. ¿Quién abandona a un chaval por muchos problemas que tengas con tu marido? ¿Quién? Y todos estos años él se había hecho cargo. Y había conseguido tener una relación con su hijo medio decente, vamos, ya le hubiera gustado haber tenido ese colegueo con su padre. Ja. Por eso ahora le fastidiaba verlo así tan distante, tan malhumorado, tan poco comunicativo. También le preocupaba que estuviera abusando demasiado de los porros, y que estuviera dándole a otras drogas. Y era lo que faltaba, un hijo yonqui. No se había él deslomado en la vida para que ahora su chaval acabara atrapado en esa mierda. Que una cosa era darle una calada de vez en cuando a un canuto y otra muy distinta depender de esas mierdas y menos de tan crío, que aún estaba estrenando la mayoría de edad. Tomás, en su adolescencia, había sido testigo de cómo la generación de sus primos se había malogrado por culpa de la heroína. Como quince o veinte chavales del pueblo a mediados de los ochenta habían sucumbido a esa mierda. Y no iba a permitir que su hijo pasara por la décima parte de lo que pasaron aquellos, de eso nada. Claro que tampoco había que sacar las cosas de quicio. Su chaval estaba pasando un mal momento, pero era fuerte, un deportista nato, y con cabeza. Y además, a todos de los quince a los veinte se les iba un poco la pinza, formaba parte del proceso de crecer, ¿o no? Se trataba de estar un poco pendiente de él y listo. Y si se seguía torciendo y había que mandarlo un año fuera, se le mandaba.

—Iago, voy a pedir la cuatro quesos —le dijo desde las escaleras—. Esa te gusta.

—Haz lo que te dé la gana —gritó el chico desde el otro lado.

Iago no quería ver a nadie. Y menos a su padre. Lo odiaba. Lo odiaba como nunca lo había odiado. Lo odiaba y era un odio que le iba a durar mucho tiempo. Su padre era un hijo puta, con todas las letras. Y punto. Que no fuera ahora de guay, que no fuera ahora de guay, porque… porque le estampaba. Porque lo cogía y lo crujía. Que para algo se estaba matando en el gimnasio, que para algo estaba duro como una piedra, para que nadie se riera de él, para que nadie se atreviera a joderlo. Ya lo habían jodido bastante y no iba a permitir que lo hicieran nunca más. Nunca más. Ahora era fuerte, ahora era un hombre. Sacó una bolsita de coca del cajón del escritorio y se puso un rayote bien grande. Que le dieran bien por culo a la pizza, que le dieran bien por culo a todos.

Iago sabía que tenía que calmarse, que tenía que empezar a controlar esa mala hostia que le nacía de dentro y que podía con él. Y es verdad que la cocaína no ayudaba. Pero, coño, es que si también le quitaban eso… si también le quitaban eso, no sabía cómo iba a soportar toda esa mierda que le comía y no le dejaba ni de día ni de noche. Cómo la echaba de menos. A ella. Como nunca había echado de menos a nadie. Si es que dolía. Y tenía miedo de que en días como hoy se le acabara olvidando su cara, su pelo, su cuerpo, su sonrisa. No, no era miedo, era pánico absoluto. Y encima apenas tenía fotos de ella. Y tampoco quería que su padre las descubriera, eso nunca. Ya bastante murga le había dado al respecto.

Sacó la carpeta de debajo del canapé. Esa en la que guardaba todos los trabajos de literatura y todos los exámenes con anotaciones de ella. Leer todas sus notas era casi como escucharla. Se sabía algunas incluso de memoria. Se descojonaba con muchas de ellas, porque él en los trabajos, en los exámenes, sabía cómo provocarla, cómo sacarla de sus casillas. Y que no solo le decía burradas, que también le había confesado las cosas más chungas, las que no había sido capaz de contarle a nadie. Porque sentía que ella le entendía y que no le juzgaba. Y por eso se atrevió a contarle todo lo que le contó. No debió hacerlo. Se equivocó, nunca tuvo que dar ese paso. Pero ya era tarde para lamentarlo. Ya no había nada que hacer. Menuda zorra. Menuda hija de puta. Pero mejor olvidarse de eso. Mejor apartar, o romper ese trabajo donde lo contaba. Mejor centrarse en los otros. En esos donde había complicidad. En esos donde él utilizaba sus mejores armas, toda su gracia y toda su sinvergonzonería para ponerla taquicárdica y cachonda.

Sí, porque por mucho que ella dijera que no, estaba seguro de que se excitaba leyendo las burradas que él le ponía. A él le pasaba. A él provocarla, decirle guarradas, más o menos brutas, más o menos bonitas, se la ponía bien dura. Es que se imaginaba a ella leyéndolas, se la imaginaba recitándolas en voz alta, escondiéndose de todos, encerrándose en el baño y tocándose. Le molaba pensar que lograba ponerla húmeda. Porque seguro que lo hacía. Seguro que se tocaba al leer las guarradas que le ponía. Si se notaba en sus respuestas, indignadas pero no. Y a él le ponía cachondísimo imaginarla así.

Si es que incluso ahora, con ella muerta, era imaginarla y uff…

¿Sería de alguien muy perturbado si se masturbaba pensando en una muerta? Pero no era una muerta, era Viruca. Su Viruca.

Si ella hubiera querido, si ella hubiera… Joder. Menuda hija de puta.

Pero no, ni un solo pensamiento negativo más, ni un solo lamento, ni una sola recriminación, el pasado, pasado estaba.

Ahora era mejor recordar solo los buenos momentos, sus risas, su manera de moverse, su piel, esas tetas increíbles y…

Se puso otra raya, la esnifó y se bajó los pantalones.