CAPÍTULO 42

Le doy al taxista la dirección de O Muíño. Y él durante parte del viaje me habla de las bondades de la comida que sirven ahí. Estuvo en un par de bodas.

—De escándalo, comimos de escándalo. Alguna ración un poco pequeñita para lo que nos gusta aquí. Pero ya se sabe cómo es la cocina moderna.

Él sigue hablando y yo asiento por inercia. No le estoy haciendo caso. En mi cabeza solo hay preguntas. Se agolpan. Y todas tienen que ver con Germán.

Entro en el restaurante y me encuentro con mi cuñado.

—Demetrio, ¿Germán está por aquí?

—Ya me ha contado lo del perro, ya lo siento, Raqueliña.

—Gracias. ¿Está?

En ese momento Germán sale con un delantal de la cocina.

—Raquel.

—Te he estado llamando, ¿no miras el móvil o qué?

Demetrio al escuchar mi tono decide dejarnos solos.

—Lo he debido de dejar en el coche. Perdona.

—Ven. Vamos fuera.

Salgo del restaurante por la puerta trasera. Germán me sigue. Le llevo hasta la cascada. Ahí con el ruido del agua estamos a salvo de que nadie nos pueda escuchar.

—¿Dónde tienes el coche?

—Ahí fuera, aparcado, ¿por qué?

—¿Me voy a encontrar el asiento de atrás manchado de sangre?

Germán me mira. Se lleva la mano derecha a la frente.

—¿Por… por… qué?

—Acabo de asegurarle a la policía que no conocía al gilipollas que ha dejado a mi alumno tirado a las puertas de urgencias y se ha dado a la fuga. Pero probablemente pronto darán con la matrícula. Dime que existe una razón para que les haya mentido. Dime que hay una explicación, Germán.

—¿Cómo sabes que…?

—Hay cámaras de seguridad por todas partes, cretino. Si hasta aquí en el restaurante tenéis. ¿Creías que con una capucha iba a ser suficiente para que no te reconocieran?

—A ver… no es lo que parece… yo… no he hecho nada. Bueno sí, yo lo he llevado a urgencias. ¿Cómo está?

—Entre la vida y la muerte. Así está. Germán, empieza a contármelo todo. Por lo que más quieras.

—Tienes que prometerme una cosa.

—Yo ya no estoy para prometerte nada.

—Escucha, Raquel. Yo te lo cuento, pero tú tienes que prometerme que lo vas a dejar estar, que no te vas a meter más en todo esto.

—¡No! Ya decidiré yo lo que hago o dejo de hacer.

—No lo entiendes, no lo entiendes.

—¿Pero qué tengo que entender?

—Que es mejor que te mantengas al margen… Es mejor…

—¿Por qué ese empeño en que me mantenga al margen? ¿Qué temes que descubra? ¿Que tuviste algo que ver con la muerte de Viruca y ahora casi matas a Roi? ¿Eres un asesino, Germán? ¿Es eso?

—¡No! ¿Pero no te das cuenta? Nadie mató a Viruca. Ella lo hizo. Ella se quitó la vida. No lo pudo soportar, supongo. Mira que yo le dije que lo dejara estar, se lo dije, pero ella siguió y siguió y… Es mejor que nos vayamos de aquí. Es mejor que nos olvidemos de todo esto.

—¿De aquí? ¿De dónde?

—Del pueblo, volvamos a Coruña.

—¿Qué? Pero si eras tú el que te querías quedar, el que me convenciste para invertir toda mi herencia aquí. ¿De qué coño estás hablando? ¿Pero tú crees que las cosas se solucionan simplemente desapareciendo?

—Yo no he cometido ningún crimen.

—¿Y entonces por qué saliste huyendo? ¿No ves que eso te incrimina de todas todas? Empieza a contarme. Por lo que más quieras empieza a contarme y sé convincente.

Germán se lo piensa antes de hablar, pero por fin se decide.

—Esta mañana fui a hablar con Iago, ¿vale? Quería preguntarle si había tenido algo que ver con lo de Nanuk.

—¿Sabes dónde vive?

—Esto es un pueblo, Raquel. Es bien fácil averiguar dónde vive la gente.

Me observa para ver si le creo. Pero no claro, que no. A pesar de todo, se lo dejo pasar.

—Sigue.

—Y cuando llegué no me encontré a nadie. No había nadie en la casa. O nadie me abrió. Y…

Se calla. El muy gilipollas se calla y empieza a dar vueltas de un lado a otro del puente de madera que recorre la cascada.

—Germán, por favor. Continúa.

—Salí y vi a Roi tirado en la carretera.

—¿Qué? ¿Así? ¿Sin más?

Asiente.

—¿Y pretendes que me lo crea?

—Pensé que estaba muerto, pero respiraba y… no lo iba a dejar ahí.

—¿Y quién le hizo eso según tú? ¿Iago?

—No lo sé…

¿Hasta cuándo va a seguir mintiéndome?

—¿De qué conocías a Viruca? ¿Por qué le pasabas coca? ¿Por qué se la pasaste el otro día a Nerea? ¿En estos meses te has convertido en el camello del pueblo? Tanto que querías que tu padre se sintiera orgulloso y te has convertido en camello. Joder, Germán.

Demetrio se acerca a nosotros.

—Acaban de llegar dos policías. Preguntan por ti.

—¿Les has dicho que estaba aquí? —pregunta Germán.

—Claro.

Germán mira a su hermano, le suplica.

—Les tienes que decir que pasé toda la noche aquí. Y que hoy estuve aquí todo el día.

—¿Por qué?

—Se lo tienes que decir. Cuando me detengan, cuando te pregunten… es importante, es muy importante, Demetrio.

Mi cuñado resopla. Está claro que no se quiere meter en ningún lío con la policía, que no quiere mentir. Pero es su hermano. Me mira buscando ayuda, consejo. Pero yo no sé ni qué gesto ponerle.

Los dos policías se acercan demasiado a nosotros. Son los mismos del hospital. No se sorprenden al verme. Le preguntan a mi marido si él es el titular de nuestro coche. Germán asiente. Uno de los policías saca las esposas y se las pone.

—Queda detenido por la agresión de Roi Fernández, tiene derecho a guardar silencio, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra.

—¿Qué coño está pasando? ¿Por qué detienen a mi hermano? —Mira a Germán—. ¿Qué está pasando? —Se dirige de nuevo a la policía—. Mi hermano no ha agredido a nadie en su vida. No sería capaz.

Uno de los policías me señala con el dedo, está enfadado.

—Y usted, señorita, no se vaya del pueblo. El juez puede que pronto solicite su detención por obstrucción a la justicia. Sabía perfectamente a quién vio en las imágenes.

Yo me limito a negar con la cabeza. Pero no me creen. Se llevan a Germán esposado. Claudia aparece en la puerta del restaurante; al ver a su hijo detenido, se pone a gritar.

—¿Por qué se lo llevan? ¿Qué está pasando? ¡Mi hijo no es un delincuente! ¡Mi hijo no es un delincuente!

Salimos detrás de ellos. Demetrio, mi suegra y yo. Vemos cómo meten a Germán en el coche. Uno de los policías baja la cabeza de mi marido con la mano para ayudarle a entrar en la parte de atrás. Germán se dirige a Demetrio.

—Llama a un abogado. A Duarte, es el mejor.

El policía cierra la puerta y se mete en el asiento de delante. El compañero ya está en el asiento del copiloto. El coche arranca y vemos cómo se aleja. Ahí va mi marido, esposado, acusado de atentar contra la vida de uno de mis alumnos. ¿Cómo coño ha podido pasar todo esto? ¿Cómo?

Claudia me mira con odio. Me apunta con el dedo.

—Esto es culpa tuya. Has traído la desgracia a mi hijo.

—¿Mía? ¿Pero por qué dices eso, Claudia?

—No te hagas la mosquita muerta. Que aquí todos te calamos desde el primer día.

¿Y por qué Claudia ahora decide echarme a mí las culpas? Sí que iba a ser verdad que me odiaba. Yo miro a Demetrio, como buscando una explicación a la respuesta airada de su madre. Una explicación más allá de ese odio enquistado. Aunque de alguna manera casi reconforta saber que no me había inventado que no me soportaba.

—Venga, mamá, déjalo estar.

—¡No! ¿Por qué lo detienen?

—¿No sabes por qué lo detienen pero has decidido que es mi culpa? Muchas gracias, Claudia.

—Pues explícaselo para que lo entienda. Para que lo entendamos —me exige Demetrio.

Yo hago un esfuerzo. Consigo tranquilizarme y les cuento por qué le han detenido. Claudia niega, no se lo puede creer. Pero al menos cambia un poco de actitud y me ruega, nos ruega que lo ayudemos a salir de esta.

—Tú sabes que Germán no es capaz de nada así —me dice.

Pero yo ya dudo de todo.

—Mataron a nuestro perro —le digo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que a lo mejor creyó que lo hizo ese alumno y tuvieron una pelea.

—No. No, imposible. —Mira a su hijo—. Tú lo conoces, él nunca le haría daño a nadie. Si no sabría cómo.

Me mira. Me ve dudar.

—Y me da igual lo que creas. Eres su mujer. Y si aún lo quieres un poco, aunque solo sea un poco, tienes que ayudarle.

¿Por qué ha decidido que ya no lo quiero?

—Tenemos que hacer lo que sea. Dime que lo vas a ayudar. Dímelo.

Muevo la cabeza de arriba abajo, asintiendo sin demasiada convicción. Es lo máximo a lo que me comprometo. Claudia se dirige a su hijo.

—Llama al abogado, ¿a qué estás esperando? —Me habla ahora a mí—: Y tú, haz algo. Haz algo, no os quedéis aquí.

No tengo ninguna intención de quedarme ahí, en eso le doy toda la razón. Meto la mano derecha en el bolsillo del vaquero, palpo unas llaves. Son las de Mauro.

Llamo al timbre del telefonillo de su portal. Nadie me contesta. Lo llamo al móvil. Me dice que entré, que él vendrá en nada, está haciendo algo de compra. Subo, abro la puerta, llego hasta el salón y me dejo caer en el sofá. Me vendría bien uno de esos vermús. Así que haciendo acopio de mis pocas fuerzas, me levanto y voy hasta la cocina. Abro armarios. Primero miro en los lugares lógicos, pero encuentro de todo menos la botella. Vajillas con aspecto de caras, cajas de zapatos reutilizadas para guardar facturas. Están clasificadas por años. Hay todo tipo de objetos en los armarios, cachivaches de cocina, algunos que jamás había visto, o solo en algún programa de cocina. Por fin encuentro las botellas de alcohol. Cojo la de vermú y me sirvo un buen vaso. Abro la puerta del congelador para buscar los cubitos de hielo. El congelador tiene un buen tamaño, ocupa tanto como el frigorífico. Hay decenas de bolsas con comida. Encuentro el hielo y cuando estoy sirviéndomelo oigo la puerta de la entrada. Es Mauro, que llega cargado con bolsas del supermercado.

—Hola, me he tomado la libertad de servirme un vermú. Espero que no te importe.

—Claro que no, sírvete los que quieras. Y puedes coger todo lo que te dé la gana. Eres mi invitada.

—Gracias. Han detenido a mi marido.

Tres vermús después ya le he puesto al día de toda la situación. Mauro, por alguna razón, supongo que para tranquilizarme, se pone de parte de mi marido y opta por creer su versión imposible, la de que se encontró a Roi en mitad de la carretera.

—Tu marido no es un tipo violento, ¿no?

—Hasta ahora, no.

—Yo creo que esas cosas o se llevan dentro o si no es casi imposible que te salga un instinto asesino de la nada.

—No sé, si tengo delante al que mató a mi perro, no sé de lo que sería capaz.

—De gritarle, de insultarle, tal vez de pegarle un puñetazo, pero no creo que más. Y hace falta más que un puñetazo para que uno esté a punto de perder la vida.

—¿Por qué te pones de su parte?

—Creo que si no confías en tu pareja, ya todo está perdido.

—Así me siento. Que lo nuestro se ha roto sin remedio.

—Pero ¿y si dice la verdad? ¿Cómo te sentirías tú si estuvieras en su lugar, detenida en comisaría y no tuvieras el apoyo de tu marido?

—No sé… ¿Qué tal si no hablamos de él, por un rato?

—¿Tienes hambre?

Le ayudo a preparar un poco de cuscús y, con cuatro cosas, Mauro elabora un tabulé espectacular. Comemos con ganas y nos vaciamos una botella de vino tinto.

De vez en cuando miro el móvil.

—¿Alguna noticia de tu marido?

—No, ni de mi cuñado. Ni de Roi.

—Seguro que te avisan en cuanto sepan algo.

Asiento. Seguro que sí, que me avisan. Y aunque estoy a gusto con Mauro, me siento culpable. No debería estar aquí, compartiendo comida y vino con él, mientras mi marido está detenido, mientras Roi se debate entre la vida y la muerte. Debería estar haciendo algo, uniendo piezas, buscando pistas o devanándome la cabeza para descubrir qué rayos está pasando. Pero no tengo demasiadas fuerzas. Y tampoco sé cómo seguir. Siento que todos los caminos están agotados. Quizás lo más sensato sea esperar a que Roi recobre la conciencia, si lo hace, y que cuente lo que pasó. ¿Quién le pegó? ¿Por qué? ¿Fue Germán?

—¿En qué piensas? —me pregunta Mauro.

—En que eres un excelente cocinero.

—Gracias, pero no estabas pensando eso. —Sonríe.

Está muy guapo. Con barba y todo. Tanto como el primer día que lo vi en el coche y casi me atropella. Ese día que tuve ganas de perseguirlo o que me persiguiera. No sé ni por qué me acuerdo ahora. Será por esa sonrisa.

—Tienes razón. Lo que estaba pensando era mucho más indecente.

¿Lo he dicho en voz alta? ¿Estoy mal de la cabeza? ¿Pero cómo se me ocurre decir semejante cosa? ¿Es el vino? ¿El estrés? ¿La tensión acumulada de todos estos días?

—¿Indecente cómo?

—Nada, nada, olvídalo. Es que en momentos así, la líbido me juega malas pasadas y el vino me suelta la lengua. Olvida que lo he dicho.

—¿Estás ligando conmigo? —pregunta con una media sonrisa, que no es de seducción, más bien de incomodidad.

—No, no. Que lo olvides, de verdad.

Me levanto para recoger los platos. Sin querer le rozo la espalda con mi codo. Él se aparta de manera automática.

—Oye, va a ser mejor que me vaya a mi casa. Esto es… absurdo.

—No pasa nada, Raquel. Está todo bien. Solo que me sorprendió tu comentario.

—Y a mí, y a mí. Va a ser verdad que la cabra tira al monte.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acuerdas de que te conté la aventura que tuve con el mejor amigo de mi marido en el peor momento de mi vida?

—Sí, cuando murió tu madre.

—Pues eso. Creí que yo no era así, que había sido una época de locura transitoria, y ya ves, aquí estoy, en otro de los peores momentos de mi vida, teniendo pensamientos lascivos con un desconocido. Supongo que nunca es tarde para descubrir cómo es una.

Ahora sí que sonríe.

—No te castigues demasiado por algo así. Lo tomo como un cumplido.

—Es mejor que me vaya.

Dejo los platos sobre el fregadero, me dispongo a marcharme cuando él me coge una mano.

—Espera.

Yo me libero de su mano a la velocidad del rayo, con demasiado ímpetu.

—No hagas eso —le digo.

Pero él en vez de obedecerme se levanta y me acorrala contra la pared.

—¿Qué haces?

—Cállate.

Acerca sus labios a los míos.

—No, no, no…

Se queda a tres milímetros de mi boca. Sin moverse.

—Déjame marchar.

Levanta sus brazos en señal de que no está impidiendo que me vaya. Puedo irme si quiero. Pero no lo hago.

No me muevo ni un milímetro. Y ahí están sus labios casi pegados a los míos. Siento su aliento. Huele a alcohol, a vino, el mío olerá parecido.

—Yo… yo no soy tan guapa como Viruca.

—¿Y eso a qué viene?

No sé a qué viene. Supongo que no me siento merecedora de alguien como Mauro, alguien que sigue adorando a su esposa. A esa mujer con la que por más que me compare nunca estaré a la altura.

—Ni tengo su cuerpo, ni…

—Calla.

Y me besa. Se separa tres centímetros de mí y me mira. Busca mi reacción. Me acerco a sus labios y le respondo con un beso. Lo hago con cierto temor, pero luego el deseo va creciendo y lo inunda todo. El beso se alarga. Nos devoramos. Le levanto la camiseta, meto mi mano en sus pantalones. Noto su sexo. Está tan excitado como yo y eso aún me excita más.

—Mierda —le digo.

—¿Qué?

—Que quiero que me folles.

Me lleva hasta el sofá. Supongo que su habitación, su cama, aún sigue siendo un lugar sagrado, un lugar en el que aún no se puede imaginar con otra que no sea Viruca. No le culpo. Nos desnudamos con prisa y cierta torpeza. Las coreografías sexuales solo salen bien en las películas. Él se deja la camiseta puesta, yo trato de quitársela pero no me deja.

—Tengo una herida fea en el brazo, mejor así.

—¿Y eso?

—Una llaga de hace tiempo que no se cura.

El sofá no es el lugar más cómodo para un encuentro sexual, pero no nos va a impedir disfrutarlo. Nuestros besos están llenos de urgencia, de rabia, de deseo. Y aunque me dejo llevar, aunque la lujuria y la excitación me dominan, mi cabeza no para de dar vueltas al mismo pensamiento. Estoy sustituyendo a Viruca, también aquí, no solo en el aula. Y no sé si es eso lo que me tiene así de excitada. Y si es eso tengo una mente averiada y retorcida. Estoy muy mal de la cabeza. Y supongo además que al entregarme al sexo con Mauro estoy finiquitando mi matrimonio. Destruyendo cualquier posibilidad de arreglarlo. Estoy quemando el último puente. Ya no hay marcha atrás. Sí, por eso estoy ahora aquí. No porque necesite que Mauro me equipare a Viruca con sus besos. Estoy aquí para finiquitar mi matrimonio.

Mauro alaba mis tetas, pequeñas, redonditas, pero todavía firmes, la gravedad aún no ha podido con ellas. Las besa, las chupa, las come. Le cojo de la cabeza para que siga ahí un rato. Se ríe. Aquí estoy, liándome con otro que no es mi marido. Otra vez. Aquí estoy, quemando los puentes, destruyendo a propósito lo que hasta hace nada quería salvar por encima de todas las cosas. Dejando constancia de que ya no le quiero en mi vida. Es la rúbrica a mi contrato de separación. Porque es eso, ¿no? ¿Es eso lo que estoy haciendo?

Mauro se levanta para ir a buscar preservativos. No tardes, le digo, no tardes, no vaya a ser que me dé cuenta de lo que está pasando y me escape corriendo.

—Diez segundos. Pero si cuando vuelva no estás, lo entenderé.

Lo oigo abriendo cajones, trasteando en el baño. Miro mi ropa, podría vestirme en un segundo, podría irme y todo se quedaría en una anécdota, en el principio de algo que paramos a tiempo. Mauro vuelve luciendo un cuerpo muy aceptable a los cuarenta.

—No te has ido.

Le ayudo a colocarse el condón. Y cuando está a punto de entrar en mi cuerpo, pongo una mano en su pecho para frenarlo.

—Espera.

—¿Qué pasa?

—Esto no es el alcohol, lo estoy haciendo porque quiero. Y tampoco busco una aventura contigo. —Ni tampoco tiene que ver con que seas el marido de Viruca, pienso, pero me lo guardo—. Ni una relación.

—¿Me lo estás diciendo a mí o te lo estás diciendo a ti?

—A los dos, supongo.

—Dicho queda. ¿Sigo? ¿O nos arrepentimos de esto y lo dejamos?

Bajo la mirada para ver su sexo firme. Estoy deseando que me penetre.

—Sigue, sigue.

Y grito de placer al sentir cómo me atraviesa.