CAPÍTULO 34

Freno el coche de golpe. Pienso en dar marcha atrás, pero con los nervios, meto mal la palanca de cambio y el coche se me cala. Acciono la llave para encender de nuevo el motor. Iago se acerca hasta mí. Bajo los seguros del coche a toda velocidad. Vuelvo a intentar encender el motor. Nanuk se acerca y se encarama hasta la ventanilla. No entiende por qué no le abro la puerta del coche. Suelo hacerlo siempre que llego, le encanta entrar y saludarme antes de que pueda salir. Y que ahora no lo haga le desconcierta y protesta aullando.

—Te lo vas a cargar… Embraga —me dice Iago.

No sé qué me pasa, soy incapaz de hacer arrancar el coche. Iago sigue acercándose. Esto tiene que ser un sueño, tengo que despertar. Nanuk sigue gimiendo y yo trato de que se calme. Me está poniendo muy nerviosa.

—Ya, ya, Nanuk, espera.

Iago está ya al lado de mi ventanilla. Tiene una expresión extraña, a pesar de la sonrisa. Está ojeroso, con los ojos vidriosos y el pelo enmarañado. Me hace un gesto para que la baje. Yo no puedo apartar la mirada del hacha en su hombro. ¿Ha matado a mi marido? ¿Ahora viene a por mí? ¿Por qué no consigo arrancar el puto coche? Pero no, no le puede haber pasado nada, Nanuk no estaría tan feliz, ¿no? Porque está feliz, aunque aúlle, ¿o está aullando porque ha presenciado algo horrible?

—¡Raquel!

Es la voz de Germán. Lo veo salir con unos troncos del garaje. Lleva la camisa desabrochada. Sonríe. Detrás de él sale Nerea, con unas cervezas en la mano. ¿Qué coño está pasando? ¿Qué hacen esos en mi casa, con mi marido?

—¡Qué pronto has llegado! ¡Mira quién ha venido a ayudarme a cortar leña!

Miro a Iago. Me muestra su mejor sonrisa. Nerea también me saluda, aunque sin sonreír. Estoy alucinando en colores. ¿Qué hacen mis alumnos aquí? Y precisamente estos.

—¿No metes el coche en el garaje? —pregunta Germán. Y lo hace como si tal cosa, como si fuera lo más normal del mundo tener a dos alumnos míos, a los que él no conocía, en nuestra casa y bebiendo.

—Se le ha calado —dice Iago—. ¿Quieres que lo meta yo? Tengo el carné recién estrenado, pero conduzco desde hace dos años. Mi padre me enseñó.

Niego. Por fin consigo hacerlo arrancar y lo llevo hasta el garaje. Veo apiladas en una esquina una gran cantidad de ramas sin cortar. Antes de salir del coche, meto el móvil de Viruca en la guantera. Trato de esconderlo lo mejor posible. Busco todos los papeles que hay por el coche y los meto también ahí, para disimular su presencia. No voy a permitir que Iago o la otra consigan encontrarlo. ¿Qué coño hacen aquí? ¿Y cómo Germán ha sido tan imbécil de dejarlos entrar? Es una locura. Un disparate. Voy a salir del coche, pero antes prefiero hablar a solas con mi marido. Lo llamo al móvil.

—Germán, ven al garaje.

—¿Y eso?

—¡Que vengas!

Le espero metida en el coche. Cuando le veo aparecer abro la puerta del copiloto y le digo que entre. Germán se me queda mirando un tanto extrañado.

—Estoy sudado, Quela, y lleno de mierda de la madera, no quiero manchar el asiento.

—¡Que entres!

Germán obedece. Se sienta en el asiento del copiloto, pero deja la puerta abierta. Yo extiendo el brazo y parte de mi cuerpo para llegar hasta la puerta y la cierro.

—¿Qué pasa? —me pregunta.

Su aliento huele a alcohol y a tabaco. Y solo son las doce del mediodía. ¿Cuántas cervezas lleva? Y tiene cara de haber dormido poco y mal. ¿Se fue de juerga anoche?

—¿Que qué pasa? ¿Qué hacen estos aquí? ¿Por qué están en nuestra casa? ¿Pero a ti te parece medio normal?

—Ayudándome con la leña.

—¿Pero desde cuándo tenemos leña? ¿La caldera no iba con no sé qué mierda de biomasa?

—Pellets, sí. Pero esta es para la chimenea de la sala. El otro día dijiste que estaría bien encenderla.

—¿Lo dije?

—Sí. ¿Qué pasa, Raquel?

—Que no sé cómo te has dejado liar por esos y cómo los has dejado entrar. ¿Cómo ha pasado? Es que no entiendo nada. ¿De qué los conoces? ¿Qué hacen aquí?

—Estuvieron el chico y su padre cenando ayer en el restaurante y a Demetrio yo le había comentado que quería conseguir leña en algún sitio, y ellos me dijeron que tenían y que me la dejaban a buen precio…

—¿Pero se la pidió Demetrio o te la ofrecieron ellos?

—No sé, creo que me oyeron hablar con él, supongo, no sé muy bien cómo surgió. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene?

—Que no quiero que haya alumnos míos en mi casa. No creo que sea tan difícil de entender.

—¿Pero es ilegal o algo que le compremos leña al padre de un alumno?

—¡Claro que no! ¡Pero no veo la necesidad! Y hueles a alcohol… ¿Estás bebiendo alcohol con mis alumnos menores de edad? ¿Estás loco?

—Dos cervezas, Quela. Y esos tienen de menores lo que yo te diga.

—¿Qué quieres decir?

—Que no es la primera cerveza que toman, Raquel, eso quiero decir. No te pongas histérica y no lo saques todo de quicio.

—¿Y ella por qué ha venido? Y con esos minishorts, coño, que estamos en febrero.

—¿No me digas que te vas a poner celosa de una alumna?

—Que están muy tarados, Germán, que esos son capaces de cualquier cosa… Ella es… ella es…

—¿Crees que se me va a echar encima y violarme o qué?

Pierdo el control y grito:

—¡No te rías de mí! ¡Que estoy hablando en serio!

Germán por fin parece darse cuenta de la gravedad del asunto.

—Vale, vale… no sabía que te ibas a poner así. Perdona.

—¡Diles que se vayan!

—Raquel, ¿qué te pasa? Como si fuera la primera vez que confraternizas o confraternizamos con algún alumno. Si más de una vez has traído a casa a unos cuantos a ver una peli.

—¡Pero es que estos son los alumnos de los que te hablé! —Germán me mira sin entender—. De los que me están haciendo la vida imposible. Los que me acosan.

—¿Iago? ¿Nerea? Anda ya. No puede ser.

—¡Sí!

—Pero… ¿Iago? Si es un chaval encantador. Y lleva una hora hablando bien de ti. Coño, que se ha leído hasta las lecturas de las que has hablado en clase. Y Nerea también parece una tía lista, más seca, yo creo que no le apetecía mucho estar aquí, debe de haber venido porque el otro ha insistido, pero vamos, tampoco me ha parecido mala cría.

—¿Iago ha estado hablando bien de mí?

—Que sí. ¿Y sabes que practica crossfit? Me ha dicho que me apunte en su gimnasio, que tienen un entrenador cojonudo y que han hecho un grupo estupendo.

—¡Ni de coña! Germán, ni se te ocurra.

Él me ve tan seria que se da cuenta de que así no va a poder razonar conmigo.

—Bueno, vale, vale. Pero que te estás equivocando con él. Que es imposible que este crío te esté fastidiando.

—¡Yo sé lo que me digo, Germán! ¿O estás tú en clase para verlo?

—No, no, claro que no. Pero… ¿Exactamente qué te ha hecho?

—Pues… el primer día no se quiso quitar la capucha… Y luego… luego…

—Luego ¿qué?

Y ahí me doy cuenta de que no tengo mucho que decirle. Es más, no tengo nada que poder echarle en cara, a no ser que me ponga a hablarle de que han entrado en mi Facebook y de que se han colado en mi nube. Así que no sé muy bien qué decirle y ante la insistencia de Germán solo puedo salir por peteneras.

—¡Que me boicotea en las clases en silencio!

—¿En silencio? ¿Y eso cómo se hace?

—Y la otra, no veas, cómo me reta con todo lo que dice… es… ¡Y que no te tengo que dar explicaciones! Si te digo que son mala gente, lo son y punto. No quiero que vuelvan por aquí, y no quiero que confraternices con él, ni con ella y desde luego no quiero que vayas a su mismo gimnasio. ¡Y ahora les dices que se vayan!

—A ver… Raquel… es que va a ser muy raro pedirles que se vayan con la leña a medio cortar. Que nos lo está haciendo en plan favor. Que nos la han dejado casi regalada. Y que yo soy un manta cortando troncos. Que no veas lo jodido que es.

—¡Pues nos quedamos sin troncos!

—Vale, a ver… yo se lo digo. Yo le digo que se vaya. ¿Pero no va a ser muy raro que se lo pida justo ahora que has llegado? ¿Ese es el mensaje que quieres mandar? ¿Que te tienen tan acojonada que no puedes ni soportar que acabe de cortar unas ramas antes de que lo mandemos para su casa?

—Haz lo que quieras —le digo.

—Pues dejamos que los acabe de cortar. Les invito a una Coca-Cola, para que no haya alcohol de por medio y que se vayan luego para sus casas. ¿Te parece?

Yo me quedo en silencio. Germán lo toma como un sí y sale del coche. Yo acabo por salir también, pero en vez de ir hasta el jardín, subo por las escaleras interiores a la primera planta. Entro en el salón para acercarme a la ventana. Y tan pronto piso el salón noto algo extraño. Hace un frío tremendo. Las ventanas están abiertas de par en par. Miro a un lado y a otro. Está todo ordenado, pero siento que hay algo diferente. Observo bien. ¿Está la alfombra un poco torcida? No, no creo que sea eso. Tampoco llevamos tantos días en esta casa como para saber si hay algo descolocado. Veo un cenicero vacío, que creo que no estaba antes ahí. ¿O sí? ¿Huelo a tabaco? ¿Han estado fumando aquí y por eso han abierto las ventanas? Trato de quitarme cualquier idea rara de la cabeza y me acerco a la ventana. A eso he venido. Para observarlos, eso sí, procurando que ni Iago, ni Nerea me vean.

Germán habla con Iago. Nerea mientras carga alguna que otra rama y la mueve de un lado a otro. Mi marido debe de estar poniendo alguna excusa para justificar mi ausencia. Iago asiente y ante las palabras de Germán niega con vehemencia. Lo veo cogiendo una gran rama. Germán se acerca a Nerea. Ella sonríe. ¿Qué coño le ha dicho? ¿Y por qué le pasa ella la mano por el hombro? Iago empieza a talar con el hacha. Sabe cómo manejarla, tiene fuerza y maña. De pronto Iago mira hacia la ventana y yo como una tonta me aparto a la mayor velocidad que puedo. ¿Me habrá visto? Oigo el sonido del hacha y vuelvo a asomarme con cuidado. Iago parece muy concentrado en la tarea. Agarra con fuerza la herramienta. Los músculos de sus brazos se tensan, al igual que los de los abdominales. ¿Es el mismo cuerpo que el de las fotos del móvil de Viruca? Delgado, sin vello, fibroso. Ojalá hubiera una marca, ojalá hubiera algún lunar o algo que lo delatara.

—¿Qué haces? ¿No me digas que estás espiando al chaval?

Germán acaba de entrar a la sala.

—No, no —le digo—. ¿Les has dicho que se vayan?

De pronto veo un vaso de tubo detrás del sofá. Tiene restos de alguna bebida oscura. ¿Qué hace ahí?

—Le he dicho que no hace falta que corte más. Que ya lo iré haciendo yo poco a poco —dice Germán.

—¿Seguro que le has dicho eso?

—Claro, pero ha insistido en cortar un par de ramas y que ya luego se iban. Y tampoco lo iba a echar a patadas, ¿no?

—¿Dónde está Nerea? —le pregunto porque la he perdido de vista.

—Mírala —me la señala. Está trayendo unas ramas.

—Vale. ¿Me puedes hacer un favor?

—Dime.

—Voy a bajar a saludarlos. Pero quiero hablar con el chico a solas. Le diré a Nerea que suba a traer algún tronco y la entretienes.

—¿De verdad?

—Por favor. Y no nos pierdas mucho tiempo de vista a Iago y a mí.

—¿Quieres que os vigile?

—Sí, por si acaso.

—Si quieres bajo contigo.

—No, tampoco quiero que piense que le tengo miedo.

Bajo hasta el jardín. Compruebo que Germán se ha quedado en la ventana. No es que quiera que me vigile. Es que prefiero que esté lejos mientras yo hablo con Iago. Me encuentro con Nerea.

—Nerea, Germán me ha pedido que le subieras unos troncos, que quiere comprobar si la chimenea tira. ¿Te importa? Oye, ¿de quién fue la idea de venir a mi casa?

—Mía no, te lo aseguro.

Nerea va hacia el garaje y coge un par de troncos. Así que aprovecho para acercarme a Iago. Lo hago con paso firme. Que me note segura. Se va a enterar. Aunque no pienso perder los nervios. Por mucho que haya tenido la osadía de presentarse con un hacha y medio desnudo.

—¿Cómo te atreves a venir aquí?

Iago no deja de cortar leña con el hacha mientras habla conmigo. Como si yo desempeñara un papel secundario en todo esto. Como si no fuera más que una molestia, una mosca a la que puede despejar de un manotazo.

—Me lo pidió tu marido. ¿Algún problema, profe? —pregunta. Noto su voz un tanto distorsionada, como si le costara hablar un poco.

—No quiero que vuelvas a entrar en mi casa. Si pretendes asustarme, no vas a conseguirlo. A mí no me das miedo. Y ponte una camisa o un jersey, haz el favor, que estamos en febrero. Y acaba de una vez.

—¿No te gusta lo que ves o te gusta demasiado?

—Grábate esto en tu cabeza. Yo no soy Viruca. A mí no me vas a seducir, ni a provocar, ni a…

—Creo que te estás montando toda una película, profe. A lo mejor deberías dejar de imaginarte cosas.

Me mira con esos ojos vidriosos y, ahora me doy cuenta, con las pupilas dilatadas. ¿Está bajo los efectos de alguna droga? ¿En mi casa?

—Y sobre todo, sobre todo, deberías dejar de meter las narices donde no te llaman —continúa diciendo—. Que ya me he enterado de que has estado preguntando en el gimnasio, y que has entrado en el piso de una muerta. ¿No te da vergüenza?

—Tenía permiso. Y a ti no te tengo que dar ninguna explicación.

—Yo solo digo que creo que es mejor para todos si nos llevamos bien.

—Tendrás cara. Ni que hubiera empezado yo todo esto. Si meto las narices es porque me obligáis. No puedes pretender extorsionarme con unas fotos y que yo me quede de brazos cruzados.

—¿Unas fotos?

—No te hagas el despistado, que sabes perfectamente de lo que estoy hablando.

—Te juro que no.

—Que no, Iago, que no… Que a mí no me la das. Pienso averiguar lo que le hicisteis a Viruca, pienso averiguarlo. ¿Y sabes por qué? Porque solo así voy a librarme de vosotros. Y ahora tengo la manera de hacerlo.

—¿Ah sí?

—¿Me vas a decir que tampoco te ha llegado ningún mensaje al móvil?

Iago me mira y no dice nada. Hay tanto odio en sus ojos que tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no apartar la vista. Iago coge el hacha y vuelve a golpear la madera. Miro hacia la ventana. Ahí está Germán con Nerea. Pero no están observándome en este momento. Veo que Nerea le está metiendo algo en el bolsillo. ¿Qué coño…? ¿Una nota con su teléfono? ¿O qué?

—Esto, lo de venir aquí, es solo un aviso, profe. —Iago me mira con esos ojos de extraterrestre debido a sus pupilas—. Para que veas lo fácil que es colarme en tu casa, estar de fiesta con tu marido, menudo vicio tiene, hacernos supercoleguitas de él y que empiece a creer que deliras, porque unos chavales tan majos no pueden estar haciéndole la vida imposible… —Hay que ser retorcido. Hay que ser mala persona, hay que ser… ¿Y qué coño ha querido decir con que Germán tiene mucho vicio?—. Déjalo estar, profe. Por el bien de todos. Limítate a dar clases.

—¿Cómo tienes el cuajo de venir a mi propia casa a amenazarme?

—Que no te estoy amenazando, coño. —Por primera vez noto que pierde la calma y parte de su chulería—. Que esto te viene grande. Que esto está por encima de ti y de mí. ¿O no te enteras? Olvídate de todo, olvídate de ese tarado y cobarde de marido que tenía Viruca, que te debe de estar llenando la cabeza de historias. Pero sobre todo olvídate de ella. Se mató, fin de la historia.

—Iago, ¿pero no lo entiendes? Yo estoy deseando dejarlo. Sois vosotros los que me obligáis. Dejad de amenazarme, de extorsionarme, y yo me olvido de todo.

—Profe, es que no sé qué película te estás inventando. Yo no te he extorsionado en la vida.

—¿Seguro? Si no eres tú, tu amiga o el otro. —Pero niego, desechando esa idea—. Y lo siento pero no me lo creo. Eres tú, todos te señalan a ti.

—¿Quién es el otro? —Yo no digo ni una palabra. En ese momento Nerea se acerca a nosotros. Iago vuelve a insistir antes de que Nerea esté a nuestro lado—: ¿Quién?

Pero yo sigo sin hablar.

—¿Nos vamos? —pregunta la chica—. Que yo quiero dormir un rato.

Iago me mira y, ante mi silencio, claudica.

—Voy a por mis cosas.

Iago deja el hacha y se va hasta el garaje. Nerea y yo en silencio observamos cómo se pone la sudadera y la cazadora de cuero que traía. Iago acaricia a Nanuk y el perro se deja querer.

—Parece buen tío, tu marido —me dice Nerea—. Fiestero, pero buena gente. No te pega nada.

No sé cómo tomarme ese comentario, ¿fiestero? ¿Pero han estado de fiesta con él?

—¿Qué le has metido a Germán en el bolsillo?

—¿Yo? Nada.

Iago se acerca a nosotras.

—¿Nos vamos?

Nerea asiente. Iago le pasa un brazo por encima del hombro y me mira, mientras se alejan.

—No quiero volver por aquí. No me obligues.

Y sin más salen de la casa.

Subo furiosa las escaleras y me enfrento a Germán. Nanuk me sigue.

—Jamás, jamás los vuelvas a invitar, ¿me oyes?

—Vale, vale, entendido.

Como una loca meto la mano en el bolsillo de su pantalón, buscando una nota, o algo, no sé el qué.

—¿Qué haces? ¿Qué buscas?

—¿Qué te ha metido esa en el bolsillo?

—¿Pero qué dices, Raquel?

—¡Lo he visto!

Germán sube las manos para dejarme registrar a gusto. Pero no encuentro nada. En su bolsillo derecho solo encuentro un billete de cincuenta euros. Y en el izquierdo nada. Bueno, un Kleenex, que reviso de arriba abajo con la esperanza o mejor dicho con el temor de encontrar un número de teléfono escrito en él. Pero no veo nada.

Germán me observa preocupado.

—¿Ya, contenta?

Yo no digo nada.

—¿Y ahora me vas a explicar qué te tiene tan alterada?

—¡Me acaba de amenazar, Germán! ¡Ese que dices que es tan majo, me acaba de amenazar!

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho?

—Que no le obligara a volver.

—¿A volver adónde?

—A esta casa. ¿No te das cuenta de que ha venido aquí solo para echar su meadita, para marcar terreno, para intimidarme? ¡Y tú los invitas de fiesta! Habéis acabado en casa de after, ¿no? Te los has traído a casa a tomar la última, como si lo viera.

—¿Pero qué dices?

Furiosa voy a por el vaso de tubo que vi detrás del sofá.

—¿Qué es esto? —Lo huelo—. Un vaso con restos de alcohol. Y tú tienes cara de no haber dormido.

Me acerco a tres centímetros de su rostro para comprobar una cosa.

—Y tienes las pupilas dilatadas, como él. Germán, ¿de verdad has estado de juerga en casa con mis alumnos y drogándote?

—Que no…

No me lo creo. No me creo nada de lo que dice. Vuelvo a mirar el salón. Las ventanas abiertas. Se me ocurre una cosa. Voy directa a la cocina y abro el lavavajillas. Está repleto de vasos. Vasos que yo no ensucié estos días. También hay tres ceniceros. Los huelo como una poseída. Aunque está todo limpio, seguro que pueden quedar restos de olor. Los toco, aún están calientes.

—Germán, acabas de poner el lavavajillas. Aún está caliente.

—¿Y?

—Coño, que reconozcas que has estado de fiesta aquí con ellos. Antes de que deje de creer en ti para siempre. Por Dios, no me hagas luz de gas. Tú no. Que si ya no puedo ni confiar en ti, sí que me voy a volver loca. ¿Es que no me ves cómo estoy? ¿Es que no me ves? Si me quieres un poquito, aunque solo sea un poquito, ¡dime la verdad!

Germán, al verme tan frágil, por fin cambia de actitud.

—Vale, Raquel, sí, perdona. Es que te estaba viendo tan histérica que preferí no decirte nada… Perdona, perdona, lo siento.

—¿Habéis estado de fiesta en casa?

—Sí.

—¿Pero cómo ha pasado? ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Ya te digo que vino Iago a cenar con su padre y luego se tomaron unas copas. Demetrio y yo nos animamos y tomamos un par con ellos. Y yo estaba tan animado que seguí… Y me encontré a Iago luego en un pub… y… una copa llevó a otra…

—¿Os habéis drogado? —A Germán le cuesta contestar—. ¿Os habéis drogado?

—Nerea tenía un par de pastillas de éxtasis…

—Joder…

—Perdona, se me fue la cabeza, de verdad que no caí en que al ser tus alumnos… la cosa era tan grave.

—¿En serio? ¿No caíste?

—Perdóname. No va a volver a pasar. No sé en qué estaba pensando… No sé… me lo estaba pasando tan bien con ellos, me sentí como un adolescente más, como un verano aquí, de los de antes… y… perdona. Soy un cretino.

—Sí. Eres muy cretino. Y ellos muy listos. ¿No te das cuenta? Lo han hecho solo para fastidiarme a mí. Volvieron loca a Viruca y ahora pretenden hacerlo conmigo. Como sea. Y si te tienen que utilizar a ti, lo van a hacer. Todo con tal de que caiga.

—¿Pero por qué iban a hacerte esto? ¿Por qué se ensañan contigo?

—No lo sé… Pero necesito que tú me creas, Germán, necesito sentirte de mi lado. Y que no me mientas más, por favor. Porque si no puedo confiar en ti, nada de esto tiene sentido, yo cojo las maletas y me vuelvo a Coruña y que le den a los alumnos, al trabajo y a Novariz.

Estoy desesperada. A punto de llorar. Germán se acerca y me abraza.

—Pues claro que estoy contigo. ¿Con quién voy a estar?

—Es que a mí no se me va la pinza normalmente, ¿no? Digo que no soy ni paranoica, ni me invento las cosas… Pero si me dais tantos motivos… no me queda más remedio.

—Venga, no te preocupes. Estoy a tu lado, Quela. Siempre.

Yo por fin empiezo a tranquilizarme. En sus brazos empiezo a recuperar la calma y la cordura.

—¿Cómo se te ocurre drogarte con ellos? De verdad…

—Lo siento, lo siento.

Me abrazo fuerte a Germán. Me gustaría preguntarle si va a estar siempre a mi lado, si siempre me va creer, a pesar de lo que pueda ocurrir, a pesar de que él acabe descubriendo esas malditas fotos con las que me amenazan. Pero, por supuesto, no es el momento. O al menos yo no siento que lo sea.

Le digo que quiero darme una ducha, meter mi cabeza y mi cuerpo debajo del grifo, que la fuerza del agua me relaje, se lleve el cansancio y esta sensación horrible que tengo ahora mismo.

—¿Vas a estar bien? —pregunta.

—Sí.

Me encierro en el baño, abro los grifos de la ducha y espero a que el agua se caliente mientras me desnudo. Compruebo la temperatura metiendo mi mano debajo del chorro. Subo unos grados moviendo el grifo de la derecha y cuando por fin el agua está a mi gusto, entro en la bañera, cierro la mampara y dejo que el agua corra por todo mi cuerpo. Me enjabono con ganas, como queriendo limpiar todo mi cuerpo y toda mi mente del mal rollo de estos días.

Y de pronto me doy cuenta de algo. Iago me ha pedido, me ha rogado que lo deje estar, que no investigue más. Que el tema es muy gordo y que está por encima de él, de mí. Que no me meta donde no me llaman. Y eso, eso supone un giro en todo esto, eso es la prueba de que Mauro tenía razón, de que no es un paranoico, de que detrás del suicidio de Viruca hay algo turbio. Hay algo que no está nada claro y hay algo que Iago, y tal vez alguien más, no quiere que averigüe.

Me ha amenazado para que deje de investigar.

Tengo que hablar con Mauro.

Tengo que escuchar atentamente todo lo que me pueda decir. Ahora sé que no habla desde la culpabilidad del que no pudo impedir el suicidio de su esposa. Ahora sé que tiene razón. Que a Viruca, de una manera u otra, la mataron.