4

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Leonard Corell no dormía muchas horas. Estaba acostumbrado al insomnio, pero incluso las noches en vela tienen sus círculos infernales, y ésta era de las peores, no tanto por no poder conciliar el sueño, sino porque sus pensamientos se tornaron perversos. A las cinco de la madrugada se incorporó en la cama jadeando, preso del pánico, como si el cianuro hubiese entrado en su apartamento. Pero la ventana estaba abierta y allí no se percibía más que un débil olor a lluvia y a lilas.

Al levantarse y ver que había salido el sol, su estado anímico mejoró, sin que por eso se volviera especialmente bueno. En la casa, bastante impersonal, reinaba el desorden. De las paredes no colgaba un solo cuadro. La única excepción era una sencilla reproducción del Te Rerioa, de Gauguin. Lo único que confería un toque personal al piso era un sofá de cuero marrón en el centro de la habitación, además de una silla blanca, estilo Queen Anne, recién reparada. En la mesilla de noche había una radio nueva, una Philips Sirius Type. Solía escuchar las noticias de la BBC a las siete o las ocho de la mañana, mientras se preparaba un té y freía un poco de pan con tomate y pudín de sangre. Sin embargo, ese día se marchó enseguida, sin desayunar. Tanto en las aceras como en las calles abundaban los charcos, y los árboles y los arbustos parecían doblarse bajo el peso de la lluvia. Anduvo un buen rato en la dirección equivocada hacia el río Bollin, hasta Hollies Farm, donde Gregory, el bracero retrasado de la granja, lo saludó con la mano. Llegó tarde a la comisaría. Todavía se sentía apenado, pero, aun así, tuvo la sensación de que todo seguramente saldría bien.

La comisaría se hallaba en Green Lane, en un edificio de ladrillo rojo con una explanada pequeña y muy fea delante. Aunque la ubicación era buena, justo al lado de la calle principal, el aeropuerto de Mánchester se encontraba a pocos kilómetros y el ruido era ensordecedor. Corell entró y pasó la recepción, con su aglomeración de formularios y la telefonista que estaba sentada junto a la vieja centralita Dover. Saludó brevemente al policía de servicio en la recepción y subió la escalera hasta el pequeño departamento de la Policía Criminal, del que Sandford era el jefe y donde Corell y otros tres oficiales trabajaban. En las paredes se veían carteles de personas desaparecidas y otras en busca y captura, aparte de un montón de absurdas hojas informativas sobre enfermedades y parásitos, entre otras, una que trataba sobre un escarabajo que propagaba la peste entre los cultivos de patata. Junto a su mesa, estaba la de Kenny Anderson, medio tapado por el perchero donde colgaba su abrigo, y más allá, cerca de la sala de archivo, intuía la presencia de Gladwin fumando su pipa.

—Por fin se ha ido esa condenada lluvia.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Corell con un tono severo que pretendía zanjar la conversación.

Kenny Anderson tenía unos quince años más que Corell, y la vida no lo había tratado bien. A pesar de su amabilidad, había una intransigencia en su persona que desmoralizaba a Corell, quien, especialmente por las mañanas, sentía la necesidad de apartarse de sus compañeros y estar solo. Desde hacía mucho tiempo lo atormentaba una desidia, una dificultad para afrontar las tareas, por lo que antes de ponerse a trabajar siempre pasaba un buen rato leyendo los periódicos locales: el Manchester Guardian y el Wilmslow Express.

No encontró ni una sola palabra sobre el fallecimiento, pero quizá no fuese tan raro; a los periodistas no les habría dado tiempo a incluir la noticia. Sin embargo, había muchas informaciones sobre la lluvia; entre otras cosas se hablaba de inundaciones en Hammersmith y Stapenhill, y también de la cancelación de un partido de cricket en Leeds al que iban a asistir 42 000 espectadores. En la página siguiente leyó sobre el final del racionamiento, tal y como había mencionado el médico forense. El 4 de julio los ingleses iban a poder comprar carne y mantequilla sin limitaciones, cosa que realmente no significaba nada para él, pues tan sólo ganaba 670 libras al año y no se podía permitir grandes caprichos. Medio enfadado pasó a las páginas deportivas. El día anterior, en Estocolmo, un australiano llamado Landy había intentado batir el nuevo e increíble récord de Bannister de una milla. Corell volvió a soñar despierto. Percibió débilmente que Kenny Anderson le decía algo, por lo que hizo un auténtico esfuerzo para no oírle.

—Anderson llamando a Corell.

—¿Qué?

Corell se dio la vuelta desganado y chocó con un aliento cargado de licor, tabaco y menta.

—He oído que el sodomita ese ha muerto.

—¿Quién?

—¿No estuviste en su casa ayer?

—¿De qué estás hablando?

—El tipo de Adlington Road.

—Ah, sí, bueno, estuve allí —dijo Corell mientras un aluvión de difusas asociaciones y pensamientos se agolpaban en su cabeza.

—¿Suicidio?

—Eso parece.

—¿Cómo?

—Había preparado un caldero lleno de cianuro. Una peste insoportable.

—No habrá podido vivir con la vergüenza. Una historia de lo más embarazosa, ¿verdad?

—Sí —contestó Corell como si estuviera al tanto—. ¡Desde luego!

—Increíble que el tipo lo confesara todo, ¿no?

—No me ha dado tiempo a estudiar el tema en detalle. ¿Qué sabes tú? —respondió Corell sin tener todavía muy claro de qué hablaba Kenny, pero comprendió por qué el nombre le resultaba familiar.

Al hombre lo habían condenado por homosexual, uno de tantos en los últimos tiempos. Cuando nada más acabar la guerra Corell entró en el cuerpo, en la división B de Mánchester, nadie se había preocupado mucho por ellos. No empezaron a perseguir a los homosexuales de manera más sistemática hasta después del caso de espionaje en 1951, cuando Burgess, un sarasa de tomo y lomo, y otro tipo —Corell no recordaba su nombre— huyeron a la Unión Soviética. De pronto, el asunto se convirtió en una prioridad, quizá por motivos puramente patrióticos.

—No hay mucho que estudiar —contestó Kenny.

—¿Qué quieres decir?

—Un pederasta que metió la pata, sin más. Nada del otro mundo. No parece haber sido un tipo demasiado listo.

—Era matemático.

—Lo cual, desde luego, no tiene por qué significar una mierda.

—Al parecer, le concedieron una especie de medalla por sus méritos en la guerra.

—Bah, en la guerra condecoraban a cualquiera.

—¿A ti también?

—¡Vete a la mierda!

—Entonces ¿conoces la historia?

—No en detalle —continuó Kenny, ya mosqueado, con su dialecto berreante de las Midlands.

Con todo, Kenny Anderson, con expresión ávida, acercó su silla a la mesa de Corell. Sus labios resquebrajados se separaron de ese modo particular como siempre que solía hacer cuando pensaba que tenía algo entretenido que contar. Corell apartó la cabeza discretamente para eludir el aliento.

—Todo empezó cuando alguien entró a robar en su casa, en Adlington Road —dijo Anderson—. Una chapuza de robo; no se llevaron más que un montón de mierda, algún cuchillo de pesca y alguna que otra botella empezada, ese tipo de cosas. Nada de valor. Pero el bujarrón insistía en que había que hacer justicia, así que vino a denunciarlo.

—¿Quién registró la denuncia?

—Brown, creo, de Orden Público. El maricón creía saber quién era el culpable. Sospechaba que su amante estaba implicado, un tipo pobretón que se había ligado en Oxford Road.

—¿Un delincuente?

—Un buscavidas que vendía sus servicios bajo el puente. Pero el maricón… ¿Cómo se llamaba?

—Alan Turing —respondió Corell.

—Turing fue lo bastante estúpido como para revelarnos sus sospechas, bueno, no nos lo contó todo, claro. No dijo que el chaval era su amiguito, sino que se inventó una historia tan absurda que los compañeros de Mánchester lo calaron al vuelo.

—¿Qué pasó entonces?

—Pues que los compañeros pasaron del robo, claro está, y se concentraron en intentar pillar a Turing. Y el tonto va y lo confiesa todo enseguida. Menudo chasco se llevó el muy imbécil —dijo Kenny, y esbozó una sonrisa.

—¿Qué quieres decir?

—Imagínate que vienes a poner una denuncia porque crees que los policías van a ayudarte a coger a unos ladrones de pacotilla, y acabas entre rejas.

—¿Lo metieron en la cárcel?

—Bueno, no sé, pero en cualquier caso lo cazaron, y desde entonces no se ha sabido nada de él, al menos hasta ahora. Supongo que ha estado escondido allí arriba en Dean Row, muerto de vergüenza —continuó Kenny.

—Ayer me dio la sensación de que el hombre padecía algún tipo de locura.

—No me sorprende. Un jodido pervertido, seguramente.

—No sé yo —dijo Corell pensativo.

—Pero si acabas de decir que estaba loco.

—Sí, pero…

Entendía que sonaba contradictorio. Ya desde sus años en Marlborough College había huido como de la peste de cualquier pensamiento relacionado con los homosexuales, y sin duda la palabra «pervertido» podría haberla empleado él mismo para referirse al muerto, pero tenía a Kenny Anderson en tan poca estima que le repateaba estar de acuerdo con él en lo que fuera; además, posiblemente se sentía ofendido también. No le parecía que su compañero tuviera derecho a pronunciarse sobre el estado mental de Turing. Kenny no había visto el cuerpo del matemático en su casa, tumbado bocarriba y en pijama, ni había sentido el punzante olor a almendra amarga. Por otra parte, Anderson era pésimo juzgando a la gente. Todo se simplificaba y se tornaba burdo, y se dijera lo que se dijese del muerto, sus ecuaciones se hallaban a años luz de la capacidad de comprensión de Kenny.

—Quieres decir que un buen policía no debe sacar conclusiones precipitadas.

—Algo así.

—Creía que estábamos charlando sin más.

—Sí, bueno, es verdad —admitió Corell—. ¿Así que Turing tenía contacto con criminales?

—Eso es una condición primordial para ser un sodomita practicante, ¿no?

—Sí, claro. Sólo pensé que…

—¿Qué?

—Que podía merecer la pena echarle un vistazo.

—Hombre, claro. Nadie se alegraría más que yo si al final resulta ser un asesinato interesante, encargado por el crimen organizado. Pero lo que tengo muy claro es que ese tipo tenía motivos de sobra para poner punto final a su vida. Seguro que todo su entorno estaba al corriente de lo que hacía. La gente habrá cuchicheado y chismorreado a sus espaldas todo el tiempo.

—Seguro.

—¿Te he dicho que Ross quería hablar contigo?

—¿Qué quería?

—¿Qué suele querer? ¡Incordiar de una manera u otra!

—Menudo imbécil —murmuró Corell.

—¿Resaca?

Corell no contestó, y no sólo porque estaba harto de la jerga y de la conversación. No sabía qué decir. Se sentía tan cansado que no entendía qué le pasaba, y tardó en darse cuenta de que no había bebido nada el día anterior. Con un aire de determinación, apartó los periódicos y se levantó para ir a buscar información sobre Turing. No llegó muy lejos. Alec Block apareció por la puerta. Su entrada no podría calificarse de muy enérgica que digamos. Kenny Anderson lanzó un profundo suspiro, no necesariamente dirigido a Block, podría haber estado destinado a la vida en general, pero Alec se ofendió y se quedó compungido. Corell quiso animarle con unas palabras amables, pero como no le salió nada, se acercó y, sin siquiera desearle buenos días, preguntó:

—¿Qué conseguiste ayer?

—Te he dejado un informe sobre tu mesa. No sabía dónde estabas esta mañana.

—Muy bien. No lo he visto. ¿Qué pone?

Alec Block tomó la palabra y, a juzgar por sus movimientos y su mirada, se notaba que tenía alguna información que le parecía interesante. Aunque Block tendía a entusiasmarse por nada, en esta ocasión despertó la curiosidad de Corell, por lo que le irritó que al principio sólo le contara un montón de tonterías, como que el señor Turing no había mantenido contacto con otros vecinos que los Webb, los de la casa pareada, y que éstos acababan de mudarse, por lo que no había sido posible hablar con ellos, y que el señor Turing parecía no prestarle la menor importancia a su aspecto. Los vecinos lo describían como desaseado y desaliñado, además de ser un hombre al que no le agradaba en absoluto charlar de cosas triviales. Alguien dijo que era capaz de marcharse en medio de una frase si la conversación se le antojaba aburrida. Además, no hacía mucho tiempo había cambiado su motocicleta por una bicicleta de señora. Este hecho animó a Alec a contar un chiste sobre mariquitas, seguramente también le habían llegado rumores acerca de la orientación sexual del señor Turing. Corell hizo caso omiso de la broma, cosa que a Block más bien pareció resultarle un alivio.

—El señor Turing estaba trabajando con una nueva máquina en la Universidad de Mánchester. Pero eso supongo que ya lo sabías.

—Sí, claro —mintió Corell—. ¿Algo más?

—Pregunté si tenía enemigos.

—¿Y qué te han dicho?

—Que no tenía, que ellos supieran. Aunque una vecina, una tal señora Rendell, señaló que tanto hablar de las máquinas quizá hubiera molestado a alguien.

—¿Y qué había dicho de las máquinas?

Alec no lo sabía con exactitud. Algo de que iban a ser capaces de pensar. Según la señora, eso estaba en desacuerdo con la visión cristiana del mundo, igual que sus inclinaciones sexuales.

—Es que en el cristianismo nadie más que el hombre puede tener alma —aclaró Alec Block.

—¿Así que Turing afirmaba que las máquinas tendrían la capacidad de pensar?

—Eso fue lo que la señora dijo. Pero quizá el señor Turing lo decía sólo en sentido metafórico.

—O porque estaba realmente loco —replicó Corell.

—Bueno, es posible que lo haya estado, claro, pero por lo visto era profesor universitario y se había doctorado en Estados Unidos.

—Uno puede volverse loco de todos modos.

—Sí, supongo —accedió Alec mientras se rebullía inquieto.

—Me da la impresión de que hay algo más.

Así era. Pero Alec no quería concederle demasiada importancia. O quizá sí. Había una tal señora Hanna Goldman, que vivía enfrente de Turing. Es cierto que Hanna Goldman parecía un espantapájaros excesivamente pintado. Además, apestaba a perfume y a licor, y hablaba de forma inconexa, aseguraba Alec pese a que eso iba en detrimento de sus objetivos. Los vecinos la tachaban de chalada, pero Block no estaba tan seguro. La señora Goldman le había informado de modo concluyente sobre una visita que hacía un par de años le había hecho «un caballero distinguido» con acento escocés que trabajaba para el gobierno.

—¿Para el gobierno?

—O algo así. Y ese caballero quería que la señora Goldman le dejara usar su casa para vigilar a Turing.

—¿Por qué?

—Si lo he entendido bien, para evitar que el señor Turing mantuviera más relaciones homosexuales.

—¿Y por qué iba a importarle eso al gobierno?

—Creo que el señor Turing era una persona importante.

—¿Y la señora Goldman le dejó usar su casa?

—No. Ella no colabora con las autoridades, dijo.

—Pues para alguien que no colabora con las autoridades ha sido bastante habladora.

—Sí, supongo.

—Muchas suposiciones veo en esta historia, Alec.

—Bueno, me parecía que era algo de lo que debía informar.

—¡Claro que sí! Nunca se sabe. ¿Has podido contactar con los familiares?

Alec había hablado con un hermano, un jurista de Guildford que estaba de camino. No había podido ponerse en contacto con la madre, Sara Ethel, porque se encontraba de viaje por Italia. El hermano había prometido que intentaría localizarla, cosa que para Corell supuso una buena noticia; no le gustaba hablar con madres que acababan de perder a sus hijos. Luego le pidió a Alec —pese a que, evidentemente, podía considerarse un atrevimiento por su parte, ya que Alec Block y él tenían el mismo grado— que fuera a buscar todo lo que hubiera en los archivos sobre Turing, a no ser que el material se hallara en Mánchester.

—Es que tengo que hacer unas llamadas —explicó.

No tenía a nadie a quien llamar, o si lo tenía le daba pereza hacerlo, de modo que volvió a sentarse y miró los montones de papeles que cubrían su mesa. Se acordó del escritorio que tenía su padre cuando Leonard era pequeño y de todas las cosas bonitas que solían ocuparlo: libros encuadernados en piel, postales de lugares exóticos, diarios y las llaves de hierro para los cajones de caoba con grabados de coronas de laurel. A menudo, el joven Leonard había martilleado rítmica y arbitrariamente la máquina de escribir que estaba en la mesa, como si fuese un instrumento de música y no una herramienta de trabajo, y había pasado una mano sobre la mesa y los libros mientras percibía un aroma a futuro y a todo lo que iba a aprender.

En la comisaría no había nada de eso. Ahí todo era barato, aburrido y estaba mal escrito. Nada que a uno le apeteciera leer. Sólo porquerías, atisbos de vidas miserables. Había un caso de vertido de basuras al que el comisario Richard Ross daba especial prioridad, y del que Corell no entendía por qué el departamento de Policía Criminal debía ocuparse. Alguien había tirado un montón de botellas vacías delante de la comisaría. Una soberana tontería, pero, como había ocurrido cerca del edificio, Ross lo calificaba de «provocación a las fuerzas del orden» y lanzaba conclusiones al estilo de Sherlock Holmes, como la de que el autor del delito no podía ser pobre ya que entre la basura había botellas de whisky de la marca Haig, la del eslogan: «Don’t be vague, ask for Haig»[2], y ésa, según Ross, no era una marca que cualquier borracho podía permitirse. A Corell se la traía floja el vertido ilegal de cascos vacíos, independientemente de si el vándalo era rico o pobre. No tenía la menor intención de mover un dedo en ese caso. Como mucho, y para mantener las apariencias, le daría la vuelta a algún que otro papel. Era bueno fingiendo que trabajaba mientras se entregaba a sus mundos secretos, que se ramificaban en un hormiguero de reinos oníricos paralelos. Alec volvió a aparecer.

—Teníamos bastantes cosas sobre Turing.

—Estupendo. Gracias.

Corell cogió el material. Al principio le irritó que lo hubiera molestado, pero pronto se despertó su curiosidad; había algo interesante en esos contactos con criminales en Mánchester. Sin embargo, no se puso en marcha enseguida; necesitaba un tiempo para mentalizarse. Levantó la vista para observar a Alec Block, quien daba la impresión de estar muy cansado y cuyas pecas parecían haber empalidecido, aunque probablemente se trataba de una ilusión óptica, un efecto de la iluminación intensa y malsana. En cualquier caso, para asegurarse de no quedar mal, y también, claro, para que su compañero lo dejara en paz, volvió a darle las gracias.

Luego se quedó mirando un rato por la ventana hacia la fea entrada de la comisaría y el parque de bomberos, y no fue hasta al cabo de unos minutos cuando empezó a leer. Al principio le costó concentrarse y le distraían las ocurrencias y las tonterías de Kenny Anderson, pero poco a poco la narración lo cautivó. No por la historia en sí, sino porque parecía que estuviera hablando de su propia vida. Lo que más le fascinó era un asunto del todo ajeno a la investigación: unas líneas sobre una paradoja que habría provocado una crisis en las matemáticas. Se sumió en una profunda concentración.