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Alan Mathison Turing nació el 23 de junio de 1912 en Paddington, Londres. Era mayor de lo que Corell había pensado; habría cumplido cuarenta y dos años dentro de dos semanas. Estudió en King’s College, en Cambridge, y también en Princeton, Estados Unidos, y presentó una tesis doctoral, no estaba muy claro en qué. Tras la guerra fue a parar a Mánchester, donde participó en un gran proyecto cuyo objetivo era la construcción de una máquina, tal y como Alec Block había dicho. Desde un punto de vista meramente biográfico, el material dejaba muchas incógnitas sin resolver, aunque lo cierto era que el nombre de Alan Turing no había acabado en los archivos policiales por nada relacionado con su carrera profesional.

Sino que fue por Oxford Road, justo en ese punto bajo el puente del ferrocarril, donde la calle se convierte en Oxford Street, no muy lejos del centro de refugiados, con su torre campanario y los dos cines. Ese barrio constituía el lugar de encuentro de los homosexuales. Corell no sabía por qué, pero en algún sitio tenían que verse. Y con un poco de buena suerte, o de mala, Turing y él podrían haberse cruzado, pues durante su primera época en el cuerpo, Corell, destinado en la división B en Mánchester, había patrullado esa zona a menudo, pasando por debajo del puente con el tufo a orina y los grafitis en los ladrillos rojos oscuros.

Varios de sus compañeros conseguían unos ingresos extra de los bujarrones. Quizá no fuera del todo legal, pero durante los años de posguerra, cuando la amargura bullía en el cuerpo, se consideró razonablemente legítimo. Pese a que él nunca aceptó un céntimo, tanto por motivos morales como por timidez o falta de audacia, algo que sufría desde su época escolar, no se lo reprochaba a nadie. Oxford Road no era un sitio para personas educadas en Cambridge, ni para nadie, la verdad. Se trataba de un lugar donde los hombres buscaban el amparo del urinario para cometer terribles indecencias. Tan sólo imaginar lo que hacían asqueaba a Corell, y saber que Turing había sido un asiduo de la zona no aumentaba precisamente su simpatía hacia él. Su experiencia le decía que en las investigaciones sobre homosexualidad casi siempre escaseaban los datos, y obtener una sentencia condenatoria era de lo más difícil. Los implicados tenían motivos de sobra para callar, y si existían testigos rara vez estaban predispuestos a hablar. Sin embargo, encontró una sorprendente cantidad de información sobre las andanzas del matemático y pudo leer que una tarde de diciembre de 1951 había estado contemplando el cartel que anunciaba una película, al lado de los soportales en la parte alta de la zona, o más bien fingía hacerlo mientras miraba a su alrededor en busca de hombres. Sin duda, los maricones acostumbraban a dedicarse a ese tipo de juegos introductorios, pensó Corell, pero en circunstancias normales nadie se daba cuenta. En este caso, en cambio, había una confesión de cinco páginas en la que Alan Turing hablaba con franqueza, al parecer sin considerar su homosexualidad como un problema. Si hubiera dificultades jurídicas o morales, estarían en otro nivel bien distinto, afirmaba, cosa que indignó a Corell. ¿No podría el hombre por lo menos haber mostrado la decencia de avergonzarse? Con una objetividad desvergonzada describía cómo había descubierto entre la multitud de Oxford Road a un joven que se llamaba Arnold Murray.

—¿Adónde va? —le había preguntado Turing.

—A ningún sitio.

—Yo también.

Se fueron a una cafetería de las que abundan cerca de las estaciones que hay al otro lado de la calle, y como tantos otros que se conocían en esa zona formaban una extraña pareja. Oxford Road la frecuentaban personas de todos los estratos sociales, eso lo sabía Corell desde hacía tiempo. Más o menos como cualquier zona de prostitución. Los que tenían dinero pagaban. Los que no, lo cogían. Turing trabajaba en la universidad y contaba con títulos universitarios y quizá también con una condecoración militar, mientras que Arnold Murray tenía diecinueve años y era un pobre desgraciado. Su padre era un albañil alcohólico. Constaba que Arnold Murray había sido el alumno más aventajado en aquel colegio de acogida en el que había vivido durante la guerra, pero que continuara los estudios nunca fue, desde luego, una opción para un joven de su condición. Se volvió un joven delincuente sin trabajo, y a Corell le resultaba evidente que el chico anhelaba el reconocimiento de alguien acomodado. Parecía estar seguro de que la homosexualidad formaba parte del mundo culto, a no ser que su ingenuidad fuera fingida o que su abogado lo hubiera aleccionado al respecto.

—¿No es a eso a lo que se dedican en Cambridge y en Oxford? —preguntó durante los interrogatorios.

Un hombre como Alan Turing debía de haberlo embaucado sin la menor dificultad, en especial teniendo en cuenta que Arnold Murray en su día también se había interesado por la ciencia, y el hecho de que Turing ya al principio de sus encuentros le había contado que estaba construyendo «un cerebro electrónico». Un cerebro. Eso no podía ser cierto ni por asomo, ¿verdad? No, claro que no. Cuanto más lo pensaba, más desvergonzado le resultaba todo. Pero aquellas palabras seguro que impresionaron a un pobre diablo sin apenas estudios de los barrios bajos, por muy falsas que fuesen. Posiblemente formaban parte del discurso general del matemático sobre las máquinas pensantes. Podía tratarse de un argot, o una metáfora, o incluso una manifestación de pura enajenación mental —Corell recordaba la sensación de locura que le había invadido al recorrer la casa—, pero lo más probable, pensó, es que no fueran más que malévolas fanfarronerías para seducir al chico. En efecto, Alan Turing había invitado a Arnold a su casa el fin de semana siguiente.

Sin embargo, Arnold Murray no se presentó, aquella vez no. Se vieron el mes siguiente, en enero de 1952, en Oxford Road, y entonces Turing sin más preámbulos lo invitó otra vez. Fue en esa ocasión cuando se cometió el delito por primera vez. Indecencia grave, tal y como se denominaba según el Código Penal, sección 11, incorporada a la ley de 1885. Un artículo importante, sabía Corell, sobre todo porque en su momento condenó a Oscar Wilde. Quizá podría decirse que todo el asunto recordaba un poco a una historia de amor normal y corriente. Alan Turing le hacía regalos a Arnold y lo describía en su confesión como «un cordero perdido» y «un hombre agudo, ávido de saber, con gran sentido del humor». No obstante, a la historia no le faltaban ingredientes sórdidos.

El 12 de enero el matemático lo invitó a cenar, lo que para Arnold Murray evidentemente fue algo importante. Turing tenía asistenta.

—De repente estaba entre los señores y no con los criados —dijo embriagado—. Nos tratamos como iguales.

Después de la cena, tomaron vino sentados en la alfombra del salón y Arnold le contó a Turing una pesadilla. Por raro que pueda parecer, esta conversación privada se añadió a las actas del interrogatorio. Bien es cierto que Corell había oído que los sueños pueden revelar algo de la personalidad de un individuo y sus pasiones —sabía algo de Freud—, pero dudaba que los compañeros de Mánchester hubiesen intentado realizar semejante análisis. Por otra parte, la meticulosidad era una virtud, y nadie sabe de antemano qué detalles son los que al final tienen importancia, y este sueño al menos era bastante terrible. En él, Arnold estaba tendido en una superficie llana, sin ninguna característica especial, un lugar completamente vacío sin ubicación en el tiempo ni en el espacio. A su alrededor se oía un ruido que se tornaba cada vez más alto e insoportable, y, cuando Alan Turing le preguntó qué era ese ruido, Arnold no fue capaz de contestar, sólo le dijo que se trataba de un ruido terrible que estaba a punto de apoderarse de él y, quizá, también de todo lo demás.

Al parecer, a Alan Turing le resultó interesante el sueño. Por lo que pudo entender Corell, al matemático le cautivaban los sueños en general. Al fin y al cabo, había anotado los suyos en tres cuadernos, y después de la conversación, en efecto, surgió cierta confianza e intimidad, lo que dio lugar a que se volviera a cometer el delito. Aunque Corell prefería no saber los detalles, no podía dejar de pensar en el pecho algo femenino de Turing y en sus propios dedos desabotonándole la camisa del pijama en Adlington Road. Borró esa imagen de su cabeza, como si la mera idea fuera peligrosa, y se le ocurrió que eso de que «nos tratamos como iguales» probablemente era de lo más revelador. Antes de que Arnold estuviera dispuesto a hacer nada, necesitaba un poco de respeto y reconocimiento. Necesitaba que lo vieran como un ser humano antes de ensuciarse. Pero algo se torció, y Corell no pudo evitar sentir cierta fascinación.

Arnold no quiso aceptar el dinero que Turing le ofreció. Él no era ningún prostituto, decía. Se había presentado en casa de Turing como un igual, y había sido invitado a cenar. Todo como tenía que ser; a Turing también parecía gustarle la idea de que fuera como cualquier ligue. El problema residía en el motivo original por el que Arnold acudía a Oxford Road. Era pobre. Vivía en la miseria. Así que ¿qué podía hacer? En vez de aceptarlo, le robó dinero de la cartera, y eso podría haber sido el final de la historia. Cuando Alan Turing descubrió el robo, le envió una carta en la que decía que quería poner fin a sus encuentros.

De todos modos, Arnold apareció un par de días más tarde y juró que era inocente, así que Turing lo perdonó. Difícil determinar por qué. El matemático daba la impresión de ser una persona muy ingenua. Kenny Anderson lo había tachado de «no demasiado listo», y, aunque Corell se resistía a darle la razón a su compañero, era indudable que Alan Turing se portaba de una manera asombrosamente estúpida. Después del reencuentro, cuando Arnold cambió de táctica y pidió dinero de forma directa, para un traje, su amigo se lo dio enseguida. «Toma —dijo Turing—. Cógelo. Seguro que va a ser muy bonito». Pero, entonces, el matemático ya iba de cabeza a una trampa. ¡Qué humillante tenía que haber sido todo!

Ahora bien, no resultaba fácil saber hasta qué punto Arnold Murray era ladino. Si Kenny Anderson —cuya predisposición a los juicios personales tajantes y descalificadores resultaba notoria— hubiera leído acerca del asunto, sin duda habría concluido que el chico era el típico delincuente que intentaba sacarle el dinero que podía. Corell no estaba tan seguro. En cualquier caso, Arnold Murray no se le antojaba una persona echada a perder del todo. Sufría remordimientos de conciencia. Quería aprender y no paraba de preguntarle cosas a Turing. «Hablamos incluso de la nueva física». Pero, aun así… En una taberna de Oxford Street se fue de la lengua hablando de la casa de Turing. Había ido allí con un amigo, un tal Harry Greene. Los chicos se jactaban de sus aventuras y, como no podía ser de otra manera, Alan Turing apareció en la conversación, el hombre que afirmaba que estaba construyendo un cerebro electrónico.

Harry propuso un golpe. Arnold dijo que no, o al menos eso sostuvo. Pero la idea siguió adelante. Hasta allí la cosa estaba clara. Durante aquellos días de enero de 1952 —que Alan Turing describió como ansiosos y agitados— le robaron en la universidad, no se sabía qué. Se sentía «supersticioso y asustado». El 23 de enero participó en un programa de radio y no quedó muy contento con su intervención. Esa misma noche llegó a Adlington Road y se dio cuenta de que habían entrado en su casa. Le invadió «una sensación oscura y aciaga de estar bajo amenaza».

El robo en sí no era gran cosa, tal y como Kenny Anderson había dicho. Sólo faltaban unos cuchillos de pesca, un par de pantalones, una camisa de tweed, una brújula y una botella abierta de jerez, pero lo desagradable obviamente era saber que alguien había husmeado en su casa, y eso fue suficiente para que Turing cometiera su error fatal. Denunció el robo. Como es natural, hasta los delincuentes deben tener derecho a que la ley los proteja. Pero ¿por qué diablos cometió Turing semejante temeridad? Corell no lo entendía.

Por una botella abierta de jerez, el matemático se metió en una lucha encarnizada por su vida. Por unos trastos, bajó la guardia y se la jugó, y en ese sentido se mostró muy resuelto. Pero, por otra parte, permaneció igual de evasivo y débil que antes. A pesar de todos sus buenos propósitos, dejó que Arnold volviera a entrar en su casa el 2 de febrero. Es cierto que se pelearon —por lo visto montaron una escena terrible, y no cabía duda alguna de que el matemático desconfiaba de veras de Arnold—, pero la tormenta amainó. Tomaron una copa, la confianza se restableció en la conversación, y al final a Arnold le entraron ganas de confesar para darle coba a Turing, como si quisiera vengarse y reconciliarse a la vez: se chivó de Harry. Habló de la taberna, y al cabo de un rato los dos reincidieron en su delito. Pero esa noche el matemático permaneció despierto. Escribió en su confesión que «Arnold le caía bien», pero que «no quería verse implicado en algo que podía ser chantaje. El señor Murray me amenazó con denunciarme a la policía». Por eso, el matemático se levantó y, moviéndose por su casa con el mismo sigilo que un delincuente, guardó la copa de la que Arnold había bebido, con la esperanza de que las huellas dactilares pudieran compararse con las del ladrón.

Al día siguiente, se marcharon juntos, y Turing dejó a Arnold sentado en un banco delante de la comisaría mientras él entraba a contarle las novedades al agente Brown, un hombre bajito con ojos bizcos y entradas, amable, y cuyos informes siempre rebosaban faltas de ortografía y rarezas de todo tipo. Esta vez no fue una excepción: en el informe figuraba dos veces «ella» en referencia a Turing, pero lo bueno de los deslices era que reforzaban lo curioso de la historia.

En su denuncia Turing no decía ni una palabra acerca de Arnold. No obstante, quiso ofrecer una explicación plausible de por qué había conseguido esta nueva información sobre el tal Harry, por lo que inventó una historia sobre un vendedor a domicilio que no se sabía muy bien lo que vendía, con toda probabilidad cepillos. Este vendedor —del que Turing no dio nombre ni descripción— había dicho, como de pasada, que sabía quién había entrado a robar en la casa. Exactamente cómo podía saber eso tampoco quedaba claro. La mentira resultó bastante inútil, y después todo sucedió muy rápido, aunque al principio la balanza parecía inclinarse a favor de Turing, pues Harry Greene era, en efecto, un canalla. Se hallaba en prisión preventiva en Mánchester por otros delitos, y la policía lo relacionó con el robo en Adlington Road, pero lo que Turing debería haber previsto era que Harry tenía un as en la manga: podía negociar con la policía.

—Mi amigo Arnold hizo cosas feas con ese hombre —dijo.

Eso de por sí no tenía por qué significar gran cosa. ¿Cuánta mierda y cuántas acusaciones sin fundamento no habría oído Corell en boca de criminales? La mayoría de las veces no llevan a nada, en especial si una persona de clase social más alta lo niega. Pero en este caso ocurrió algo. Dos compañeros de Mánchester, los inspectores Willis y Rimmer, leyeron la denuncia de Turing y el chivatazo del vendedor ambulante y sospecharon que se trataba de una mentira. Decidieron pasar al ataque. El 4 de febrero de 1952 visitaron la casa del matemático, oficialmente para hablar del robo, pero ya desde el primer momento se portaron de forma amenazante o en cualquier caso ofensiva, y aunque Corell, por su parte, desconfiaba de la confrontación instantánea, la estrategia habría sido la más oportuna. El sospechoso tampoco era un gamberro cualquiera, quizá incluso era una persona más frágil que la mayoría. Sin duda, no tenía ni idea de que la policía andaba tras él. Había denunciado un robo y había aportado información valiosa. Entonces ¿por qué no iba la policía a estar de su parte?

—Lo sabemos todo —dijo el inspector Willis sin precisar lo que quería decir con «todo».

Sin embargo, con el comentario consiguió desequilibrar de manera notoria a Turing. Cuando éste iba a repetir su declaración, se hizo un lío que fue empeorando cuanto más lo presionaban. Vacilaba al hablar y seguía sin presentar detalles convincentes. El vendedor a domicilio no dejó de ser una figura muy difusa.

«Tenemos motivos para pensar que tu descripción del curso de los acontecimientos es falsa», había replicado Willis. Probablemente intercambiaron unas cuantas frases más en la misma línea, pero el momento de la verdad se acercaba sin remedio. Corell se imaginó a Turing buscando a tientas una salida, una rama a la que agarrarse, y cómo al final acabó capitulando, con la esperanza a buen seguro de que una confesión supusiera un alivio, una liberación de todas esas mentiras, pero no podía estar más equivocado. Puede que confesar ante unos amigos suponga una liberación; los policías, en cambio, son unos depredadores. Mientras el culpable sueña con ser comprendido, el policía olfatea la victoria y lo único que desea es enredar al culpable. Para los compañeros ese momento fue un triunfo, para Alan Turing sin lugar a dudas constituyó nada menos que el principio del fin. ¡Cómo que mentira!, habría dicho, ¡Soy un hombre con una posición! Nadie podía declararle culpable sin su confesión. ¿Y qué hizo? Pues lo soltó todo.

—¡Arnold Murray y yo teníamos una aventura!

Como si eso no fuera suficiente, agarró un bolígrafo para redactar allí mismo, ante los inspectores, su testimonio de cinco páginas, caracterizado por la más extraña falta de comprensión hacia la gravedad y la relevancia de la situación. No parecía entender que el robo ya no significaba nada y pretendía que los policías se interesaran más por su lucha espiritual —su negativa a ceder ante el chantaje— que por su delito sexual. Era como si creyera que la gran cuestión moral se encontraba en otro nivel. «¿Hasta qué punto debe un hombre protegerse a sí mismo, y en qué medida debe aceptar ciertos agravios para no dañar a otros? Eso es en muchos aspectos una cuestión ética muy interesante. ¿Hasta qué punto es razonable sufrir para ayudar a una persona que es más débil?», escribió en su confesión, a todas luces ajeno a que su propio delito podía reportarle dos años de cárcel y que todo lo demás tan sólo se veía como retórica rimbombante que nada tenía que ver con la investigación policial.

A Alan Turing ya no le servía de nada su posición u origen social, eso quedaba claro en el texto legal. Una vez hecha la confesión, su pasado se volvería en su contra y reforzaría la imagen de un tipo artero que seducía a chicos jóvenes e ingenuos de un estrato social más bajo; pero, al parecer, el matemático seguía sin ser consciente de nada de eso. Tras admitir su relación incluso dio la impresión de relajarse. El inspector Rimmer, cuya objetividad profesional fallaba muchas veces, lo describió como un auténtico converso, una persona que estaba totalmente convencida de haber hecho lo correcto, y en una curiosa apostilla en el margen anotó «un hombre de honor», sin que quedara muy claro qué quería decir con eso.

Quizá se refería a la sinceridad de Turing. O a su imprudente generosidad. El informe de la investigación no daba pie a hacerse una imagen muy clara del matemático; por momentos se antojaba preocupado, en otros parecía situarse por encima de lo cotidiano, libre de preocupaciones y sufrimientos. En una ocasión invitó a los policías a unas copas de vino como si fueran sus amigos, y en otra intentó explicarles una teoría matemática, o al menos figuraban en el informe —garabateadas por el inspector Rimmer— unas curiosas palabras acerca de la llamada paradoja del mentiroso que cautivaron a Corell: «¡Yo miento! Si esta proposición es verdadera, es falsa puesto que la persona miente, pero entonces dice la verdad ya que admite que miente, etc.», había anotado Rimmer, y había añadido algo acerca de que contradicciones como ésta habían causado una crisis en la lógica matemática, y que esto, a su vez, había llevado a Alan Turing a diseñar las bases para un nuevo tipo de máquina. En esa descripción de Rimmer había lagunas, un montón de pensamientos se habían perdido por el camino entre una cosa y otra, pero aun así a Corell le pareció conmovedor que el inspector se hubiera esforzado en entender algo que sin ninguna duda se hallaba mucho más allá de su horizonte, y que tampoco tenía nada que ver con la investigación. También se alegró, como si se tratara de un tipo de problema que había echado de menos. Yo miento. Saboreaba las palabras. Si es verdad que miento, entonces digo la verdad… El enunciado era tan verdadero como falso, saltaba entre sus dos polos opuestos como en un bucle perpetuo, y se dio cuenta de que su padre le había comentado algo acerca de esa paradoja hacía mucho tiempo. Intentó hacer memoria, pero no logró recordar qué era lo que le había dicho, de modo que cuando siguió leyendo se distraía, como si las frases de la paradoja continuaran contradiciéndose dentro de su cabeza, y volvió a acordarse de la manzana envenenada encima de la mesilla de noche, como si la manzana formara parte de la paradoja.