17

*

Oscar Farley y Robert Somerset descansaron unos minutos en un banco de Sackville Park, en Mánchester. Dos hombres con poco porte pasaron por delante, y uno de éstos iba diciendo: «Es que las tías nunca han entendido…». Más allá, bajo un árbol frondoso, una joven leía tumbada en el césped una novela con una portada en tonos verdes. Farley sintió una punzada de añoranza. Siempre, cuando peor se encontraba, se topaba con personas que parecían estar en perfecta armonía, como si buscara recordatorios de todo lo que se perdía.

—¿Continuamos? —preguntó Somerset.

—Espera un poco.

—¿Tan mal estás?

—Bastante mal.

—Tengo un poco de oporto en el maletín.

—Ya llevo suficientes toxinas en el cuerpo.

—¿Qué me dices del policía?

—No digo nada. Sólo espero que haya sobrevivido a tus tonterías.

—¿No te pareció que estaba un poco raro al final?

—No, no me lo pareció —negó Farley, pero no fue del todo sincero.

Pues al joven policía indudablemente lo había invadido el nerviosismo cuando empezaron a hablar de lo confiscado en Adlington Road. Pero Farley no quería alterar a Somerset sin necesidad. Además, el policía le había caído bien. Durante la verborrea de Robert, que a ratos le había puesto en el disparadero —un comentario tan estúpido como que en los años treinta Cambridge se caracterizaba por el comunismo y la homosexualidad no debía decirse ni en broma—, se había acordado de su juventud y había visto rasgos en el policía que reconocía como suyos a esa edad. Esa manera de parecer sofisticado y grandioso un momento para al siguiente dar la impresión de estar desconcertado y perdido le recordó a Farley la frustración que había sentido aquellos años, la incapacidad de ser quien uno quería más que en fragmentos o escenas sueltas. Por un instante, incluso había pensado con nostalgia en su vieja inseguridad, como si algo importante se hubiera perdido cuando iba formando su personalidad, convirtiéndose en ese experto conversador que era ahora, pero sobre todo había tenido en mente al padre del joven policía.

No le había conocido muy bien. Aun así, el padre del policía había ocupado un lugar especial en su conciencia. Durante mucho tiempo asoció el apellido Corell a ese ambiente de fiesta que rodeó los primeros años de Farley en Cambridge. James Corell era un escritor que debería haber sido actor, una persona grandiosa, de verbo rápido y agudo, que se hacía con cualquier grupo de personas con el que entraba en contacto. Pero, tras su muerte, Farley, inevitablemente, empezó a atribuirle rasgos de payaso triste, quizá porque pensaba que James Corell al final comprendió que su dominio de la vida mundana ya carecía de relevancia social, y que por eso cada triunfo en sociedad le habría dejado un regusto amargo, como un juglar que se torna melancólico en cuanto los aplausos cesan.

En la comisaría de Wilmslow, Farley tampoco había podido remediar ver al joven como una extensión del padre, una continuación del drama que el padre había puesto en escena. El policía se encontraba muy lejos de los círculos de James en Cambridge y Londres. Por lo visto, había pagado un precio alto por la pérdida del padre y, aun así, el legado de éste permanecía en los gestos y en la mirada, y de vez en cuando se entreveía una ligereza en sus respuestas, un ingenio que recordaba a James, y luego estaba lo de sus ojos. Era como si el policía estuviera todo el tiempo considerando planes de acción alternativos. «Gracias por su análisis político», le había dicho a Somerset con un inconfundible sarcasmo, y, aunque fuera una actitud irónica muy del gusto de Farley, también evidenciaba una rebeldía, un deseo de ridiculizar a la gente que le llevaba a pensar en el padre. Pero lo más probable era que no les hubiera ocultado nada… ¿O sí? Pero ¿por qué iba a hacer algo así?

—Venga, vámonos —dijo Farley—. Ya me siento mejor.

—Creo que hay que volver a hablar con él de todas formas —indicó Somerset.

—Yo creo que hay que marcharse a casa y leer poesía.

—¿Perdón?

—Poesía. Es una forma de escritura sumamente concentrada. La humanidad la ha usado durante miles de años. Alguna vez deberías echarle un vistazo. Hay libros para principiantes.

—¡Anda ya!

* * *

Por razones obvias, Corell no podía mencionar la carta en su informe. Pero dejó caer que había muchas cosas aún sin esclarecer y por una vez trabajó con mano ligera, quizá también porque en realidad carecía de importancia lo que pusiera. Sabía que el final ya estaba escrito, y en algún sentido sólo trabajaba para sí mismo. No permitiría que ningún ojo policial, burocrático y desprovisto de imaginación, matara las palabras. Más bien se imaginaba otros lectores, más o menos ficticios —como su fallecido padre o incluso un editor de rostro borroso—, que por un golpe de azar leerían el informe y se entusiasmarían. A veces se tomaba libertades formales, otras fingía que sus hechos eran ficción. Todos los detalles curiosos, el pequeño laboratorio, el caldero burbujeante, la manzana envenenada, ya no parecían observaciones sin sentido, sino piezas de un rompecabezas que al final de la narración se transformarían en una imagen nítida y esclarecedora, al igual que los interrogantes de una novela de misterio. Pero poco a poco la ilusión se quebró y se dio cuenta de que todo aquello que parecía provisional o peculiar permanecería así, y si la historia, contra todo pronóstico, tuviera una continuación, ésta se desarrollaría en otros pasillos y otras salas, lejos de Wilmslow y Green Lane. Su momento de inspiración se le antojó de pronto como una mera masturbación: excitante mientras duró, pero vergonzoso después. Al pasar a limpio el informe, se acordó de otros textos que había redactado en un tiempo lejano, cuando su padre había gritado «Bravo, Leo, bravo», pero tampoco eso le resultó un recuerdo agradable. Con irritación, cogió su sombrero, que estaba tirado sobre la mesa, y lo colgó. Acto seguido sonó el teléfono.

—Buenas tardes —dijo una voz de mujer.

—¿Con quién hablo? —preguntó Corell.

—Me llamo Sara Ethel Turing. Soy la madre de…

Se apartó el auricular de la oreja. Tuvo el impulso de colgar. Pero ¿no había algo que tenía que preguntarle a la madre? No se le ocurrió nada y tampoco se lo hubiera podido preguntar de haber recordado algo, pues la madre hablaba sin parar, con la voz espesa por el llanto, como si necesitara ahogar cualquier asomo de silencio.

—Alan andaba metido en algo grande, algo realmente grande —dijo—. Se le notaba, en toda su forma de ser. No pensaba más que en el trabajo. ¡Ni siquiera se lavaba las manos! Dios mío, ¿por qué no podía lavárselas? ¿Por qué no lo hacía?

—¿Y qué era eso tan grande en lo que andaba metido?

—Ojalá lo supiera. No había manera de entenderlo. Pero algo era…, son esas cosas que una madre intuye. Alan tenía una cabeza tan privilegiada, tan tan privilegiada, pero era como un niño, ¿entiende? Fundió el reloj de su abuelo. ¿Qué le parece? Dijo que el abuelo habría estado contento de que su reloj se hubiera puesto al servicio de la ciencia, y luego estaba lo de trabajar con sustancias peligrosas, cosas de lo más nocivas para la salud, y le dije miles de veces: «¡No te hagas desgraciado! ¡Lávate las manos!». Pero no se las lavaba. ¡Nunca, jamás!

Corell estaba acostumbrado a las intensas manifestaciones sentimentales en su trabajo. A veces le hacían sentirse más vivo, como ante un drama apasionado en el cine o en el teatro, pero con la madre de Turing resultaba insoportable. Su pena era tan desbordante… Las palabras salían a borbotones de su boca, y Corell no podía aguantarlo. Intentó ser amable.

—Lo lamento de verdad, señora Turing. ¿Se ha enterado de que usted es la heredera? La quería de verdad.

Pero ella no escuchaba. Continuó su incesante letanía. Cuando al final logró terminar la conversación, Corell suspiró ruidosamente y con gran alivio, sin por eso sentirse mucho mejor.

—Para ya —le espetó Kenny Anderson.

—¿Que pare qué? —replicó—. Acabo de hablar con la madre de Turing.

—Pero ¡tampoco es necesario que agujerees la mesa!

—No, no, perdón.

Dejó el bolígrafo, con el que a todas luces había estado golpeando su escritorio. El teléfono volvió a sonar. Estiró la mano para coger el auricular, pero en el último momento la retiró de golpe, y, como si eso no fuera suficiente, cogió su sombrero del perchero y abandonó la sala. ¿Qué estaba haciendo? Salía y entraba sin cesar, y no había tenido la suficiente presencia de ánimo para hacerle unas preguntas serias a la madre —sin duda habría podido contarle algún que otro detalle de importancia—, pero no había sido capaz. Había pensado en su propia madre, su encorvada y encogida madre, y el día en el que la había dejado. ¿Por qué esto no acababa nunca? ¿Seguiría doliéndole ese recuerdo toda la vida?

En la calle ya estaba refrescando, por lo que se arrebujó en la americana mientras intentaba sacudirse el malestar. No lo logró. Los pensamientos se arremolinaron en su cabeza, y de repente se acordó de una frase de la carta: «¿No contesté bien a la pregunta del hada madrina?». Palabras dolorosas, pensó. Era como si le atañeran de alguna manera: ¿había formulado mal sus deseos él también, desconcertando a la única fuerza bondadosa que velaba por su bien? Se palpó el bolsillo interior. La carta todavía estaba ahí. Pensó en volver a leerla, pero no serviría de nada —se la sabía casi de memoria— y durante un rato anduvo apático por las calles, sin rumbo.

Cuando enfiló Water Lane y pasó la hilera de restaurantes y terrazas, se sintió como una anomalía. Sólo hay mujeres en la calle, pensó. No era del todo cierto. Había hombres por todas partes, pero la sensación de entrar en una especie de comunidad femenina no lo abandonó. Se sintió observado y examinado. Poco a poco se fue calmando, y puede que en eso le asistiera la música de un transistor. La voz de un hombre cantaba we’ll have some fun when the clock strikes one acompañada por un curioso ritmo, y la canción le provocó una sonrisa. Pero el respiro no duró mucho; más adelante divisó la espalda de una mujer que de inmediato lo puso realmente nervioso, y pese a disipar el malestar causado por la conversación telefónica no le aportó gran consuelo en ese momento.

El cuerpo femenino pertenecía a Julie y, por si eso no fuera ya bastante, la acompañaba una niña que sostenía un globo verde. La pequeña tenía el mismo pelo negro que Julie. Podría ser cualquiera: una sobrina, una prima, alguna de las nietas de Harrington, aun así… No le gustó, y no lo tranquilizaba el hecho de no haber visto un anillo en el dedo de Julie, a la que siempre había considerado soltera y sola. Se había equivocado, sin duda, y su primer impulso fue salir de allí. No obstante, siguió caminando.

Pronto las alcanzó y sintió un deseo incomprensible de arrancarle el globo a la niña. La condenada chiquilla constituía un muro entre Julie y él. Al llegar a su altura, sin embargo, se sobresaltó: la pequeña llevaba un parche negro en un ojo y por debajo se extendía una fea cicatriz. Afectado, desvió la mirada. Cuando estaba a punto de adelantarlas, se detuvo. O uno hace como si nada. O… Se dio la vuelta y saludó tanto a Julie como a la niña, y a pesar de su emoción notó que ésta se volvía enseguida para ponerse de perfil, como si la vida ya le hubiera enseñado a mostrar a los desconocidos sólo la parte no desfigurada de su rostro. ¿No guardaba un sospechoso parecido con Julie?

—Buenos días, señor Corell.

—¿Está bien, señorita?

—Muy bien, gracias. ¿Y usted?

—Fenomenal. Es un día muy bonito.

—Por una vez nada de lluvia. ¿Está contento con el traje?

—Muy contento, gracias. Una tela maravillosa. Tiene usted una niña muy bonita —dijo al mismo tiempo que se preguntaba si estaba bien decir bonita al tratarse de una niña con una cicatriz tan fea.

—Gracias —dijo Julie, y parecía avergonzada—. Chanda es…, ella tiene…

Dejó la frase sin concluir y se llevó la mano con nerviosismo al flequillo. En otra ocasión mejor, quizá la inseguridad que mostraba ella al intentar hablar le hubiera dado confianza a él para seguir conversando, pero ahora sólo se sentía incómodo. Quería huir. Siempre le pasaba lo mismo cuando estaba cerca de Julie, y aunque se dio cuenta de que debería dejar que ella siguiera explicando o, quizá aún mejor, comentar algo que evidenciara que él era diferente —sabe usted, señorita, es que he encontrado una carta de lo más curiosa—, se limitó a decir:

—¡Me alegro mucho de volver a verla! Tiene usted un aspecto fantástico. Quizá me pase por la tienda un día de éstos para echar un vistazo a algo nuevo. Que tenga un buen día.

—Igualmente —respondió ella, al parecer sorprendida por la apresurada despedida.

Acto seguido Corell se marchó, con la enojosa sensación de haber sido privado de algo.