19

*

Se sentaron en el salón del pub, en una mesa junto a la ventana que daba a la calle. En la pared colgaban escudos verdes y una fotografía de una montaña con dramáticos acantilados. El pub se hallaba sorprendentemente vacío. Sólo dos hombres vestidos con trajes claros y con semblantes aburridos conversaban en una mesa al fondo, y frente a ellos, en el rincón, se había sentado un caballero mayor que había visto sus mejores días y que de vez en cuando parecía a punto de decir algo. Pero Corell se olvidó pronto de los demás; escuchaba absorto a Krause. Se sentía reconocido además de relajado, y no sólo porque enseguida pasaron a tutearse y a usar los nombres de pila, Leonard y Fredric, sino también porque bebían con avidez. Corell tomaba mild ale mientras que el profesor prefería lager, y a falta de marcas alemanas o nórdicas se contentó con Carlington Black Label.

—Si supieras lo tenso que estaba la primera vez que fui a una clase con Wittgenstein… —dijo Krause—. Sabes, soy de Praga, y estudié matemáticas en Viena durante un tiempo. Allí había un grupo que se hacía llamar el Círculo de Viena, y que se reunía en un destartalado local en Boltzmanngasse. Estuve allí en una ocasión y los escuché hablar de Wittgenstein como si fuera un auténtico Dios. ¿Qué habría dicho Wittgenstein?, decían todo el rato. Era ridículo. Pero me influyó. Temblaba ante la idea de verlo en persona. ¿Conoces su historia?

Corell hizo un gesto indefinido con la mano.

—Wittgenstein nació en el seno de una familia muy rica —continuó Krause— y como joven estudiante acostumbraba a aparecer por las clases de Russell y a ser bastante pesado. «Con ese hombre no se puede hablar. Es un idiota», dijo Russell, y no es imposible que fuera una afirmación bastante certera. Pero después Russell cambió de opinión y concluyó que Wittgenstein no era idiota, sino un genio, incluso el arquetipo de un genio, intransigente y excéntrico. Acertó, al menos en lo que se refiere a lo último. Wittgenstein era de lo que no hay. Regaló toda su fortuna, aunque no estoy seguro de a quién. Creo que a Rilke, el poeta, le tocó algo. Pero me pregunto si no fue su hermana, ya bastante adinerada, la que se quedó con la mayor parte. Luego Wittgenstein se alistó de voluntario en el ejército austríaco, y al igual que su compatriota Hitler (incluso estudiaron durante un tiempo en el mismo colegio) consideró la guerra como algo edificante. ¡Un auténtico chalado, vamos! Siendo prisionero de guerra en Italia, terminó Tractatus, ya sabes, el libro que finaliza con las palabras: «De lo que no se puede hablar, hay que callar».

—De lo que no se puede hablar, hay que callar —repitió Corell.

—Una afirmación pretenciosa y absurda, pero bellamente formulada y que nos seduce por su rigurosidad. ¡Si no tienes nada inteligente que decir, cállate! Hoy en día no la soporto. Pero entonces, en 1939, me hechizó. Leí el Tractatus unas diez veces y me pareció encontrar todo tipo de cosas en él. Wittgenstein decía que con ese libro había dejado con el culo al aire a la filosofía. Afirmaba que el lenguaje y la lógica no bastaban para tratar las cuestiones importantes. La lógica, como mucho, servía para descubrir tautologías y contradicciones. La filosofía era una tontería y, puesto que él era como era, asumió las consecuencias de sus palabras y se trasladó a las montañas para trabajar de maestro de niños austríacos. Sonaba maravillosamente intransigente. Más tarde me enteré de que no le fue muy bien; pegaba a los críos, seguro que igual que esos monjes jesuitas de los que habla Joyce. Había reprimido tantas pasiones y sentimientos normales que le daban violentos ataques de ira.

—Pero ¿regresó a Cambridge?

—Perdonó a la filosofía cuando le concedieron la cátedra en el Trinity después de G. E. Moore, y, ¿qué crees? ¿Crees que se habló mucho de eso?

—Me imagino que sí.

—No había nadie en Cambridge tan mítico como él. El mero hecho de verlo a distancia ya era grande, así que poder ir a sus clases… El curso se impartía en su piso en Wheweels Court, en el Trinity, y por el camino me flaqueaban las piernas. Cuando entré, era como pisar tierra sagrada.

—¿Y Turing también estaba?

—En aquel entonces yo no sabía quién era. Ni siquiera había leído Computable Numbers. Tardé bastante en fijarme en alguien más que en Wittgenstein. Era eléctrico, en fin, bello, aunque me pese reconocerlo, claro. ¿Has visto una foto suya?

—No creo.

—Bueno, infundía un respeto enorme: delgado, de facciones afiladas y siempre vestido con ropa sencilla, camisa de franela y cazadora de cuero. Nos sentábamos a su alrededor en el suelo o en sillas de madera, medio paralizados por la veneración. Era como estar en un monasterio. No tenía ni una lámpara para leer, el muy asceta, ni un solo cuadro en las paredes, nada de muebles elegantes, apenas libros, sólo una caja fuerte gris donde guardaba sus manuscritos filosóficos, y las clases… ¿Cómo describir las clases? Wittgenstein no llevaba notas, claro que no. Más bien las palabras le salían con un doloroso esfuerzo, y a menudo se mostraba muy estricto consigo mismo. «Soy un idiota», podía decir. Pero la mayoría de las veces descargaba su ira en nosotros: «¡Podría hablarle a un armario! Total… ¿Habéis entendido una sola palabra de lo que he dicho?». No nos atrevíamos a abrir la boca, y menos aún a decirle que no lo entendíamos. Wittgenstein se expresaba de una forma tan condenadamente confusa, y nosotros nos sentíamos estúpidos. Un maldito chupasangres es lo que era. Nos encogimos como un rebaño de corderitos atemorizados. Pero un chico le plantó cara…

—¿Turing?

—Sí. Aunque no sé decirte cuándo fue la primera vez que me fijé en él. Es que Alan no era ningún Wittgenstein, precisamente.

—¿En qué sentido?

—También era excéntrico, de eso me di cuenta más tarde; bueno, en algún sentido, desde un punto de vista objetivo, supongo que se parecían mucho. Los dos eran lobos solitarios. Los dos homosexuales. Vivían de forma espartana y se interesaban por las cuestiones fundamentales. Pero en otro sentido eran opuestos. Alan era tímido. En un grupo muchas veces resultaba invisible y se expresaba con un tono de voz dubitativo. En ocasiones hasta tartamudeaba bastante. No tenía nada de grandioso, en absoluto, y en un principio creo que a Wittgenstein sobre todo lo irritaba. ¿Quién es este tipo? Pero cambió. Empezó a escuchar y a discutir con él y, aunque a menudo se mostraba sarcástico, claro, se notaba que algo le pasaba. Algo se despertó allí dentro de su extraño cerebro. Ante Alan empezó a revivir y al final nos daba la impresión de que sólo se dirigía a él. Como si los demás no existiéramos. Un día, cuando Turing no apareció, se le notó alicaído. Se desanimó. «Este seminario va a ser parentético», dijo.

—¿Y por qué pasó eso? —intervino Corell.

—Alan era agudo. Le opuso resistencia, y eso al viejo tirano le gustaba, a pesar de todo. Pero, además, Alan era el único matemático del grupo. El curso se llamaba, ¿te lo he dicho?, La lógica de las matemáticas. Por raro que pueda parecer, Alan impartía también un curso con ese mismo nombre, pero por desgracia yo no lo sabía, seguro que ese curso habría sido más apropiado para mí. Es que, sabes, los números eran sus amigos, su religión. Soñaba con darles forma física. Wittgenstein era completamente diferente. Consideraba que los matemáticos se tomaban demasiado en serio su asignatura. Polemizaba con ellos todo el tiempo, y Turing se convirtió en el principal representante del enemigo. «Creo que Turing pretende introducir el bolcheviquismo en las matemáticas», decía.

—¿Y sobre qué debatían en concreto?

—¡Sobre eso que a ti te interesa tanto, la paradoja del mentiroso!

Corell se inclinó para acercarse.

—¿Y cómo?

—Wittgenstein quería demostrar que la matemática era como la lógica, un sistema cerrado, construido a base de premisas arbitrarias que no aportaban nada sobre el mundo exterior. Una contradicción del estilo de la paradoja del mentiroso puede ocasionar problemas dentro de los sistemas matemáticos, pero no tiene ninguna aplicación en la realidad, sostenía. Era un juego de palabras, nada más, una curiosidad. A lo sumo, algo a lo que recurrir para desconcertar a los estudiantes. En el uso normal de la lengua no tenía ninguna función. Aparte de, claro, como broma de sobremesa. «Qué importancia tiene —dijo— si digo “Yo miento” y por eso digo la verdad, por consiguiente, miento, o sea, que digo la verdad hasta que reviento. No son más que tonterías».

—Pero ¿Turing no estaba de acuerdo?

—No, y eso molestaba a Wittgenstein, así que ponía toda la carne en el asador para convencerlo.

—Pero no lo consiguió.

—En absoluto. Para Alan, la paradoja del mentiroso era algo muy serio, algo cuyas consecuencias iban mucho más allá de la lógica y las matemáticas. Llegó a afirmar que un puente podría venirse abajo.

—¿Debido a la paradoja?

—O a algún otro error en el fundamento matemático. Wittgenstein y él discutían todo el rato sobre el puente. Lo levantaban y lo derribaban, y se inventaban toda clase de extrañas imágenes. Pero ninguno de los dos se rendía, y al final Turing se cansó. Mandó el curso a la mierda y dejó a Wittgenstein allí plantado con el rabo entre las piernas.

—¿Y quién tenía razón?

—Turing, claro. Más razón que un santo.

—¿En serio? —dijo Corell agitado.

—Alan entendió que la paradoja era especial —continuó Krause—. Normalmente, cuando nos topamos con contradicciones suele ser síntoma de que hemos cometido algún error, ¿verdad? Pero aquí no hay error alguno. La proposición «Yo miento» es correcta e intachable desde un punto de vista gramatical. Aun así, no se deja probar, y eso no constituye ninguna banalidad. Es un golpe mortal contra…

—Contra todo nuestro concepto de verdad —completó Corell.

—Sí, y Alan había dedicado mucho tiempo a la paradoja. Incluso había utilizado una variante de ésta en su argumentación en Computable Numbers.

—¿En qué?

—En su texto sobre la máquina. Bueno, ¿cómo explicarlo?

Fredric Krause bebía cerveza con tal avidez que Corell lo habría interpretado como alcoholismo de no ser porque quedaba claro que reflejaba su pasión por el tema del que hablaba.

—Conoces la diferencia entre descubrir e inventar —prosiguió—. El que descubre encuentra lo oculto, como América, o los electrones en el núcleo del átomo. El que inventa crea cosas nuevas, algo que no existía antes de que se nos ocurriera, como el teléfono.

—¡Claro!

—Los matemáticos se consideraron durante mucho tiempo como exploradores. Se imaginaban que los números y sus relaciones secretas venían dadas por la naturaleza, independientemente del hombre. Lo único que necesitaban los matemáticos era retirar el velo y mostrar el ingenioso sistema. Pero al final algunos empezaron a cuestionar esa idea. Se descubrió que la base matemática no era tan sólida, a pesar de todo. Más bien parecía estar llena de agujeros. La paradoja del mentiroso no era más que uno de ellos. Ciertas verdades consideradas absolutas, incluso algunas en la geometría de Euclides, resultaron ser relativas. Podían haber tenido otra forma y no habría importado. Al intentar sacar la raíz cuadrada de menos uno, se descubrieron los números imaginarios, los que según Leibniz eran anfibios entre el ser y el no ser. Cada vez más personas empezaron a considerar las matemáticas como un invento, casi como el ajedrez.

Corell se acordó de las palabras de Rimmer.

—Las matemáticas entraron en crisis.

—Surgió la pregunta de si eran algo lógico siquiera —dijo Krause.

—¿Y lo fueron?

—Bueno, al menos se hicieron algunos intentos muy ambiciosos para curar al paciente. Gottlob Frege quería mostrar que las matemáticas eran coherentes, a pesar de sus carencias. Pareció lograrlo. Se consideró que su obra magna, Leyes básicas de la aritmética, devolvió las matemáticas a una firme base lógica. Pero un día recibió una carta de un hombre muy amable en Cambridge. La carta elogiaba su obra. El libro era fantástico y todo eso… Puedes imaginarte la escena: Frege, el viejo cabrón antisemita, se recuesta en su silla henchido de soberbia…, bueno, exagero, aunque no en lo de antisemita, sus diarios de los últimos años revelan las opiniones más atroces, pero quizá no se mostrara tan soberbio. Su obra había sido ignorada, y él no había conseguido llegar más allá de catedrático adjunto en Jena. Aun así…, se considera el salvador de las matemáticas y en esa carta cree recibir su merecido homenaje. Luego sigue leyendo. El autor de la misiva, un tal Bertrand Russell, ve, a pesar de todo, una pequeña dificultad en el libro, una contradicción al estilo de la paradoja del mentiroso. Seguramente tampoco era tan importante. ¿Qué podía enseñarle un mocoso de Cambridge a alguien como Frege? El joven incluso pide disculpas por plantearlo. Pese a todo, Frege decide reflexionar al respecto, y la verdad es que empieza a preocuparse un poco y, al instante siguiente, ¿qué crees que pasa? Todo su mundo se derrumba. Todo lo que ha hecho se desploma como un castillo de naipes.

—¿Por qué?

—Russell había encontrado inconsecuencias en la manera de Frege de dividir objetos en diferentes grupos. El problema residía en los casos de conjuntos que son miembros de sí mismos.

—¿Perdón?

—Cuando yo asistía a las clases de Russell en Cambridge, intentó explicar lo que había visto contando la historia de un barbero en, supongamos, Venecia. El barbero afeita a todos los habitantes de su barrio que no se afeitan a sí mismos, y a nadie más. Entonces ¿quién afeita al barbero?

—Vaya.

—Si no se afeita a sí mismo, entonces es afeitado por el barbero, o sea, por sí mismo, pero si se afeita a sí mismo, entonces pertenece a la categoría de los que se afeitan a sí mismos y, por consiguiente, no debe ser afeitado por el barbero. Contestemos como contestemos a la pregunta, surgen problemas.

—Eso parece —dijo Corell desconcertado, y le dio un buen trago a su cerveza.

—Y si convertimos la pregunta en números, tenemos una proposición que parece correcta, pero que conduce a un callejón sin salida —continuó Krause despreocupadamente.

—Sí, claro…

—Y puede que de nuevo parezcan sutilezas. Pero no es así. Comparados con otros científicos, los matemáticos han tenido una clara ventaja: han podido calcular si algo es correcto o falso. No han tenido ni siquiera que subir las persianas y mirar por la ventana. Comprobaban los números y ya estaba. Pero ahora resulta que ciertas ecuaciones se contradecían. Si éstas se correspondían con una realidad, entonces ésa era una realidad irracional, un mundo como el de Alicia en el país de las maravillas.

—Suena serio.

—Estoy exagerando de nuevo, claro. Como lógico, uno tiene que tener un pie en el drama. Si no, nunca nos escucharían. Pero es cierto que los contornos de las matemáticas se percibían cada vez más borrosos. Lo correcto no siempre era correcto. Lo erróneo no siempre era erróneo. Había, por supuesto, optimistas. Russell se encontraba entre ellos. Trabajaba para intentar corregir las contradicciones. En la obra magna que Russell escribió junto a Whitehead, Principia mathematica, descompusieron las matemáticas hasta los componentes más pequeños con tal de demostrar que en cualquier caso todo era coherente acorde con la buena lógica, y eso creó cierta confianza. Uno de los grandes matemáticos contemporáneos, David Hilbert, estaba convencido de que la matemática se restauraría como ciencia fidedigna. Cualquier otra cosa resultaba imposible. «¿Dónde encontraremos la verdad y la seguridad si las matemáticas nos traicionan? No debemos permitir que nadie nos eche del paraíso que creó Cantor».

—¿Paraíso?

Corell apuró las últimas gotas de su cerveza.

—Hilbert se refería al paraíso de la matemática pura y clara —explicó Krause—. Se hacía llamar formalista. Puede que la matemática no se corresponda con una realidad exacta en el exterior, pero mientras nos pongamos de acuerdo en las reglas, podremos derivar de ellas un sistema irrefutable, siempre y cuando se cumplan tres condiciones: que el sistema sea consistente, completo y decidible.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Con consistente se refiere a que ninguna contradicción debe aparecer dentro del sistema. Con completo se quiere decir que cada proposición que es verdadera debe poder ser demostrada como verdadera mediante las reglas del sistema. Decidibilidad significa que ha de existir una especie de método que determina si una proposición, la que sea, puede resolverse o no. Hilbert exhortó a todos los matemáticos del mundo a encontrar la respuesta a estas cuestiones. Pensaba que la solución se hallaba allí fuera. No había más que encontrarla. Porque en la matemática no existe ningún ignorabimus, dijo.

—¿Ningún qué?

—En matemáticas es necesario saber.

—¿Qué pasó?

—En lugar de una restauración lo que obtuvo fue un terremoto. El paraíso se perdió para siempre.

—El paraíso perdido —dijo Corell.

—Hay un chico que se llama Kurt Gödel. Es austríaco como yo, o checo, según se mire. Lo conocí en Princeton, donde estudié un año, o bueno, conocer, no, lo vi. Gödel es un solitario. Un tipo raro, flaco, cerrado, paranoico por lo que me han contado e hipocondríaco. Apenas se atreve a comer por miedo a intoxicarse. El chico sólo tiene un amigo, y no es uno cualquiera. ¿Te imaginas quién?

—¿Buster Keaton? —preguntó Corell en un intento de ser gracioso.

—Ja, ja. Pues no. Es Einstein. Gödel y él son íntimos amigos. Resulta de lo más conmovedor. En Princeton los vi pasear durante horas con las manos a la espalda, hablando y hablando. Einstein rollizo y afable, Gödel rígido y hueco; los llamábamos el Gordo y el Flaco de la intelectualidad. La gente se preguntaba cómo Einstein, que a menudo se mostraba muy campechano, podía pasar tanto tiempo con un misántropo de ese calibre. Einstein respondió algo en la línea de que si no fuera por Gödel ese lugar no merecería la pena. Lo entiendo. Cuando Gödel publicó su teorema de incompletitud en 1931, conmocionó a toda la comunidad matemática, bueno, al menos una vez que la gente empezó a entenderlo. El teorema no resulta fácil de desentrañar. Pero es asombrosamente bello, así como extrañamente sencillo y claro en el fondo. Se basa, cómo no, en la paradoja del mentiroso.

—Ése también.

—La paradoja es como Excalibur. Lo corta todo. En un razonamiento de extraordinaria elegancia, Gödel demostró que un sistema que es completo nunca puede ser, al mismo tiempo, consistente. O es una cosa, o la otra. Partamos, por ejemplo, de la frase: «¡Este enunciado no se puede probar!». Si se puede probar nos encontramos ante una contradicción. La frase se contradice a sí misma. Si no se puede probar, el sistema es incompleto; eso quiere decir que existen afirmaciones que no se pueden demostrar a pesar de que se hayan formulado según las reglas del sistema.

—Entiendo. —Corell, de hecho, creyó que empezaba a entenderlo de verdad, pero posiblemente sólo se debía a la cerveza.

—Gödel arruinó los sueños de Hilbert —continuó Krause—. Nos quitó la inocencia a todos. Mostró que la matemática o el razonamiento lógico nunca pueden librarse de cierta medida de irracionalidad. No hay nada tan puro y perfecto como pensamos. No podemos evitar las contradicciones. Parecen ser parte de la vida misma.

—Un hombre sin contradicciones no resulta creíble, solía decir mi padre —dijo Corell.

—Tu padre era un hombre sabio.

—No mucho.

—¿No? Pero tenía razón. En el arte dramático y en la literatura nuestras incongruencias interiores son lo que da vida a las historias. Es por eso que el cliché y la caricatura nos resultan tan terribles. Son demasiado unidimensionales. Pero, para Hilbert, el teorema de Gödel fue un duro golpe. Había creído que por lo menos la matemática era algo que estaba escrito en piedra. Para Alan, en cambio, quien llegó a Cambridge más o menos por esa época, el teorema fue un detonante, una motivación. Si la base de la matemática flotaba, resultaba mucho más emocionante andar por ella. Fue un período extraordinariamente interesante, y en ese sentido Alan tuvo suerte. Einstein acababa de reventar la cosmovisión de Newton; Niels Bohr y compañía habían descubierto la física cuántica. El movimiento de una sola partícula en el núcleo atómico era igual de imprevisible que un borracho en una fiesta. Todo el mundo se había vuelto menos previsible, y eso a Alan le encantaba. Se sentía como pez en el agua dándole la vuelta a las convenciones. Cuando empezó en King’s, no se hablaba más que de Gödel. Gödel esto, Gödel lo otro. Y, claro, era el héroe. El chico que estaba en boca de todos. Pero no tenía soluciones para todo. No había contestado todas las preguntas de Hilbert. Quedaba un punto importante. El de la decibilidad. Hilbert había planteado a los genios del futuro el desafío de encontrar un método que determinara si una proposición matemática, la que fuera, se podía resolver o no. Muchos conservaban la esperanza de que todavía se pudiera dar con algo así y salvar al menos en cierta medida el honor de las matemáticas. El problema de la decisión, lo llamaban a menudo. O en alemán: Entscheidungsproblem. Max Newman, el mismo Newman que ahora trabaja con la máquina digital en Mánchester, dio una conferencia sobre el problema. Supongo que pretendía inspirar a alguien a que lo afrontara, aunque no creo que albergase excesivas esperanzas de que así fuera. Debía de parecer irresoluble. ¿Cómo iba a hallarse un método capaz de repasar todas las proposiciones matemáticas, de la historia y del futuro, y determinar si podían resolverse o no? Sonaba demasiado monumental. Como el sueño del perpetuum mobile. Pero Newman…, en fin, va y pregunta si quizá hubiera una manera mecánica de afrontar la cuestión.

—¿Una manera mecánica?

—Newman se refería a la mecánica en sentido figurado. Un método mecánico intelectualmente hablando donde ciertas reglas sencillas permitirían calcular la respuesta. Pero entre los espectadores había un hombre joven que tenía por costumbre tomarse las cosas de modo literal.

—Turing.

—A Alan siempre le gustaba probar la interpretación literal. En una ocasión le criticaron porque faltaba su firma en el documento de identidad. «Me dijeron que no escribiera nada en él», dijo. Él era así. Lo tomó de modo literal, cosa que en general es señal de cierta torpeza. Falta de imaginación. Pero con Turing pasaba todo lo contrario. Al interpretar las cosas de forma literal fue un paso más allá que todos los demás. Mecánico significaba para él como en una máquina.

Corell se inclinó entusiasta encima de la mesa.

—¡Cuenta! —dijo—. ¡Cuenta!