39
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Al cabo de cinco días volvió al trabajo, y al principio no sintió preocupación alguna, como si lo sucedido en Cambridge lo hubiera inmunizado, y pensó: «Me da igual. Me importa un bledo que me despidan». Aunque, en realidad, sólo era cuestión de tiempo que la conocida rutina diaria lo devolviera a su personalidad de siempre y que la coraza que lo amparaba del mundo se hiciera añicos. Enseguida empezó a echarse a temblar en cuanto el teléfono sonaba o la puerta se abría. Se imaginaba que entraba el superintendente Hamersley proclamando a los cuatro vientos: «Un tal Julius Pippard ha llamado». Pero no ocurrió nada, no en mucho tiempo. Incluso los compañeros se mostraban inusualmente amables preguntándole por los moratones y también por su tía.
—Es una mujer de hierro. Nos sobrevivirá a todos.
Pero muchas veces se ausentaba mentalmente. Las soporíferas jornadas avanzaban a paso de tortuga, y lo único sensacional de esos días fue la detención —así como suspensión de empleo y sueldo— de un compañero del cuerpo, Charlie Cummings, por el famoso vertido de basuras delante de la comisaría. Nadie podía explicar muy bien por qué lo había hecho. Pero se rumoreaba que estaba harto de las quejas y la hipocresía, y aparte de Alec Block, que en un prudente comentario a Corell dijo «Pues yo entiendo a Cummings, maldita sea», el sentir general era que el tipo se había vuelto majareta. Corell dijo que no tenía ninguna opinión al respecto. En general, intentaba pasar desapercibido. Se ocupaba de su trabajo con mano izquierda y se tomaba algunas libertades. Salía a dar largos paseos sin rumbo fijo incluso en horario laboral, y en una de esas ocasiones se encaminó sin pretenderlo hacia Harrington & Hijos. Hacía un sol abrasador. Había mucha gente en la calle, era uno de esos días en los que nadie parecía trabajar en Wilmslow. No deseaba otra cosa que dar la vuelta, o escaparse a Spring Street. Aun así, siguió avanzando. No continuar sería ridículo, concluyó. Pero su determinación flaqueó y se detuvo a atarse los cordones de los zapatos, igual que había hecho una vez delante de la casa de Alan Turing. Después echó a andar de nuevo, inseguro, y al ver los maniquís en el escaparate se puso a silbar una canción, pero no sonaba nada relajado —no se le daba demasiado bien silbar—, de modo que lo dejó de golpe. En la tienda había un par de clientes. Eso era bueno. Le ayudaría a pasar más desapercibido, pero entonces descubrió a Julie, y como de costumbre no sólo sintió alegría, sino también aprensión.
En cambio, Julie… estaba junto al señor Harrington presa de una pasividad absoluta. Su rostro era inexpresivo, vacío, una muda espera de órdenes, como el de un soldado en una garita de centinela, pero de buenas a primeras se abrió en una amplia sonrisa con un entusiasmo tal que a punto estuvo de conmover a Corell. Lucía radiante. Qué bella era. Sin embargo, él… él tuvo la absurda idea de que le sonreía a alguien detrás de él, y debía de estar totalmente envarado, pues los ojos de Julie se inquietaron. Corell intentó compensar su torpeza y se quitó el sombrero esforzándose en ofrecer una imagen de hombre animado y mundano, pero no le salió muy bien. La sonrisa le tiraba de las mejillas y se sentía observado e incómodo. Aun consciente de lo mal que quedaría, no deseaba más que marcharse de allí y al final no vio otra salida. Se limitó a saludar con unos movimientos secos de cabeza y se fue. Desapareció con sus ridículos pasos, mientras la rabia y la humillación crecían en su interior. Tan alterado iba que empezó a dar patadas a una lata roja cuyo tintineo lo acompañó un buen trecho del camino.
Al regresar a la comisaría, el inspector Sandford le comunicó que el superintendente Charles Hamersley quería verlo, a lo que Corell respondió con sorprendente desabrimiento:
—¡Lo que faltaba!
Llevaba mucho tiempo esperando una reunión así, y los malos presentimientos lo asaltaron, pero como el superintendente tardaba, tuvo tiempo de pasar por distintas fases y empezó a creer que quizá no era para tanto. Incluso fantaseó con una escena en la que Hamersley les decía a sus compañeros jefes en Chester: «Un tipo muy inteligente ese Corell. ¿Habéis leído su informe sobre el caso Turing?». Pero poco después sus peores temores volvieron a aflorar y pensó: «Tiene que ser Pippard el que ha llamado, o aún peor, Farley, que me ha traicionado al llegar a la conclusión de que soy un insensato y estoy corrompido, incluso de que soy un traidor a la patria que filtra secretos de guerra».
Poco a poco se apoderó de él la rabia, la rebeldía, y cuando Hamersley entró, Corell lo miró sin entender. El superintendente había cambiado de apariencia. Las gafas modernas ya no las llevaba, unas más tradicionales las habían sustituido. ¿Le habría comentado alguien que las otras resultaban ridículas? Se estrecharon la mano. Con una rápida ojeada, Corell procuró determinar de qué iba todo aquello, y no le dio tan mala espina a pesar de todo, pues aunque Hamersley no mostraba una sonrisa paternal, tampoco se le antojó demasiado severo.
—¿Y cómo está el joven señor Corell?
—Bien…, muy bien, sir.
—¿Ah, sí?… Me alegro. ¿Se ha hecho daño?
—Sólo una caída, sir.
—Pues menuda caída. ¡Dios mío! Casi se podría creer que… Anda, mire quién está aquí… Señor comisario, ¡qué bien!
Richard Ross entró en la sala, lo que no contribuyó a mejorar el ambiente. Aunque Corell sabía que Hamersley no era santo de la devoción de Ross, en ese momento le pareció que los dos se habían confabulado en su contra.
—Permítanme que vaya al grano —empezó Hamersley—. La otra semana estuve hablando con dos altos dignatarios eclesiásticos, dos obispos para ser exactos, y puedo decirles que están preocupados.
—¡Bah, curas! —bufó Ross con inesperada insolencia.
—Sí, claro, por supuesto, entiendo que no se deben mezclar las cosas. El trabajo policial es una cosa y las cuestiones religiosas otra. Pero en ocasiones, señores, coinciden las dos. ¿No están de acuerdo?
—Bueno, a veces, quizá —admitió Ross.
—Así es. Corell, usted se acuerda de nuestra conversación de la otra semana. Entonces comentamos unos temas bastante serios, y ahora por desgracia hemos de dar un paso más por lo que respecta a eso. Poner orden también en nuestra propia casa. Por cierto, ¿anda usted muy ocupado? —dijo Hamersley a Corell.
—No especialmente —contestó Corell mientras intentaba deducir adónde quería ir a parar Hamersley.
—Bien. Muy bien. Aquí hay mucha tela que cortar, y no le faltará apoyo desde arriba, porque, como se ha dicho, nos encontramos en la feliz circunstancia de tener de nuestro lado tanto a la Iglesia como a los políticos de ideas innovadoras. ¿Puedo sentarme? Gracias. ¡Muy amable! ¿Qué me dice Richard, no es Corell el candidato apropiado para la misión?
—Es posible —dijo Ross escéptico.
—¿Posible? Estoy convencido de que es la persona perfecta. Una pena que no lograra hacer hablar al bailarín, pero no se puede ganar siempre. Y tampoco es fácil que la gente confiese así como así. Yo diría incluso que se requieren otros métodos. Debemos avanzar. Meter un pie en el futuro. La palabra es vigilancia, señores. Un método convencional, cierto, pero poco utilizado, sobre todo en estos casos. ¿No están de acuerdo?
Ni Ross ni Corell dijeron nada.
—Los homosexuales están destruyendo nuestra sociedad y debilitando nuestra nación, en eso coincidimos todos. Tendrían que haber escuchado a los obispos. ¿Saben lo que me dijeron? Que la cosa no se queda en la perversión masculina. Incluso las mujeres…, bueno, mejor ni pensarlo.
—La homosexualidad femenina no es ilegal —intentó Corell.
—Correcto, correcto. Pero ¿saben por qué, caballeros? Se decidió no penalizarla para no dar ideas a las mujeres. Al fin y al cabo, el corazón femenino es tan influenciable… No, sólo lo he mencionado para darles una idea sobre el alcance de la situación y para recordarnos que ha llegado la hora de contraatacar. Y de ser más duros. Por eso yo personalmente, sí, en efecto, ésta es una iniciativa personal, he comenzado una colaboración con Mánchester, y entonces ustedes quizá me pregunten: ¿qué tenemos nosotros que ver con esa ciudad tan degenerada? Pero puedo contarles que parte del tráfico de Oxford Road se ha trasladado hasta aquí, a Wilmslow. No pongan esas caras de sorpresa. —Ni Ross ni Corell se habían inmutado—. Ése es el reverso de la moneda del esfuerzo; cuando se aborda un problema con determinación, éste se desplaza a otro lugar, y quizá los pervertidos creen que estarán más seguros aquí. Probablemente se imaginan que la vida va a ser mucho más sencilla en Wilmslow. Bueno, no lo vean como una crítica contra su departamento, o, si quieren, sí, véanlo así. Pues en las poblaciones más pequeñas la gente tiende a mostrarse más ingenua. Eso es así, seamos sinceros. Bueno, pues aquí estamos para remediarlo. ¿Han oído hablar de un salón de peluquería en Chapel Lane llamado Man and Beauty? Sí, ya lo sé, sólo el nombre… Bueno, tanto como salón de peluquería, no sé yo. El hombre que lo lleva… —Hamersley sacó un cuaderno y lo consultó— es un tal Jonathan Kragh. Por lo visto, su salón se ha convertido en un lugar de encuentro para maricones. Incluso se dice que se abordan unos a otros con total descaro en el local. Son varias las fuentes que nos han informado, entre otras una tal señora Duffy, que nos ha ayudado con anterioridad. Debo reconocer que es una señora muy persistente.
—Una cotilla —se le escapó a Corell.
—¿Perdón? —exclamó Hamersley.
—No sé cuáles son sus problemas, pero si debemos fiarnos de fuentes así, no quiero tener nada que ver con la misión.
—Pero ¿qué está diciendo, chaval?
Era como si Hamersley no fuera capaz de creerse lo que acababa de oír.
—Que no vuelvo a seguirle el juego a esa mujer nunca más.
—¡No sea insolente!
—Sólo intento decir la verdad. Es una charlatana.
—No hable mal de una mujer que con gran compromiso y dedicación pretende ayudarnos a todos. Además, le voy a decir…
Hamersley le lanzó una mirada airada a Ross a fin de que confirmara su indignación, y cuando el comisario soltó «Corell es así, ya se lo he dicho», Hamersley se alteró aún más, y con voz más alta empezó a hablar del «deber y la responsabilidad, la ley y el orden», y posiblemente podría haber llegado a hacer callar a Corell con su emotivo discurso si no fuera porque cometió un error. Advirtió que el peligro estaba cerca de todos.
—Me repugna verme obligado a mencionarlo, Corell, pero dispongo de información comprometedora sobre una persona cercana a usted.
—¿Tal vez se refiere usted a mi tía Vicky? —replicó Corell con una calma gélida que no sabía de dónde venía.
Cuando Hamersley espetó «Sí, ya que lo dice, es a ella a quien me refiero», Corell se levantó con toda tranquilidad. En ese momento se le antojó que estaba encima de un escenario, por lo que se alegró al percatarse de que tenía público, pues tanto Sandford y Kenny Anderson como Alec Block se habían acercado y presenciaban el espectáculo asombrados, y antes de volver a abrir la boca Corell sonrió, con una sonrisa extraordinariamente orgullosa, como si la discusión no fuera otra cosa que un gran triunfo.
—Entonces puedo comunicarle, mi querido superintendente —dijo enfatizando la palabra «querido», puesto que sabía lo insultante que sonaba—, que existen ciertas diferencias entre mi tía y usted. Para empezar, ella es inteligente y merece todo el respeto. Segundo, odia la hipocresía, y usted, señor Hamersley, es probablemente el mayor hipócrita que he conocido en mi vida. Pero sobre todo…
—¡Cómo se atreve! —interrumpió Hamersley con gran indignación.
Ser consciente de que le había hecho perder los nervios al superintendente no solamente reforzó de una manera sorprendente la calma de Corell, sino que también aumentó la seguridad con la que articulaba sus palabras.
—No, no me interrumpa y escúcheme, aunque ahora que lo pienso, quizá su interrupción me haya venido bien, estaba a punto de decir algo de lo más mezquino sobre cómo usted mismo parece bastante mariquita. Pero, sinceramente, he empezado a preguntarme si en realidad tiene algún sentido burlarse de los maricones. De cualquier forma, marica sería un epíteto demasiado generoso en su caso. Usted no es nada más que un veleta, un oportunista ridículo. No sirve más que para perseguir a personas que no encajan en sus cuadriculados principios, y por eso lo desprecio. Lo desprecio casi tanto como respeto y estimo a mi tía. Y ahora tengo que irme. Supongo que debo buscarme otro empleo —declaró Corell con la misma aparente tranquilidad, e hizo ademán de marcharse.
Sin embargo, siguió en su sitio mientras, perplejo, paseaba la mirada a su alrededor. Era como si esperara encontrarse con las secuelas de un ataque de granadas o algo por el estilo, pero Ross y Hamersley parecían más sorprendidos que cabreados, y no fue hasta pasado un segundo o dos que el superintendente recuperó la compostura y dio un par de pasos amenazadores en dirección a Corell.
—Le voy a decir…
—¿Qué?
—Que ha infringido la ley, y eso es muy grave. ¿Me escucha? ¡Esto le traerá consecuencias! —gritó, y Corell se preguntó durante un instante si debería contestar a ese comentario, pero cogió su sombrero trilby de la percha y con un gesto de cabeza se despidió de Alec Block, que le correspondió con una cautelosa sonrisa.
Luego se dirigió a la escalera. Una vez en la calle su agitación se mezcló con otra cosa que le hizo sonreír de nuevo, pero esta vez no con una sonrisa calculada, teatral, como hacía un momento, sino con una sincera y profunda que le subía desde el pecho hasta los ojos, y cuanto más se alejaba de la comisaría con mayor ferocidad y rebeldía sonaban los pensamientos en su cabeza: Aquí va un hombre que puede hacer lo que le da la gana. Quizá hasta pasarse por la tienda de confección de caballeros en Alderley Road. ¡El caso es que tiene previsto echarle el guante a una chica muy guapa! ¡Sí, así de descarado es él!
Pero al final sus fuerzas se esfumaron. La tensión le pasó factura y pensó en Oscar Farley. Se preguntó si pese a todo no debía contactar con él ahora. Se estaba nublando. Un viento frío entraba desde el norte, y empezó a soñar con su cama, no con el miserable lecho de su apartamento, sino con la que le esperaba en casa de su tía en Knutsford, y al hacerlo la cabeza se le ladeó hacia el hombro, como si estuviera a punto de quedarse dormido.