24

*

Un par de semanas más tarde, Leonard Corell caminaba por King’s Parade en Cambridge, vestido con su nuevo traje de tweed gris y rojo, y, pese a sus esfuerzos por aparentar ser un hombre de mundo, la ciudad le quitó el aliento, como si fuera un chaval que salía del pueblo por primera vez. La belleza de la ciudad lo hipnotizaba. Era como estar dentro de un cuadro. Todo estaba bien ordenado y bonito. Esperaba que la gente lo viera como alguien culto, quizá un joven catedrático de alguna asignatura humanista, teoría literaria, por ejemplo. Intentó hacer que sus ojos brillasen, como los de una persona que había leído mucho, y pensaba, probablemente sin el menor fundamento, que daba la impresión de ser un tipo muy viajado, como alguien de un país del sur de Europa que estaba de visita. Cuando un caballero bastante elegante le devolvió la mirada desde un espejo en un escaparate, se le ocurrió que había traicionado esa apariencia, y que esa apariencia no le había dado lo que prometía. No era más que una fachada, pensó, alguien que pretendía ser más de lo que era.

Aunque se esforzaba por mantener la cabeza erguida, al descubrir King’s College irremediablemente se sintió pequeño, y no sólo por el encuentro que allí lo esperaba. La entrada era magnífica. Ni siquiera de niño, cuando había ido allí con su padre, lo había vivido como una cosa tan imponente. El césped junto a la portalada brillaba en diferentes matices de verde y estaba tan bien cortado y suave que se asemejaba al terciopelo. Al lado había un castaño grande, y detrás se alzaba la enorme capilla con sus torres y almenas. Junto a la puerta se apilaban las bicicletas en completo desorden y encima se veían el campanario y los ornamentos de la fachada de piedra. Corell entró contento cuando un chico rubio que debía de haberlo confundido con alguien lo saludó, pero también preso de un miedo indeterminado a que lo arrestaran por intrusión ilícita. Un temor absurdo, claro, no sólo porque era policía, sino porque King’s College era una atracción turística. No se prohibía la entrada a nadie, pero de todos modos la capilla y la fuente y el mundo protegido de allí dentro le causaban la desagradable sensación de no pertenecer a ese lugar, y pensó si hubiera podido…, si hubiera podido…, sin saber muy bien a lo que se refería. ¿Y ahora adónde tenía que ir?

La descripción que le habían dado por teléfono no le ayudó en nada, y se dio cuenta de que echaba de menos a su tía, cosa que, por supuesto, resultaba patética, pero no podía dejar de desear que lo hubiera acompañado para guiarlo. Fue gracias a Vicky que había conseguido el día libre. Fue el descaro de su tía lo que le había facilitado las cosas. Diles que me estoy muriendo, propuso. «Pero no puedo decir una cosa así», le respondió él. «Sí puedes. Después decimos que me he recuperado milagrosamente», y luego redactó una carta con letra más temblorosa de lo habitual, en la que mencionaba la causa de su inminente muerte: cáncer en los ganglios linfáticos. «Cuando mientes, hay que dar siempre detalles exactos y un poco inesperados», y la cosa fue tan lejos que incluso Richard Ross se mostró compasivo con él:

—Sé lo que su tía significa para usted.

Miró a su alrededor preguntándose si debía pedirle ayuda a alguien. No le dio tiempo. Dos chicos salieron del edificio que se hallaba justo a la derecha: «¿Qué busca?», preguntaron al mismo tiempo que lo miraban con un respeto que no creía merecer, y estaba tan pendiente de la imagen que proyectaba que apenas escuchó las indicaciones. Aun así, captó lo suficiente como para encontrar el camino. Bodley’s Court era una vieja casa de piedra de color marrón rojizo, situada bastante cerca, donde la hiedra rodeaba las ventanas y que tenía tres chimeneas en el tejado de teja. Delante de la casa había unos bancos de madera sobre un césped bien cuidado. En uno de ellos se había sentado un hombre de pelo moreno y rizado que vestía una cazadora de cuero negra y pantalones negros. Claramente, un motero, un tipo duro —llevaba pequeñas chapas metálicas en los hombros—, sólo que este tipo duro escribía en un cuaderno y fumaba pipa con una tranquilidad que desentonaba con la primera impresión. Tenía que ser Robin Gandy. El cuerpo de Corell se tensó. Era cierto que el viaje lo había entusiasmado, pero a la hora de la verdad su osadía le aterrorizaba. Era como si lo empujaran a salir a un escenario donde no quería estar, y fue consciente de que tenía que acabar con esa más o menos involuntaria charada que había empezado por teléfono, cuando dijo que era policía y habían interpretado que llamaba también en calidad de agente de la ley.

—Doctor Gandy, supongo.

—¿Oficial Corell?

—Sí, pero…

No continuó. Se sentía demasiado nervioso como para dar explicaciones —al menos ésa era su excusa—, por lo que en su lugar se puso a hablar del tiempo y de su viaje. Era raro que se vieran en Cambridge. El año anterior Robin Gandy había presentado su tesis doctoral sobre algo relacionado con el fundamento lógico de la física, y había empezado a trabajar en la Universidad de Leicester, con su terrible abundancia de amantes, pero cuando hablaron de un posible lugar de encuentro por teléfono, y Gandy dijo que iba a ir a Cambridge, Corell había aceptado la propuesta enseguida. Sin el marco de Cambridge, el encuentro habría sido muy diferente; aun así, en ese momento, cuando caminaban hacia el canal que discurría delante de King’s College, Corell deseaba que el entorno hubiera sido menos imponente. Todo se le antojaba revestido de una solemnidad inquietante. Robin Gandy se mostraba callado y tímido, y encima de ellos brillaba un cielo con motas grises. Un poco más allá iba un grupo de monaguillos, como un detalle de otra época. Debería decirle ahora mismo que no estoy aquí en calidad de policía, sino por interés personal… De nuevo no se decidió; quizá quería realmente sacarle partido a la autoridad que su profesión le confería.

—Tenía algo para mí.

El puente colgante sobre el canal chirrió bajo el peso de los dos hombres, y el rostro de Robin Gandy se contrajo y de pronto guardó cierto parecido con un pájaro.

—Sí —dijo Corell, y acercó la mano a su bolsillo interior.

Durante más de una semana había pensado en cómo interrogarlo acerca de la misiva. Pero ahora se sentía poco preparado y sus movimientos se ralentizaron. Ya no sabía qué era lo que esperaba conseguir. Metió despacio la mano en el bolsillo interior. Se quedó petrificado. La carta no estaba. Buscó febrilmente, pero allí no había nada. Tan sólo un sobre con botones de repuesto para el traje, unos recibos y una moneda. Nervioso, lo sacó todo de golpe y faltó muy poco para que se le cayera al agua, pero allí…, gracias a Dios. La tenía en la mano, aunque estaba más arrugada que nunca. Se la tendió a Robin Gandy.

Éste le dio las gracias, cruzó el puente, pasó unos rododendros, se acercó a un sucio banco manchado con cagadas de pájaro y pintadas y se sentó para leerla. Tardó una eternidad. A Corell le dio tiempo a repasar la carta dos veces en su mente, a pensar en su padre, en los pájaros y en todo tipo de cosas antes de que Robin Gandy alzara la vista de nuevo. Le temblaba la mano, su mirada era distante, o pensativa, pero no dijo nada. Sus labios temblaban.

—¿Y bien? —dijo Corell.

—Y bien, ¿qué? —replicó Gandy.

Había irritación en su voz.

* * *

Desde que el policía lo había llamado, la carta había adoptado formas diferentes en su cabeza, apareciendo incluso en sus sueños. Mientras andaba por el sendero acompañado del oficial Corell, que llevaba ese traje a todas luces demasiado caro para alguien de su posición —¿no les pagaban mal en el cuerpo de policía?—, sintió unas ansias tremendas de leer la carta; sólo lo apaciguó el creciente malestar que le provocaba la situación. Se dio cuenta de que los encargados del caso debían de haberles dado la vuelta a todas y cada una de las palabras de la carta. Seguro que contenía información sensible de algún tipo. Si no, ¿por qué tomarse la molestia de venir a verlo? Lo peor, evidentemente, sería que Alan, en un ataque de amargura o por descuido, hubiera violado el secreto de guerra. Pero no, Robin se negaba a creer eso. Sólo se había presentado un agente local, o alguien que se hacía pasar por tal. No parecía una operación de mucha envergadura. Alan era precavido. Robin lo sabía mejor que nadie. Pese a que habían sido íntimos amigos, nunca le había revelado nada acerca de su trabajo secreto, pero Robin era lo suficientemente inteligente como para deducir más o menos a qué se habían dedicado encima de la estación de tren en Bletchley Park, en Buckinghamshire. Sin embargo, para no incomodar a su amigo siempre había fingido no tener ni idea. Era un tema tabú en sus conversaciones.

En general, había facetas de Alan que Robin no había alcanzado a conocer, y durante las últimas semanas eso le había causado una honda amargura. ¡Cuántas cosas le habría gustado hacer de manera diferente! Debería haberle preguntado en serio y no haberse contentado hasta recibir una respuesta: ¿cómo estás? ¿Cómo duermes? ¿Qué piensas de tu vida? Pero, al final, todo era lógica y ciencia, claro, y demasiada broma. Con Alan resultaba difícil no adaptarse; veías su intransigencia y enseguida querías ser igual. A ningún otro de sus amigos había admirado tanto como a Alan. Tampoco ninguno había sido tan difícil de comprender.

Ante el encuentro con el policía, una multitud de recuerdos habían acudido a su mente. Alan y él frente al tablero de ajedrez en Hanslope, una discusión política en casa de Patrik Wilkinson en Cambridge, trasteando con los cubos en Wilmslow, y los largos paseos por diferentes paisajes. Eran recuerdos de todo lo imaginable que no encajaban. ¿Había conocido a Alan en realidad? ¿Había alguien que hubiera llegado a conocerlo de verdad?

Cuando Robin se enteró de que Alan al parecer se había suicidado, sólo quería gritar: ¡No, no! ¡Acabo de estar en su casa! ¡Se sentía muy bien! Es imposible. Le invadió una rabia tan desaforada que se le metió en la cabeza que los servicios de inteligencia británicos, o los norteamericanos, ¿por qué no?, lo habían asesinado. ¿Acaso no había leído sobre Lavender Square, ese terrible proyecto que pretendía eliminar a todos los homosexuales de los puestos importantes? ¿Y en los últimos tiempos no había subido de tono el odio que se vertía contra los que pensaban diferente y los que se salían de la norma? Pero cuando se calmó comprendió que eso no sucedía aquí, no en Inglaterra. Alan era un recurso. Por mucho que fuera detrás de chicos jóvenes, no era un hombre al que se quisiera eliminar. A las autoridades no les quedaba más remedio que aguantar a tipos como a Alan si querían resultados. Luego —por muy doloroso que resultara pensar en ello— había otras cosas; sobre todo esa oscuridad que iba y venía de los ojos azules de Alan. No, lo doloroso era más bien que Robin no había sospechado nada hasta que fue demasiado tarde, y que nunca jamás se enteraría del motivo, a no ser que…

—Tenía algo para mí —dijo, y entonces el policía también se puso tenso.

Era un hombre muy joven, con ojos oscuros e intensos que ora desviaban la mirada, ora lo escrutaban, pero que en ese momento se mostraba extrañamente nervioso y torpe. ¿Qué estaba haciendo? Le tendió los papeles y, Dios mío, ¡qué arrugados estaban! Robin casi no quería ni mirarlos. Reconoció los trazos redondos en las mayúsculas, que tanto contrastaban con el estilo comprimido en todo lo demás, y durante un segundo le pareció ver el movimiento de la mano de Alan mientras escribía. La carta ardía en sus manos, y con gran esfuerzo dirigió sus pasos a un banco al otro lado del canal y empezó a leer.

El tono melancólico del inicio le sorprendió. No sonaba a Alan. Los comentarios personales, o incluso privados, solía dejarlos para el final. Pero quizá ésta no era una misiva normal. Robin la ojeó rápido para ver si terminaba con alguna decisión dramática… No, nada de eso, en absoluto. Más bien daba la impresión de que Alan había dejado de escribir de golpe, cansado de sus palabras. Sin duda, era una carta dirigida a Robin, sólo que más personal y más desnuda de lo habitual.

Al mismo tiempo había algo… Volvió a leerla, esta vez con mayor detenimiento, y entonces cayó en la cuenta. Se había esperado algo redactado hacía poco, o incluso el mismo día de su muerte, pero éste no era un documento reciente. Hablaba de celebrar su tesis y de viajar a Grecia. La carta debía de ser de hacía un año por lo menos, a todas luces anterior a las postales que había recibido de Alan en el mes de marzo, las que llevaban el encabezamiento «Mensaje del mundo no visto», y que no había entendido muy bien, más allá de que hablaban de forma misteriosa y bella del Big Bang y los iconos de luz, y que terminaban con las humorísticas palabras referidas a la observación de Pauli sobre las partículas elementales: «El principio de exclusión se ha creado únicamente por el bien de los electrones para que no se corrompan (y se conviertan en dragones y demonios) y se asocien con demasiada libertad».

Ese pasaje le había provocado una sonrisa. Lo había tomado como una broma, pero quizá no fuera ésa la intención. Quizá los electrones fuesen una metáfora del propio Alan. Estaba claro que había muchas cosas que Robin no había entendido. Mirando hacia atrás, toda la vida de Turing se le antojaba llena de signos ambiguos, y comprendió mejor que nunca que no los había interpretado bien. No había tenido ni idea de hasta dónde llegaba el dolor de Alan, y ahora ya era demasiado tarde, y, para colmo, había necesitado leer una carta que le entregaron las fuerzas del orden, lo cual era una auténtica locura. ¿Qué documento era éste realmente?

Algunas cosas de la carta las conocía. Otras eran nuevas. La historia del amante francés ya la había oído antes. En cambio, que Alan había tenido alguna misión secreta también después de la guerra, con toda probabilidad al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores, que había perdido por su orientación sexual, eso era una novedad. ¿Qué podría haber sido? ¿Algo en la línea de lo que Alan hacía en Bletchley? El principio de exclusión se ha creado únicamente por el bien de los electrones. «Menudos imbéciles», pensó Robin. La carta temblaba en sus manos. Las moscas zumbaban a su alrededor. Su enfado crecía, pero también su preocupación. ¿Era una imprudencia por parte de Alan haber siquiera mencionado esa misión? ¿Y de verdad lo había vigilado un hombre con un lunar que se parecía a la letra sigma? ¡Querido, querido Alan! Durante unos minutos Robin no fue capaz de hacer nada y sólo de forma muy vaga se percató de que el policía le decía algo:

—¿Y bien?

* * *

Una suerte de atormentada reticencia había invadido a Robin Gandy, y Corell se sintió indeciso. A pesar de haberse preparado a conciencia para este momento, ahora no tenía ni idea de cómo empezar. Dijera lo que dijese sonaría mal.

—¿Qué opina? —dijo.

—Lo cierto es que no lo sé.

—Entiendo que es difícil.

—Tampoco es que me entusiasme la idea de interpretar la carta para la policía. Me imagino que se redactó con un estado de ánimo especial que no tiene por qué ser muy característico de él.

—La vida como «un teatro para ocultar otro». ¿Qué podría querer decir con eso? —intentó Corell.

—¿Usted qué cree?

Menuda respuesta. ¿Cómo coño iba a saberlo Corell?

—Ni idea —contestó—. Puede que la vida sea un teatro, pero no necesariamente uno que oculta otro.

—No necesariamente, no.

—Quizá tenía muchas cosas que ocultar.

—Eso no lo sé —respondió Gandy con sequedad.

—No quiero decir que tuviera ningún cadáver en el armario. Más bien que le imponían que ocultara ciertas cosas, que interpretara un teatro, por decirlo de alguna manera.

—Alan era un actor pésimo.

—¿Por qué dice eso?

—Porque es verdad —continuó Gandy malhumorado.

—¿Cómo?

—¿Qué quiere que le diga? A Alan le costaba adaptarse a su entorno. Era incapaz de actuar para quedar bien. Se quedaba al margen.

—Atraía la atención de otra manera.

Robin Gandy sonrió y suspiró. Con un movimiento fatigado que por un momento le hizo parecer viejo, se levantó y echó a andar.

—Creo más bien que Alan nunca consiguió que realmente lo vieran —declaró.

—Pero le fue bastante bien de todas maneras.

—¿Sí? ¿Usted cree?

—Intelectualmente hablando —precisó Corell.

—Sí, la falta de arrojo la compensaba con otras cosas.

—¿Con qué?

—Con independencia. Pero eso no hace la vida más fácil precisamente.

—¿Qué quiere decir?

—Pues quizá que un poco más de teatro y de adaptación al juego social le habrían ido bien, yo qué sé… Alan era demasiado sincero.

—Eso le honra.

—No a los ojos de la sociedad.

—¿No?

—Para un hombre homosexual no hay nada más imperdonable que la sinceridad, ¿no? Mientras siga disimulando está fuera de peligro. Pero, como ya he dicho, Alan no era buen actor. Por desgracia.

Robin Gandy dobló la carta con la intención de metérsela en el bolsillo.

Corell lo detuvo.

—Me temo que es propiedad de la policía —dijo.

Se preguntaba qué diablos estaba haciendo. En lugar de dejar las cosas bien claras, se hundía más y más en su charada, y eso era lo último que quería, pero la idea de perder esa carta le molestaba sobremanera.

—¿Ah, sí?… Bueno… Es que creía que… —Gandy parecía decepcionado.

—Muchas gracias. Apreciamos que lo entienda. Turing habla de asuntos secretos —continuó Corell, ahora más formal como si la nueva situación lo exigiera.

—¡Y los secretos poseen esa curiosa característica de que no se sabe qué esconden! —respondió Gandy igual de formal.

Era un comentario que se merecía, pensó Corell. Ya no albergaba esperanzas de poder sacar nada valioso del encuentro. Más bien tendría que contentarse con ser capaz de marcharse de allí sin hacer más el ridículo, por lo que, en un tibio intento de salvar la situación y para no parecer indeciso, hizo unas preguntas sobre detalles de la carta. Pero no sacó nada en claro, aparte de la información de que Hanslope era un lugar, aunque eso ya lo sabía, lo había buscado en una enciclopedia. Si bien pensó en despedirse ya y regresar a casa, intentó charlar un poco para aligerar la tensión que había en el ambiente. Robin Gandy respondía, a pesar de todo, con razonable simpatía a sus intentos, y escuchaba con atención la descripción de Corell de las circunstancias en Adlington Road, y al final llegó un punto en el que la conversación dio un giro, o al menos entró en un ritmo más distendido y de mayor confianza. Entonces ya iban de regreso al centro de la ciudad, y a lo lejos se oía una trompeta.

—Usted estuvo allí, poco tiempo antes, ¿verdad?

—Sí…, cierto.

Robin Gandy empezó a hablar como si no tuviera a su lado a un agente de policía.

Alan se había mostrado igual que siempre, dijo, bromeando, riéndose con su risa entrecortada, hablando de lógica y de matemáticas. Habían intentado fabricar un herbicida no tóxico, que habían metido en cubos en ese cuarto que había convertido en laboratorio en la planta de arriba, seguramente los mismos cubos que había visto Corell. Robin Gandy no había notado nada que pudiera sugerir una crisis o un inminente suicidio, explicó, en ese momento no, pero después sí, claro, cuando ató cabos: miradas, algunas líneas en una postal, y luego la manzana.

¿La manzana? Corell se sobresaltó.

—¿Qué pasaba con la manzana? —preguntó.

—Durante la guerra, cuando trabajábamos juntos, Alan se comía una manzana todas las noches. Escribe sobre eso en la carta —contestó Robin. No era la respuesta reveladora que Corell había deseado y tampoco, al parecer, todo lo que Robin quería decir. Sólo era el preludio, una apertura distraída—. Y luego pensé en Blancanieves —continuó.

—¿Blancanieves?

—Sí.

—¿Como un símbolo de la inocencia?

—No, en el mismo personaje de Blancanieves, la de los enanos. O más específicamente la de la película de Disney, la que se estrenó justo antes de la guerra.

Corell no la había visto. Antes del estallido de la guerra no era una época en la que podían permitirse ir al cine en Southport, y además tampoco se acordaba muy bien del cuento, quizá lo confundía con la Bella Durmiente. Espejito, espejito mágico en la pared…, ¿quién dice eso?

—¿Qué le ha hecho pensar en esa película?

—A Alan le encantaba. La veía una y otra vez.

—¿Una película infantil?

—Alan era bastante infantil. Pero es una película infantil muy divertida —dijo Robin Gandy—. Y además tiene partes más oscuras, y una de ellas, no sé… No quiero darle demasiada importancia, sólo me ha venido a la cabeza. Seguro que no es nada, pero en una escena de la película, la bruja saca una manzana y luego la sumerge en un caldero lleno de veneno mientras murmura un conjuro.

—Un conjuro —repitió Corell, y se acordó de algo.

—Sí, y dice algo así…, a ver: «Sumerge la manzana en ese mejunje, deja que la muerte durmiente comience».

Corell miró asombrado a Robin Gandy.

—Y luego, en el caldero, la manzana se convierte en una calavera —continuó—, y la bruja le espeta a su pequeño y lisonjero cuervo: «Mira la piel. Un símbolo que lo encierra. Manzana, enrojece. ¡Tienta a Blancanieves! Haz que no pueda resistirse a morderte».

—¡Se lo sabe de memoria!

—Alan lo recitó en varias ocasiones. Le gustaba la música de las palabras. Lo susurraba como una fórmula mágica.

—Y está diciendo que…

—No, no estoy diciendo nada. No tengo ni idea de lo que habrá pasado ni en qué puede haber pensado. Sólo digo que me he acordado de esa escena, eso es todo, y luego…

Un atisbo de inquietud o de tristeza apareció en la cara de Gandy.

—Y luego recibí una carta —continuó.

—¿De quién?

—De un viejo conocido de Alan, y me contó que Alan había hablado de un método para quitarse la vida con una manzana y unos cables eléctricos, no sé exactamente cómo. Es cierto que fue hace bastante tiempo, pero aun así…

Corell se acordó de los cables que colgaban del techo en la casa de Adlington Road, y luego del caldero con veneno y de la sensación que le invadió como de haber entrado en algo enfermizo y perverso.

—¿Había algo en concreto, aparte de todos sus demás problemas, que podría haberle hecho traspasar esa frontera?

—Que yo sepa no.

—A juzgar por la carta, da la impresión de haberse sentido cercado, como limitado.

—Tal vez.

Robin Gandy pareció volver a su anterior parquedad de palabras. Era como si de pronto se arrepintiera de haber hablado.

—Turing escribió que tenía miedo de que ellos fueran también a por usted —dijo Corell, aunque nada más decirlo se le antojó que sonaba entrometido y le pareció un error.

Pero, para su asombro, el lógico sonrió, no fue una sonrisa demasiado cálida, cierto, pero tampoco sarcástica en exceso. Más bien se trataba de una sonrisa que delataba orgullo a la par que rebeldía.

—¿No resulta obvio?

—¿El qué?

—Que soy simpatizante. Que he sido miembro del partido comunista.

Corell no entendía en absoluto por qué eso debía resultarle obvio.

—De modo que… —empezó.

—Me he tomado algún que otro gin-tonic con Guy Burgess. Sí. En resumen, que soy un enorme peligro para la seguridad nacional. Esa gente de bien debería sin duda venir a por mí también, en eso Alan llevaba razón —continuó Robin Gandy con tal sarcasmo que Corell de manera instintiva intentó hacerse el mundano—. No ponga esa cara de sorpresa. No he hecho nada —añadió sonriendo Gandy.

—¿Sigue siendo comunista? —preguntó Corell sin que le gustara cómo sonaba su tono de voz esta vez tampoco, demasiado ingenuo.

—Sí —reconoció Robin Gandy—, supongo que sí, o no, eso depende, pero debe entender que cuando llegué a Cambridge en 1936 empezaron a formarse células comunistas por todas partes. Profesores, estudiantes, catedráticos, todo el mundo se apuntaba. ¿Dónde estaba usted a finales de los años treinta?

Corell se sobresaltó. A finales de los años treinta era todavía muy joven, y si la pregunta de Gandy tenía que ver con el compromiso político, no había gran cosa de la que enorgullecerse, y por eso se limitó a responder con vaguedades. Afortunadamente, Robin Gandy no parecía prestarle ya mucha atención.

—Si querías lograr algo en los años treinta, el comunismo era la única alternativa. Al menos así lo veía yo —continuó—. Los rojos eran los únicos que estaban dispuestos a jugársela por algo, y ya sabe, no queríamos sólo hablar. Queríamos hacer algo. Yo tenía un amigo, John Cornford, que se fue a España y murió en Córdoba un par de días antes de cumplir los veintiuno. ¿Se puede hacer una idea de cómo hablábamos de él?

Corell dijo que sí que se lo podía imaginar.

—En aquel entonces yo estudiaba física —siguió Robin Gandy—. Y la física nos enseñó que ya no se podía ver el mundo como antes. El tiempo no era un valor absoluto, ni el espacio tampoco. Tantas cosas que se habían considerado incuestionables resultaron ser falsas o sólo parcialmente verdaderas, y nos pareció lógico que eso también se aplicara a la política.

—¿Querían que estuviéramos como en la Unión Soviética?

—Algunos quizá sí —dijo Gandy—. Pero la mayoría de nosotros consideraba el comunismo como algo independiente de Moscú, como una fuerza que barría el mundo y que lo haría más libre y más igualitario. Algunos sin duda veían una dimensión religiosa en todo aquello.

Corell se acordó de lo que Somerset le había dicho.

—Y eso lo aprovecharon los rusos.

—Supongo que sí.

Pasaron por delante de una pequeña y angulosa iglesia, y luego al lado de un letrero: HACIA MADINGLEY. Parecían dirigirse fuera de la ciudad. Delante de ellos se extendían unos campos amarillos. Caminaron en silencio durante un rato.

—¿Conoció a algún agente soviético? —preguntó Corell.

—Que yo sepa no —contestó Gandy.

Dio la impresión de no querer seguir hablando del tema, pero de pronto volvió a cambiar de actitud y dijo que naturalmente se cuchicheaba que éste y aquél eran miembros del partido o agentes de los rusos, y a veces ocurría que algún marxista convencido de repente se hacía reaccionario, y entonces los rumores se intensificaban aún más.

—¿Por qué?

—Porque decían que ése era el procedimiento habitual. Si te reclutaban, debías renunciar al comunismo, acercarte a la línea política gubernamental para poder hacer carrera y llegar a tener acceso a material sensible. Un espía exitoso no puede ir por ahí con la palabra comunista estampada en la frente. Por eso lo de Burgess es aún más raro.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Corell.

—Es que siempre fue un tipo tan obvio… Rojo, borracho y escandaloso. De todos nosotros era el menos apropiado para ser un espía. No entiendo que los rusos quisieran tener nada que ver con él.

—Tenía su programa en la BBC, «Westminster…» algo… ¿No llegó a entrevistar a Winston Churchill en alguna ocasión?

—Tonto no era, eso desde luego. Pero es que llamaba tantísimo la atención…

—Y homosexual —intentó Corell.

—¡Ya lo creo, hasta la médula!

—¿Fueron muchos?

—¿Cómo?

—Si fueron muchos los homosexuales que se hicieron comunistas —precisó Corell.

—No lo sé —dijo Gandy con amargura.

—He oído que a muchos de ellos los atrajo la ideología.

—¡Bobadas!

—Bueno, puede, pero…

—No son más que prejuicios y tonterías. Pero quizá tenga usted razón en el sentido de que —continuó Robin Gandy, de nuevo más amable— muchos homosexuales se sentían rechazados, marginados por la sociedad. Christopher Isherwood escribió en algún sitio que estaba tan rabioso por toda la mierda que la sociedad y los padres le exigían que quería vengarse y darle la vuelta a todo. A la política, al amor, a la literatura. Quizá había más gente que se sentía como él.

—¿Y Turing?

—Él era homosexual, sin duda alguna.

—¿Y comunista?

—Para nada. En absoluto. Dios mío, ¿de dónde ha sacado eso?

—Hay gente que ha insinuado que…

—¿Quién? Chorradas. Alan era tan apolítico que resultaba incómodo. Se mantenía totalmente al margen de la política. Era todo menos una persona propensa a dejarse llevar por una idea política. Era muy suyo.

—Ya me voy dando cuenta.

—¿Seguro? Porque eso es lo que más me cuesta comprender a mí. ¿Cómo podía pensar de forma tan radicalmente diferente a todos los demás? ¿Cómo podía, por ejemplo, ocurrírsele algo tan peculiar como que el cerebro es calculable y que debía ser posible imitarlo? ¿Qué me dice?, ¿damos la vuelta?

—¿Perdón?

—¿Que si quiere que volvamos al centro?

—Sí, claro —dijo Corell pensativo—. Pero ¿qué es lo que ha dicho? ¿Pensaba Turing que el cerebro era calculable y que se podía…?

* * *

Lo que menos le apetecía a Robin Gandy era meterse en el papel de profesor. Otras preocupaciones ocupaban su cabeza, de modo que no dijo nada. Intentó ignorar la pregunta, pero cuando el policía insistió, empezó a hablar con desgana y de la forma más sencilla posible. Pero se sorprendió. El joven agente —que un momento le irritaba para en el próximo despertar sus sentimientos paternales— ya estaba al tanto de Computable Numbers y de bastantes más cosas dentro de la lógica. Asimilaba con sorprendente facilidad todo lo que Gandy decía, y al final Robin dijo algunas cosas que incluso le asombraron a él mismo.

—En cierta manera, Alan estaba predestinado a tener ese pensamiento. A veces he llegado a preguntarme si no nació de su viejo amor frustrado. Cuando Alan tenía diecisiete años se enamoró de un chico que se llamaba Christopher. Decía que lo adoraba, que besaba la tierra que pisaba.

—Christopher —murmuró pensativo el policía.

—Eso es, Christopher Morcom. Era un estudiante brillante e hizo que Alan se aplicara más y que dejara de ser un desastre en el colegio. Hicieron la solicitud para ir a Cambridge juntos. Poco tiempo después Christopher murió a causa de una especie de tuberculosis transmitida por la leche. Fue un golpe terrible. Alan se desesperó. No soportaba la idea de que Christopher hubiera muerto. Quería que el amigo siguiese vivo, a toda costa, pero como no le gustaba la cháchara cristiana sobre el alma eterna, lo resolvió a su manera. Escribió un trabajo científico. Quizá usted haya oído hablar del conflicto entre el determinismo y la libre voluntad: ¿cómo es posible que el ser humano que vive en un universo regido por leyes físicas sea aun así independiente y libre? Cuando se hicieron los descubrimientos de mecánica cuántica a principios del siglo XX, algunos pensaron que habían encontrado la respuesta a la pregunta. Las partículas en el núcleo atómico parecían, al menos contempladas individualmente, no tener un patrón de movimientos predeterminado. Una a una se antojaban igual de caprichosas que el ser humano. Por eso a Einstein, el empedernido determinista, no le gustaba mucho la mecánica cuántica. No soportaba el caos. Quería que el microcosmos estuviera igual de bellamente ordenado que el universo en su teoría de la relatividad. Sin embargo, para el joven Alan supuso una fuente de inspiración. El alma, escribió, no es más que un cierto conjunto de átomos en nuestro cerebro que gracias a su independencia rige las demás partículas del cuerpo. Después de nuestra muerte, nos abandonan y buscan otro hogar. Era un poco místico. De adulto ese texto le daba vergüenza, claro. Pero lo singular del escrito es que se interesaba por cómo los átomos de nuestro cerebro se relacionan entre ellos, y eso le ayudó a avanzar.

—¿Cómo?

—Le dio una visión materialista de la biología. O quizá debería decir mecánica, o incluso matemática. Cuando escribió Computable Numbers decidió primero qué números eran computables, cuáles podían ser calculados con un simple algoritmo, y aunque veía las limitaciones de un método así, le interesaba sobre todo…

—Por el potencial que tenía.

—¡Exacto! Entendió que lo calculable, lo que podemos introducir en una máquina, podría ser capaz de hacer tantas cosas más… Es cierto que no llegó de inmediato a esa peculiar idea de que el cerebro es mecánico. Durante sus estudios en Princeton más bien creía en la hipótesis de que existían detalles intuitivos en nuestra manera de pensar que eran de un tipo completamente diferente. Pero después su planteamiento cambió y creo que tuvo que ver con que aprendió más en el campo de la electrónica. Se dio cuenta de todo lo que se ganaría si el proceso pudiera ir a la velocidad de la luz.

—Entonces la simple conexión entre los polos alcanzaría con gran rapidez lo complejo y lo ingenioso —intervino el policía.

—Sí, el tictac inánime de un aparato quizá incluso podría llegar a expresar lo emocional. Cuando Alan, poco tiempo después de la guerra, empezó a pensar las bases de lo que hoy llamamos la computadora digital, no mostraba especial interés por las consecuencias prácticas, como las posibilidades de calcular cómo crear nuevas y disparatadas bombas. Desde el primer momento buscaba algo del todo diferente.

—¿Como qué?

—Como tratar de imitar el pensamiento.

—Suena absurdo.

—Y lo era. Pero debe entender que, cuando Alan aprendió más acerca de nuestro cerebro, cómo millones y millones de neuronas están conectadas entre sí, vio similitudes con su máquina; tampoco es que diera demasiada importancia a esa comparación, en absoluto, pero pensó que todas esas conexiones difícilmente podían funcionar si no se apoyaban en una base lógica. Y lo lógico se caracteriza por poder dividirse e imitarse, y por eso es calculable. A buen seguro ahí había ciertos aspectos de física cuántica que podían complicar la cosa, y creo que hacia el final de su vida ese tipo de pensamientos eran cada vez más recurrentes, pero entonces también aumentaba su convencimiento de que todo en nuestro pensar es de alguna manera mecánico, incluso nuestra intuición y nuestros momentos de inspiración artística.

—¿Cómo diablos…? —interrumpió Corell.

—Creo que se imaginaba que los momentos creativos eran mecánica oculta. Hablaba de máquinas discretas. Pensemos, por ejemplo, en un interruptor. Pulsas el botón y tienes la sensación de que la luz se enciende de inmediato, como por arte de magia, ¿no? Pero en realidad ha tenido lugar un proceso. Los electrones se han desplazado por un conducto. Han pasado bastantes cosas de las que no nos hemos percatado. Alan se imaginaba que el cerebro funcionaba de una manera parecida. De repente se nos ocurre una idea y creemos que viene de la nada. Pero ahí detrás hay un proceso, un patrón, que sería posible describir. El hecho de que todo vaya rápido no quiere decir que no sea mecánico.

—No puede haberlo dicho en serio.

—Absolutamente en serio. Dijo que dentro de cincuenta o cien años, mencionó dos momentos en el tiempo, deberíamos ser capaces de crear una máquina que fuera inteligente en el mismo sentido que usted y yo lo somos, o que al menos se comportase como si lo fuera, y eso, desde luego, supuso una provocación para mucha gente. Algunos decían que sí, claro, que es posible que el cerebro tenga ciertas estructuras lógicas que puedan imitarse, pero su verdadera y más profunda esencia es algo diferente y más grande. Alan les respondía hablando de cebollas. Decía que el cerebro quizá es como una cebolla. Imagínese un hombre que nunca ha visto una cebolla. Va quitándole capa tras capa y piensa: «Pronto llegaré al núcleo, a lo importante de esta verdura», pero al final el hombre lo ha quitado todo y ya no queda nada. La cebolla no consistía en ninguna otra cosa aparte de sus capas, y de la misma manera Alan pensaba que el cerebro no tenía ningún núcleo, ningún secreto interior, sino que sólo lo conformaban sus partes y las conexiones entre ellas. Alan se negaba a creer que la inteligencia fuera algo exclusivamente humano, algo que sólo puede surgir en aquello que se asemeja a una gran ración de gachas.

—¿Gachas?

—Según él, nuestro cerebro tenía ese aspecto, gris y poco apetecible. Pensaba que la inteligencia también podía surgir de otras estructuras, de otra materia, por ejemplo, de la lógica binaria de una máquina electrónica, y se negaba a definir la inteligencia en términos demasiado limitados. Si alguien sabía que la normalidad humana no podía constituir el único criterio, era Alan.

—¿En qué sentido?

—Estaba acostumbrado a sentirse diferente. Aunque sorprenda, le resultaba fácil ponerse del lado de la máquina.

El policía parecía desconcertado, y Robin se esforzó en encontrar la manera adecuada de formularlo.

—Quería decir que no debíamos discriminar a las máquinas a la hora de hablar de inteligencia. A veces me he llegado a preguntar, aunque quizá sea injusto con él, si no soñaba con máquinas pensantes porque sabía que nunca iba a formar una familia. El sueño de un aparato inteligente era su sueño de tener un niño, no en el sentido de que sus teorías fueran oníricas, para nada. Era extremadamente objetivo y factual, pero su delicada posición, esa sensación de estar siempre al margen, le capacitó de un modo especial para ver las cosas también desde el punto de vista de una máquina. Después de la publicación del libro de Norbert Wiener Cybernetics, surgió un debate, bastante sensacionalista, por cierto, centrado en la cuestión de si podemos siquiera hablar de máquinas pensantes. Un investigador del cerebro, el neurólogo llamado Geoffrey Jefferson, adoptó enseguida una postura a favor de lo humano. «Hasta que una máquina no pueda sonrojarse o escribir un soneto o una sinfonía y disfrutar de la caricia de una mujer y sentir arrepentimiento y alegría, no podemos considerar que sea inteligente como un ser humano», dijo. Alan lo encontró profundamente injusto.

—¿En qué sentido?

—Para empezar, tampoco Alan podía disfrutar de la caricia de una mujer. ¿Y escribir una sinfonía? ¿Quién es capaz de una cosa así? ¿Usted puede hacerlo? No se puede definir la inteligencia de un modo tan limitado, decía. Incluso pensó que Jefferson era injusto en su gusto por los sonetos, ya que un soneto escrito por una máquina lo entendería mejor otra máquina.

—¡Perdón!

—Sí, si las máquinas pueden aprender a pensar, resulta razonable creer que tendrán preferencias distintas a las nuestras. Alan quería demostrar que no debemos convertirnos en la norma. Una máquina puede ser pensante sin que sea como usted o como yo. Ni siquiera tienen por qué gustarle las fresas con nata. Por lo demás, no pretendía que la máquina fuera superdotada. Era suficiente con una que fuese igual de lista que el típico hombre de negocios norteamericano, decía. En todo caso, elaboró un test.

—¿Un test?

—Un test para decidir cuándo la máquina debía considerarse inteligente. Alan escribió sobre eso en la revista Mind. Si le interesa, puedo hacerle llegar el artículo, la verdad es que es bastante divertido —dijo Robin con una buena voluntad que no acababa de entender del todo, pero había algo en el policía que despertaba su confianza.

Dejó incluso de preocuparse por la posibilidad de que surgiera alguna sorpresa desagradable. Más bien le parecía que el policía sólo sentía una curiosidad general por el personaje de Alan Turing, y que más que un policía se trataba de un estudiante ávido de aprender, y por eso Robin se asombró tanto cuando la conversación de repente tomó otros derroteros.

«No es posible», pensó durante unos vertiginosos segundos.