9

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El día después de la desaparición de su padre en Southport, Leonard se levantó con la sensación de que las cosas, a pesar de todo, se iban a arreglar y de que la noche anterior habían tocado fondo, y que a partir de ahí la vida volvería a despegar. Albergaba tantas esperanzas que llegó a confundir al hombre que apareció andando por la playa y los cobertizos. Pensó que se trataba de uno de los bromistas del lugar que, vestido con un sombrero gracioso, se acercaba a preguntar por el padre. Pero el cerebro le estaba tomando el pelo. Cuando entró en la cocina esperando oír algo así como que «tu padre se fue de picos pardos anoche», se percató de que su madre llevaba la misma ropa que el día anterior y de que el hombre no era un vecino bromista, sino un agente de policía, un representante de las autoridades barbudo y fornido, cuyo gracioso sombrero era en realidad un casco.

—¡Vete a tu cuarto!

Se limitó a esconderse en un sitio donde no lo vieran los adultos e hizo todo lo posible por escuchar la conversación. No consiguió captar más que fragmentos, y durante un buen rato miró airado hacia el mar y el bote negro que había allí, hasta que ya no pudo aguantar más.

—¡¿De qué estáis hablando?! ¡¿Dónde está papá?! —gritó.

—¡Cálmate, Leonard! —le espetó su madre con tanta tensión en la voz que comprendió de inmediato que la desgracia que acababa de introducirse en su casa era la peor de todas.

Aunque los detalles tardaron bastante en aclararse, lo que resultó evidente fue que un tren de mercancías procedente de Birmingham había arrollado a un hombre y que ese hombre podría ser su padre. Por eso, la madre debía marcharse con el policía para ver el cuerpo, y si por una vez en su vida debía rezar, ésta era la ocasión, pero tal y como Corell lo recordaba, la esperanza se esfumó enseguida. Soy huérfano, soy huérfano, murmuró, como si hubiese perdido a ambos padres, y por esa razón la conmoción no fue mucho mayor cuando su madre regresó tras la identificación. De pie, en el umbral de la puerta, con los labios pintados de un rojo raro, y los ojos tan pequeños y entornados que le pareció sorprendente que lograra ver algo, le explicó que «tu padre ha muerto, ya no está», como si la última frase fuera un añadido necesario.

Evidentemente, debía de haber reaccionado de alguna manera, con lágrimas o una crisis nerviosa, pero lo único que recordaba era que rompió la silla blanca Queen Anne y que eso le proporcionó cierta satisfacción, sobre todo porque no lo hizo llevado por la rabia, sino de forma metódica y tranquila hasta que tres de las patas se quebraron y el respaldo se resquebrajó. La madre, quien desde un punto de vista estrictamente maternal no había acertado gran cosa, tuvo por lo menos el buen gusto de limitarse a comentar la escena con un «nunca me ha gustado esa silla». Por lo demás, empezó su petrificación, o mejor dicho, su teatro, con una rapidez extraña —como si su luto no necesitara fases— que para alguien de fuera podría interpretarse como serenidad o incluso armonía, en especial por las noches, cuando hacía un solitario acompañada por la melodía de alguna música alegre, o cuando se peinaba la melena con una suerte de esmero sensual y placentero. Pero a él jamás lo engañaba, y pronto aprendió a intuir ya desde lejos su estado de ánimo, como si su dolor se propagara en forma de vibraciones en el aire.

En los peores momentos, un olor agrio se filtraba por la ranura de la puerta del dormitorio, y quizá lo habría podido soportar si su madre al menos hubiese expresado algo de su desesperación o se hubiera asegurado de que existiera alguna relación entre sus palabras y su lenguaje corporal. Podía sonreír y comentar el tiempo mientras presentaba un aspecto de estar soportando los sufrimientos más terribles, y a menudo él quería gritar: «¡Llora! ¡Por todos los demonios, llora!», pero no encontró más reacción que la de un confinamiento emocional cada vez mayor y, en lugar de intentar penetrar la coraza de su madre, se refugió en sí mismo. Él apenas decía nada y a menudo daba largos paseos por la playa o se acercaba a las vías del tren, donde instaló su particular cementerio.

Le había llevado unos días dar con el lugar. Nadie había sido muy generoso con la información y probablemente nunca lo habría encontrado de no ser por lo que halló un día junto a un oxidado silo y dos arbustos salvajes. En la hierba cercana a las vías del tren estaba el guante de piel de su padre, y aunque después no recordaba lo que se le pasó por la cabeza en ese instante, lo vivió como algo importante. Era como si hubiera dado con una pista decisiva, como si la muerte de su padre, en lugar de ser sólo una catástrofe, se hubiese convertido en un misterio donde se podía alcanzar algún tipo de solución a condición de que estudiara las pruebas y sacase las conclusiones correctas. Una y otra vez se preguntaba si el guante se le había caído del bolsillo, o si lo había tirado en un ataque de rabia, o si, incluso, lo había colocado al lado de las vías a modo de mensaje secreto.

Durante muchos años, Leonard buscaría guantes negros en la literatura con la esperanza de dar con algún significado oculto, y su interés por los últimos pasos de su padre devino en obsesión. Se preguntaría si era cierto que la mirada, durante los últimos minutos, se aguza y se hace tan intensa que aprecia todos y cada uno de los detalles del entorno, y si realmente se pasa revista a la vida de uno, y si así fuera, si él mismo habría aparecido en la corriente de recuerdos, y en tal caso, qué habría estado haciendo y si habría sido una imagen favorecedora o no.

Hora tras hora, un día sí y otro también, siguió con lo mismo, pero el guante sólo lo conducía de vuelta hacia sí mismo, y la única certeza de aquel otoño fue que el padre había llevado a la familia al borde de la ruina. El pobre hombre se había quedado atrapado en un círculo vicioso de vanos embelecos y de estúpidos intentos de salvar la situación, y estaba claro que ya no había dinero para que el hijo estudiara en Marlborough College.

Aun así, Leonard se marchó a Marlborough sólo con un poco de retraso gracias a la tía Vicky y a una beca en inglés y matemáticas. Al principio estaba contento, pues lo entendió como una manera de escapar de casa. Pero nada era sencillo. Corría el mes de octubre de 1939. Había estallado una guerra, y él esperaba en la estación con sus maletas marrones y la sensación de que el mundo había saltado en mil pedazos. Se veían soldados por todas partes. Un niño pequeño lloraba, y la madre de Corell, que llevaba una horquilla destellante en el sombrero, le acariciaba el pelo. A distancia seguro que parecía una imagen perfecta, si es que alguien los contemplaba tal y como él observaba a los demás. La madre decía todo lo que se esperaba de ella:

—Todo va a ir bien, Leonard. No olvides escribirme —pero sus palabras estaban vacías.

Era como si jugara a ser una madre cariñosa, pero, mientras apretaba los labios contra la mejilla de su hijo, éste se imaginaba sus ojos como ausentes o incluso recorriendo el andén en busca de hombres. Porque tan mal estaban las cosas que pensaba que ella sólo se iluminaba cuando se encontraba con hombres que rezumaban mundanidad y dinero. Aunque sin duda era injusto, estaba convencido de que él ya no le interesaba y de que ella se había refugiado en sí misma, volviéndose hacia un lejano paisaje en su interior, donde no había sitio para él, y quería acusarla: ¿Por qué no me ves? ¿Por qué ya no me quieres?

Pero su crimen era demasiado sutil, demasiado discreto. No había ninguna pistola humeante, nada tangible. Por supuesto, conservaba la esperanza de haberse equivocado, de que nada hubiera cambiado respecto a la presencia de su madre en su vida y al amor que sentía por él, y de que lo único que la había apartado de su lado fuera la tristeza por la pérdida de su padre. Pero, en definitiva, algo en ella se había petrificado y, si en ese momento, allí en el andén, su madre le hubiera dado una bofetada o un puñetazo, no podría haber sido más doloroso que la frialdad que mostró al dirigirle unas palabras edificantes: «Vas a hacer que me sienta muy orgullosa de ti». «Es que eres un chico tan inteligente…». «¡Ten cuidado con los gamberros!».

Una vez sentado en su asiento, que olía a detergente y al alcohol de los soldados, y mientras el tren se alejaba, su madre se le antojó tan pequeña y triste en el andén que por un momento se arrepintió de no haber concebido pensamientos más cariñosos hacia ella. Sin embargo, al cabo de un instante una oleada de dolor lo atravesó, y en una anotación rápida, que bajo otras condiciones podría haber sido el comienzo de algo mejor, al haber representado una especie de punto de inflexión, escribió: «¡Sé fuerte, sé fuerte!».

Sólo que Marlborough College no le ofreció ninguna posibilidad de reconstruir su fuerza. El colegio más bien confirmó la alarmante sensación de alienación que había surgido tras la muerte del padre y llegó a odiar el sitio con una ferocidad extrema. Y no sólo por los motivos habituales: que la comida era horrible, los profesores estrictos y tediosos, y que los alumnos mayores se dedicaban a la vejación según el absurdo sistema de servilismo y castigos. Tampoco se debía a que se alojaba en el edificio A, llamado la cárcel, ni a que lo único que de verdad contaba eran el rugby, el cricket y el atletismo —actividades que consideraba una lata y un fastidio y que no soportaba—, ni a que ser una lumbrera como él suponía todo menos una ventaja. El verdadero motivo era otro.