38

*

¿Qué hay de malo en que te ayuden un poco?

Cuando Corell, hacía muchos años, regresó a Southport tras su salida de Marlborough College, tuvo que encajar otro golpe, para el que en realidad debería haber estado mejor preparado. Lo había visto venir. Pero la frialdad de su madre lo afectó en lo más hondo. ¿En algún momento dijo una sola palabra que le concerniera? Estaba totalmente centrada en sí misma y su mudo sufrimiento. En el período más difícil de su vida, su madre se vio incapaz de mantener una conversación seria y, lo que era peor, le exigía que le siguiera el juego.

Podía quejarse todo lo que quisiera de los precios en las tiendas, de la falta de víveres y de las duras labores y quehaceres del hogar, e incluso de la falta de dinero, pero sobre todo lo que era importante y doloroso tenía que guardar silencio. Cada insinuación de que él también sufría provocaba una intensa actividad mental en el cerebro de su madre para cambiar de tema: «¡Menudo viento entra desde el mar!»; «¿Puedes lavar tú los platos hoy?»; «A la tía Vicky le gustaría venir a hacernos una visita otra vez. Pero no nos apetece, ¿verdad?».

Él muy pocas veces protestaba. Soñaba más que nunca con una persona que pudiera liberarlo y hacer su vida más llevadera, y sin duda no había ningún candidato mejor que la tía Vicky. Pero la tía también irradiaba una capacidad de acción y una energía que le provocaban remordimientos de conciencia y le hacían sentirse débil y fracasado, de modo que en lugar de intentar atraer a la única persona que podía haberle dado un hogar, alimentaba planes de huida. El sueño de liar el petate y marcharse se convirtió en su droga, su esperanza. Me voy, me largo de aquí, pensaba una y otra vez, y al final no aguantó más. Fue una mañana de otoño. La guerra había terminado. Los laboristas habían llegado al poder. Se habían tirado bombas atómicas sobre Japón, y su madre estaba encerrada en el dormitorio. Si hubiera tenido un poco más de perspicacia, habría comprendido que se encontraba enferma. Sufría un bloqueo tan profundo que más bien había abandonado el mundo para entrar en una realidad alternativa donde parecía esperar algo grande y revolucionario. «Tenemos que ponernos guapos para cuando llegue la hora», podía decir, y creaba tal ambiente de locura a su alrededor que él estaba convencido de que se contagiaría, y a menudo una gran rabia brotaba en su interior. ¿Y yo? ¿Y yo qué?

No se enorgullecía de eso —se enorgullecía de muy pocas cosas—, pero cuando la oyó gemir en el dormitorio, como si fuera un momento de pasión, ya no pudo más. Fue algo puramente físico. Al menos eso afirmaría después, que se ahogaba, que el crudo olor de la locura lo envenenaba. Esa noche hizo la maleta, la vieja maleta marrón de su padre, con algo de ropa, libros y una botella de jerez. En aquella época no probaba el alcohol, pero quería manifestar su independencia y convencerse de que su partida no se debía sólo a un acto de desesperación, sino que suponía también un primer paso hacia la vida adulta.

En cuanto vio el campanario rojo de la estación de tren de Lord Street, una especie de descarga eléctrica le recorrió el cuerpo y sintió una creciente ebriedad no sólo causada por el jerez. Tenía el mundo a sus pies. Era una persona libre e independiente, y esa sensación le duró varias horas, hasta que vomitó en una esquina de Portland Street en Mánchester, y los sentimientos de culpabilidad y el mareo se mezclaron con todo lo demás. La ciudad, además de destrozada por las bombas y llena de ruinas, estaba envuelta en una niebla de grava y carbón, y si no hubiera sabido que Inglaterra había ganado la guerra, no lo habría creído. Por culpa del racionamiento de electricidad apenas quedaba nadie en la calle después de las diez, y por todas partes imperaba un ambiente de apatía. Era como ver su propia desesperanza en cada rincón.

Una sensación de derrota se apoderó de su vida. Se alojaba en albergues y en centros de gente sin hogar, y a menudo pasaba hambre. Sufría. Se avergonzaba —¿cómo podía haber abandonado a su madre?— y es posible que el cartel marrón de Newton Street se convirtiera en su salvación, o si salvación quizá sonaba exagerado, al menos fue el principio de algún tipo de orden en su vida. GRANDES POSIBILIDADES PROFESIONALES DENTRO DEL CUERPO DE POLICÍA PARA HOMBRES Y MUJERES CON CORAJE Y CARÁCTER, ponía y, aunque las palabras no lo convencieron del todo, algo había allí que lo atraía; pero aquello también le pasaba a menudo, una sola palabra acerca de una profesión o un tipo de vida, casi cualquiera, podía hacerle soñar, y en este caso en absoluto lo vivió como algo de gran trascendencia.

Simplemente se apuntó, sin más. No pedían más que algunas formalidades, una breve entrevista y rellenar un par de formularios, y antes de que le diera tiempo a asimilarlo, un par de días más tarde, se encontró sentado en un autobús camino de Warrington para empezar una formación de trece semanas. Durante mucho tiempo lo vio todo como un juego, una aventura, pero el tiempo fue pasando y lo que en principio iba a ser un paréntesis se transformó en una vida, una estructura. Se hizo con un cuchitril en Cedar Street, no muy lejos de las dependencias del Ejército de Salvación, que olía a gas y a moho, y que apenas tenía muebles.

Fue en ese pequeño apartamento donde volvió a ver a Vicky. Ocurrió un día de primavera de 1947, si bien desde los negros cristales de sus ventanas podía haber sido cualquier estación. Tenía veintiún años. En una fotografía de esos días, vestido por primera vez de uniforme y con el ridículo casco puesto, presentaba un aspecto desesperado y desnutrido. Podría haber sido un hombre de treinta y cinco años que acababa de regresar del frente, pero en las pocas ocasiones que se miraba al espejo veía al mismo chico de siempre. No tenía ni idea de la impresión que podría causarle a una persona que lo recordara de antes. Cuando llamaron a la puerta estaba tumbado en la cama, vestido.

—Leonard, Leonard. ¿Estás ahí? ¡Por Dios, abre! —gritó una mujer, y pese a que reconocía la voz no lograba identificarla, ni siquiera cuando su tía dijo «Soy yo, Vicky. Soy yo. Te he buscado por todas partes» comprendió del todo de quién se trataba.

Desconcertado y a regañadientes, se dirigió a la puerta arrastrando los pies. Cuando la abrió, se sobresaltó como si hubiese visto un fantasma, pero no se debió a su tía. En aquella época, apenas había envejecido. Se trataba de la misma Vicky de siempre, enérgica y de pelo corto, y teniendo en cuenta todas las personas pobres y rotas que había conocido, ella era un milagro de clase y dignidad. Lo que le asustó más bien fue la reacción que había provocado en ella y que se vio reflejada en su cara.

—Leo, Leo. ¿Eres tú? ¿Qué te has hecho? ¿Por qué no me has llamado? Si supieras… —murmuró ella tan conmovida que él no alcanzó a entender qué tenía que ver con él.

Pero era verdad que lo había buscado por todas partes. Se había pasado horas llamando por teléfono con su insistencia febril, al final también a la policía en Mánchester, y gracias a su perseverancia o a su desesperación, como decía ella, se había enterado de que no había nadie herido o muerto con ese nombre, pero que sí existía un cadete de policía que se llamaba así. «Cadete de policía —había exclamado—. No puede ser mi Leo, imposible». Aun así, había acudido a la comisaría en Newton Street, donde consiguió información acerca de su domicilio. Por eso estaba allí. A él no le hizo ninguna gracia. ¿Por qué debía preocuparse por él?

—Me las arreglo muy bien solo —dijo, y entonces la tía perdió la compostura.

—¡Calla! —gritó—. ¡Cállate ya! Pero por todos los demonios, ¿por qué te empeñas en arreglártelas solo? Tienes una familia, Leo. Me tienes a mí, y te he buscado por todas partes en este santo país. He removido cielo y tierra. Me moría de la preocupación y he llegado a pensar… No me mires así. ¿Qué te imaginas? ¿Que he venido para echarte la bronca? Sólo quiero ver que estás vivo. Que estás bien. ¿No entiendes eso?

—Déjame en paz. Márchate.

—¡Ni hablar! Pero, Dios mío, ¿qué te pasa? —Corell debía de parecer aterrado—. Tu madre se las apaña. Está enferma, pero la hemos trasladado a una residencia en Blackpool. Así que, por el amor de Dios, Leo, no te enfades conmigo, y deja ya de castigarte.

—No me castigo.

—Pero ¡mira el aspecto que tienes!

—¡Vale ya!

—¿Qué hay de malo en que te ayuden un poco? —gritó—. ¿No entiendes que he estado metida en mi maldito apartamento en Londres sin desear otra cosa en este mundo que poder ayudarte? Yo también estoy triste, Leo. Estoy tan terriblemente triste por lo que le pasó a James y a todos vosotros que apenas pego ojo por las noches. ¿Tienes idea de cuántas veces intenté ir a veros? Y en cada ocasión me lo impidieron, y se me cae la cara de vergüenza por no haber ido de todas maneras, y no soporto, no, no podré soportar, que acabes como tu padre.

—No pienso quitarme la vida, si eso es lo que crees.

—No, no lo vas a hacer. No lo vas a hacer —dijo ella fuera de sí, y él no recordaba si fue en ese momento o más tarde cuando cruzaron una mirada de entendimiento mutuo.

A Vicky le costó lo suyo penetrar la coraza de orgullo de Corell, pero después del encuentro en su apartamento empezaron a verse de vez en cuando, y Corell acabó aceptando su ayuda en alguna ocasión. La tía le dio dinero, le invitó a cenar y le compró ropa. Pero la ayuda importante de verdad que le ofreció, la posibilidad de volver a estudiar, de tener otra oportunidad, la declinó. Se empeñó en seguir en su profesión, quizá para castigarse, o porque ya no se atrevía a asumir más riesgos. Era un idiota, y punto. Parecía caer en la cuenta poco a poco. Pero cambiaría, eso fue lo que se dijo allí sentado en el coche.

* * *

Una ligera niebla envolvía las carreteras y los campos de cultivo, y ya no se cruzaban con ningún coche. En una ocasión, un pájaro apareció batiendo las alas justo delante del parabrisas y Oscar Farley tuvo que pegar un violento frenazo. Sintió el dolor recorrerle la espalda, pero se le pasó enseguida. Llevaban de nuevo un buen rato en silencio. Farley quería retomar la conversación, no solamente porque le agradaba conversar con el policía, sino porque no lograba quitarse de la cabeza la idea de que se le había escapado algo, de que existía una circunstancia, un detalle, que arrojaría una nueva luz sobre los acontecimientos.

—Todo eso de Alan Turing parece que se ha convertido en algo muy personal para ti —dijo.

—Bueno, sí…, quizá.

—¿Has hablado del caso con tu tía?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Tengo entendido que es una mujer muy inteligente y enérgica.

—Puede.

—Y me preguntaba…, pero quizá es algo demasiado personal…

—¡Adelante, pregunta!

—¿Tu interés por el caso Turing…?

—¿Sí?

—¿… tiene algo que ver con el hecho de que tu tía sea homosexual?

—¿Ella es…? —empezó Corell.

Luego se hundió en su asiento y ni con una palabra ni un movimiento dejó entrever lo que sentía. Su cara más bien se petrificó en una sonrisa que podía significar cualquier cosa.

—Yo siempre he… —declaró al final.

—¿Qué?

—Yo siempre he… —repitió pero sin conseguir acabar la frase.

* * *

La continuación de sus palabras «Yo siempre he…» iba a ser «detestado a los homosexuales», pero no fue capaz de pronunciarlas, ni tampoco ninguna otra. Lo invadió un aluvión de pensamientos e imágenes: el flaco y rígido cuerpo de Vicky apoyándose en el bastón con la empuñadura de plata; los ojos marrones, despiertos, que lo observaban, y la boca con una sonrisa burlona; Vicky tapándole por las noches en la cama y sirviéndole el desayuno por las mañanas. ¡Cómo la había echado de menos! Había mirado por la ventanilla del coche, contento por cada metro que avanzaban, porque sabía que lo acercaba a ella, y una y otra vez había pensado en cómo iba a contarle todo lo ocurrido en Cambridge, pero ahora… no. Tenía que ser un error, una acusación infundada. Estaba seguro de ello.

¿Sí? ¿Lo estaba? Ella siempre había medido mucho sus palabras y siempre había mostrado consideración hacia la frágil autoestima de Corell, esforzándose por no herir sus sentimientos, aparte de la otra semana, cuando habían hablado de Turing… Sintió un pinchazo de dolor en el estómago al mismo tiempo que intentaba protegerse de la idea como de una terrible amenaza, buscando argumentos en contra, lo que fuera —su feminidad, su amor por los niños—, pero no, no sirvió de nada. Debería haber caído en la cuenta hacía mucho tiempo. Lo que Farley decía era la verdad, y mientras la niebla se hacía cada vez más espesa fuera, las piezas encajaban una a una: las visitas de Rose, la ausencia de hombres, su brusco bufido: «¡Pues búscate tú un hombre si te parece tan importante!», y luego la apasionada defensa de los homosexuales: «Los que son diferentes muchas veces suelen pensar de un modo diferente».

Intentó apartarlo todo de su cabeza y en su lugar fantasear con maravillosas máquinas que nacían de estructuras lógicas, pero los pensamientos no pasaron de grotescos y absurdos. Aparecieron de nuevo Ron y Greg en Marlborough, y se imaginó a su tía con Rose en posiciones horribles, y pensó en Alan Turing muerto con el espumarajo alrededor de la boca, tumbado en una estrecha cama de adolescente, y se le vino a la mente una frase de la carta: ¿Era así como quería que fuera mi vida? ¿Un teatro para ocultar otro?

¡Todo era mentira!

—¡Mierda!

—¿Perdón?

—Nada.

No era nada, nunca era nada. Pero se sentía traicionado y furioso. ¿Cómo había podido…? Las paredes del coche lo aprisionaban, y pensó en que no sólo había perdido lo que más había deseado todo el día. Había perdido a la única persona que tenía sobre la tierra, y quería romper la ventanilla de un puñetazo, pero se limitó a permanecer quieto y a concentrarse en calmar su respiración.

* * *

Por culpa de la niebla avanzaban despacio, y ya era de noche cuando se acercaban a Knutsford. Durante un buen rato no habían intercambiado ni una palabra. Oscar Farley, que enseguida se había percatado del motivo del silencio de Corell, había intentado todo lo imaginable: expresar comprensión, lamentar su torpeza, pero el policía no quería abordar el tema, de modo que Farley se había puesto a charlar sin más y a contar anécdotas. Incluso se había dejado llevar hasta tal extremo que había estado a punto de infringir el secreto de guerra sin querer, algo nada propio en él. Más bien estaba tan acostumbrado a ocultar información y a callar cosas que sabía que a veces mentía sin necesidad. Podía decirle a su mujer que había visitado Escocia cuando en realidad había ido a Estocolmo. Otros se jactaban todo lo que podían de sus actividades en la guerra, pero a los de Bletchley no les estaba permitido decir ni una palabra, algo que los corroía por dentro. El secretismo había despojado a Farley de su generosidad natural, y sólo en contadas ocasiones, como ahora al estar sentado al lado del joven policía que de nuevo parecía encontrarse bastante mal de ánimo, le entraba el deseo de hablar. Por una vez, quería ser sincero y tranquilizar a su acompañante explicándole que su instinto de hurgar en el pasado de Alan era algo completamente sano. Que había una historia enterrada bajo las cortinas de humo; Alan había contribuido a acortar la guerra, quizá tanto como el propio Churchill, y los responsables lo habían vigilado como halcones. Pero, por supuesto, no dijo nada.

—¿Crees que estará despierta?

—Sí, es muy noctámbula.

* * *

Había luz en la planta de arriba, donde Vicky solía sentarse a leer. Aparte de eso, la casa resultaba extrañamente oscura y amenazadora. Corell tardó en darse cuenta de que la farola del jardín estaba rota y que la niebla, que había creado un ambiente tan fantasmagórico en las carreteras comarcales, también envolvía los terrenos de Vicky. Por primera vez, la casa le dio una sensación de abandono. Se le antojó que era un lugar que ya había vivido su apogeo y que ahora estaba en plena decadencia. Se imaginó a su tía allí arriba como una solitaria soberana de una vieja mansión olvidada e insalubre. En una agridulce ensoñación, se vio a sí mismo alejarse hacia el amanecer después de que ella lo echara de casa. Con mucho esfuerzo se levantó del asiento y, al ponerse de pie, la tierra se tambaleó bajo sus pies.

Trastabilló, pero mantuvo el equilibrio, y Farley y él se dirigieron a la puerta. Una cierta indiferencia se iba apoderando de él, pero a medida que se acercaba, el silencio empezó a atormentarlo. Era el tipo de silencio que precede a algo doloroso, que contiene algo explosivo, y aguzó el oído, ansioso por detectar otros sonidos que el chirrido de sus pies. A lo lejos se oía el débil ruido de un coche. Un pequeño animal se movía por los arbustos. La idea de llamar a la puerta le resultó dura, y se volvió hacia el coche. ¿Debería pedirle a Farley que lo llevara a su propia casa? Al final tocó el timbre, con fuerza, y pronto se percibieron pasos dentro y los golpecitos de un bastón. Muchos años después, a menudo se acordaría del chirrido de la cerradura y la espera, muy breve pero que se le hizo muy larga y desagradable, antes de que Vicky apareciera en la puerta. Había algo raro en su cara, estaba asustada. Los vivaces ojos se veían pequeños y temerosos, como los de un pájaro.

—Madre mía. ¿Qué ha pasado?

—Le han dado una buena paliza —contestó Farley.

—Dios mío. ¿Por qué?

—Es una larga historia, pero debo admitir que parte de la responsabilidad es mía.

—Pero ¿qué me está diciendo? ¿Una paliza? Pero ¡qué locura! Pero no se queden allí. Entren los dos, entren. ¡Querido mío! Yo te cuidaré —dijo Vicky antes de mirar, inquieta, a Farley—. Puede que esté un poco confusa, pero ¿no es usted?

—¿Qué quiere decir?

—El señor Farley, el historiador de literatura. Me encantó su conferencia sobre Yeats el otoño pasado. Tengo su libro…, pero ¿qué me decía? ¿Que usted es responsable en parte…? Por el amor de Dios… No entiendo nada. La verdad es que no entiendo nada.

—Se lo voy a explicar.

—¡Desde luego que sí! Dios mío, Leo, vamos a meterte en la cama ahora mismo. Pero, doctor Farley, si usted tiene algo de culpa en esto, haga el favor de echarme una mano. ¡No se quede ahí de brazos cruzados! Pero, por el amor de Dios, ¿qué le pasa en la espalda?, y Leo, Leo, ¿por qué no dices nada?

—Creo que está en estado de shock —respondió Farley, y entonces Corell sintió por primera vez que quería decir algo, pero desistió enseguida.

Se limitó a fijar una airada mirada en su tía, como un niño ofendido, y en lo único que estuvo de acuerdo con ella era en que quería subir inmediatamente a la cama de la planta de arriba. Despacio y sin dignarse a mirar a Vicky, echó a andar con pasos vacilantes y pesados escaleras arriba, hasta llegar a la cama, donde se tumbó con su doliente cabeza, y cerró los ojos. Quería irse lejos de allí, muy lejos, hasta sus mundos interiores, hasta el dulzor que había hallado tantas veces en su autocompasión, pero advirtió, irritado, que Vicky le desataba los cordones de los zapatos y le acariciaba el pelo.

—¿Quieres algo?

—Nada.

—Tenemos que llamar a un médico.

—No —espetó Corell.

—¿Estás loco, Leo? Por el amor de Dios, ¿qué está pasando? —exclamó la tía mientras se volvía hacia Farley, quien había subido la escalera detrás de ella, y entonces Corell abrió de nuevo los ojos.

Miró a Vicky. Se la veía muy alterada. Corell quería gritarle. Quería que sufriera como él, que sintiera lo que era que te traicionaran y saber que nunca nadie decía la verdad, que todo eran mentiras y falsedades, pero tampoco en esta ocasión se decidió a decir nada. La rabia brotó en su pecho tensando cada músculo de su cuerpo, pero aun así no lograba aclarar lo que sentía.

Sentimientos opuestos se bloqueaban unos a otros, y se preguntó, de forma bastante lúcida a pesar de todo, si no era injusto enfadarse con Vicky ahora que ella lo trataba con tanto cariño. Era como devolver una caricia con una bofetada. Ella no tenía mala intención. Sólo que era… Cerró los ojos pensando en máquinas que fingían en extrañas pruebas, y en todas las veces que la tía lo había apoyado, y en algún sitio de su ser entendió que por mucho que desaprobara a los homosexuales no podía disgustarle Vicky. Quizá fuera una pervertida, pero seguía siendo lo más valioso que tenía, y a falta de otra idea mejor le pidió una cerveza, una mild ale si podía ser, y luego una buena copa de jerez.