Epílogo

El comienzo de la conferencia sobre Alan Turing en la Universidad de Edimburgo, el 7 de junio de 1986

El catedrático de informática Richard Douglas, de la Universidad de Stanford, responsable de las jornadas, toma la palabra:

—Queridos colegas. Queridos amigos. Voy a ser muy breve. Ante todo, me gustaría expresar mi enorme satisfacción por ver aquí reunidos a tantos y tan distinguidos representantes de muy diferentes disciplinas e instituciones en estas primeras jornadas sobre Alan Turing. Al verlos a todos aquí no sólo mi corazón se llena de orgullo, sino que también entiendo la enorme influencia que Alan Turing ha ejercido en tantas áreas de investigación. ¡Qué persona más extraordinaria era! ¡Y cuánto se adelantó a sus tiempos! ¡Y qué pensador tan excepcional!

»Tenemos un amplio programa por delante con un nutrido número de destacados conferenciantes y con seminarios de enorme interés. Tras la conferencia inaugural, Hugh Whitemore nos hablará de su obra dramática Breaking the Code, basada en la biografía Enigma, de Andrew Hodges, que se estrenará este otoño en Haymarket Theatre en Londres con Derek Jacobi en el papel protagonista. Jacobi, a quien todos conocemos de la serie de televisión “Yo, Claudio”. Antes del almuerzo estoy convencido de que vamos a poder presenciar un emocionante debate, aquí en el escenario, sobre el test de Turing. Todos los diferentes puntos de vista estarán representados. Contamos incluso con el catedrático John Searle, que ha prometido desvelar algunas nuevas ideas acerca de su famosa teoría de la habitación china. Por la tarde, Donald Michie hablará del sueño de Turing sobre la computadora capaz de autoaprender, y la comparará con los últimos descubrimientos dentro de la investigación en inteligencia artificial. Eso y otras muchas cosas nos esperan.

»También me gustaría llamar su atención sobre la fecha de hoy. Hace justo treinta y dos años que Alan Turing falleció en su casa de Wilmslow en una época muy triste de nuestra historia. Eran los días de Pentecostés en Inglaterra, y hacía un tiempo malísimo. Uno de los que estuvieron allí y vio a Alan Turing muerto en su cama nos acompaña hoy. Señoras y señores, es un honor presentarles a Leonard Corell, anteriormente oficial de la Policía Criminal y, entre otras cosas, doctor honoris causa por la Universidad de Edimburgo. Pero supongo que no necesita mayor presentación entre nosotros. Todos valoramos mucho su obra. ¡Bienvenido, Leo!

Acompañado de fuertes aplausos, Corell entra en el escenario, vestido con un traje marrón de pana y un jersey negro de cuello alto. Tiene el pelo rizado y negro con algunas canas y una calva en la coronilla. Es delgado y elegante, y, aunque el cuerpo se antoja algo rígido e inmóvil, hay una gran fuerza en su voz. Habla sin notas delante, y parece encontrarse cómodo en el escenario.

—Si es cierto que valoran mi obra —empieza—, díganselo, por favor, a mis críticos. Porque la verdad es que he tenido que aguantar lo mío durante los últimos años, no sin cierta razón, debo añadir. Soy culpable, por ejemplo, del estúpido error que, sin ir más lejos, apareció el otro día en The Times, sobre que el logo de Apple es una referencia a la manzana de Turing. Quiero dejar claro de una vez por todas que son tonterías que, sin duda, se deben a mi fijación con esa manzana. Ay, debería haber escuchado a mi viejo profesor Farley, quien solía decir que no había que hacer caso a los símbolos. Pues los símbolos son herramientas traicioneras. Un escritor debe dejárselos al lector. Pero sobre todo debería haberme dado cuenta de que cuando Wozniak y Jobs lanzaron su Apple II, apenas se conocía la vida de Alan Turing, al menos no con profundidad. El motivo por el que se me ocurrió una cosa así supongo que tiene que ver con que en mi calidad de funcionario especial del Estado sabía más de lo que debía, y también, claro, porque quería que ese condenado logo luciendo como luce los colores del arco iris, que se están convirtiendo en las tonalidades del movimiento gay, fuera la manzana de Alan. Ahora dicen que no es así. Ahora se afirma que el logo alude a la vieja manzana de Newton, esa que al parecer nunca le cayó al físico en la cabeza. Aun así, me pregunto, sí, me niego a rendirme con tanta facilidad, ¿por qué está mordida la manzana? De alguna manera me pregunto si Alan Turing no habrá tenido algo que ver de todos modos.

»Estoy profundamente emocionado por el honor de dar la conferencia inaugural aquí hoy, sobre todo porque mi mujer Julie y mi hija Chanda, a las que llevo tanto tiempo sin ver, han venido desde Cambridge, y porque están aquí todos ustedes, todos a los que he leído con tanta pasión a lo largo de los años. Yo tampoco voy a alargarme demasiado, ni a entrar en sutilezas sobre The Chemical Basis of Morphogenesis como acostumbro. Ni siquiera tengo previsto irritar a los informáticos con mis ideas críticas acerca de la inteligencia artificial. En lugar de eso, voy a confesar un viejo vicio. Soy un soñador. Quizá uno de los peores que hayan conocido. El único problema es que cuando se tienen sesenta años no resulta tan fácil imaginarse el futuro y pensar “a los setenta me llegarán la fama y los contratos de Hollywood”. Bueno, cosas más raras se han visto. Por eso sueño hacia atrás. Fantaseo que construyo una máquina del tiempo y que voy a Adlington Road. Pero en lugar de aparecer el 8 de junio de 1954, que fue lo que pasó, aparezco el 7, y ¿saben qué llevo conmigo? Pues aparte de algunos de los bonitos libros que hemos escrito todos, un nuevo ordenador personal. ¡Imagínense! Llueve a cántaros. Es lunes de Pentecostés, y en el barrio reina el silencio. Quizá ya está anocheciendo, y llamo a la puerta. Se oyen unos pasos nerviosos que bajan la escalera y luego se abre la puerta y allí lo veo con sus profundos ojos azules, y a buen seguro con los nervios destrozados. Quizá ya lleva puesto el pijama y ha sumergido la manzana en su caldero. Dice: “¿Usted quién es?”. Supongo que me dejará entrar a regañadientes, y probablemente es mejor que vaya al grano: “Querido Alan: Conozco tu vida mucho mejor de lo que puedas imaginarte y créeme, lo sé. Ahora te sientes fatal. Te han envenenado con paranoias y prejuicios, pero algún día… vamos a celebrar un congreso en Edimburgo sobre ti y tus ideas, con centenares de investigadores eminentes, y esto, Alan, míralo, esto es una máquina universal, un ordenador, como decimos ahora. En 1986 todo el mundo tiene uno, bueno, casi todo el mundo. Y mira estos libros. Hablan de ti. ¿No es curioso? Eres uno de los grandes héroes de la guerra y se te considera el padre de una disciplina académica nueva. Vas camino de convertirte en un icono para todo el movimiento homosexual, y se te considera uno de los pensadores más influyentes del siglo XX”. Y entonces, amigos míos, cuando le digo eso, entonces Alan Turing sonríe. Entonces, por fin puedo verlo sonreír.