30
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Sonó el teléfono. Corell quería contestar, pero las fuerzas lo habían abandonado. Se limitó a abrir la mano penosamente, como si esperara que alguien le pasara el auricular. Después volvió a sumirse en un estado de sopor. Había sangre y tierra en la almohada. Llevaba la cabeza envuelta en una camisa de cuadros. Tenía las mejillas y los ojos desfigurados y llenos de moratones. Si alguien en ese momento le hubiera preguntado por lo ocurrido, le habría dicho que no lo sabía, que quizá se hubiera caído de la cama, y quizá habría añadido que le parecía bien que estuviera oscureciendo porque quería dormir. Necesitaba acurrucarse para aliviar el dolor que sentía en el tórax y en la frente, y a lo mejor hubiera podido lograr su propósito de no ser porque percibió algo fuera; una quietud, un silencio que atravesaba la ciudad y que por algún motivo lo llevó a pensar en su madre. En la casa de Southport se sentaba delante de la chimenea a fundir estaño que luego vertía en agua para leer el futuro en las figuras que se formaban. Un recuerdo extrañamente bonito no sólo por lo que había sucedido, sino también por cómo solía pensar en ella, pero la reminiscencia se desvaneció.
La sombra allí fuera barrió el cielo con demasiada premura, y Corell fue preso del temor y la confusión. Incluso llegó a olfatear como para asegurarse de que el olor a almendra amarga no se hubiera colado en la habitación y, de hecho, percibió una densidad en el aire, pero no entendía qué podía ser. Después se dio cuenta de que los coches, los pájaros y las personas se habían callado, no de manera paulatina como suele ocurrir por las tardes, sino como si obedecieran a una señal, y entonces lo comprendió: se trataba del eclipse solar, y poco a poco todo empezó a volver a su memoria. Recordó la lluvia.
Se acordó de la paliza, de permanecer tirado en la hierba convencido de que la vida se le escapaba. Más tarde por la noche se había levantado y había vomitado encima de un arbusto. Respiraba con estertores y escupía sangre, y sentía que era de vital importancia no mover la cabeza. Con todo, echó a andar, empujado por un instinto de llegar a casa, a su habitación de hotel. De camino, se cruzó con unos trasnochadores que insistieron en ayudarlo, pero rechazó el ofrecimiento con firmeza. Al igual que un animal herido, quería estar solo, y cuando llegó al hotel —¿cómo fue capaz de encontrar siquiera el camino?— no había nadie en recepción. Con la llave que aún guardaba en el bolsillo consiguió abrir la puerta de su habitación, y se desplomó en la cama o, mejor dicho, primero bebió un poco de agua y se envolvió la cabeza en la camisa, pero luego… Todo fue una nebulosa. Se encontraba terriblemente mal, y a ratos debía de haber alucinado. Cuando la señora de la limpieza llamó a la puerta le espetó que no quería que nadie lo molestara —¿por qué hacía eso?—, a lo que la mujer respondió con un murmullo y se fue. Tenía la sensación de que iba a volver. Quería que regresara. Necesitaba ayuda. A medida que los pensamientos se iban aclarando sintió una enorme pena de sí mismo. Pasó la mano por la camisa que llevaba alrededor de la cabeza y debajo notó la costra de la herida. «Estoy muy mal, sin duda estoy muy mal», pensó. Le dolía. Estaba rígido, y con ojos entornados miró por la ventana… Todo el mundo se ha unido para presenciar un gran acontecimiento, y aquí estoy yo. Qué triste, yo que he leído… Se vio sentado en King’s College y se imaginó que un admirador se le acercaba… No tan alto, amigo mío. Bueno, bueno, agradezco sus elogios, es que las matemáticas son para mí como la música, ¿sabe usted?… Quizá todavía no regía bien del todo, pero poco a poco recordó los acontecimientos, a Pippard y la carta… Dios mío, la carta. Acercó la mano al bolsillo interior, hurgó nervioso, pero sí, ahí estaba, con todas las páginas intactas. Sintió la tentación de leerla de nuevo. ¿Y el cuaderno? ¿Dónde estaba su cuaderno? Se recorrió el cuerpo con las manos, pero no, no dieron con ningún cuaderno. Dirigió la mirada hacia la mesilla y la maleta. Al no verlo allí tampoco, se mortificó. Se acordaba del hombre que le había pegado. ¿Quién era? ¿Por qué lo había atacado? Tenía un lunar en la frente y llevaba pantalones demasiado cortos…, tenía que ser el hombre de la carta de Turing…, de repente cayó en la cuenta. Sus pensamientos se vieron interrumpidos. Escuchó pasos en el pasillo. Sería la señora de la limpieza. Quizá ha vuelto con un médico, pensó. Eso estaría bien. Llamaron a la puerta. Unos golpes mucho más fuertes de lo que Corell se había esperado.
* * *
Oscar Farley estaba de un humor de perros y le dolía la espalda. Punzadas de dolor le atravesaban el cuerpo desde la zona lumbar hasta la nuca, y en la calle la gente se sorprendía no sólo por su estatura, sino por la posición de la cabeza que, debido a la rigidez de su cuerpo, se inclinaba hacia la izquierda, como si observara un punto muy alejado en lo alto del cielo. En realidad, apenas veía el cielo. Se hallaba encerrado en su dolor y sólo en algún momento de impaciencia levantaba la mirada hacia el eclipse solar como si no fuera más que un molesto cambio de tiempo. Cuando entró en Drummer Street vio las entrañas de un animal muerto y, aunque apartó la vista rápido, eso le afectó. El cadáver agravó su malestar, y ni siquiera el regreso de la luz y el despertar del mundo de nuevo contribuyeron a levantarle el ánimo. Pensó en Pippard. ¡Era imposible que Pippard llevara razón! Pippard era un idiota. ¿De verdad el policía podría haber averiguado tanto? ¿Y era concebible siquiera que les hubiera pasado la información a ciertas personas misteriosas? Y luego estaba Mulland: ¡un hombre de aspecto eslavo le seguía! ¡No, no!
Bien era cierto que Corell desde el primer momento había desconcertado un poco a Farley con su incongruencia y por el asombroso descaro y la autoridad que había mostrado delante de los juzgados de Wilmslow. También daba la sensación de ser imprevisible y de tener cuentas que ajustar. Existía algo de carga hereditaria, comentario que se había hecho en el despacho el día anterior. Se dijo que tanto el padre como la tía eran elementos subversivos. Bueno, bueno, «elementos subversivos», había pensado Farley, personas agradables, en otras palabras; si tuvierais una mínima idea de lo que pienso de las chorradas que soltáis… Pero debía admitir que, si juntaban todas las piezas, era para preocuparse un poco. Esa carta, por ejemplo, ¿qué era? ¿Y por qué el policía se la había quedado sin decir nada? Aceleró el paso y le pareció ver a Mulland a lo lejos, pero probablemente se confundió y, en todo caso, iba absorto en sus pensamientos.
Se acordó de una historia que circulaba sobre Mulland. Decían que perdió la chaveta una vez durante las carreras de caballos en York. Al parecer se echó a llorar cuando el caballo por el que había apostado se cayó en la última curva, para luego propinarle un buen sopapo a algún pobre hombre que se interesó por cómo estaba. Nadie se molestó en indagar demasiado en el incidente —se decía que todo había sido una exageración—, lo cual sin duda fue un error. El sentimentalismo y la violencia no eran la mejor combinación. Además, Mulland bebía en exceso. ¿Por qué de entre todo el personal se libró justo él de las investigaciones internas? ¿Era porque contaba con el beneplácito de Pippard? ¿Y porque repetía como un loro todas las opiniones al uso?
Oscar Farley miró el número de la calle y descubrió el hotel, un lugar sencillo del que nunca había oído hablar y que ni siquiera tenía una marquesina. Por fuera daba la impresión de ser un edificio de apartamentos, y dentro la decoración se veía destartalada. No era un sitio que invitara a entrar. Las paredes las adornaban fotografías de actores que habían interpretado a Hamlet, como Laurence Olivier, quien, de forma más bien cariñosa, apretaba una calavera gris contra la mejilla, y justo a la derecha de la puerta había una planta muy grande que parecía necesitar agua, pero en el vestíbulo no se veía a nadie. Farley tocó un timbre plateado que había en el mostrador.
—¡Por todos los demonios!
No acudió nadie. Cuando volvió a hacer sonar el timbre tuvo la absurda sensación de que el sitio llevaba mucho tiempo abandonado. No fue hasta pasados un par de minutos que un chico joven, con camisa blanca y chaleco negro, y con un buen hueco entre los dientes, entró corriendo desde la calle. Había algo conmovedor en él, algo torpe y desgarbado.
—Discúlpeme. Discúlpeme. Es que estaba viendo el eclipse solar. Fantástico, ¿verdad?
—Sí, bueno…
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Me gustaría ver al señor Corell.
—¿Usted también?
—¿Qué quiere decir?
—Acabo de cruzarme con un caballero en la calle que también quería verlo.
—¿De modo que el señor Corell se encuentra en su habitación?
—Creo que sí. No ha contestado al teléfono, pero ha hablado con la señora de la limpieza. Ha pedido que…
—¿En qué habitación está?
Era la 26. A pesar de que había un viejo ascensor y del dolor de espalda, Farley subió por la escalera. Pensó que sería más rápido. Enterarse de que otra persona quería ver al policía lo desasosegó. No sabría decir lo que le ponía más nervioso, pero empezaba a tener miedo de que el policía hubiera hecho de verdad algo imperdonable. Sería sin duda un revés de lo más molesto. Odiaba que gente como Pippard tuviera razón por motivos equivocados, o mejor dicho que las actitudes poco sanas condujeran a buenos resultados, y por algún motivo pensó en Alan, Alan acariciando su lingote de plata en el bosque.
Arriba, en la segunda planta, reinaba una sorprendente oscuridad. ¿Se había fundido alguna bombilla? La moqueta era marrón y estaba deshilachada. Se le antojó que andaba por el pasillo de una cárcel. De pronto, se detuvo. Su cuerpo se tensó, o hizo algún movimiento imprudente, porque un terrible dolor le recorrió el omóplato y le hizo quejarse —¡Ay, Dios!—, pero su atención se centró en algo diferente. Se percató de un ruido que sonó como un suspiro, y pese a que no fue alto ni demasiado dramático lo alarmó, no sabía por qué, quizá sólo se debiera a su nerviosismo. Pero al suspiro le siguió otro ruido, un susurro agitado, y un golpe sordo, y cuando apretó el paso, Farley se fue convenciendo de que pasaba algo muy serio y empezó a hacer sonar, ruidosa y nerviosamente, las llaves en su bolsillo.