13
*
Corell consultó la paradoja del mentiroso en la Enciclopedia Británica. No esperaba encontrarles una explicación a las anotaciones de Rimmer en las actas del interrogatorio ni tampoco aprender nada del trabajo del matemático muerto, pero sí pretendía entender mejor qué era lo que tanto le atraía de esa paradoja.
Leyó que se trataba de una frase que afirma ser falsa y que en consecuencia es verdadera justo cuando es falsa, y que por su innata contradicción provoca el derrumbamiento de nuestro concepto de verdad, o, al menos, su suspensión temporal.
La paradoja se atribuye a un filósofo cretense, Epiménides, siglos antes de Cristo. En la versión original rezaba «Todos los cretenses son mentirosos, como me dijo un poeta cretense», pero se podía formular de otra manera, por ejemplo, de la forma más sencilla: Miento. Corell no sabía muy bien por qué, pero le parecía que la oración tenía una suerte de calidad evasiva. No llegaba hasta el extremo de creer las palabras de Rimmer cuando decía que la frase había provocado una crisis en la ciencia matemática y que había dado lugar a una nueva máquina, pero le gustaba reflexionar sobre ella —la frase estimulaba sus pensamientos— e intentó inventar variantes. Entre otras murmuró No existo, pero reconoció enseguida que se trataba de otro tipo de contradicción: una oración que debido a las condiciones vitales no podía pronunciarse sin mentir. Le costaba dejar de pensar en ello. La paradoja daba vueltas en su cabeza como una canción pegadiza en un disco rayado.
Hasta que no estuvo en el autobús camino de la casa de su tía en Knutsford, no empezó a pensar en otras cosas. Al bajar en la parada de Bexton Road y sentir una brisa fresca en la cara, se preguntó si debería haber llevado un regalo, una planta o algo para el postre. Pero los comercios de la ciudad estaban a punto de cerrar y, mientras pasaba por los chalets de piedra caliza blanca con sus vigas cruzadas, decidió olvidarse del regalo y dejarse embriagar por la noche y la sensación de tregua pasajera. Knutsford al anochecer significaba libertad para Corell. Dentro de un momento iba a sentarse con una copita de jerez en la mano y se quejaría de su día hasta que la conversación discurriera hacia un tema más agradable. Con su tía hablaba casi con total franqueza, sin medir sus palabras ni ocultar su pasado. Podía mostrarse inteligente y referirse a los libros que quisiera sin molestar a nadie, y aunque había algo vergonzoso en tener como mejor amigo a una mujer vieja, atravesó las calles de Knutsford con paso ligero como si se encaminara a una divertida aventura.
La tía nunca se había casado. Tenía sesenta y ocho años. En su juventud había sido sufragista y había sufrido un arresto tras tirar una piedra contra la ventana de un diputado. Se llamaba Victoria, pero todos la llamaban Vicky, y había estudiado en Girton College, en Cambridge. Al igual que la madre de Leonard, no había terminado sus estudios, sino que entró a trabajar como redactora en la editorial Bodley Head en Londres, y también escribió crítica literaria en el Manchester Guardian bajo el seudónimo Victor Carson. Siempre llevaba el pelo corto y, ajena a los vaivenes de la moda, se empeñaba en vestir pantalones. Desde su juventud, la habían tachado de arpía y de marimacho, y era verdad que podía llegar a acalorarse mientras discutía, pero Corell nunca la había considerado poco femenina o agresiva. Para él, era lo más cercano a una madre cariñosa que había conocido, y siempre se aseguraba de que comiera y bebiera en condiciones, en parte también, claro, por su propia afición al alcohol, del que no se privaba nunca. Bebía como una esponja. Aun así, siempre se movía con elegancia. A pesar de los años y el reumatismo, sus gestos derrochaban gracia. No podía decirse que fuera rica, pero era el único miembro de la familia al que todavía le quedaba algo de patrimonio, y como no tenía niños ni costumbres caras, más allá de la bebida y los libros, gastaba bastante en Leonard. Le daba dinero y regalos, últimamente le había comprado una radio y ese traje de tweed a medida que tenía desde hacía unos meses pero que aún no había estrenado por la sencilla razón de que no se había presentado la ocasión oportuna.
Por sorprendente que pueda parecer, dadas sus dotes sociales, su tía apenas se relacionaba con nadie aparte de su amiga Rose, quince años más joven y que a veces iba desde Londres a pasar unos días con ella.
Cuando Corell enfiló Legh Road, bordeada por tantas casas bonitas, y se fue acercando al césped sin cortar y a los arriates sin escardar del jardín de Vicky, y vio alzarse como una torre la casa de ladrillo rojo, también bonita aunque más deteriorada que las de los vecinos, una inquietud lo invadió, pues temió no ser recibido con la calidez a la que estaba acostumbrado. Pero al descubrir a su tía saludándolo con la mano tuvo la sensación de llegar a casa.
Vicky llevaba un jersey lila, un chaleco de piel muy ceñido y unos anchos pantalones oscuros. Se apoyaba en un bastón negro con el puño de plata que sacaba a veces cuando la rigidez la atacaba.
—¿Cómo estás? —dijo Corell.
—Soy una vieja urraca. Pero hace una noche preciosa y ahora estás aquí, así que seguro que sobreviviré otro día más. ¿Qué ha pasado con mi niño pequeño? Qué caballero tan elegante estás hecho.
Corell no dijo nada. Aunque el cumplido le pareció ñoño, le agradó igual. Entró en la casa inspirando hondo. La cena ya estaba preparada. Desde la ventana vio que había puesto la mesa en el jardín de atrás, por lo que, sin preguntar, empezó a sacar las cazuelas. Ahuyentó a unas palomas que habían venido atraídas por la mantequilla y el pan que ya se habían llevado a la mesa. Cenarían shepherd’s pie con judías y patatas, y decidieron acompañarlo con mild ale antes de pasar al jerez. Era una noche bonita pero hacía viento, de modo que se envolvieron en unas mantas grises. Vicky se acomodó en su silla y se puso a hablar de política, criticando sin contemplaciones a Eisenhower y sus ideas acerca de la teoría del dominó. Entretanto, los pensamientos de Corell volaban en otras direcciones —sobre todo hacia Julie—, pero a medida que fueron rellenando sus vasos, el ambiente se relajó.
—¿Te acuerdas de que mi padre solía contar alguna anécdota graciosa sobre la paradoja del mentiroso?
—¿Y de qué iba la paradoja esa?
Corell se lo contó.
—Sí…, sí, cierto…, creo que sé a lo que te refieres. ¿Qué era? A ver… ¿No era algo sobre la cabeza de un dragón? ¿Una estatua?
—Había estado en algún sitio en Roma.
—Exacto. Y allí estaba la cabeza del dragón, y, según una leyenda, el que introducía la mano en la boca del dragón mientras decía una mentira nunca más sería capaz de sacar la mano de allí, ¿no?
—¡Eso es!
—Pero tu padre metió la mano y dijo…, o, mejor dicho, afirmó que dijo… Estoy bastante segura de que le robó la historia a alguien.
—Yo también.
—Es demasiado buena como para ser suya. Pero afirmó que dijo…, ayúdame aquí, Leo…, se me ha olvidado, ¿qué pudo haber dicho?
—Supongo que algo de este estilo: «Nunca podré sacar la mano».
—Exacto, y eso, al parecer, era una frase muy ingeniosa.
—Mucho.
—¿Y por qué? Es que estas cosas me marean.
—Porque el pobre dragón debió de quedarse de lo más desconcertado —respondió Corell—. ¿Qué iba a hacer? Si la mano permanecía en la boca, las palabras serían verdaderas y debía dejar que mi padre retirara la mano. Pero si la estatua le permitía sacarla, entonces las palabras resultarían falsas, o sea, que se podía mentir y aun así conservar la mano. La frase descolocó por completo al dragón.
—Pobre dragón. ¿Qué te hizo pensar en esa historia? —preguntó Vicky antes de echarse otro buen trago de jerez.
—Pues, no sé… —No sabía muy bien qué decir—. Quizá porque siempre he pensado que la paradoja del mentiroso no era más que un misterio gracioso, una ocurrencia, pero ahora me acabo de enterar de que contradicciones como ésa han ocasionado problemas a las matemáticas como ciencia —continuó.
—¿Ah, sí? —dijo la tía, y de pronto sonó muy cansada.
La mano que sostenía la copita de jerez temblaba un poco, y las bolsas bajo los ojos se habían tornado de repente inusualmente oscuras.
—Te estás cuidando, ¿no? —preguntó Corell.
—Soy la salud personificada. ¿Qué ha pasado en comisaría? Venga, cuéntame algún cotilleo. ¡Háblame de lo idiotas que son tus jefes!
—¡No te haces ni una idea de lo imbéciles que son!
—Ese Ross, en particular.
—En efecto. Ahora piensa que lo más importante del mundo es detener a un tipo que ha tirado basura cerca de la comisaría.
—Pero ¿no estás haciendo nada interesante? Cuéntame algún secreto del mundo del hampa, por favor.
Vicky le animó con una sonrisa.
—Estoy investigando la muerte de un homosexual.
—¿Un homosexual? Qué suerte que no haya muerto ningún heterosexual —replicó ella con un sarcasmo inesperado.
Corell se sobresaltó.
—No quería decirlo de esa manera —respondió ofendido Corell.
—¿Ah, no? —dijo ella—. Normalmente, no sueles informar acerca de las inclinaciones sexuales de tus muertos.
—Sólo lo he dicho porque tiene importancia para el caso. El hombre fue condenado por conducta inmoral, y creemos que la crisis que eso le produjo lo llevó a suicidarse.
—Ya. ¿Y ese señor hacía algo más aparte de ser homosexual?
—Sí —replicó Corell malhumorado.
—De modo que no era maricón a jornada completa. Qué pena. Es que en estos tiempos que vivimos ya no hay sitio para los placeres.
¿Por qué de repente ese sarcasmo?
—Era matemático —murmuró Corell.
—Anda, mira tú por dónde. O sea, un pensador. ¿Dónde había estudiado?
—En King’s, Cambridge.
—A ti también se te daba bien pensar —continuó ella en un obvio intento de relajar la tensión.
—Sí que se me daba bien —contestó consciente de que sonaba como un niño ofendido.
—¿Puedes hablarme del juicio contra ese hombre? Me interesaría, y perdóname querido si es que he estado un poco susceptible. He andado algo pachucha hoy, como tú bien has advertido.
—No te preocupes, no pasa nada —la tranquilizó Corell.
No obstante, seguía molesto. En el trabajo había aprendido a aguantar todo tipo de comentarios, pero en casa de su tía se sentía mucho más vulnerable y tardó en recuperar la compostura. No fue hasta que empezó a hablar del estrógeno cuando sus palabras se cargaron con un poco de intensidad.
—¡Qué horror! —exclamó la tía una vez terminada la historia—. Qué horror.
—Desde luego.
—¿Te puedo preguntar una cosa, Leo? Y no te ofendas. ¿Te parece bien que condenaran a ese hombre?
—Sí, creo que… —comenzó, pero se interrumpió en mitad de la frase.
Le pareció ver que los labios de la tía se preparaban para pronunciar otro sarcasmo.
¿Volvería a la carga?
—Fue terrible que le dieran esa hormona femenina —dijo—. Se transformó en algo así como un conejillo de Indias, pero, por lo demás, sí, considero que fue justo, sí. Violó la ley, por tanto, la sociedad debe marcar los límites. Todo eso puede propagarse.
—¿Y por qué sería tan peligroso?
—Pues para empezar porque hace profundamente desgraciadas a las personas y las expulsa de la sociedad.
—Pero eso difícilmente puede ser culpa de los homosexuales.
—Entonces ¿de quién es la culpa?
—Pues nuestra. De los que expulsamos a esas personas.
—Pero, Dios mío, Vicky… —De repente Corell se sintió indignado—. Ellos mismos han elegido su camino, y digas lo que digas de ellos, muy natural no es lo que están haciendo, eso está claro.
—¿En qué sentido?
—Bueno, cae por su propio peso, ¿no?
—¡No me digas! ¿Y desde cuándo la naturaleza es nuestra guía moral? Ahí fuera pasan cosas bastante raras. ¿No te has dado cuenta? ¿Debemos imitarlo todo? ¿Comernos a nuestras parejas como hacen las arañas?
—No digas tonterías. Pero el hombre y la mujer son la propia base de nuestra existencia, ¿no? Si todos fuesen maricones, nuestra especie se extinguiría.
—Que yo sepa no todo el mundo es marica.
—Pero cada vez hay más.
—¿Tú crees?
—Todos los estudios lo indican.
—¡Pues menudos estudios son ésos!
—¿Y tú qué sabes? Acabo de hablar con nuestro superintendente, al que, dicho sea de paso, conozco bastante bien —empezó, y se sintió como un esnob.
—Veo que te has ofendido —interrumpió la tía—. Pero no puedo dejar de mostrar mi sincero asombro.
—¿Asombro de qué?
—De que el hijo de James Corell, que durante toda su vida abogó por la tolerancia y el respeto, hable de esa manera.
—No vuelvas a mencionar a ese fracasado. No quiero saber nada de él —le espetó con una rabia inesperada.
—Ahora te estás comportando como un tonto —le reprendió ella a su vez.
—Para nada.
—Sí, estás siendo injusto y susceptible.
—¿No te parece que ese idiota ya me ha hecho suficiente daño? ¿Vas a empezar tú también a darme la murga con él?
—James era un charlatán y un mentiroso y un desastre al gestionar la economía familiar, pero aun así una buena persona en muchos sentidos, y tú lo sabes, Leo, sobre todo mostró coraje político, y no vendría mal…
—Que yo también lo mostrara, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Que soy un cobarde y un fracasado?
—Pero por Dios, Leo, ¿de qué estás hablando? Creo que eres una persona maravillosa, lo sabes. Lo que quiero decir es que…
—Eso, ¿qué coño quieres decir?
Corell no entendía por qué estaba tan alterado.
—Que podrías defender a ese pobre hombre. Supongo que tus compañeros también se burlan de él.
—Yo no me burlo de él. Está muerto. Tengo un gran respeto por…
—Vale, vale. Entonces, te lo pregunto de otra forma: ¿por qué reaccionas así con los homosexuales?
—No reacciono de ninguna manera.
—¿Te ha pasado algo? Sé que tuviste algunas experiencias desagradables en Marlborough.
—No me ha pasado nada. Sólo considero que los homosexuales son perjudiciales para la sociedad y que debilitan nuestra moral.
—Vaya, qué clerical te has puesto de repente. ¿Puedo contarte una cosa?
—Adelante —respondió malhumorado.
—Hablas de la naturaleza. Igual que suelen hacer los cristianos. Debemos vivir acorde con la naturaleza, dicen, aunque no como los cerdos, claro, ni los perros ni las moscas. Pero imagínate, Leo, que la naturaleza se ha asegurado de que tengamos homosexuales precisamente para que podamos sobrevivir y adoptar nuevas perspectivas. ¿Te has parado a pensar en cuántas nuevas ideas han salido de personas con esas inclinaciones?
—No lo sé.
—Sin ir más lejos, hablemos del mundo que yo conozco, el de la literatura. ¿Cuántos homosexuales hay en ella? Proust, Auden, Forster, por dar unos pocos ejemplos, e Isherwood, Wilde, Gide, Spender, Evelyn Waugh, bueno, de él no estoy segura del todo, y Virginia Woolf, que en paz descanse.
—Pero si estaba casada.
—Pero estaba enamorada de Vita Sackville-West, ¿y se te ha ocurrido que quizá no es una casualidad que sean tantos?
—¿A qué te refieres?
—Los que son diferentes muchas veces suelen pensar de un modo diferente.
—Que sea diferente no significa que sea bueno.
—Cierto. Ocurre que lo convencional es lo bueno. Ocurre, pero no muy a menudo. Ese hombre que murió, ¿qué había hecho en realidad? ¿Sabes algo de eso?
—Acabo de empezar con el caso. Pero creo que estaba trabajando con máquinas —contestó contento de que su tía cambiara de tema.
—Máquinas —dijo ella sorprendida—. No suena a algo propio de un matemático.
—¿Por qué no?
—Suelen ser demasiado finos como para hacer trabajo de ingenieros. ¿Qué es lo que suele decirse? Las matemáticas son el arte de lo inútil, un poco como l’art pour l’art.
—No creo que haya sido un matemático muy bueno —indicó repitiendo así las palabras que le había dicho a Eddie Rimmer.
—Bueno, eso ya no tiene importancia. ¡Pobre hombre!
—Pues sí.
—Piénsalo…, no le hace daño a nadie, sólo sigue su naturaleza, busca el deseo y el amor como hacemos todos, «el amor que no se atreve a pronunciar su nombre» como lo formuló Oscar Wilde, y por eso lo deshonran y lo persiguen e incluso le provocan la muerte. ¿Es eso justo?
—No, no exactamente.
—Pero casi por lo visto, ¿no?
—¡Déjalo ya!
¿Qué le pasaba a la tía?
—Buscaba a delincuentes en Oxford Road —continuó Corell—, ¿y sabes cómo es ese sitio? Es el sitio más asqueroso que he visto, lleno de…
—¿De qué?
—De delincuentes y viejos verdes.
—De desgraciados, como habría dicho Dostoievski.
—¡No me vengas con tus malditas novelas!
—Leo, querido. ¿No es a ti a quien le encantan las referencias literarias? Pero ¿qué iba a hacer ese hombre? No es que pudiera sacar a bailar a otros hombres precisamente. ¿No me decías que había estudiado en King’s?
—Eso no mejora mucho las cosas, la verdad —bufó Corell.
—Dicen que en King’s hay muchísimos homosexuales.
—Lo dudo.
—Que sí —continuó ella—. Bueno, estoy diciendo muchísimos pero puede que no más que en otros sitios, lo que ocurre es que allí no pasan desapercibidos, y uno se podría preguntar por qué, claro. Seguro que una de las razones es los Apóstoles.
—¿Los qué?
—Una pequeña y selecta sociedad en King’s y en Trinity en la que tu padre, con muchas ganas pero sin éxito, quiso entrar. Keynes, el economista, fue uno de los impulsores en aquella época. Me pregunto si no pertenecía también a ella Wittgenstein. Forster sí, seguro. Los Apóstoles defendían la homosexualidad. Lytton Strachey incluso habló de ella como la elevada sodomía, como algo que era más excelso que la vieja unión bíblica de siempre.
—¡Qué horror! Eso son barbaridades.
—¿Tú crees? Mi opinión es que los homosexuales necesitan un poco de apoyo. No suelen recibir muchos aplausos que digamos.
—Esto no es una broma, Vicky.
—Tampoco pretendo que lo sea; sólo intento decir que a los homosexuales se los trata mal, incluso peor que a las mujeres, y con eso lo digo todo. Nuestro pobre amigo habrá sido arrancado de unos brazos seguros y protectores en Cambridge para acabar en un Mánchester frío e intolerante. No entiendo que nos viniéramos a vivir aquí, Leo. ¡Incomprensible! ¿Alguna vez has visto una ciudad más fea? ¿Por qué no elegimos una parte más bonita del país?
Corell no contestó. Se sentía incomprendido y pensaba que su tía se pasaba de la raya con sus burlas, algo que en circunstancias normales no le importaba. Daba gusto escucharla meterse con el mundo, pero en esta ocasión la ironía se dirigía a él, y eso le dolió. Ella era su ancla en el mundo. Tenía que estar de su lado. Y ahora lo acusaba de intolerancia, y eso era muy condenadamente injusto. ¿No la había apoyado siempre en la causa feminista? ¿No había estado de acuerdo con ella en que a los indios y a los paquistaníes en Londres se los trataba de manera miserable? Pero su tolerancia tenía un límite, y, a decir verdad, la tía debería comprender que se les haría un flaco favor si se les dejara seguir como si nada. Por el amor de Dios, aquí se trataba de personas que de manera consciente y por voluntad propia habían elegido lo no natural, lo perverso, y aunque seguro que ella lo despacharía como un tedioso sermón moralizante, era un hecho que una conducta decadente conduce con enorme facilidad a otra. Eso lo sabía por propia experiencia. La suma de los vicios no es para nada constante. Cada vicio lleva a otro nuevo. Pero ya no tenía fuerzas para seguir peleando. Quería recuperar a su Vicky de siempre, de modo que le tendió una mano conciliadora, desnudándose así un poco, algo que le costaba, pero que solía ser un truco infalible para que la tía se ablandara:
—Ese hombre… —empezó.
—Sí.
—Seguramente fue una buena persona. Un poco ingenuo quizá y proclive a las exageraciones, pero amable y nunca arrogante por lo que parece, y a veces…, no sé…, creo que su vida, y todo lo que pudo aprender, me da un poco de envidia. Incluso es como si el hecho de poder pensar en esa paradoja me hubiera reanimado, y a veces deseo que…
—¿Qué es lo que deseas, querido?
—Haberme podido dedicar a eso.
—¿Qué quieres decir?
Corell no sabía muy bien qué contestar.
—Se libró de Marlborough —fue lo único que dijo, y se dio cuenta de cuánta amargura había en sus palabras—. Estaba previsto que entrara a estudiar allí, pero su hermano se lo desaconsejó, y en su lugar se fue a Cambridge.
—Algo que te habría gustado a ti también.
—No había dinero.
—Se podría haber arreglado, ya lo sabes. Pero tú no querías, querías huir de todo, y creo que eso era precisamente lo que necesitabas. Quién sabe, al final quizá resulte que fue la decisión correcta…
¿Ser policía? Qué barbaridades decía, pero su intención era buena, lo sabía. Sólo que algunas cosas sentaban mal por el mero hecho de pronunciarlas, y, resignado, dirigió la mirada hacia la hiedra que cubría la pared de piedra. Entonces, sintió la mano de su tía acariciándole la mejilla. Los dedos resultaron ásperos por su barba de dos días. Olían a tabaco.
—Venga —ordenó ella.
—¡Por favor, ya!
Él le apartó la mano.
—La gente habla tan mal de la envidia… No sé por qué, deberían quitarla de los pecados capitales.
—Querida Vicky —dijo él—. Esta noche estás diciendo más tonterías que nunca.
—La envidia —siguió ella— no es nada de lo que debamos avergonzarnos, no si se es consciente de ella. Incluso puede llegar a ser constructiva.
—Chorradas.
—Por desgracia, ocurre con mucha frecuencia que la gente confunde su envidia con alguna especie de indignación hacia los errores de los demás, y es entonces cuando puede llegar a ser desagradable o incluso peligrosa, pero si no…
—¿Qué?
—… si no, puede proporcionar un poco de clarividencia. Si no existiera la envidia, no pasarían muchas cosas en este mundo. Creo que es bueno que envidies los conocimientos de ese hombre.
Corell no dijo nada. Apuró su copa y bajó la mirada a la blanca y desconchada mesa. Vicky encendió un cigarrillo y, mientras lo introducía en una boquilla larga y oscura, se puso a hablar de otras cosas, pero en Corell se había despertado una inquietud tal que se limitó a responder «sí» y «me parece muy bien», sin saber en realidad a qué, hasta que se percató de que su tía estaba comentando el próximo eclipse solar.
—¿Qué te parece si nos instalamos aquí en el jardín a disfrutar de unas copitas mientras el mundo se eclipsa? —continuó la tía.
—Dudo que me dejen librar en el trabajo —dijo él—. Si mal no recuerdo, sucederá a mediodía, ¿no?
—Bueno, si fuera por la noche no tendría ninguna gracia…
Más tarde, tumbado en esa cama de la planta de arriba que tanto había anhelado, reaparecieron los pensamientos desagradables, que movidos por su lógica cruel crecían en intensidad si intentaba apartarlos de su cabeza. No paró de dar vueltas en el colchón hasta que el reloj del recibidor dio las tres, entonces se levantó y se deslizó en silencio por la escalera para detener el péndulo. Era como sostener un huevo en la mano y, al bajar la mirada a sus pies, le dio la sensación de haber sido transportado al pasado. Marlborough College había dejado una latente oscuridad en él, culpa no sólo del recuerdo de los insultos niña y mariquita, o las reminiscencias de los golpes y las burlonas caricias en la ducha o en el dormitorio común.
Sino sobre todo porque él había permitido que ocurriera. El padre le había dicho en una ocasión que el hombre puede afrontar una crisis bien luchando, bien huyendo, y en su momento le había sonado a verdad, pero al padre se le había olvidado la tercera opción. Corell leyó sobre ésta mucho más tarde. El hombre también puede hacerse el muerto, como el perro mapache siberiano, y cuando Corell pensó en los años en Marlborough se dio cuenta de que ésa era la opción que había elegido. Había deambulado por el colegio como paralizado, y aunque constantemente se había prometido luchar y protestar y crecer como persona, no pasó nada, nada de nada, y a veces, en rachas de especial pesimismo, pensaba que su vida había continuado de la misma manera en Wilmslow.
Una y otra vez había tomado la decisión de dejar el cuerpo para encontrar un trabajo mejor y más digno. Márchate ya, se había ordenado, pero sin moverse un milímetro de donde estaba. Carecía de la fuerza para dar el paso, pero algún día, pensó, algún día, y con esa vaga promesa sonando en su cabeza consiguió, hacia el amanecer, conciliar el sueño.
* * *
Al mismo tiempo, un hombre alto de nombre Oscar Farley se levantó de la cama del hotel en Mánchester, con el cuerpo dolorido, y se acercó a la ventana para mirar sobre la niebla de carbón que cubría el cielo de la ciudad. A diferencia de Corell, había dormido a pierna suelta, pero eso se debía únicamente a los somníferos y a los analgésicos que se había tomado la noche anterior, y tal y como se sentía en ese momento, debían de haber sido cantidades cercanas a la sobredosis. Sufría de un malestar pesado, y la lumbalgia que llevaba soportando ya cuatro días le dolía más que nunca. «Dios mío», murmuró mientras permanecía quieto, apoyado contra el lavabo blanco, con la cara torcida en una mueca que envejecía su atractivo rostro o incluso lo convertía en el de un moribundo. Sin embargo, no eran los dolores lo que más atormentaba a Oscar Farley. Pensaba en Alan Turing. Pensaba en Alan encima de la mesa de autopsias en Wilmslow y Alan mirando en un hoyo junto a una vieja sófora en Shenley, y sintió culpa, no una culpa vinculada a un delito o algún acto reprochable en concreto, sino más bien una sensación indeterminada e inquietante de haber sido una mala persona. ¿Lo hemos matado?
Era verdad que Farley había intentado defender a Turing y que parecía que todo se había hecho conforme a las reglas, pero en la historia quedaban todavía elementos desagradables. Cuanto más pensaba en ello y repasaba el curso de los acontecimientos, más le daba la impresión de que algo importante se le escapaba, algo que en cualquier momento podía estallarle en la cara. No sólo por todo lo que Alan sabía, ni siquiera por sus viajes al extranjero, ni por el exaltado ambiente en Cheltenham. Era la propia sensación que había dejado tras de sí.
¿Realmente no había ninguna carta o nota explicativa en ningún sitio?
Farley miró a su alrededor, como si esa carta hubiese podido acabar en su habitación de hotel, y se preguntó si no se habían dado demasiada prisa al registrar la casa. ¿Podía habérseles escapado lo obvio? ¿Como alguien que busca sus gafas por todas partes menos en la nariz? ¿O quizá los policías que acudieron allí los primeros se llevaron algo? ¿Unas líneas que los agentes, con sus limitados conocimientos, no habían sabido interpretar ni entender su importancia? Naturalmente no sería muy propio de Alan anotar sus sentimientos en una carta, pero al menos podría haberles dejado una pista, una pista de que Inglaterra no tenía por qué preocuparse. En medio de toda su excentricidad había sido, a pesar de todo, una persona responsable, ¿no? Farley echó un vistazo a su reloj de pulsera. ¿Podía ir a ver a su compañero ya? Tenían que acordar la estrategia ante los diferentes encuentros del día. No, aún era pronto, y en realidad tampoco tenía muchas ganas.
Robert Somerset se encontraba entre los amigos de la firma, pero durante los últimos días había pasado algo. Era como si la muerte los hubiese distanciado, y Farley había empezado a ver en su amigo los mismos rastros de suspicacia enfermiza hacia todo lo que era diferente y raro, o que pudiera relacionarse —por muy rebuscada que fuera la asociación— con Burgess y Maclean, como lo había visto en tantos otros compañeros. Suponía que eso era lo que pasaba con las histerias, que primero atacaban a los ya alterados y luego se extendían a la gente más sensata. ¿No estaba él mismo, de hecho, a punto de volverse paranoico? Mientras Oscar Farley se vestía con mucho esfuerzo e intentaba que su cara adquiriera un color más sano —se dio un par de bofetadas—, recordó la primera vez que había visto a Alan llorar, pero en aquella ocasión las lágrimas no eran de verdad. El recuerdo le hizo sonreír y sintió que eso le sentaba bien.
Iba a ser una jornada muy larga.