treinta y tres víctimas

treinta y tres víctimas

Es muy importante usar siempre el material propio para inyectarse: no hay que compartir ni jeringuillas ni agujas ni algodones ni otros cualesquiera materiales de inyección: conviene, además, no inyectarse ni en el cuello ni en la ingle ni en los riñones: es aconsejable cambiar las zonas de inyección a fin de que las venas no sufran excesivamente y así evitar los calambres, las hinchazones y los abscesos de pus. El detective Casimiro Balcells se sienta en su mesa de trabajo y se queda mirando (ya con mirada vaga e incrédula) el enorme corcho que ocupa toda la superficie de la pared: en ese corcho están (pinchadas con chinchetas) las fotografías de las treinta y tres víctimas del Asesino de la Moneda en estos últimos diez años. Juan José coge a su hijo de la mano (no te sueltes, le dice) y se meten por esas calles de Carabanchel por las que nadie se metería si no fuese del barrio: a Juan José le gustaría que Jaime (su hijo) no viera ciertas cosas (niños desnudos y mugrientos: yonquis adelgazados hasta el esqueleto: mendigos defecando entre los coches aparcados), pero qué le va a hacer: llegan a la tienda del Tuerto (¿papelería?, ¿librería?, ¿bazar?) y los recibe (suena el cascabel de la puerta) el reconfortante olor del papel impreso (y viejo): las paredes (enteras) están llenas de libros viejos y de cada una de las cuatro esquinas de la tienda se levanta una columna de novelas que llega hasta el techo: Jaime (se pone de puntillas) deja encima del mostrador una bolsa con veinte novelas y busca en las estanterías las veinte siguientes que se llevará a casa: le encantan (sobre todo) las historias de Lou Carrigan, Clark Carrados y Vázquez-Figueroa: Jaime: ¿qué?: ¿cuál es la novela que más te gusta de todas?: ¿a mí?: sí: Joe Whisky. A Marcelo Saravia le pilló la noche paseando por las calles de Carabanchel: estaba fascinado por el cambio que había pegado el barrio en estos diez años en los que estuvo en la cárcel (adonde nadie lo fue a visitar, por cierto): a las doce de la noche la temperatura había caído hasta los tres grados bajo cero y Marcelo Saravia no tenía ningún sitio en el que meterse: lo intentó en la whisquería, pero lo echaron en cuanto se dieron cuenta de que no tenía dinero: entonces lo intentó en el metro de Oporto: saltó los torniquetes de la entrada y se tumbó a dormir en un banco del andén: no fueron más de cinco minutos: los vigilantes lo echaron a patadas: caminó hasta las obras de un edificio en construcción: al lado de un montón de escombros había un fuego encendido: había cinco vagabundos: le dijeron que debía darles algo si quería calentarse en su fuego: Marcelo Saravia les dio (lo más valioso) su paquete de tabaco: luego se tumbó en el suelo y cerró los ojos: se concentró en el calor que le proporcionaba la fogata: así se quedó dormido: se despertó al cabo de tres horas: el fuego se había apagado y él estaba tiritando: estaba rompiendo el día: jamás había sentido tanto frío. Las primeras administraciones de la heroína se reciben con un fuerte desagrado: destacan las náuseas y los dolores abdominales: sin embargo, el heroinómano avezado, nada más pincharse la dosis, experimenta un brote de euforia o una sensación placentera conocida como rash: después de esa sensación inicial viene un desinterés por los asuntos habituales, acompañado de un entumecimiento que se desliza hacia un semisueño bastante parecido a la ebriedad: suele producir unas horas de calma lúcida y de propensión al contacto con los otros y a la introspección: la piel se sonroja, la boca se seca y los brazos y las piernas se vuelven pesados: el heroinómano se siente volando: dormido y despierto a la vez: la mente navega entre la niebla: el sistema nervioso central se ha debilitado. El detective Casimiro Balcells (ya se conoce la vida y milagros —pocos— de —¿todos?— los vecinos de Carabanchel) se pasa por la calle Contraluz y le hace una visita a Félix (hemiplejia: abierto de cinco de la mañana a dos y media de la tarde: agosto cerrado), el quiosquero: le pasa una mano por el hombro y le dice: amigo Félix (como la canción), tu puesto de periódicos es, en realidad, un puesto de vigilancia: hablas con todos los vecinos y observas todo cuanto sucede en el barrio: así que dime: ¿nunca has visto algo que, no sé, te pareciera sospechoso? Jordi Oliver se baja del taxi y entra en el Hospital Central de Carabanchel: debe subir a la quinta planta: allí da sus datos y le hacen pasar a una habitación en la que hay una camilla, una lámpara y un par de máquinas incomprensibles: le dicen que se desnude y que se ponga una de las batas blancas que cuelgan del perchero: al cabo de cinco minutos entra Max Luminaria: se muestra especial/inusualmente conversador: (mientras lo reconoce: le palpa la tripa: le mira la cicatriz: le comprueba los drenajes) le pregunta si le duele, si le tiran los puntos, si ya se ha reincorporado al trabajo, qué tal la familia, a qué colegio va su hija pequeña. Lo importante es que haya humo: lo importante es que haya mucho humo mientras se está en el rincón más oscuro del bar, mientras se bebe cerveza y mientras llegan los sueños a susurrarnos sus mentiras al oído: Fernando dice que con unos zapatos Martinelli no habrá ninguna mujer que se le resista: David se encoge de hombros y se va a mear: en el cuarto de baño (colgado de la pared) hay un cuadro con una enorme fotografía de un avión.

Te quiero porque me das de comer
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