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El hospital enferma a Leandro. En la sala de espera sólo hay ancianos. Es como un micromundo en extinción. Le sorprende que aún nadie haya rodado una película de ciencia ficción en la que sólo existan ancianos a la espera de trasplantes o que sobreviven ayudados por algún ingenio médico. A lo mejor lo han hecho, lleva bastante tiempo sin prestar atención a la cartelera. Alguna mujer hablaba en voz alta, expresiva, de su enfermedad. Otra le respondía, lo mismo tuvo mi cuñada. Otra, la esperanza es lo último que se pierde. La enfermera soporta la reprimenda de un hombre que dice esperar desde hace una hora, luego recoge los volantes de los recién llegados, pide paciencia, nombra a los tres siguientes de la lista.

El gesto de Leandro es opuesto al de Aurora. Ella, en la silla de ruedas, conserva una firme dignidad. La cabeza bien erguida, los hombros levantados. Tan sólo las manos inertes, blancas entre la lluvia de manchas de edad, dormidas, delatan que ella es la enferma. Leandro hunde la cabeza, la mirada baja, los hombros caídos. El sábado anterior su alumno de piano, Luis, le ha dicho que no encontraba tiempo para las clases con los exámenes de la universidad y que dejaría de acudir por un tiempo. Claro, claro, le respondió Leandro, pero sintió que ése era el final de su vida laboral. En los mejores años tuvo hasta cinco o seis alumnos particulares que repartía en clases a lo largo de la semana. Desde que se jubiló había reducido el número, pero nunca bajaban de tres. El año pasado se limitó a uno, Luis, un muchacho educado y atento que aparecía todos los sábados a las once. Le habían recomendado a Leandro como profesor en la academia, a él ya le daba pereza anunciarse, buscar alumnos. Al perder su último estudiante se dijo ya está, es el final, otro capítulo cerrado. Se mostró callado durante aquella última clase, tanto que el joven Luis se sintió en la obligación de animarlo, quizá después de los exámenes me reincorpore.

Los últimos días apenas había salido de casa. Velaba la debilidad de Aurora, a la espera de sus ráfagas de ánimo, mientras cumplía con los absurdos empeños de ella: llamar a un conocido por su cumpleaños, pagar a Benita la hora extra del jueves pasado. De pronto salía de su adormecimiento o interrumpía la lectura para organizar la rutina, mira a ver cómo andamos de aceite, quizá haya que comprar o tendrás que ayudar a Benita con los estantes de arriba de la cocina, ella no llega. Leandro presenciaba cómo aquella mujer se alzaba en un taburete para alcanzar a duras penas a eliminar la grasa acumulada fuera de la vista, mientras gritaba, por cinco centímetros, sí señor, por cinco centímetros me quedé sin cobrar la pensión de enanismo. Ya es mala suerte, de algo me habría servido al menos ser tan bajita, pero ni eso. Leandro conocía sus desventuras personales. Un marido muerto por enfisema, cuando aún estaba en la flor de la vida; una pensión ridícula, una hija caída en las drogas que se suicidó con veintidós años arrojándose por la ventana y otro hijo transportista encarcelado en Portugal por un turbio asunto de contrabando. Le metieron algo en la carga, pero él por no denunciar a los jefes. Demasiada fortaleza mostraba aquella minúscula mujer, que alegraba la casa con su vocerío vitalista; a veces cantaba una copla mientras pasaba la aspiradora y Leandro, a quien espantaba el acorde de ambos sonidos, huía a la calle en busca de paz. Cuando terminaba la labor, Benita se asomaba a la cama de Aurora y se despedía con estruendo. Le pellizcaba las mejillas con fuerza, así toma un poco de color, que está usted muy pálida, o repetía lo peor es quedarse quieta, de quieta a muerta no hay más que un soplo.

Leandro salía a dar un paseo por el barrio para aprovechar las horas de ese sol limpio de invierno. Compraba sin orden en el Mercado Maravillas, entre los puestos que conoce de siempre y en los que elude la familiaridad. En la calle asistía al espectáculo de las gitanas que vendían ropa, lápices de labios, pañuelos. A veces se perdía por las calles interiores y sus pasos le conducían a la fachada de la Academia Diapasón y en horas de clase escuchaba a algún alumno de solfeo o de piano que tocaba con dedos jóvenes y tentativos. Durante treinta y tres años había dado clases en aquel lugar.

La preocupación por el estado de sus cuentas le ha mantenido lejos del chalet. Se ha esmerado en los cuidados a Aurora como si esa tarea le apartara de la tentación. Alguna tarde se ha encerrado en el cuarto a escuchar un disco y ha fantaseado con la posibilidad de que su infamia haya terminado. Su hijo Lorenzo se deja caer a diario por la casa y le pregunta ¿está todo bien?, ¿puedes con todo, papá?, pide ayuda si la necesitas, por favor.

Un domingo encontró a su nieta sentada al piano y se colocó a su lado. La ayudó a sacar las notas de la melodía que canturreaba con algunas frases en inglés, como si compusiera en el aire una canción.

Aurora le pide que espere afuera, me harán pruebas y cosas raras, mejor no entres, y le fuerza a permanecer al otro lado de una puerta con la advertencia adherida sobre el nivel radiactivo del lugar. Leandro se entretiene en el pasillo, repasa cada uno de sus dedos con la otra mano, camina arriba y abajo para no volverse a encerrar en la sala de espera llena de conversaciones accidentales.

En qué lugar, dónde, Leandro no comprende cómo ha podido alzarse la barrera entre ellos, esa área de protección donde el uno no involucra al otro en su sufrir, en lo que sienten. Aurora, tan abierta, vital, sincera, siempre disponible, alegre, entusiasta, pero reservada con cualquier asunto que a él le pudiera afectar, importunar. Ella había respetado su espacio, su silencio, su falta de implicación y se había esmerado por que nada lo perturbara. Ahora Leandro se avergüenza de una relación así. Su mujer no va a compartir con él su miedo, su dolor, y es posible que necesite hacerlo, pero se lo callará, se mostrará fuerte, autosuficiente, porque es lo que ha aprendido a hacer al lado de él.

Cuando se conocieron se impuso ya quizá esa forma de ser. Leandro tenía veintitrés años y acudió a la oficina de unas dependencias del antiguo Ministerio de Educación para tratar de conseguir ayuda económica con la que prorrogar sus estudios y viajar a París. Fue de ventanilla en ventanilla, con una recomendación escrita que mostraba a quien quisiera leerla. Aurora martilleaba una máquina de escribir y fue ella quien se fijó en él y se ofreció a ayudarle, aunque no era más que una secretaria temporal. Puede que ya entonces intuyera que Leandro era incapaz de enfrentarse a las dificultades, que necesitaba de alguien que le resolviera las catástrofes domésticas, los diminutos miedos. Aurora se interesó por su caso cuando Leandro ya sólo esperaba recibir la última negativa sentado en un banco de madera, mientras se frotaba las manos heladas. Él le dijo que buscaba una beca para una escuela en París y ella le preguntó por su rama de estudios. Él dijo piano clásico. Los ojos de Aurora, en aquel día tantos años atrás, se abrieron enormes, como si Leandro tuviera la única llave capaz de abrirlos así.

Piano clásico.

Leandro siempre pensó que aquellas dos palabras le abrieron el corazón de Aurora. Las dijo con intención petulante. Madrid, 1953, piano clásico. Era como hablar de vida en otros planetas. Aurora leyó la recomendación escrita por algún notable y le pidió que esperara un momento. Desapareció por un pasillo trasero y tardó en volver. Tanto que cuando lo hizo, Leandro respondió a su sonrisa con un ¿seguro que no le estoy haciendo perder demasiado tiempo? Pero Aurora negó con la cabeza, odio mi trabajo, cualquier interrupción es una suerte.

A pesar de las buenas intenciones de Aurora, Leandro sólo obtuvo un saco de palabras amables y promesas que nunca se materializaron. En la calle, aquel primer día, despidió a Aurora con un correcto apretón de manos, y se alejó mientras se alzaba el cuello del abrigo. No volvió los ojos para verla a ella en el oscuro portalón. No quiso esforzarse por ser amable ni agradecerle el desvelo. Ahí presentaba su candidatura romántica, cargada de silencios, un aura de misterio y un muy oculto calor. Cuando se alejó de aquellas oficinas de la calle Trafalgar sabía que volvería a verla, que iría a buscarla tras aquella ventanilla para ofrecer la nada que tenía que ofrecer, lo poco por decir. Creo que no te agradecí del todo lo que hiciste por mí, le fue a decir dos días después. Entonces ella se ruborizó como una colegiala.

Paseaban a la tarde por las aceras del centro. Leandro dejó extinguirse la inconstante pasión por una bailarina a la que había conocido en las audiciones del ballet donde trabajaba de pianista por horas. Aurora cortó todas las esperanzas a un joven compañero de trabajo de su padre al que éste insistía en invitar a comer a casa para que mostrara sus ojos de marido solícito por encima de la sopa. Tras seis meses de leer Primer Plano para elegir alguna película que ver, de esquivar los charcos de la calle o el hedor de los mendigos en la acera, de escuchar la radio juntos, Aurora le entregó sus ahorros y le dijo vete a París y prueba. Entonces se sabían enamorados sin futuro. En las cartas de Joaquín se le prometía un destino compartido.

Tras la guerra el padre de Joaquín reapareció como si de un muerto viviente se tratara, pero victorioso y heroico. Nada que ver con los que regresaban del frente o los campos de internamiento como lánguidas sombras. Las malas lenguas decían que había llevado también una doble vida sentimental y ahora purgaba sus faltas convertido en un devoto padre de familia que arrastraba a todo el que se encontrara en el camino a su misa diaria. Ayudaba magnánimo a los más desfavorecidos del barrio y desde el primer día insistió para que Leandro compartiera con su hijo Joaquín las clases de piano.

Tres tardes a la semana venía un viejo profesor que había perdido el puesto en el conservatorio por sus simpatías socialistas. Demasiado viejo para ser fusilado, demasiado testarudo para cambiar ahora de ideas, se había descrito él mismo en algún rarísimo guiño de intimidad con sus alumnos. Don Alonso trataba de disciplinar a los dos muchachos frente al teclado. Aprendieron tanto de sus lecciones como de su callada tristeza, del amargo agradecimiento con el que recibía, como propinas, el pago del padre de Joaquín al terminar la clase, de la cuidadosa manera de guardar las partituras envejecidas en su cartera de cuero descosida. Leandro siempre conservó un recuerdo afectuoso de don Alonso y sus ejercicios para la mano izquierda o de aquella tarde en que les habló de las escuelas de música en Rusia, de la disciplina de sus conservatorios, de la selección natural de talentos por todo el territorio, y lo hacía en voz tan callada y culpable que pareciera que les contaba una orgía en prostíbulos prohibidos. También recordaba los silencios como pozos profundos. Por más que Leandro y Joaquín con once o doce años tuvieran dedicación casi exclusiva a la alegría de vivir, advertían la vapuleada honestidad de su profesor.

Esa vida paralela con Joaquín, los dos sentados frente al piano, había quizá creado una falsa expectativa en Leandro. Sus familias eran bien diferentes, su circunstancia económica más aún. Cuando Joaquín comenzaba a dilapidar los primeros dineros en diversiones, Leandro trataba de ayudar a su madre viuda. Pero los miles de horas compartidas en la calle y luego en los cafés, las conversaciones, las confidencias, quedaron atrás con la partida de Joaquín a París.

Desde París Leandro escribió dos largas cartas a Aurora. Fueron pocas para lo que ella esperaba, pero eran bien expresivas en su amargura. Leandro no logró plaza en el conservatorio ni alcanzó a establecerse en la ciudad. Joaquín tenía una maestra entonces célebre, una austríaca emigrada que hablaba un francés de plomo, para la que Leandro pasó una audición. Se atrevió con el concierto para piano «Jeunehomme» de Mozart y ella le preguntó por qué tocaba aquello. Leandro le contestó lo mismo que aún hoy piensa, es quizá la pieza más bella para piano nunca compuesta. La frase de la mujer al terminar la audición fue demoledora, no elegimos esta profesión para hacer sonar lo hermoso como convencional. Leandro volvió a Madrid a los tres meses. Su madre había empeorado de salud y él echaba de menos a Aurora. Joaquín le dijo algo que ya entonces sonaba a piadosa mentira, en Madrid puedes lograr lo mismo que yo aquí.

Aurora y Leandro iniciaron un noviazgo oficial, feliz e íntimo, aislado del mundo y sus limitaciones. Esperaron a que Leandro terminara la carrera para casarse y vivir juntos. Podía sumar dos o tres trabajos y conseguir un sueldo que les permitiera pagar el alquiler de manera holgada. Ella mantuvo su empleo de secretaria hasta que se quedó embarazada. Al morir la madre de Leandro, con la venta del piso compraron otro en la plaza Condesa de Gavia. Para entonces Aurora ya se había acostumbrado a la reserva de Leandro. A Aurora le bastaba con saber que él sentía por ella mucho más de lo que nunca alcanzaría a expresar. Luego se nutrió de la energía de su bebé, de la vitalidad del recién llegado.

Para entonces Joaquín volaba solo. Había conseguido un representante y se había trasladado a Viena para recibir alguna lección magistral y asistir a la Bruno Seidhofer y completar sus primeras actuaciones. Sus cartas eran cada vez más cortas y más infrecuentes. Allí coincidió con pianistas como Friedrich Gulda, Alfred Brendel, Ingrid Haebler, Walter Klein, Jorg Demus, Paul Badura-Skoda. Ayer vi tocar a Glenn Gould, le escribió a Leandro, en un concierto donde destrozaba, como es habitual en él, a Bach. O asistía al Staatsoper para ver dirigir a Clemens Krauss o Fürtwangler y a pianistas como Fischer, Schnabel o Alfred Cortot, el mismo que habían escuchado infinidad de veces en una grabación de los años treinta de los veinticuatro preludios de Chopin que don Alonso les enseñó a reverenciar. Poco después Joaquín firmaría un contrato con la discográfica Westminster y Leandro se convertiría en el viejo amigo de la infancia en un Madrid que visitó lo menos posible, en especial a partir de que sus declaraciones publicas contra el régimen se hicieron habituales y bien celebradas en su París de acogida.

Al volver a casa esa mañana, Leandro se limita a guiar a los enfermeros por las escaleras. En cada escalón mil veces recorrido ve la sombra de lo que fueron y piensa que las piernas de Aurora ya nunca volverán a subir erguidas por aquel lugar, cargada con el niño en brazos, las cestas de la compra. Leandro la ayuda a desvestirse y a acomodarse en la cama. Algo después colocará la bandeja de la comida en el regazo de ella y se instalará en el sillón cercano. Escucharán la radio que a esa hora repasará las noticias destacadas del día. Aurora no compartirá con él los detalles que le ha dado el médico. Tampoco Leandro le confesará la urgencia por salir, por volver al chalet donde trabaja Osembe. Tras dos semanas de abstinencia esa tarde volverá a verla.