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Para Lorenzo es importante que Sylvia conozca a Daniela. Ya existe como sombra, como idea, incluso como presencia real, aunque no han llegado a verse. ¿Voy a ser yo la última en conocer a la chica con la que sales? No, no, se atragantó Lorenzo con la tostada del desayuno, estoy esperando el momento. ¿Tanto miedo te doy? Lorenzo sonrió por toda respuesta.
Resolver los asuntos de su padre, la penosa firma del cheque que le entregó en un sobrio gesto al antipático portero, para la señora Jacqueline, le habían mantenido alejado de Daniela y de su casa. Había querido permanecer cerca de su padre, podría cometer cualquier tontería. Le encontraba bajo de moral, con la mirada hundida. Al día siguiente pensaba acercarse hasta el banco y ponerse al corriente de las cuentas. En todos estos años no había echado una mano a sus padres con los asuntos administrativos y quizá era un buen momento para revisarlo todo.
No habían vuelto a gozar de intimidad con Daniela en varios días, pero Lorenzo quería encontrar el momento para presentarle a Sylvia. No era fácil. Ella cada vez pasaba menos tiempo en casa. Desaparecía los fines de semana, se justificaba con excusas vagas. Tenía novio, pero ya llegarían las vacaciones para permitirle un horario menos riguroso. Esa tarde la pasaría en casa preparando los exámenes, le dijo, y Lorenzo subió a decírselo a Daniela.
Ella le abrió. Pasa, pero sin tonterías. El niño miraba la televisión hipnotizado. Ahora vamos a salir, le dijo a Lorenzo, quería ir con el niño al Corte Inglés, allí se reunía con otras chicas, el suelo estaba limpio y los niños jugaban mientras ellas podían charlar o comprar algo. Hacía demasiado frío para el parque. Esta tarde quiero que pases por casa, va a estar Sylvia y me gustaría que os conocierais. A Daniela le disgustaba que subiera a verla a la casa y le forzó a que se marchara rápido, no quería que se repitiera la escena del otro día, por eso aunque él la abrazó con terquedad y notó la erección pegada a su muslo se resistió y lo sacó del piso entre risas contenidas.
Lorenzo había quedado a comer con Wilson. Repasaron los asuntos de su pequeña libreta, terminó de anotar algún detalle con su letra escolar. Lorenzo le preguntó ¿a ti te molestaría que yo saliera con Daniela? ¿Por qué me iba a molestar? ¿A ti te molestaría que tu hija saliera con un ecuatoriano? Lorenzo alzó las cejas. Nunca lo había pensado. Supongo que no. Pues, entonces, ¿por qué me voy a meter yo en lo que hagan dos personas mayores?
Lorenzo se quedó callado. Wilson sonreía como siempre, con ladeado gesto de conejo. Así que lo has logrado, se te veía colado por ella. Yo creo que le gusto, sonrió Lorenzo. Entonces, ¿cuál es el problema? Y en la mirada sonriente de Wilson, con su ojo loco como él decía, Lorenzo encontró al fin alguien a quien contarle aspectos no confesados de su relación.
Lorenzo llama a la puerta de Sylvia. La encuentra tumbada sobre el colchón, con los auriculares en los oídos. ¿Así estudias? Ella agita los apuntes en el aire. Menuda concentración, dice él. ¿Ha llegado ya?, Lorenzo le había advertido que se conocerían esa tarde. Sylvia bromea, ¿tengo que pensar en ella como en una madrastra o puedo verla sólo como un ligue de mi padre? Lorenzo da un paso hacia atrás y se encoge de hombros, un ligue, claro, un ligue. Es que no es lo mismo. Pobrecilla, cómo va a ser alguien tu madrastra, mírate qué aspecto tienes, das miedo, te peinarás un poco por lo menos, ¿no?
Lorenzo no ha advertido a Sylvia que se trata de la chica que cuida al niño de los vecinos. Daniela le ha contado todas las ocasiones en que se ha cruzado con Sylvia en la calle o en la escalera, sacó la lengua al niño, se la ve más guapa, hoy escribía un mensaje en el móvil, ¿viste a qué velocidad escribe con el pulgar?, es cómico verla. Quizá su hija también tendría los mismos prejuicios que los demás. ¿Quieres que prepare algo de cena? No, no, saldremos por ahí. Lorenzo se mostraba inquieto, Daniela se retrasaba. Algo pasa, estás nervioso, a lo mejor no me has dicho la verdad, que tiene mi edad o algo así. Es mayor que tú. Lorenzo vuelve a consultar el reloj. Daniela suele ser puntual, siempre corren al locutorio porque quiere llamar a su casa en Loja a la hora en punto. Él la espera fuera y casi siempre las llamadas duran el mismo número de minutos.
Suena el timbre, Sylvia sonríe, en un gesto de broma se muerde las uñas, se recoge el pelo. Lorenzo la deja en mitad del salón y va hasta la puerta. Abre. Es Daniela. Pero es Daniela con una bolsa de deportes al hombro, el abrigo azul pálido cruzado encima y los ojos llenos de lágrimas. No dice nada. Lorenzo la invita a pasar. Entra, ¿qué te pasa? Daniela se muerde el labio y niega con la cabeza. Saluda con un gesto a Sylvia, que la ha reconocido al instante y no se ha movido del sitio. Mejor vamos a la calle, tengo que hablar contigo, perdona. Lo último lo ha dicho hacia Sylvia, se excusa por no entrar. Lorenzo mira hacia su hija, alcanza la cazadora y sale al rellano. En el portal mismo, Daniela se desmorona, llora más. Sus primeras palabras comprensibles son me han echado, me han echado, Lorenzo.
Me han botado.