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Ha bajado al garaje a toda prisa. No quiere llegar tarde al entrenamiento. Ha sacado la ropa de cama de la lavadora. No sabe muy bien qué hacer con ella. Aún está húmeda. La extiende sobre el tendal interior. Fuera hace frío.
En el entrenamiento se le hielan las manos. Nota pesadas las piernas. Tiene falta de sueño. Le vuelven ráfagas de la noche anterior.
¿Qué estoy haciendo? Es una menor. Tiene dieciséis años. Sin embargo los labios de Ariel no se separaban de los labios de Sylvia. Ella rompió su inmovilidad y atrajo la mano de Ariel hacia su nuca, la sumergió bajo la espesura de su pelo. Ariel alcanzó a acariciar la nuca y el cuello. ¿Qué va a ocurrir? Fue Sylvia quien se separó un instante, buscó los ojos de Ariel y sonrió.
Estoy loca, ¿no?
Ariel le pasó los dedos por la mejilla. Era suave, sin marcas. El gesto tenía algo de caricia infantil. No vamos a hacer nada, dijo él.
Sylvia bajó la cabeza, avergonzada. Ariel quería pasar los dedos por los labios de ella, pero no se atrevió a hacerlo. Sylvia atrapó un mechón de su pelo y lo mordió en la comisura de los labios. Ariel le acarició las manos y le apartó el pelo de la boca. ¿Por qué hacés eso? Lo hago cuando estoy nerviosa. ¿Y ahora estás nerviosa? No sé. No tenés que estar nerviosa. ¿Estás cómoda? ¿Querés algo más? No sé, otra cerveza…
El viaje de Ariel hasta la cocina concedió unos segundos a ambos. Sylvia se retrepó en el sofá. Ariel sabe que cuando los besos son demasiado apasionados delatan el miedo a lo que espera detrás, el pavor. Una vez se besó durante horas con una chica que había conocido en un concierto, eran besos de un fogoso increíble, pero huyó despavorida cuando él trató de desnudarla. Aquel recuerdo, unido a los besos espontáneos y entregados de Sylvia, le alarmó. No, no iba a hacerlo. El frío de la nevera le devolvió la cordura. Al sentarse de nuevo en el sofá lo hizo unos centímetros más lejos de Sylvia. Apenas nada, pero para ella debían de resultar kilómetros.
Lo mejor será que te lleve a casa, dijo él, y ella asintió. Son las doce y media.
Mi padre me mata. ¿Entrenas pronto?
A las diez. Cuando le explicó que terminaban a la una del mediodía y luego tenían la tarde libre, Sylvia dejó escapar un silbido y algo parecido a vaya una vida. Claro que soy fanático de la siesta, ya en Buenos Aires lo era. Necesito dormir, al menos una horita. Luego hablaron del partido del sábado. En Sevilla. Viajarán el viernes. Lo televisan si querés verlo. No soy tan aficionada, creo. Pensé que te gustaría verme… La conversación discurrió como una pantalla de lluvia entre el uno y el otro. Ariel se tocó la nariz con el dedo y Sylvia se mordió la uña del pulgar.
¿Me has invitado porque te gusto? La pregunta de Sylvia devolvió el calor perdido, los ojos de ella se habían abierto como un cielo verde. Te he invitado porque me caes bien…, porque me gustas, sí. Pero no te he traído aquí para acostarme contigo.
Ariel se mantuvo inmóvil en la distancia. Ella sonrió, nerviosa. Al beber de la botella sus labios se plegaron hacia afuera y Ariel volvió a desear besarla. ¿Por qué esa locura? Tan sólo se llevan cuatro años, pero a Ariel se le antojaba una diferencia inalcanzable. Recordó a un compañero que le decía los futbolistas somos como los perros, a los treinta años somos ancianos.
Ariel estableció una distancia física, a modo de barrera de resistencia. Ella logró romperla y le acarició con el dedo la ceja rota por una pequeña marca. Herida de guerra, dijo él, y explicó que fue en un entrenamiento hace un par de años. Es un ejercicio bastante cabrón, para quitarte el miedo a entrar de cabeza. Se bota un balón contra el suelo entre dos jugadores muy juntos y gana el que consigue cabecearlo antes. Ya sabes, esas cosas de a ver quién le echa más huevos.
¿Puedo ver tu cuarto?
¿Mi cuarto?
Sylvia se puso en pie con agilidad. Se colocó frente a él y le tendió una mano. Ariel dudó un instante, la tomó y se levantó con ella. Dejaron la película en el televisor con su música que resonaba en el salón y enfilaron escaleras arriba. Por aquí, dijo él, y ella pasó delante. Ariel intuyó los huesos de la espalda bajo el jersey de lana. Un papel asomaba la punta en el bolsillo trasero del vaquero de Sylvia. Ariel se mordió el labio inferior. Señaló la segunda puerta. Estaba entornada, Sylvia la empujó para descubrir la cama hecha y el desorden de compactos junto al aparato de música en el suelo. Se sentó sobre la cama y eligió un cedé. Lo puso. De la farola de la calle llegaba un resplandor anaranjado que iluminaba la habitación. Las paredes estaban desnudas excepto una foto del skyline de Nueva York dentro de un marco fino de madera negra. Ariel se avergonzó de aquel cuadro que era herencia del anterior inquilino.
Vio a Sylvia quitarse el jersey y dejar que el pelo cayera en desorden sobre su cara al sacárselo por el cuello. Más que recolocárselo, tras lanzar el jersey al suelo, se rascó los rizos, en un gesto irónico.
Estaría bien que me abrazaras, la verdad.
Ariel sonrió. Ella actuaba de manera tan cerebral que era imposible sentirse incómodo. Se acercaron y la abrazó por los hombros. Ella buscó sus labios y los encontró.
En la muñeca, Sylvia tenía tres pulseras de hilo gastadas.
No sé lo que vamos a hacer, pero después de esta noche no tienes que volver a verme nunca si no quieres, Sylvia trató de hablar con aplomo. Parecía menos nerviosa que él. Se dejaron caer sobre el colchón y el beso se prolongó en desordenados abrazos. Ella le quitó primero la camiseta a él y le besó los hombros. Ariel le levantó la camiseta y tras sacarla entre los rizos le desprendió el sujetador. Los senos de Sylvia irrumpieron dominando la escena con el blancor vivo y el rosado encendido de sus pezones. Ella pareció retraerse. El proceso fue lento, espaciado. La ropa siempre es un incordio, no está pensada para que sea hermoso el momento de despojarse de ella, pensó Ariel.
Él le desabotonó la cremallera del pantalón y ella le dejó hacer. Le bajó la ropa que se enredaba sobre los muslos. Sylvia le forzó a subir. No quería que el rostro de Ariel quedara frente a su pubis como un vecino en una calle angosta. Le abrazó fuerte, como si quisiera inmovilizarlo, mientras lograba, con los pies, deshacerse de la ropa liada en sus tobillos. Después él la vio retirar las sábanas y precipitarse dentro de la cama. Ariel se sentó sobre el colchón para deshacerse de su ropa.
¿Tienes condones?
Ariel asintió y salió del cuarto un instante. Sylvia vio, sin querer mirar, las piernas sobremusculadas de Ariel. Cuando se reencontraron bajo las sábanas, Sylvia se aventuró a repasar el cuerpo atlético de él con las manos. Su piel tostada contrastaba con la blanquecina tonalidad de Sylvia. Ella alcanzó con su mano, tras caricias evasivas, el sexo de Ariel. No llegó a tomarlo en sus dedos, retrocedió y se tumbó, como si quisiera recibirlo sin ser demasiado consciente de lo que iba a suceder.
Pero Ariel no se tumbó sobre Sylvia. No le quiso preguntar ¿eres virgen?, aunque descendió con su mano hasta el sexo de ella. Estaba húmedo y desarmado. La masturbó con delicadeza, utilizando el dedo corazón para penetrar en ella. En un instante, Sylvia cerró los ojos y comenzó a languidecer de gusto. Se aferró al brazo de él y gimió, hasta soltar un grito enlazado a otro y otro más contenido que le obligaron a derrumbarse y abrir los ojos con una sonrisa. Ariel dejó caer la cabeza junto a ella.
Sylvia recuperó la sensación de peso de su propio cuerpo. El rato anterior parecía haber correspondido a una extraña levitación, Ariel trató de acomodarse junto a ella. Colocó su brazo de almohada y Sylvia dejó caer el cuello. Con el brazo se cubrió los senos.
¿Quieres que te haga algo yo a ti?, preguntó Sylvia con timidez. No hace falta. Sylvia adoptó un tono cómico. No, no, si no es molestia, ya que pasaba por aquí. Sonrojada se tapa la cara con la sábana. Debes pensar que soy una estúpida.
Espero que haya sido hermoso.
Le sorprendió el adjetivo. Ningún español lo usaría. Le contó a Ariel que su amiga Mai a veces decía que los argentinos al hablar echaban caramelos por la boca. Es algo en el tono de voz, aquí todo suena más agresivo.
Ariel cambió la música. Era una voz femenina brasileña, que se esparcía por el cuarto como una gasa. Música para follar, se arrepintió de haberla elegido.
Sylvia acarició con su mano el vientre de él, luego comprobó que su sexo estaba excitado y se forzó a masturbarlo, por más que el movimiento le resultara ridículo, grotesco. Ariel colocó su mano alrededor de la mano de ella y la ayudó a terminar.
Pasó un rato larguísimo del que no fueron conscientes.
Ahora sí tengo que irme, anunció Sylvia. Se sentó sobre el colchón y a Ariel le excitó la manera sutil de ocultar sus pechos con el antebrazo y la sábana. Como en las películas antiguas. La observó empezar a vestirse con una velocidad endiablada.
¿Querés ducharte?
No quiero volver muy tarde a casa.
El jersey había quedado del lado de Ariel y al incorporarse se lo tendió a Sylvia. Tu pulóver. ¿Pulóver? Sonrió ella. Se terminó la cerveza en dos tragos mientras Ariel se vestía de pie.
El coche volaba por la autopista casi desierta. Sylvia bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Caía una ligerísima lluvia que le mojó la cara, refrescándola. No le dijo a Ariel que tenía la sensación de llevar tres horas ruborizada y le ardía la piel. El pelo se sacudía hacia atrás, como si fuera a desprenderse de su cabeza. Era agradable. Sonaba la música entre ellos, que no hablaron apenas.
Sylvia le guió hasta su barrio. ¿Cómo se llama esta zona?, preguntó Ariel. Un nombre precioso, Nuevos Ministerios. ¿A que nunca habías estado con una chica de Nuevos Ministerios? ¿Y tú? ¿Habías estado antes con un chico de Floresta?
A Ariel le sorprendió que no se inclinara para besarlo. Un corto contacto en la mejilla fue toda la despedida. Sylvia dijo gracias lo he pasado muy bien. Yo también, respondió Ariel. Nadie se atrevió a decir nos llamamos. Ariel la vio alejarse hacia el portal de ladrillo. Parecía alguien frágil en mitad de la calle iluminada. Pensó que quizá no volvería a verla nunca más. Valoró el esfuerzo que Sylvia había realizado para no dejar desbordar sus emociones, para mantener retenidas sus ganas de abrirse, de dejarse ir. Entonces la apreció más.
El rastro al cambiar las sábanas le acercó a ella. Sintió que había sido frío, distante, duro con ella. Como alguien que resolviera un trámite. El futbolista que se folla a la adolescente deslumbrada sin apenas esfuerzo, que ignora todo más allá de una nueva muesca en su currículum. Pero no me la follé, argumentó en su descargo. Quizá fue peor dejar que le hiciera esa paja larga, donde él tuvo que esforzarse para lograr correrse sin que el mal rato se extendiera hasta lo insultante. Echó las sábanas dentro de la lavadora. Esperó a que se pusiera en marcha. No quería que Emilia fisgara o pidiera explicaciones.
El sueño le trajo los cabellos de Sylvia posados sobre sus senos, cubiertos casi por completo. Recordó la inmovilidad de Sylvia tras el orgasmo, sin atreverse a dar el siguiente paso y revelar precipitación, miedo, arrepentimiento. En ese instante deseó volver a verla y mostrarle la calidez de la que había carecido durante casi toda la noche.
En el entrenamiento la pelota corre de uno a otro de los compañeros y Ariel parece incapaz de interceptarla. En un momento determinado el entrenador se acerca al grupo y en tono seco dice ponte las pilas, Ariel.
Entendió que no se refería a ese lance en concreto sino en general a su rendimiento. Y se sintió herido. Le avergonzó no estar entregado del todo al juego, concentrado.
Al abandonar el campo firmó los autógrafos que le pedía por entre el trenzado de la valla un grupo de escolares. Una de las niñas le gritó qué guapo eres y Ariel levantó la mirada hacia ella. Tenía la cara algo desencajada de la pubertad, en esa época de transición algo monstruosa, sin acabar de formarse. Le rodeaba la manada de sus amigas, histéricas y chillonas. El grupo le desagradó. Habían perdido esa gracia infantil a la que todo se le perdona. Volvió a recordar a su amigo que relacionaba la vida de los futbolistas con la de los perros. Nosotros también morimos antes que el amo.
Para entonces había decidido no ver más a Sylvia. Alejarse de ella. No, no podía ocurrir de nuevo. No volvería a verla. Era su madurez impensable en alguien de dieciséis años, aunque fuera fingida, lo que le asustaba más, lo que la convertía en aún más peligrosa.