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Sylvia abre la puerta de casa. El llavero es una A envuelta en un círculo de metal. Regalo de Mai, le explica a Dani. Empuja la puerta y entran los dos. No sé si estará mi padre. Son las tres de la tarde y desde la cocina resuena la cortinilla musical del telediario. Sylvia se asoma a la cocina y encuentra sentado a su padre. Hola, papá, éste es Dani. Pasa, pasa, Lorenzo se levanta y le tiende la mano. Dani se la estrecha algo incómodo. Luego se sienta. Hay comida de sobra, dice Lorenzo. Sylvia saca los platos y los vasos del friegaplatos. Es un acuerdo tácito con su padre, usar el friegaplatos como armario, cuando se vacía del todo, vuelven a introducir los cacharros sucios acumulados en la pila y lo ponen a funcionar.
¿Agua?, pregunta Sylvia mientras llena la jarra bajo el grifo. Vale, dice él. En la televisión los cadáveres carbonizados de los pasajeros de un avión ruso derribado por terroristas chechenos. Joder, qué fuerte. Lorenzo observa a Dani, que ha empezado a comer. ¿Vais juntos a clase? No, soy de un curso superior. Va con Mai, aclara Sylvia.
Dani acepta las miradas curiosas de Lorenzo. Pero no las puede interpretar del todo. Dos días atrás, Lorenzo salía de la ducha y Sylvia le llamó por teléfono. No había dormido en casa. Me quedé frita en casa de Mai, le mintió. Y luego no quise llamarte tan tarde. Cuando regresó del instituto al mediodía, Lorenzo salió a recibirla. La encontró con el pelo revuelto, la sonrisa forzada, el gesto somnoliento. Lorenzo no ejerció su autoridad, evitó enervarse, venga, vamos a comer.
Estabas con un chico y te has quedado dormida con él, claro, avanzó Lorenzo antes de que ella se decidiera a hablar. ¿En su casa?, ¿vive solo? Sus padres no estaban, miente Sylvia. Podré conocerle, ¿no? Tengo derecho… Papá… No voy a interrogarle ni nada por el estilo, verle la cara, sólo quiero verle la cara.
Pensó que en los días siguientes se olvidaría del asunto.
Ariel jugaba un partido en Londres y Sylvia aprovechó para pasar la tarde en casa, irse pronto a dormir, estudiar. Pero su padre insistió. ¿Cuándo lo vas a traer? Sylvia quiso esquivar la cita, pero Lorenzo se puso serio. Mira, Sylvia, no voy a dejar que estés por ahí con alguien a quien no conozco. Ya supongo que tomáis vuestras precauciones y que no hacéis ninguna estupidez, pero me quedo más tranquilo si lo conozco. Sylvia imaginó la divertida sorpresa de su padre si le presentara a Ariel. ¿Le pediría un autógrafo? ¿Le diría que tiene que ayudar más en defensa como le grita a veces al televisor? ¿O se indignaría con él?
No me voy a poner a hablarle en plan padre coñazo, joder, Sylvia, sólo quiero conocerlo. ¿Es tan raro? ¿Prefieres que te imponga una hora de llegar y se acabe el asunto? Vamos, es sólo echarle un vistazo, si seguro que es un chico estupendo, conociendo tu buen gusto.
Sylvia sonrió. ¿Preocupado por mi hija? No, no, lo que me preocupa es que no lleguéis a la final de la Champions. Seguía imaginando la escena con su padre. Mi padre quiere conocerte, le diría a Ariel. Tienes suerte, es de tu equipo.
Por eso, cuando en el recreo de esa mañana paseaba con Mai hacia su rincón habitual al fondo del patio, contra el muro de cemento, y se les unió Dani para charlar un rato, Sylvia forzó la situación. ¿Os apetece venir hoy a comer a casa?
Mai volvió la cabeza, yo no puedo, tía. A cambio de lo de Viena le prometí a mi madre ir al dentista, y la cita es esta tarde. Después de seis años, ya toca, ¿no? Si amenaza con ponerme uno de esos aparatos te juro que lo estrangulo. En su clase había tres chicos con la ortodoncia y Mai, de broma, los denominaba los metalúrgicos. Dani les cuenta que su dentista es una mujer y que cuando se inclina sobre él para arreglarle una caries le mira el escote, un día me dio en todo el ojo con un crucifijo de plata que lleva colgado del cuello, casi me deja tuerto. Castigo divino, le dijo Mai.
¿Y tú? ¿Te apuntas?, Sylvia miró a los ojos de Dani. Él dejó pasar unos segundo. Bueno, dijo. Mai abrió los ojos de una manera cómica y desorbitada. El gesto era sólo para Sylvia, que aguantó la risa.
Camino de casa a la salida de clase, Sylvia se sentía cruel con Dani. Él, mientras andaba con gesto alegre, hablaba de corrido sobre música y una página en internet. Llevaba colgada del hombro una mochila medio vacía y las dos manos en los bolsillos. Si mi padre empieza a hacerte preguntas absurdas, Sylvia le sonrió, tú llévale la corriente, ya sabes cómo son. En el fondo le divertía el juego.
Sylvia interrumpe los intentos de su padre por entablar una conversación. Si comenta algo sobre el terrorismo internacional, ella dice un tema bastante divertido para la hora de comer. Si pregunta por el instituto, no querrás que después de pasarnos la mañana en ese infierno nos pongamos a charlar. Si interroga a Dani sobre sus futuros estudios, papá, déjale comer tranquilo. Lorenzo tiene prisa y termina por despedirse. Encantado de conocerte, y estrecha la mano de Dani con sorprendente virilidad. Da dos besos en las mejillas a Sylvia.
Creo que me ha tomado por tu novio, dice Dani cuando se quedan a solas. ¿Has visto la manera de darme la mano? Le ha faltado decir eso de te confío a mi hija, que es lo que más quiero en este mundo.
El hombre del tiempo habla sobre las bajas temperaturas. La información del tiempo me deprime, dice Sylvia entre risas. ¿A ti no? Tal y como está el mundo la duda no es si mañana hará sol o viento, sino sí estaremos vivos, ¿no? Sylvia barre por las demás cadenas. El bebé recién adoptado en África por una pareja de famosos actores de Hollywood va a tener su réplica en cera en un museo de Londres. ¿Has estado alguna vez en algún sitio más deprimente que un museo de cera?, le pregunta Dani. Parece un depósito de cadáveres de gente viva. Apaga la tele.
En el cuarto de Sylvia a Dani le cuesta encontrar acomodo. Revisa carátulas de cedes mientras Sylvia pone uno. Te tengo que pasar discos, un amigo fue este verano a Valencia, al campus party, y se pasó la semana bajándose pelis y música. Este año a lo mejor me apunto, aunque me da pereza toda esa fauna de colgados del ordenador. Podíais veniros tú y Mai, ahora que tu padre ya me conoce. Ambos rieron.
En realidad, la culpa es mía, le confiesa Sylvia, le prometí a mi padre que un día le presentaría al tío con el que estoy saliendo y se ha creído que eras tú. Sylvia le acerca la silla de su escritorio para que se siente.
Espero haberle gustado. Yo creo que sí. Imagina que ahora te monta un pollo, en plan te prohíbo que vuelvas a ver a ese tipejo… No creo, dice Sylvia. A lo mejor el otro no le habría gustado tanto… ¿Tan malo es…? No es eso. Es algo mayor. ¿Mayor que él? ¿Que mi padre? No, no jodas. ¿Entonces? No, pero tiene veinte años… Hijodeputa, aprovechado de mierda…, es broma, sonríe Dani.
Poco después cambian de conversación ¿Y qué tal te va el curso?, le pregunta Dani. No sé, estoy fuera de onda. Espero no cagarla demasiado. Hay que sacarlo como sea, Dani hace girar la silla, la mayor gilipollez del mundo es repetir curso…, pasar un año de más ahí…
A Sylvia le suena el móvil. Es Ariel. Te llamo en un ratillo, ¿vale?, le dice después de los saludos. Me pillas liada. Cuelga y durante un rato no se dicen nada.
Supongo que ése es el ideal de cualquier tía, dice Dani, salir con alguien que no le guste a su padre.
Sylvia se ríe. Durante un instante está a punto de contarle todo a Dani, decirle la verdad sobre Ariel. Pero luego le parece una tortura innecesaria. Sylvia le mira y siente la extrañeza del gesto de Dani, sabe que se ha enamorado de ella. Y eso hace que Sylvia se sienta bien y mal al mismo tiempo. Poderosa y frágil.
Yo debo de tener mala suerte, confiesa Dani, le caigo bien a los padres. Excepto al mío, claro. El año pasado por mi cumpleaños, el tío me regaló con toda su ilusión unas entradas para la fórmula 1, según él un plan cojonudo, un fin de semana en Barcelona. Bah, me rayé, y le dije que por mí se las podía meter por el culo, que no iba a perder un fin de semana en esa gilipollez. Menudo rebote se agarró… Un día te tienes que venir a casa, tengo música guapa… No sé si le gustaré a tu padre, responde Sylvia. Seguro, se pondrá a tirarte los tejos. Ve unas tetas…
Y no acaba la frase. Sylvia ha encogido bajo la camiseta. Sostiene la sonrisa. De pronto, Dani da un paso hacia ella y le posa la mano en el hombro. La mano de él tiembla. La piel de ella resplandece a la altura del hueso de la clavícula.
Sylvia le ofrece una cerveza a Dani. Va a buscarla a la cocina. Llama a Ariel. Le explica que está con su padre y que no puede hablar. Dani escucha desde el cuarto el lejano rumor de Sylvia hablando por teléfono. Se cita con Ariel para una hora después, en la esquina de su calle.
Cuando vuelve de la cocina, Sylvia está a años luz de la conversación de Dani. Ella le roba un trago de la cerveza y él bebe deprisa. Como si quisiera esfumarse después de su acercamiento fallido. Sylvia piensa, podría enamorarme de él, quizá en otra vida.
Ariel le ha traído un regalo a Sylvia. Es una camiseta con las letras de London dentro del círculo de una diana. Creo que me has idealizado, bromea ella. No me entra ni loca, estoy gorda. No estás gorda, no digas pavadas. Pruébatela.
Él conduce. Ella se quita la sudadera y la camiseta, se queda un instante con el sujetador al aire y luego se coloca la camiseta que Ariel compró en la tienda del aeropuerto. Se ciñe al cuerpo de Sylvia como un guante. Te queda perfecta, dice él. Si alguien consigue hablar cinco minutos conmigo con esta camiseta puesta sin mirarme las tetas se ha ganado un viaje para dos personas a una isla del Caribe.
Qué idiota sos…
A espaldas de la Gran Vía hay un café pequeño donde a él le preparan un mate. Ella prueba de nuevo y se quema por enésima vez la lengua. Está recaliente, a ratos ella le bromea con expresiones pseudoargentinas. La verdad es que la remerita es un poco escandalosa. Te lo dije, dice ella. Te ajusta demasiado las lolas. A Sylvia le gusta esa palabra para nombrar las tetas.
Durante ese rato, Sylvia no sabe cómo colocar los brazos. Los cruza, se agarra el cuello, se abraza con las manos a los hombros, sin acabar de encontrar la postura en que se sienta cómoda. El sonríe. Sylvia le cuenta que su padre está empeñado en que le presente a su novio. Hoy tomó a un amigo que comió en casa por mi novio, no sabes qué ridículo. ¿Y qué amigo es ése? ¿Estás celoso?, pregunta ella, divertida. No sé, ¿tengo que estarlo?
Sylvia se ríe. El parece de verdad celoso. ¿Qué voy a hacer?, dice ella, mi padre está deseando conocer al chico por culpa del que llego tarde todas las noches. He pensado sentarle delante de la tele el próximo partido y decirle es ése, el número diez.
¿Y qué crees que diría tu padre?, pregunta Ariel.
Se pondría a dar saltos de alegría, se colocaría la bufanda del equipo y haría la ola. No sé, supongo que te llevaría a la comisaría más cercana. Ariel deja un instante que se haga el silencio. Luego acerca el rostro de Sylvia al suyo y la besa junto a la oreja, tras apartar el pelo con delicadeza. No tengas miedo, le susurra. No puedo evitarlo, dice ella, y se distancia un poco. Cada vez que nos separamos un par de días pienso qué ya nunca volveré a verte, que no volverás a llamarme. Ya, dice Ariel, pero no añade nada.
Conmigo no tienes ningún compromiso, ya lo sabes, cuando te canses, me lo dices y en paz, entrelaza Sylvia sus frases. Vuelvo al mundo real y punto. Y dejo de abrasarme la lengua cada puta vez que me haces sorber la cosa esta, dice tras separarse de la bombilla del mate con gesto cómico.
Así que esto no es el mundo real, para ti, pregunta él.
Estar contigo, pues, la verdad, no sé. El mundo normal seguro que no es. Pero me gusta, eh. Es un sueño, más bien.
¿Te dije que mañana firmo la compra del piso? Me darán las llaves.
¿En serio? ¿Tan rápido? ¿Ya has conseguido reunir toda la pasta?
Te vas a reír. La semana pasada el presidente me pagó las primas atrasadas. Abrió un cajón y me dijo toma, me largó un sobre lleno de billetes de quinientos. Yo tengo las primas fuera de contrato. Todo en negro. Y luego se quedó un rato hablando conmigo. Me preguntó ¿cómo está la cosa en la Argentina? Tengo un socio que quiere que nos metamos a comprar tierras en la Patagonia, ahí en tierra de pingüinos, que está baratísimo.
Sylvia balancea la cabeza. Lo llenarán todo de chalets adosados, como aquí.
Esa noche ella quiere volver pronto a casa. A las diez están aparcados junto al portal. Se han besado. Suena el móvil de Sylvia. Es su madre. Sylvia responde. Ariel guarda silencio. Luego mira por la ventanilla.
Cuando cuelga, Sylvia le dice era mi madre, le ha llamado mi padre para contarle que ha conocido a mi novio y que es un chico muy majo.
Me está empezando a joder ese pibe, bromea Ariel. Capaz tengo que ir a esperarlo a la puerta del instituto y cagarlo a trompadas.
Sylvia piensa en su padre, que presume por una vez de información privilegiada ante Pilar. Dios mío, le dice a Ariel, mis padres están locos, ahora están felices de que tenga un novio.
Un pibe estupendo, por cierto, dice él con ironía. Guapo, educado, ojos bonitos. Lleva gafas, le corrige Sylvia. Ah, además es un intelectual. El franeloso…
Se intercambian un rápido beso. De pronto parece que Ariel tuviera prisa, le incomoda estar parado tanto tiempo en el coche. Un minuto atrás una pandilla de chavales miraron el modelo y lo comentaron a voces. Ella se da cuenta al instante de la incomodidad de él y dice ya me voy, ya me voy. ¿Nos vemos mañana? ¿Celebramos lo de tu casa nueva? Ariel asiente con vaguedad.
Sylvia sube en el ascensor hasta casa. Abre la puerta. Aunque espera encontrar a su padre, éste aún no ha vuelto. El piso está oscuro y Sylvia no enciende la luz para guiarse hasta el cuarto. Se quita la sudadera y se mira con la camiseta de London al espejo. Escandaloso, recuerda.
Suspira y deja caer todo el pelo delante de su cara. Le resulta absurdo meterse en la cama y poner en hora el despertador para llegar a clase. Le resulta ridícula la cama de adolescente y la mesita con ordenador de colegiala. La lata de cerveza de Dani permanece posada en el escritorio. De pronto le invade cierto pavor a la casa solitaria, como si se hundiera en ella.
Abre el libro y lee un rato tumbada en la cama. Contesta a un mensaje de Mai que ha recibido hace horas. Decía así: «ke tal kon Dani?, le gustas un huevo, se komería tus mokos sin problemas». Sylvia lo recibió cuando tenía a Ariel sentado enfrente. No le dijo nada, sólo una amiga que está loca.
Para Sylvia, Dani y Ariel son dos personas imposibles de relacionar, no hay competencia entre ambos, aunque en los dos haya percibido el pellizco de los celos por la difusa presencia del otro. Puede que cuando Ariel me deje me líe con Dani, piensa de pronto Sylvia, sin saber cómo se generan esas reflexiones frías, calculadoras. Le sorprende su idea. Sería por despecho, claro.
Eres muy fría, tía, tienes que soltarte, le dice a veces Mai. Pero ella, en su relación con Ariel, prefiere no dejarse llevar del todo. Prefiere nadar con el borde de la piscina al alcance de la mano, como el niño que acaba de aprender a dar brazadas.
Le viene a la cabeza una frase que dijo esa tarde Dani, cuando parodiaba a su padre. Es un tipo totalmente previsible, la única frase inteligente que le he oído en mi vida es cada año los inviernos son más cortos. Vaya gilipollez. Y sin embargo esa frase regresa ahora a la cabeza de Sylvia. Cada año los inviernos son más cortos.
Su padre entra en casa, ruidoso. Al ver la línea de luz bajo la puerta de Sylvia toca con los nudillos. La encuentra echada en la cama, con el libro entre las manos. Sylvia se retrepa. Se ha metido en la cama con la camiseta de London. Muy majo el chaval, dice él después de saludar. Venga, papá, que tengo sueño. Hablan un rato más. Lorenzo se fija en la camiseta, cuando las sábanas se deslizan hacia el regazo de Sylvia. ¿No vas muy ceñida? Me la he puesto para estar en casa, responde ella.
Su padre sale. Sylvia se posa la mano en el vientre, se acaricia alrededor del ombligo. Cuando Ariel la desnuda, le gusta sentir la fortaleza de su abrazo, es uno de los escasos momentos en que se siente hermosa.