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En ocasiones un pequeño detalle lo cambia todo. La clase de lengua ha terminado y el aula se ha vaciado a velocidad de vértigo para sacudirse el sopor. Los compañeros de Sylvia han bajado a disfrutar del recreo de media mañana. Hace calor. Sylvia se ha quitado el fino jersey y lo empuja dentro de su mochila. Se ha sentado ladeada ante el pupitre y consulta su móvil. Lo prende y aguarda a ver si ha entrado algún mensaje. Hace apenas una semana que el destino de Ariel ha quedado amarrado. Marchará cedido a jugar a un equipo inglés. El club actual tendrá que abonar un tercio del sueldo y mantendrá la propiedad del jugador durante el tiempo que resta de su contrato. Cuatro años más. Sylvia ni entiende ni quiere entender los detalles mercantiles de la operación, pero parece claro que el futuro de Ariel rebaja su cotización. No ha dicho nada, pero el nombre de la ciudad a la que parte, Newcastle, suena para Sylvia desde la primera vez que lo oyó a cárcel. Newcárcel.
Han navegado en la red para buscar datos. El lugar sólo está a cinco horas de autobús de Londres, posee una universidad. Aún me quedan dos años antes de acabar el instituto. Podrías aprender inglés. Dicen que en los próximos años va a entrar muchísimo dinero en el fútbol británico, le dijo Ariel.
En las mesas delanteras, cerca de la pizarra, se ha quedado un grupito de cuatro alumnos con los que Sylvia no tiene demasiada relación. Hablan de un programa de televisión del día anterior que ella no vio. Al parecer invitaron por error a un debate sobre nuevas tecnologías a un hombre de mediana edad que en realidad acudía a una entrevista de trabajo en las oficinas del canal. El tipo respondió con criterio a las preguntas durante buena parte de la emisión, hasta que se desveló la confusión y sacaron al invitado del plato.
La última en salir es su amiga Nadia. ¿Te vienes?, le pregunta. Luego bajo, contesta Sylvia. Del móvil no llega nada, después del suspense que la hace esperar que caiga como una gota de lluvia un mensaje nuevo. Sylvia lo vuelve a dejar en el bolsillo de la mochila. El profesor de matemáticas, don Octavio, camina por el pasillo con su cuello estirado y su andar ladeado, cruza a la altura de la puerta abierta. Sylvia le ve pasar y saludar levantando las cejas. Pero un instante después retorna sobre sus pasos y se asoma desde el umbral hacia el interior de la clase. Tú eres Sylvia, ¿verdad?, ha clavado los ojos sobre ella. Sylvia asiente. ¿Tienes un rato al acabar la mañana para pasarte por el departamento? Sylvia dice que sí y el hombre se despide con un pues allí nos vemos luego y desaparece de nuevo.
Sylvia se pregunta por las razones del profesor para querer verla. No llega a ninguna conclusión, más bien parece un azar, está claro que no venía en su busca. Pasa por delante de la puerta abierta de la clase de Mai pero ella no está dentro. Al volverse se encuentra con Dani, ¿buscas a Mai? Está en la cafetería. Bajan juntos las escaleras, pero al llegar a la planta Sylvia cambia de idea, hace bueno, prefiero salir al patio. ¿Te acompaño?, Sylvia se encoge de hombros por toda respuesta.
Buscan un sitio donde sentarse al sol. ¿Viste el programa de anoche? Sylvia niega con la cabeza. Mi madre lo estaba viendo y me avisó. La presentadora llevaba medio programa y alguien le debió de advertir que se habían equivocado, se vuelve hacia la cámara y dice al parecer hemos sufrido un malentendido y uno de nuestros invitados está sentado por error en el debate. Todos se miraban entre ellos, yo creo que se acojonaron. El tipo en cuestión era un guineano bastante gordito, parecía encantador. Se excusó, yo lo siento, ya le dije a la señorita azafata que no estaba seguro de si tenía que participar en el programa. Explicó que alguien a la entrada del canal lo llevó hasta el plato y le invitó a sentarse en el panel de expertos. Lo mejor es que parecía el menos falso de todos. Si hubiera sido un concurso de ésos que llamas para eliminar al que miente, habrían echado a todos antes que a ese tipo que parecía tener más sentido común que los expertos reales. Fue increíble.
Tres compañeros de clase de Sylvia se unieron a la conversación. Uno de ellos comía un bocadillo que ofreció a los demás. Dani se mostró incómodo un segundo, hasta que la mirada de Sylvia lo tranquilizó. Era una mirada fuera de la conversación, sólo para él. Quédate.
Sylvia se sorprende cada vez que establece una extraña corriente con Dani. Le gusta su desastrada manera de vestir y moverse, su timidez para hablar cuando hay personas que no conoce, en contraste con su seguridad cuando está en confianza. Hay algo que lo mantiene al margen del grupo, como si no necesitara agregarse para existir. Esa independencia agrada a Sylvia. Sin embargo no le atrae físicamente, le inspira más bien una complicidad de amigo, de alma gemela.
Al terminar las clases, Sylvia busca con cierta pereza el seminario de matemáticas. La puerta está cerrada y aguarda un instante mientras el río de alumnos desfila hacia la salida. El profesor aparece con un manojo de fotocopias. Hola, pasa, pasa, abre el despacho y deja los papeles sobre la mesa. Siéntate, le muestra una silla mientras cierra la puerta. Ordena de manera superficial el caos más cercano y ocupa su asiento. Sylvia posa la mochila en su regazo. Bueno, Sylvia, quería hablar contigo si no te molesta, ¿qué te pasa? Sylvia se queda en silencio, no acaba de comprender el alcance de la pregunta. Don Octavio se pasa los dedos por el bigote en un gesto mecánico y prosigue. Estamos a final de curso y entre los profesores hemos comentado tu rendimiento, ha bajado mucho. Se te pueden complicar las cosas. A ver, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero siempre puede haber algo… No termina la frase, tiene posados sus ojos sobre los de Sylvia. Ella recorre con la mirada las estanterías. No, no me pasa nada. ¿Es falta de motivación, de concentración? No sé, seguro que hay algo en lo que yo te pueda echar una mano. Tu nivel es bueno, no tienes por qué terminar en un suspenso. Eso lo entiendes, ¿no?
Sylvia se muerde un mechón de pelo. Al profesor el bigote le tapa el labio superior y eso le otorga cierto aire de seriedad, que los ojos, mirados de cerca, desmienten. Los ojos le centellean y Sylvia se siente intrigada por esa mirada. No consigue responder nada coherente. Duda si decir mis padres se han separado, pero le suena penoso. Prefiere guardar silencio. Vamos a hacer una cosa para compensar, ¿vale? Para ver si podemos echarte una mano. El profesor se pone en pie y busca en su cajón hasta dar con algunas fotocopias. Por ahí hay cuatro o cinco problemas, son más juegos de lógica que otra cosa. Quiero que me prepares dos o tres folios donde desarrolles las soluciones. Prepáratelo en casa, algo razonado, como si fueras tú quien tuvieras que explicarlo en clase. Puedes sacarlo del libro, claro, pero que se note que lo entiendes. Es muy sencillo y te lo puntuaré como un extra. ¿De acuerdo?
Sylvia levanta los ojos, no acaba de creerse lo que le sucede. ¿Habrá hecho lo mismo con otros alumnos? Sylvia no pregunta. Vuelve a mirar los ojos de don Octavio Tienes tres días. Me lo traes aquí, al despacho, ésta es una cosa entre tú y yo, fuera de la clase. El profesor da por zanjada la conversación. Sylvia se pone de pie y recupera la mochila. Gracias. No dejes caer el curso, no te dejes ir, eh, Sylvia, todos pasamos por épocas buenas y malas, pero ahora es cuestión de que aprietes el acelerador estas dos últimas semanas, no merece la pena dejarlo.
En la calle, un instante después, Sylvia tiene ganas de llorar. ¿Tan expuesta está su intimidad como para que un profesor, desde la distancia, sea capaz de intuirla? Con una especie de rayos X. Lo que conmovía a Sylvia era el interés casi accidental de él. Había cruzado el pasillo y de pronto al verla sola en la clase había caído en la cuenta de su bajada de nivel, seguro que recordaba el último y penoso examen, y en lugar de alejarse de allí se había detenido un instante para interesarse por ella. Algo debía de haber cruzado en su cabeza durante una milésima de segundo para decidir asomarse a la clase y hablar con ella. Sylvia, como la mayoría de compañeros, estaba convencida de que era alguien inescrutable para los profesores. Una cara que se sumaba a un grupo que ocupaba un año de su vida y luego se perdía para siempre. Mundos que nunca se cruzaban, más allá de la hora de clase forzosa.
Lo que la dejaba al borde de las lágrimas era la percepción de que todo había sido abandonado, los estudios, su familia, los amigos de la clase, para involucrarse en una historia que al terminar dejaba un páramo seco, frustrante, estéril. Ha estado en otro lado y, de pronto, el profesor, con una manera profesional, nada intimidatoria, casi azarosa, la devolvía a su realidad. Estamos aquí, ¿dónde estás tú?, parecía haberle preguntado. Contaba mucho la mano tendida. Ella también, como el guineano tomado por un experto en la televisión, había sido invitada a un mundo al que no pertenecía. Ella también había fingido con corrección, había pasado la prueba de la impostura general, pero era urgente dejar de alimentar la farsa.
Camino de casa siente que la pasión por Ariel se extingue o debe extinguirse para salvarse ella. Asume la ruptura como si hubiera sucedido en aquel despacho unos minutos atrás. Esa tarde, antes de que los estudiantes tomen las mesas corridas de la biblioteca pública, irá a sentarse con las hojas de matemáticas y tratará de cumplir el encargo simbólico del profesor. Leerá los problemas de lógica que tiene que comentar, no entenderá demasiado bien qué quiere don Octavio de ella. Hasta que el tercer problema venga a aclarárselo.
«Supongamos que entre dos personas, A y B, hay dos metros de distancia. Y A quiere acercarse a B, pero en cada paso ha de cubrir exactamente la mitad de la distancia total que le resta para alcanzar a B.» Sylvia tragará saliva, pero continuará leyendo. «El primer paso es de un metro, el segundo de medio metro, el tercero de un cuarto de metro. Cada paso de A hacia B será más pequeño, y la distancia se irá reduciendo en una progresión eterna, pero lo sorprendente del caso es que, mantenida la premisa de que cada paso sea equivalente a la mitad de la distancia total que los separa, por más que avance, A nunca llegará a B.»
Los ojos de Sylvia estarán enrojecidos. Puede que ese sencillo ejercicio ayudara a explicar la teoría de los límites que cambió la historia de la ciencia a comienzos del siglo XVIII. Puede ser que fuera cierto, según explicaba el texto de las fotocopias entre citas de Leibniz y Newton. Pero Sylvia comenzará a escribir su exposición personal del problema y pronto se transformará en una carta de despedida. La misma carta que no sabrá ni podrá escribirle a Ariel para decirle, del modo más lógico y sencillo, nuestra historia se ha acabado. A nunca alcanzará a B.