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La pelota tiene un dibujo plateado y una mancha verde de hierba. Ariel la alcanza antes de que deje de rodar. Engaña al defensa con un regate de ruleta, pisando la pelota con los dos pies para salir hacia el centro. El balón obedece a su control y resulta sencillo por velocidad regatear a otro defensor, el central, mucho más lento. Ariel pasa la pierna por encima del balón, en una dirección, luego en la contraria, el resultado es desconcertar a los dos rivales que han venido a cerrarle el paso junto a la raya del área. Al avanzar hacia su derecha, uno queda inutilizado por el bloqueo del otro. Ariel amaga entonces con la cadera, se vuelve y golpea con el empeine el balón. Lo ha hecho con fuerza, un zurdazo dirigido con exactitud hacia la cara del portero, ese lugar indefendible. Es algo que ha recordado en ese instante y que se remonta a un entrenamiento con el Dragón de casi ocho años atrás. Si no tenes ángulo, pegale directo a la cara del arquero. La aparta de seguro, es un acto reflejo. Y si no, le rompés la jeta y luego le pedís disculpas. La pelota entra con fuerza por la escuadra y termina dentro de la red en la esquina contraria de la portería.
Ariel no corre. Se da media vuelta. Camina hacia el centro del campo con la cabeza baja. De lejos escucha a un locutor que se desgañita para narrar el gol. Algún compañero llega para abrazarlo, pero se limitan a golpearle la espalda o el brazo, otro le roza la nuca. Ariel muerde un mechón de pelo. La grada aplaude y algún sector se pone en pie. Los compañeros le conceden el espacio para la celebración en solitario de ese gol que sabe a despedida. Es mi noche, piensa Ariel. Quince minutos antes ha marcado un gol al llegar de puntera a un balón muerto en el área pequeña. Pero ese gol no lo celebró tampoco, ése por feo. Los goles feos no se han de celebrar. Uno de los síntomas de decadencia del fútbol, decía el Dragón, es ver a los jugadores celebrar los goles feos, o peor aún, verles celebrar los goles marcados de penal, eso es indigno, antes nunca se hacía.
Hoy todo sale bien. Toca y corre. Recibe con espacio, es fácil ganar a los defensas en la carrera. En el primer tiempo lo derribaron en el área, pero el penalti lo lanzó Matuoko contra una chapa de publicidad. Con este resultado serán cuartos en la clasificación final. De ese equipo mediocre y sin profundidad han salido un par de partidos brillantes. Cuando el árbitro pita el final, los jugadores se saludan, varios compañeros le abrazan con calidez. Ariel camina hacia los vestuarios. Uno de los utilleros le dirige palabras de cariño y el portero suplente le da un cachete amistoso. Los aficionados le aplauden. Ariel agradece los gestos, pero no levanta la cabeza. El entrenador Requero se ha colocado en la boca del túnel de vestuarios y ofrece la mano a los jugadores que abandonan el campo, Ariel se la niega.
Nos ha tocado un año malo, le dijo el masajista la tarde en que lo llevó a los toros. Hay años buenos y años malos y a ti te ha tocado uno malo. La corrida fue espantosa. A Ariel le sorprende la brutal forma con que el público insulta a los toreros en un recinto que amplifica cada grito, en comparación los futbolistas le parecen mimados por la grada. Tres de los seis toros se caían, casi inválidos. Al cuarto, el único bueno según su acompañante, no supo matarlo el torero y lo masacró a descabellos, hasta que una puñalada en la cerviz le hizo hincarse de rodillas. Sólo ha faltado que alguien de la barrera le prestara una sartén y hubiera matado al pobre animal a sartenazos, qué horror. El masajista se volvió hacia Ariel al acabar la corrida mientras volaba una lluvia de almohadillas sobre la arena. Esto es como el fútbol, le dijo, si un día sale bien, merece la pena toda la mierda anterior.
El masajista le llevó a tomar unos vinos a un bar taurino donde reverberaban las conversaciones y los viejos camareros atendían a velocidad de vértigo. Hablaron de la profesión y del equipo. Había unos años en que todos los futbolistas pasaban por mis manos y por las de una sevillana que se llamaba Mari Carmen que actuaba en un local llamado Casablanca. La terminaron llamando «la Fifa», de la cantidad de futbolistas que habían acabado en la cama con ella. Dicen que luego fue pajillera en la Castellana, cuando ya no conservaba los encantos. Yo me he comparado con ella muchas veces, en esto no hay que creerse nunca eterno. ¿Tú sabes que hace unos años me vinieron a ver unos japoneses, yo creía que para llevarme a algún equipo allí, tengo amigos que han acabado jugando o entrenando por ahí? ¡Qué coño! El masajista se echó a reír antes de poder terminar, querían que les diera masajes a las terneras, ya sabes, las terneras de Kobe, unas a las que cuidan con esmero, les dan de beber cerveza y luego sólo sirven la carne en restaurantes de lujo. Me ponían un zurrón de dinero delante. El dinero es el peor consejero en esta vida, el que hace algo por dinero termina haciéndolo todo por dinero.
Fue una velada agradable. La conversación del veterano masajista de alguna manera le reconcilió con su oficio. Esto es aguantar, traicionarte lo menos posible. Se acercaban viejos amigos que mantenían con él una charla breve, pero divertida, llena de frases que Ariel hubiera querido apuntar, con palabras que jamás había escuchado. Uno decía, bah, ¿fuiste a la corrida?, qué espanto, la fiesta está muerta, finiquitada, se la han cargado entre todos, una hecatombe. El masajista se reía y luego comentaba con Ariel, dicen lo mismo desde hace años, que se acaba, qué pesados son, los que se acaban son ellos. Esto es como el fútbol, ahora es diferente, ni mejor ni peor. Antes un futbolista duraba hasta los cuarenta, te daba para verle triunfar en tres mundiales, la leche, pero ahora eso es imposible. Os ordeñan como a las vacas, tres partidos a la semana, hay que hacer dinero, la televisión, todo eso, pero ¿a que pagan bien? Y el juego ha cambiado, antes un jugador corría por partido unos seis kilómetros, ahora más de diez kilómetros por partido, todo es más rápido, por eso un buen jugador, ahora, aguanta dos o tres años, al nivel bueno, eh, luego a reservarse y a esforzarse sólo cuando le conviene. Por eso la mayoría son unos caras sin el mínimo compromiso ni afán de superación. Si es todo igual. Mira, yo soy gallego, pero gallego de verdad, no como decís vosotros que llamáis gallegos a todos los españoles, no, yo soy de un pueblo de Orense, y ¿sabes qué?, que ahora las vacas dan el doble de leche que cuando yo era pequeño. ¿Tú crees que mi abuelo era gilipollas? No, lo que pasa es que los de ahora son más listos. El doble de leche. Y con las manos mimaba el gesto de ponerle una inyección a la vaca.
Nada más pisar las escaleras del túnel, el árbitro detiene a Ariel y le da la mano. Suerte en Inglaterra. ¿Quieres el balón de recuerdo? Ariel se encoge de hombros. El árbitro se lo entrega. Es una lástima perdernos un jugador tan guapo como tú. Da gusto verte correr por el campo. Lo ha dicho con una sonrisa insinuante. A ver si te pito por ahí y coincidimos en algún partido de Uefa. Un informador de radio corre hacia él con un pequeño micrófono, tenemos al protagonista del partido, un hombre que se despide con tristeza del equipo, pero feliz porque ha hecho su mejor partido del año. Habla con énfasis impostado. Qué paradoja, ¿verdad? Ariel le corrige, no lo creo, ha habido días menos lucidos, pero que he jugado mejor. El periodista asiente con automatismo. Veo que te llevas el balón, quizá como recuerdo de tu último partido en España. No, no, si lo quieres es para ti. Ariel le tiende el balón y el informador lo coge en sus manos sin saber qué decir.
Por última vez se ducha en aquel lugar. Se viste y guarda la ropa en la amplia bolsa con el emblema del club. Vacía su taquilla de medias, tobilleras, alguna venda, la colonia, el cepillo, dos gomas de pelo, un taco de fotos suyas por autografiar y la corbata oficial del equipo, que es azul, fea y cursi. Los compañeros salen aprisa. Han quedado para el día siguiente en una comida privada donde se despedirán los que no continúan y donde con toda seguridad terminarán borrachos, gritando, bebiendo, cantando y, cómo no, lanzando croquetas al ventilador. Como el último día de colegio. Ariel rechaza el ofrecimiento de Osorio y Blai para unirse a una cena con ellos esa noche.
Sale con el coche por el aparcamiento del estadio. Aún quedan aficionados en la boca del subterráneo que golpean el capó para hacerse notar y tiran fotos a través de los cristales. Llama a su hermano en Buenos Aires. Ya está, jugué el último partido acá. Charlie le insiste desde hace días en que un club tranquilo en Inglaterra servirá mejor a sus intereses. Será más fácil destacar. Al terminar la conversación le habla del Dragón. Será bueno que vayas a verle cuando estés por acá. ¿Ha pasado algo?, le pregunta Ariel. Siempre tuvo la impresión de que el corazón del viejo entrenador podía darle un disgusto en cualquier momento. No, él está bien, es el hijo. Dicen que se suicidó, no sé, una cosa fea de drogas. Cuando se despide de Charlie, Ariel aparta el coche a un lateral de la calle. Marca el número de la casa del viejo entrenador, pero nadie responde. En el número de la casa en el campo salta un contestador precario. Este, hola soy Ariel desde Madrid. No sé si funciona este cacharro ni si se está grabando el mensaje, pero sólo quería decirle que… Ariel hace una larga pausa. Busca las palabras justas.
Sylvia le está esperando en el comedor privado de un restaurante. Lee un libro y bebe una coca-cola. Tiene delante un plato de jamón cortado en finas lonchas. Ariel la besa en los labios, se sienta y come dos, tres, cuatro, lonchas de jamón a un tiempo. Necesito una cerveza, le ruega al camarero. Así que sabías jugar al fútbol, le dice Sylvia. Él sonríe y levanta el libro para curiosear el título. ¿Los exámenes, qué tal? Ella se encoge de hombros, espero hacer como tú, lucirme en el último minuto.
En mitad de la cena, los dos a solas, Sylvia le pregunta ¿crees que después del partido de hoy se repensarán lo de dejarte marchar? Ariel sonríe y niega con la cabeza. Pujalte le había mandado un mensaje al móvil, enhorabuena por el partido, sales por la puerta grande. Ariel ha pedido de comer un enorme corte de buey muy hecho.
El móvil de Ariel no deja de sonar. Es prensa, pero no contesta. Entra una llamada de Ronco, pregunta si tomamos algo. No puedo, responde Sylvia. Ariel queda con Ronco en llamarle luego, le ha sorprendido la respuesta de Sylvia. ¿No puedes? ¿Qué tienes que hacer? Sylvia se rasca un hombro por debajo de la ropa. Mañana se muda mi abuelo a casa, a vivir con nosotros, tenemos que ayudarle a organizar las cosas. Ariel no dice nada. Al terminar de cenar él vuelve a proponerle ir a algún sitio a tomar algo. De verdad, tengo que irme.
Ariel también ha empleado estos últimos días en ordenar sus cosas. Quiere aprovechar las vacaciones al máximo. Vaciará la casa y en dos días volará a Buenos Aires. Quiere olvidarse allí de la competición, recuperar la ilusión por el juego. A mitad de julio tiene que incorporarse al nuevo equipo en Inglaterra. Sylvia rechazó su invitación para acompañarlo a Buenos Aires, quiero estar cerca de la abuela, le dijo. En los últimos días se ha mostrado esquiva, callada.
Ante la insistencia, ella acepta tomar una copa en un local elegante y caro donde desentonan con su juventud. El teléfono de Ariel vuelve a sonar. Es Ronco, habla tú con él. Ariel le pasa el móvil a Sylvia. Ella saluda. Sonríe a algo de lo que le dice al otro lado de la línea. No, prefiero despedirme ahora, no quiero ser de esa gente que se pega una llorera en el aeropuerto. Hoy es un día bonito y ya está. Lo prefiero así, no te importa, ¿verdad? Ronco parece haberse quedado tan callado al otro lado de la línea como Ariel sentado frente a ella. Sylvia cuelga después de despedirse, él le pasa un brazo por los hombros. Sylvia apenas puede aguantar el llanto. No quería lágrimas, dice, y se separa para tomar un trago de sus bebidas. Nada se acaba, eres una cabezota, insiste él. Bueno.
En la calle recuperan el coche. Un chico les grita de lejos, hoy te saliste, tío. A Ariel le sorprende la inmovilidad de ella. Prefiero ir en taxi. ¿Estás loca? Ariel le abre la puerta y la invita a subir al coche. No acabemos esto mal, ¿vale? Un minuto después están detenidos frente a un semáforo. La luz roja ilumina el rostro de Sylvia dentro del coche. No quiero una despedida horrible, llena de lloros, la historia de siempre. No quiero que nos llamemos cada noche y terminemos con la promesa de vernos cada tres semanas en un hotel. Ha sido maravilloso, para mí ha sido un sueño conocerte, estar contigo, pero se ha acabado y ya está. No pasa nada, ¿no?
El semáforo se ha abierto pero Ariel no tiene ganas de conducir. Se ha quedado callado. A su capricho, el recuerdo le trae diferentes momentos vividos con Sylvia, en una especie de repaso caótico. Un trozo de su piel, junto a una risa, una mirada junto a un olor. Sylvia le señala con la cabeza el semáforo, Ari, está verde.
Ariel ha llegado hasta la calle de Sylvia. Hoy acerca el coche más que nunca al portal. Un tipo le da las luces nada más enfilar la calle. Él se echa hacia un lado, se acomoda a la puerta de un garaje, pero el coche parece querer entrar en ese garaje precisamente y le pita de nuevo. Ariel sale del lugar, enfadado. Hijo de puta, tenía que querer entrar justo ahí. Se detiene de nuevo sobre el paso de peatones. Esto es un horror, dice. Sylvia quiere acelerar la despedida, no quiere que la escena se eternice. Cuídate mucho, ¿vale? Y posa la mano sobre el tirador. Ariel lleva sus dedos hasta la nuca de Sylvia y ella se vuelve, se dan un beso corto. Ariel limpia las lágrimas de Sylvia con el dorso de su mano. Tú también cuídate mucho, dice él. Sylvia asiente y sin palabras sale del coche. Tomá, antes de que cierre la puerta Ariel le tiende los cedés que lleva en la guantera. Yo los puedo volver a comprar. Gracias, dice ella, los coge y se da la vuelta deprisa.
Se aleja del coche. Ariel la ve llegar hasta el portal. Sylvia cruza entre dos coches aparcados, gana la acera y busca en el bolsillo las llaves del portal. Si no te vuelves a mirarme te mato, susurra Ariel. Sylvia parece oírle y muy despacio se da la vuelta y agita la mano con las llaves. Se pierde en el interior del portal. Ariel se coloca de nuevo frente al volante. ¿Dónde voy?