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El rótulo del tren de las 3.40 de Nueva York a Providence indicaba AMTRAK, pero en realidad parecía un lugar diseñado por Dante para albergar a los cobradores de morosos durante toda la eternidad… que es más o menos el tiempo que tarda el tren en llegar a Providence.
Los asientos eran tan cómodos como una inspección de Hacienda, el tapizado estaba roto y podría haber servido de tablero para una interesante partida de «Nombra esa mancha». Periódicos atrasados, tazas de cartón y latas de cerveza festoneaban los pasillos y los asientos. El olor a rancio perfumaba lo que supuestamente era aire.
Neal regresó del vagón restaurante con una taza de café que ya se había semisolidificado y un bollo danés más viejo que Hamlet. Graham se había traído el desayuno, sellado en pequeños Tupperwares. No era la primera vez que viajaba en aquel tren.
—¿Por qué no hemos ido en avión? —preguntó Neal.
—Porque no quiero.
—Te da miedo.
—No me gusta volar —dijo Graham, mordisqueando una zanahoria.
—¿Por qué no te gusta volar?
—Porque me da miedo.
Graham desenroscó la tapa de un termo y se sirvió un vaso de café caliente. Sonrió a Neal y dijo:
—Fracasar en los preparativos es prepararse para fracasar.
Neal se acurrucó bajo su chaqueta deportiva e intentó mirar por las mugrientas ventanillas. Estaban en algún lugar de Connecticut, detenidos en las vías sin ningún motivo aparente. Tampoco es que aquello pareciese haber preocupado lo más mínimo al revisor, que dormía el sueño de los benditos en el último asiento del vagón. Neal pensó que el tipo debía de tener el metabolismo de un oso polar para ser capaz de dormir con aquel frío. El tren no tenía calefacción y la mañana era muy fresca para el mes de mayo.
—¿Quieres emborracharte? —le preguntó a Graham.
Graham volvió a abrir el termo y se lo acercó a Neal a la nariz.
—Sí.
Neal olió y le dedicó a Graham su mejor expresión de cordero degollado. Graham suspiró y, meneando la cabeza, sacó un segundo vaso de plástico de su mochila. Lo extrajo de su envoltorio de celofán y le sirvió a Neal un dedo largo.
—Te quiero, papá.
—¿Cómo ibas a poder evitarlo, hijo?
Lo más agradable del café irlandés, pensó Neal, era que te mantenía el cuerpo despierto a la vez que te adormilaba el cerebro. Se recostó en su asiento y dejó que la calidez se extendiera por su interior. Ocho o diez vasos más podrían conseguir que el viaje fuese casi soportable. El tren volvió a ponerse en marcha.
—Arriba, dormilón.
—¿Ya hemos llegado?
—Aún no. Tienes que asearte.
Graham se encontraba de pie junto a él. Recién afeitado, con la corbata bien puesta, los ojos despejados y el aliento fresco. Neal odió a Graham.
—He traído una maquinilla de sobra para ti.
Por supuesto, Graham había llevado dos maquinillas eléctricas a pilas; también un cepillo para la ropa, gotas para los ojos y elixir bucal. Neal se arrastró hasta el cuarto de baño con su neceser y se acicaló en la medida de lo posible. Se sentía hecho una mierda y le sorprendió experimentar un cosquilleo en el estómago. En los casi doce años que llevaba trabajando para Amigos, aquella iba a ser la primera vez que viese al Hombre. El individuo que prácticamente había dictado los designios de su vida hasta entonces.
—¿Por qué —le preguntó a Graham cuando regresó a su asiento— es esta la primera vez que voy a ver al Hombre?
—No había necesidad.
—¿Y ahora sí la hay?
—Tienes buen aspecto, hijo. Enderézate la corbata.
Levine les estaba esperando en el andén. Levine medía uno noventa y, a los treinta y un años, empezaba a ensancharse ya por la cintura. Tenía el pelo negro y rizado, ojos azules y un rostro al que solo un par de packs de seis latas de cerveza separaban de la gordura. Su cuerpo musculoso no daba ni mucho menos idea de su velocidad. Levine era veloz como un gato, lo cual, unido a su talla, lo convertía en una mala noticia para cualquiera que se encontrase en el lado equivocado de sus puños. Era un cinturón negro que pensaba que partir tablas era desperdiciar el tiempo y buena madera.
Había entrado en Amigos estrictamente como músculo, como alguien capaz de guardarle las espaldas a un retaco manco cuando las cosas se salían de madre. Pero Levine tenía cerebro y era muy, muy astuto. Lo suficientemente astuto como para saber que no quería pasarse el resto de su vida en la calle. De modo que se había matriculado en clases nocturnas y se había sacado un graduado en empresariales, y ahora dirigía la delegación de Amigos en Nueva York tras haber puenteado a su viejo amigo y socio Joe Graham.
—Levine te odia —le dijo Graham a Neal.
—Lo sé.
Aquello no era exactamente una noticia para Neal. Sabía que Levine le odiaba y estaba cansado de aquella situación. Realmente cansado.
—Según él, te lo has llevado regalado. Escuela privada elegante. Universidad de la Ivy League. Ahora un posgrado. Y todo pagado. No le parece que seas digno de ello.
—Probablemente tenga razón.
—Probablemente.
—No quiero su trabajo, papá.
Ese era el problema, pensaba Neal. Levine sabía que Neal estaba siendo preparado. Neal lo sabía; Graham lo sabía. El Hombre estaba pagando su posgrado, las ropas elegantes, el profesor de oratoria que le había despojado de su jerga callejera. Pero preparado ¿para qué? Neal no quería dirigir Amigos. Quería ser profesor de literatura. Completamente en serio.
—Ya lo sé. Quieres enseñarle poesía a los maricas.
Bueno, no exactamente. Narrativa inglesa del siglo XVIII… Fielding, Richardson, Smollett.
—¿Cuántas veces tengo que decirlo? —preguntó Neal.
Se lo había dicho a Ed. Se lo había dicho a todo el mundo. Le había enviado una carta al Hombre. No me sigan pagando los estudios porque no voy a seguir trabajando para ustedes toda la vida. No pasaba nada, le habían dicho. «Trabaja para nosotros cuando puedas, a tu aire, dependiendo del caso. Sin condiciones». Para luego alejarlo de sus clases dos semanas antes de los exámenes finales. Uno no se saca un título de profesor de literatura inglesa cateando el posgrado. Incluso un notable podría significar la muerte.
—A lo mejor si no te hubieras tirado a su mujer… —dijo Graham. El tren se estaba adentrando en los mugrientos suburbios de Providence.
—Aún no era su mujer —dijo Neal. Habían hablado de aquello mil veces—. Joder, pero si se la presenté yo.
—A lo mejor Ed simplemente considera que has conseguido todo lo que debería haber sido suyo. Antes que él.
Neal se encogió de hombros. Puede que fuese cierto. Pero él nunca había pedido nada de todo aquello.
Providence es el tipo de ciudad en la que todos los hombres siguen llevando sombrero. El alma de la ciudad se había quedado estancada en los cuarenta, cuando imperaba la compostura y se jaleaba contra los japoneses, los alemanes y los yanquis, no necesariamente en este orden. Un sombrero era un símbolo de respetabilidad, un reconocimiento al orden de las cosas, a una ciudad controlada por políticos irlandeses, bandas sicilianas y sacerdotes franceses, todos los cuales se reunían para los desayunos de los Caballeros de Colón y para los partidos de baloncesto del Providence College, manteniéndose cada uno, por lo demás, en su respectivo reino.
Union Station era una perfecta representación de la ciudad. Triste, apagada, sucia y sin esperanza, era el lugar idóneo para adentrarse en Providence. De aquel modo uno no podía esperar demasiado.
Levine les saludó mientras bajaban del tren.
—Laurel y Hardy —dijo.
—Hola, Ed —dijo Graham.
Levine ignoró a Neal y se dirigió a Graham:
—¿Os ha seguido alguien?
Graham y Neal intercambiaron una mirada divertida.
—Creo que estamos limpios, Ed.
—Más os vale.
—Bueno, había un tipo con gafas oscuras, bigote postizo y gabardina. ¿No creerás que…?
Ed no se rió.
—Vamos.
Los condujo escaleras abajo hacia la antigua terminal, donde un grupo de viejos borrachos estaban extendiendo unos periódicos arrugados sobre los vetustos bancos de madera. Un par de ellos observaba el polvo que se filtraba a través de las ventanas sucias y amarillentas.
Al pasar junto a una hilera de taquillas de metal, Ed agarró a Neal por el cuello y lo empujó sin contemplaciones contra la consigna. Alzó a Neal hasta que solo los pulgares de sus pies tocaron el suelo. Graham hizo ademán de intervenir, pero se vio detenido en seco por un brazo extendido y una mirada gélida como el hielo.
Neal intentó liberarse, pero Ed lo tenía bien agarrado. Al menos consiguió pasar las manos por debajo de los enormes brazos de Ed y agarrarlo del cuello de la camisa. Fue un agarrón meramente simbólico.
—Ahora escúchame bien, pequeño cabrón —susurró Ed—. Este trabajo es importante, ¿entendido? Importante. Vas a limitarte a hacer lo que te digan, tal y como te lo digan. Nada de abrir la bocaza ni de ideas brillantes.
»Eres la última persona en el mundo a la que yo habría escogido para este trabajo, pero el Hombre te quiere a ti, de modo que vas a hacerlo. Pero más te vale no joder la marrana ni cagarla. Porque si lo haces, te reviento entero. Pienso hacerte daño de verdad. ¿Entendido?
—Joder, Ed —dijo Graham.
—¿Entendido?
—Solo vas a tener oportunidad de hacerme esto una vez, Ed, y yo…
Ed apretó con más fuerza aún y se rió.
—Vas a hacer ¿qué, Neal? ¿Eh? ¿Qué es lo que vas a hacer?
Neal apenas podía respirar. Necesitaba aire, aunque fuese aire de Providence. Levine era capaz de hacerle pedacitos sin sudar siquiera. El manual indicaba que lo suyo sería golpear a Ed en la nariz con el pulpejo de la palma. Pero al manual no iban a matarlo.
De modo que Neal hizo lo mejor que podía hacer teniendo en cuenta las circunstancias. Mantuvo la boca cerrada. Al cabo de un par de largos segundos, Ed lo soltó y siguió caminando. Graham miró a Neal poniendo los ojos en blanco y después se apresuró en pos de Ed.
Neal se apoyó contra las taquillas para recuperar el aliento. Después le gritó a Levine:
—¡Por cierto, Ed! ¿Qué tal tu mujercita?
Se quedó mirando cómo Graham instaba a Levine a salir por la puerta. Neal empezaba a estar harto de aquella mierda. Muy harto.