16
El hotel Piccadilly era tan sencillo como su nombre. No vulgar o poco atractivo, sino sencillo en el sentido de que sabía lo que era: un lugar bueno y seguro desde el que hacer negocios, visitar la ciudad, ir al teatro y ver Londres. Ofrecía habitaciones espaciosas, camas grandes, comida decente y servicio de habitaciones. Podías pedir cualquier cosa que te apeteciera. El hotel Piccadilly era consciente de que la gente va a los hoteles para hacer cosas que no hace en casa.
El vestíbulo era enorme, construido en una época en la que la gente se reunía socialmente en los vestíbulos de los hoteles. Tenía una sala con viejas butacas de orejas lo suficientemente grandes como para sentar a Peter Lorre y a Sydney Greenstreet a la vez, y un bar con barra de caoba decentemente oscuro que conseguía estar siempre fresco cuando hacía calor y cálido cuando hacía frío. Era el tipo de bar en el que los hombres jamás se aflojaban el nudo de la corbata, pero aun así se sentían relajados; el tipo de salón en el que el camarero nunca te molestaría para preguntar si deseabas otra copa sino que estaba allí para servírtela a la mínima mirada.
El vestíbulo acababa en el mostrador de recepción. El hotel Piccadilly tenía demasiado buen juicio como para hacer que un nuevo huésped tuviera que perder tiempo buscándolo, y siempre estaba atendido por al menos media docena de recepcionistas vestidos con chaqueta roja que sabían hacer su trabajo: comprobar que la habitación estuviera pagada y conducir al cliente hasta ella. Si habías hecho una reserva, siempre tenías habitación. No practicaban el overbooking; de hecho, siempre conservaban un par de habitaciones libres para emergencias. En el hotel Piccadilly daba igual que te quedaras una noche o un año, las reglas eran las mismas: pagabas tu factura y te dejabas puesta la chaqueta.
Neal se despojó de la suya tan pronto como entró en su habitación de la sexta planta, grande y espaciosa, provista de un pequeño aparato de aire acondicionado en la ventana que luchaba valerosamente contra el calor. Se quitó los zapatos con los pies sobre la ubicua moqueta roja e inspeccionó la habitación con ojo de consumidor. El papel de pared azul era del color del mar tras una tormenta y estaba decorado con láminas de boxeadores musculosos, con el pecho y los nudillos desnudos, adoptando la clásica pose. Una habitación masculina.
La cama había sido construida en una época en que los caballeros se dejaban las botas de montar puestas para las expresiones vespertinas de afecto. Igual que el hotel, era grande y robusta, y constituía el centro focal de la sala. A la derecha, una puerta conducía a un pequeño cuarto de baño. Contenía una vieja y honda bañera, un lavabo aceptable y encimeras y espejos de añadido más reciente. Un ventanuco partía en dos la pared y un gimnasta con dobles articulaciones podría haber admirado las vistas de Piccadilly Circus.
Neal le dio al botones una propina grotescamente excesiva y lo despidió con un:
—¿Cómo te llamas, por si acaso necesito alguna cosa?
A continuación colgó cuidadosamente sus chaquetas —el blazer azul de poliéster para cualquier ocasión y la de algodón de sirsaca a rayas— y sus pantalones de verano. Guardó las camisas dobladas en un cajón del armario, colocó su barato reloj despertador sobre la mesita de noche y dejó algunos libros de bolsillo en el estante inferior. Colocó cuidadosamente sus útiles de aseo en la encimera del lavabo y extrajo de su maletín algunos sobres marrones que repartió por la habitación, después colocó las ediciones británicas del Playboy y el Penthouse de aquel mes en el suelo del cuarto de baño.
Tras llamar al servicio de habitaciones para pedir una botella de escocés y una cubitera con hielo, Neal se cambió y se puso una camisa azul limpia y una corbata de ejecutivo. Se la anudó, después se soltó el botón superior de la camisa y tiró del nudo hacia abajo. A continuación, encendió un cigarro, le dio unas caladas hasta que empezó a humear y lo dejó consumiéndose en un cenicero para que atufase la habitación.
Le dio propina de más al camarero del servicio de habitaciones, vació tres dedos de escocés por el desagüe del lavabo y se preparó uno suave. Después se sentó con su copia de los anuncios clasificados que habían atraído a Scott Mackensen hacia el mundo del gran pecado y empezó a marcar números.
El equipo número uno apareció media hora más tarde. Las dos eran bastante guapas. La más veterana tenía el pelo rojo fuego y pecas, un vestido verde y medias negras de rejilla; más cliché imposible. Su colega era una joven rubia agradablemente rellenita. Ninguna de las dos había estado con Scott y su amigo y ambas se mostraron tensas cuando vieron a un hombre solo en la habitación.
—Tranquilas —dijo Neal—. Solo quiero hablar.
—¿Es que no te gustamos, cariño? —preguntó la del vestido verde, harta de tratar con gente rara.
Neal les pagó su tarifa habitual en efectivo, acompañada de sus disculpas.
El equipo número dos estaba compuesto por dos severas mujeres de pelo oscuro, ojos azules y vestido negro que aceptaron las excusas y el dinero de Neal con una seca mueca de desdén.
El equipo número tres consistía en dos jóvenes irlandesas que se mostraron encantadas con el dinero. El equipo número cuatro era una pareja de negras realmente esculturales y Neal se sintió secretamente avergonzado al darse cuenta de que la negativa se le quedaba atascada en la garganta durante un largo momento. El equipo número cinco afirmaba estar compuesto por madre e hija y, por lo que Neal sabía, puede que fuese verdad. Aquello le hizo preguntarse qué clase de hombre se excitaría ante la perspectiva de realizar un trío con una mujer mayor y otra mujer de al menos veinticinco años disfrazada de Alicia en el puto País de las Maravillas. El equipo número seis llegó a eso de la una: dos muchachas impresionantes con una tarifa no menos impresionante, pero seguían sin ser las adecuadas. En cualquier caso, Neal sintió que se estaba acercando y les mostró la Polaroid.
—Eres difícil de contentar, ¿verdad, guapo?
—Podría decirse así.
—Lo siento. Nunca las he visto. Bueno, pues si esto es todo, nosotras nos marchamos. A ti lo que te va es la frustración, ¿verdad?
No sabe usted de la misa la media, señorita.
Las del número siete se ofrecieron a montar un numerito para él, si le apetecía. Las del número siete eran travestís.
El número ocho era un poli.
Un poli enorme, de anchos hombros encorvados tras tantos años de agacharse bajo techos bajos y puertas pequeñas. Tenía una gran nariz a juego con su gran cabeza. Y ojos tristes de policía. Ojos que lo habían visto todo y desearían no haberlo hecho. Llevaba un traje de tres piezas con gabardina y se negaba a sudar. Neal calculó que tendría cuarenta y muchos años.
—¿Puedo entrar? —preguntó a la vez que entraba.
—Claro.
Los buenos polis asumen control del espacio, y aquel era de los buenos. La mayoría de los polis de pacotilla te plantan la placa en las narices, pero aquel tipo no se molestó. Se sentó e invitó a Neal a hacer lo propio.
—Me llamo Hatcher —dijo—. Soy de la comisaría de la calle Vine. ¿Sabe dónde está?
Neal se sentó en el borde de la cama.
—No.
—Está al otro lado del pasaje Man-In-The-Moon. ¿Sabe dónde está?
—No sé dónde está nada.
Hatcher asintió.
—Está justo frente a la cocina y la lavandería del hotel. ¿Sabe por qué le estoy diciendo esto?
Sí que lo sé, pensó Neal. Podría decirme lo que me quiere decir sin andarse con rodeos, pero está estableciendo un patrón de preguntas y respuestas.
—La verdad, no.
—Este hotel no necesita detective particular, porque puedo presentarme aquí en un instante. No soy el detective del hotel. Soy un inspector del cuerpo de policía de Londres.
—¿Le apetece una copa? Tengo escocés, escocés con agua y escocés con hielo.
—Escocés, gracias.
Neal sirvió tres dedos en un vaso y se lo ofreció a Hatcher. Después volvió a sentarse en la cama y esperó.
—El personal del hotel no ha podido evitar fijarse en el considerable tráfico que ha estado entrando y saliendo de su habitación.
—Estoy buscando a una chica.
—Eso parece.
—Una chica en particular.
—Desde luego que muy particular, señor Carey.
Neal se encogió de hombros e intentó parecer estúpido. No le costó. No había previsto que un policía pudiera inmiscuirse en aquello.
—¿Y todavía no la ha encontrado? —preguntó Hatcher.
—Aún no.
Hatcher le dio un sorbo a su copa.
—Pero pretende seguir con su búsqueda de… el Santo Grial.
—Sí.
Los tristes ojos de Hatcher parecieron entristecerse un poco más. Después miró al suelo antes de volver a mirar a Neal. Era un viejo truco de poli y no sorprendió a Neal. Le sorprendió que surtiera cierto efecto en él.
—No en este hotel, muchacho.
Neal se levantó y se rellenó el vaso. Alzó la botella a modo de invitación, que Hatcher aceptó.
—¿Por qué no? —preguntó Neal.
—Mire, no nos importa un poco de bullarengue. Pero las tiene entrando y saliendo de aquí a un ritmo que enorgullecería a un conejo australiano.
Neal decidió arriesgarse a recibir un puñetazo en las costillas.
—¿Y qué? No es ilegal.
—Es indecente.
—O sea que no les importa que los huéspedes se suban putas, lo que no quieren es labrarse una reputación por ello.
Hatcher negó con la cabeza.
—No me importa que los huéspedes «se suban putas». Solo quiero recibir mi parte.
Neal sonrió.
—Entienda, señor Carey —dijo Hatcher—, que todo esto del teléfono tiende a dejar de lado a los muchachos: los botones, el conserje, aquellos agentes del cuerpo próximos a la edad de jubilarse y que no es probable que sean ascendidos antes de que se fije su pensión… Se echan en falta las comisiones a intermediarios.
—¿Qué me está sugiriendo?
Neal se dio cuenta de que al poli le irritaba tener que especificarlo.
—Le estoy sugiriendo que intente ejercer un poco de control sobre su libido, y que en caso de que se le levante el ánimo, por así decirlo, llame al botones.
Y si lo que pretendiese fuese echar un polvo, pensó Neal, no me importaría hacerlo así. Pero mi única oportunidad de encontrar a Allie es a través del teléfono. Se acercó a la puerta y la abrió.
—Lo siento.
Hatcher no hizo caso de la puerta.
—¿No le importa si echo un vistazo?
—Es su ciudad.
—¿Qué le trae a Londres? —preguntó Hatcher desde el baño.
—Negocios.
—Veo que ha estado ocupado.
Neal sabía lo que venía a continuación.
—Oh, vaya —dijo Hatcher.
Aquí viene.
Hatcher salió del cuarto de baño sosteniendo una funda de plástico de carrete de fotos.
—No es mío —dijo Neal.
Hatcher metió la mano en su chaqueta y extrajo unas esposas.
—Tanto da.
Neal extendió las manos frente a él para mostrar su espíritu de cooperación y dijo:
—¿Qué tal si le cuento lo que de verdad estoy haciendo aquí?
Hatcher regresó a la media hora con los registros telefónicos del hotel.
—El tal Mackensen solo hizo tres llamadas desde su cuarto.
Cotejaron los números de teléfono con los anuncios clasificados. El undécimo coincidía. Neal alargó la mano hacia el teléfono.
—Fuera de servicio, muchacho. Ya lo he comprobado.
—Pero el siguiente número debería ser el del camello.
—Cierto, pero tampoco es de mucha ayuda. Corresponde a una cabina telefónica en Leicester Square.
Llegaron en diez minutos. Hatcher señaló la cabina telefónica. Estaba desocupada.
—Su camello es de los astutos —dijo—. Las chicas sabían que podrían localizarlo aquí. Quizá tenga horario fijo. Distintas cabinas según el momento.
»No me ha pedido consejo, muchacho, pero se lo voy a dar de todas maneras. Déjelo estar. Regrese a Estados Unidos y dígales a su tía y a su tío que se olviden de su hija. Lo que intenta hacer es muy noble, pero… Aunque consiga encontrarla, lo más probable es que usted se vuelva a casa con un navajazo en las tripas antes que con su prima. El main drag[2] no es lugar para alguien como usted.
—Tengo que intentarlo —dijo Neal con un convincente toque de nobleza.
—Como usted quiera.
—Gracias por su ayuda.
Hatcher sonrió.
—Olvídelo. Literalmente.
Neal ordenó la habitación. Recogió las revistas y periódicos y los tiró a la papelera. Abrió una ventana para airear la peste a tabaco. Aclaró los vasos en la pila del lavabo y después se sirvió una copa mientras llenaba la bañera.
No está tan mal, pensó mientras yacía sumergido en agua caliente. No tenía una dirección, pero tenía aquella cabina telefónica. Y su emplazamiento encaja con el relato de Mackensen. Y mañana la tendré vigilada. Y encontraré al camello. Que me llevará hasta Allie.
Claro.