30

Para su gran sorpresa, lo que más le gustaba a Neal eran las mañanas. Siempre había sido una persona noctámbula, pero en la quietud y el frescor de las mañanas de Yorkshire encontró una especie de dicha. Se levantaba mucho antes que Allie, que todavía pasaba malas noches una semana después de su último pico. Mientras ella dormía agotada, Neal encendía el fuego en la chimenea y en el horno y después llevaba agua hasta la bañera. Se obligaba a sumergirse en agua fría, llegando incluso al punto en que le parecía vivificante. Se lavaba el pelo rápidamente, se lo secaba y regresaba trotando al interior para sentarse junto al fuego. Ponía agua a calentar y se preparaba una tetera bien cargada, añadiendo generosas cantidades de leche y azúcar. Después se preparaba una tostada directamente sobre el fogón y se la comía en el exterior con su segunda taza de té. Lo único que echaba de menos era el periódico, pero al cabo de un par de días ya ni siquiera añoraba aquello. No le importaba quién estaba matando a quién, ni siquiera cómo iban los Yankees. Allí arriba no parecía tener importancia.

A veces, con los primeros y frescos brotes del amanecer, pensaba en desaparecer y así burlar todos los problemas que le aguardaban. Sabía que era una fantasía: Graham le seguiría el rastro a través de Keyes; se quedaría sin dinero; Allie se recuperaría y querría que cumpliese su parte del trato… pero le sorprendía lo atractiva que le resultaba. La tranquilidad y la reclusión eran drogas poderosas. Empezó a olvidarse de Colin, de John Chase, incluso del modo en que le había puteado Levine. Ya habría tiempo para abordar todo aquello.

No necesariamente aquella mañana, sin embargo. Ni cualquier otra mañana en particular.

Así que, a veces, leía un libro junto con la segunda y tercera tazas; otras veces se limitaba a sentarse sin más —algo que jamás se le había ocurrido que pudiera llegar a hacer— y a disfrutar de la mañana mientras esta se iba iluminando y templando. Veía cómo la niebla se iba disolviendo por encima del bosque en el valle y observaba al pastor y a su perro conducir a sus ovejas sobre la cresta del risco.

Disponía aproximadamente de una hora de aquella calma antes de que Allie se despertara. La oía bajar cuidadosamente las crujientes escaleras, detenerse y buscarlo en la cocina, y después salir afuera. Traía consigo su taza y se servía el resto del té que quedaba en la tetera. Le gustaba pegajosamente dulce y untaba grandes paletadas de mantequilla y mermelada en la tostada que Neal había preparado para ella.

Hablaban poco durante aquellas mañanas. A veces ella le contaba sus sueños de la noche anterior, pero sobre todo se limitaban a sentarse a escuchar la alborada. En ocasiones Allie se quedaba dormida en la silla un par de minutos, y Neal sabía que sus sueños habían sido desagradables y el descanso intermitente. Otras mañanas, Allie encendía uno de los pocos cigarrillos que le quedaban y se lo fumaba lentamente con largas y profundas caladas. Echaba su silla hacia atrás para contemplar el cielo y Neal no tenía que preguntar ni preguntarse en qué estaba pensando.

Siempre era Allie la que rompía aquel ensueño, levantándose repentinamente y llevando la tetera y las tazas a la cocina. Regresaba un par de minutos más tarde, vestida y con el pelo cepillado, y daba unos toquecitos amables con el pie en la pata de la silla de Neal, el cual solía estar adormilado. Neal se levantaba y daban un paseo hasta lo alto de la colina. La primera vez que lo habían intentado, a los tres días de abstinencia, progresaron lentamente y Allie se tuvo que apoyar en su brazo durante los pocos minutos que estuvieron caminando. Neal sabía que aquello la avergonzaba. Observó cómo su determinación tomaba las riendas a medida que su paseo matutino pasaba a ser un símbolo de su independencia, su cambio de víctima pasiva a participante activa, por lo que Neal siempre permitía que fuese ella quien marcara el paso. Se estaba recuperando con rapidez.

La cresta de la colina fue una revelación, pues caía pronunciadamente por el otro lado hacia un valle profundamente boscoso, que establecía un marcado contraste con la belleza desnuda del páramo. El primer par de veces que alcanzaron la cresta se contentaron con quedarse allí disfrutando de la vista: las pequeñas matas de hierba y los brezos achaparrados que daban paso al lujurioso verde del prado, un arroyo y, más allá, el bosque. Pero a la tercera mañana, Allie se encaminó sin decir palabra ladera abajo, dejando en su mano seguirla o no. Neal lo hizo, si bien a cierta distancia, permitiendo que lo condujera hasta el arroyo. Allí se sentó junto a ella sobre un tronco caído. Allie jadeaba, respirando con dificultad, y tenía el rostro encendido debido al esfuerzo. Sonreía. Permanecieron sentados un largo rato hasta que hubo recuperado el aliento, y el paseo de regreso hasta la casa fue duro para ambos.

—Me vas a deber dieciséis mil dólares, amigo —dijo Allie entre jadeos—, y me habré ganado hasta el último centavo.

Después de aquello, cada día alargaron un poco más su paseo. Encontraron unas piedras sobre las que cruzar el arroyo sin mojarse y que conducían a un sendero natural a través del espeso bosque verde. Hacía fresco allí abajo. Hacía fresco y estaba oscuro. Pájaros que no reconocieron salían volando bruscamente frente a ellos, recriminándoles su intrusión. En ocasiones, Neal y Allie se sentaban en la oscuridad del bosque y escuchaban a los pájaros. Otras, caminaban sin parar hasta atravesarlo por completo, saliendo por el otro lado a un prado delimitado con una valla de maderos. El prado era ovalado y acababa, al otro extremo, en una estrecha puerta que se abría a un sendero que conducía nuevamente ladera arriba hasta llegar al páramo. Un par de mañanas llegaron para encontrarse allí al pastor. El anciano se apoyaba sobre los maderos de la valla, fumando una pipa y sosteniendo una escopeta mientras dirigía los empeños de su perro.

El frenético border collie reunía a las ovejas en un círculo irregular, después el pastor gritaba «¡Puerta!», y el perro conducía a las ovejas a través de la puerta, sendero arriba, ladrando y mordisqueando en los talones a las más recalcitrantes. En otras ocasiones, el pastor se adelantaba un buen trecho, con la mente puesta en zorros y cerveza negra, y Neal y Allie podían oír sus gritos en la distancia. Al perro no le importaba; conocía su trabajo. Con la voz le bastaba. Aquel ritual pasó a ser uno de sus momentos favoritos del día, e intentaron acompasar el paseo a los ritmos del perro y el pastor.

A medida que Allie iba recuperando fuerzas, se ponía más a prueba, conduciéndoles más allá del prado hasta la colina que se alzaba al otro lado. Para su sorpresa y deleite, encontraron un pequeño y profundo estanque en la ladera opuesta de la segunda colina y decidieron que una tarde irían a nadar.

El paseo de regreso era normalmente relajado y sin prisas, pero raras veces hablaban. Era como si temiesen que las palabras trajeran de regreso el mundo real, y el mundo real estaba demasiado lleno de recuerdos, dolor y problemas.

Y la heroína. Y Colin. Y la heroína.

El paseo siempre les despertaba el apetito. Al cabo de la primera semana, Neal se fió de Allie lo suficiente como para dejarla sola en la casa mientras él se dirigía caminando hasta el pueblo para llenar la despensa. No quería atraer más atención de la necesaria llevando el Keble, con su matrícula de Londres y todo lo demás, hasta el pequeño pueblo.

Para comer, preparaban pan con queso y fruta. Sopa de lata en los días más fríos. A veces, gruesas lonchas de jamón con mostaza. El apetito de Allie mejoraba día a día, y en cualquier caso Neal siempre había comido como una yegua embarazada, así que el almuerzo era recibido como un gran acontecimiento. Comían fuera cuando el tiempo se lo permitía, en una mesa que habían hecho con una vieja puerta y dos caballetes. Bebían té frío, limonada azucarada o simplemente agua. A Neal le habría encantado tomarse una cerveza, aunque fuese caliente, pero le daba miedo dejar que Allie tomase alcohol y se sentía igualmente reacio a ser egoísta bebiendo delante de ella.

Tras el almuerzo se echaban una siesta. Allie caía agotada sobre su cama en el dormitorio grande, mientras Neal se acomodaba en la suya del cuarto de invitados. Al principio no dormía, sospechando que el numerito de la siesta pudiera ser un ardid de Allie para escabullirse. Pero su agotamiento era genuino, particularmente si había pasado una mala noche, y el ejercicio y el aire fresco la dejaban exhausta. A él también. Neal intentaba leer, pero se quedaba dormido al cabo de un par de minutos. Uno de esos sueños pesados y profundos. Una tarde subieron las escaleras juntos, llegando al mismo tiempo ante sus respectivas puertas. Permanecieron en el pasillo durante un largo momento antes de que Neal se girase para entrar en su habitación. Cerró la puerta tras él y se dio cuenta de que nunca había hecho aquello con anterioridad. La volvió a abrir rápidamente para ver a Allie todavía allí inmóvil, con expresión dolida y asustada, y los dos soltaron una risa nerviosa. Ella alargó el brazo y le tomó de la mano, le dio un rápido y cariñoso apretón y entró en su dormitorio. Dejando la puerta abierta.

Neal volvió a su cama y se dejó caer sobre ella. Joder, Neal, pensó. Solo «Joder», nada más. Pensaba reflexionar al respecto durante un largo rato, pero en cambio se quedó dormido. Tras aquella tarde, pasó a ser otro ritual. Subían las escaleras juntos, hacían una pausa en el pasillo, se apretaban la mano y se acostaban cada uno en su respectiva cama.

Dormían durante un par de horas, y se levantaban bien avanzada la tarde para preparar la cena y el baño de Allie. Ella comenzó a encargarse de la tarea de calentar el agua, y al cabo de un par de días fue capaz de entrar y salir con facilidad de la bañera, para alivio y a la vez pena de Neal. Las tardes podían dar paso a la pesadumbre, pues era el momento en que las dudas y los temores se acercaban furtivamente junto a la oscuridad. Allie comenzaba a sentir de verdad el ansia y se ponía nerviosa, brusca, hostil.

A menudo llovía a esas horas vespertinas, el día se trocaba melancólico a la par que ellos y el oscuro cielo se burlaba de sus negros pensamientos: los de Allie, centrados en las drogas, sus padres y el amante que había dejado atrás; los de Neal, en la realidad que se le echaba rápidamente encima junto al final del verano, en aquellos mismos padres, en Amigos de la Familia, en candidaturas al más alto despacho y en decisiones que no podría seguir retrasando mucho más tiempo. Ambos pensaban en una verdad que ella no quería saber y que él no quería revelar.

De modo que era un silencio tenso el que impregnaba sus meriendas tardías. Recluidos por culpa del clima, permanecían sentados junto al fuego y sorbían su té, obligándose a concentrarse en la lectura de viejos libros de bolsillo, y el silencio no era algo que compartían sino que les dividía.

Llevaban dos semanas en la casa de campo cuando llegó el visitante. Una tarde Neal regresó de un paseo hasta el pueblo en busca de provisiones para encontrarse a Allie sirviéndole un té al pastor. El collie estaba sentado junto al fuego, saboreando una galletita de avena. La escopeta estaba apoyada en una esquina, tras la puerta.

—Disculpe la intrusión —dijo el pastor levantándose—. Me llamo Hardin.

—Le he visto pastoreando las ovejas —dijo Neal mirando a Allie, que le dirigió una sonrisa cálida y hogareña.

Hardin continuó:

—Su mujer me dice que han venido de luna de miel. Un destino original, desde luego.

De acuerdo, Allie, pensó Neal, si quieres jugar…

—En realidad, estoy escribiendo un libro.

—Cariño, creía que querías mantenerlo en secreto. Neal es muy tímido, señor Hardin… es su primer gran encargo.

Sí, quería jugar, estaba claro.

—¿Y se gana mucho con eso de los libros? —preguntó Hardin.

La piel de su rostro parecía cuero curtido, grabado por el viento y el sol. Unos ojos grises asomaban tímidamente bajo unas pobladas cejas grises, y su tímida sonrisa agrietaba el poblado arbusto de su canosa barba. Largos pelos plateados surgían en volutas de sus orejas. Parecía lanudo, como un viejo carnero.

—Esperemos que con este sí. ¿Permite que le caliente eso? —preguntó Allie.

Se estaba divirtiendo, y Neal no la había visto divertirse demasiado hasta entonces.

—Quizá su hombre quiera un poco —dijo Hardin afablemente.

—Perdona, cariño. Enseguida vuelvo.

Hardin alargó la mano.

—Solo para hacerlo oficial, Ivor Hardin.

—Neal Carey.

—Oooh, su esposa utiliza su nombre de soltera…

—Sí, así es.

—Sea el que sea. ¿Cómo se llama el perro?

—Jim.

—Buen nombre.

—Buen perro.

Allie regresó con una taza de té para Neal, después se sentó. Tenía un par de cientos de preguntas que hacerle a Hardin sobre la vida de pastor, y al cabo de otras tres tazas de té y otras cinco galletitas de avena, este había quedado completamente embelesado. Resultó que vivía solo, desde hacía varios años, y Jim era la única compañía con la que contaba habitualmente. El señor Keyes ya solo iba por allí un par de veces al año, así que Hardin no estaba acostumbrado a ver gente en la casa de campo. Y menos gente tan hermosa como la señora, sin ánimo de ofender.

—La vida en el páramo es solitaria, eso es cierto —concedió—, pero no viviría en ningún otro lugar y el perro está acostumbrado a ello. Hoy día es tan difícil encontrar un perro bueno y trabajador como encontrar a un hombre bueno y trabajador, y cuando Jim entregue la cuchara, supongo que yo también lo dejaré. Me mudaré al pueblo y me convertiré en un incordio para las viudas.

—No puedo imaginarle como un incordio —dijo Allie, y Neal creyó que lo decía sinceramente.

—Muy amable de su parte, señora, teniendo en cuenta que ya me he comido la mitad de sus galletas. La próxima vez que venga de visita espantaré a los grajos del jardín a cambio del rancho.

Señaló con la barba hacia la escopeta y guiñó un ojo.

—No tenemos jardín —dijo Allie.

—Lo sé —respondió Hardin, rematando su pequeño chiste. Todos se rieron excepto Jim, que probablemente ya lo había oído más veces.

Hardin se acabó el té, se guardó una galleta en el bolsillo del abrigo —«Para Jim»— y dijo gracias y adiós. Allie le dijo que pasara cuando quisiera.

Y así lo hizo, generalmente hacia la hora del té.

Fue tras una de las visitas de Hardin, al cabo de una hora o así de jugar a las casitas, cuando Allie se sumió en un repentino silencio. Se mostró titubeante y nerviosa durante veinte minutos y después preguntó:

—Cuando regresemos a Estados Unidos y vendamos el libro… repartamos el dinero… entonces, ¿qué?

Neal tenía preparada una astuta respuesta.

—¿Qué quieres decir?

—¿Yo sigo mi camino y tú sigues el tuyo?

Si supiera cuál es mi camino, Allie…

—No lo sé.

—Oh.

Ella se levantó, entró en la cocina y volvió a salir un minuto más tarde con otra taza de té.

—Creía que yo te gustaba —dijo Allie, quedándose de pie detrás de él.

—Y así es.

—Entonces, ¿por qué no has hecho nada al respecto?

Neal nunca había conocido realmente el significado de la palabra «perplejo». Ahora sí podía decir que sabía qué significaba.

—¡Por el amor de Dios, te secuestré! ¿Qué más podía hacer?

Neal se levantó y salió a pasear bajo la lluvia.

Cuando regresó estaba completamente empapado e igual de confundido que cuando se había marchado. Allie lo recibió en la puerta con una toalla y una manta, y después corrió a la cocina para traerle una taza de té caliente.

—Estás loco —le dijo mientras le frotaba la cabeza con la toalla.

—No te lo voy a discutir.

—Como dicen en las películas —dijo ella con un falso tono de regañina—, más te vale quitarte esa ropa mojada antes de que pilles un resfriado de muerte.

Neal subió las escaleras, preguntándose qué demonios pasaba con él. Aquello había comenzado como un encargo bastante simple y había acabado siendo algo distinto. Estás a la deriva, pensó, y cada vez te alejas más. Alejado de Amigos, jugando a las casitas con una adolescente. Y la única locura que no has cometido hasta ahora es acostarte con ella. ¿Acabas de decir «hasta ahora»? Por el amor de Dios. Estaban a 20 de julio, el tiempo se le estaba acabando y no sabía qué hacer ni cómo hacerlo.

Aquella noche la cena consistió en un simple plato de patatas hervidas con lonchas de jamón frío, y fue más silenciosa que de costumbre.

El crujido de la puerta de su habitación despertó a Neal. Allie estaba allí de pie, vestida con la sencilla camisa de franela que habían encontrado en uno de los armarios.

—¿Estás bien? —preguntó Neal.

—Tengo que hablar contigo.

¿Por qué todas las Chase necesitan hablar conmigo en plena noche?, se preguntó Neal.

Allie se sentó en el borde de la cama, inspirando simultáneamente en Neal ansiedad y fe en la genética. Allie empezó lenta y pausadamente, como si hubiera estado ensayando y le preocupase cada palabra.

—Hay cosas que tienes que saber sobre mí.

Qué curioso, Allie, porque hay cosas que tú tienes que no saber sobre mí.

—Si vamos a ser socios —continuó.

—Adelante —dijo Neal, sintiéndose culpable.

Allie, pensó, ya lo sé.

—Yo… Dios, esto es tan difícil… No me fugué simplemente de casa. Quiero decir que no lo hice sin motivo. Sé que estoy mal de la cabeza.

Se interrumpió y agachó la mirada, clavándola en la basta tela de la manta militar.

—No tienes que contarme nada —dijo Neal—. Somos socios de todas maneras.

—Quiero hacerlo. Hace tiempo que lo llevo pensando.

Neal asintió.

—Mi padre…

Lo sé, cariño, lo sé.

Lentas lágrimas cayeron sobre la manta.

—Él… él y yo… No, él… solía…

Neal se obligó a mirarla, se obligó a alzarle la barbilla y a mirarla a los ojos.

—Supongo… —dijo Allie— que la palabra es «incesto».

Neal le acarició la mejilla.

—Lo siento. Lo siento mucho.

—Las drogas me ayudaban a olvidar… y el sexo… supongo que me ayudaba a tomarme la revancha. No lo sé.

Neal notó las lágrimas de Allie sobre su hombro. Puedes mitigar su dolor, pensó, no todo, pero sí una gran parte. Si tuvieras la mitad de su valor, le dirías la verdad. No es tu padre, Allie. Tienes que vivir con un montón de cosas, pero no tienes que vivir con esa. No es tu padre.

Pero si te lo cuento ahora, podría echarlo todo a perder, y no tengo el valor para arriesgarme. Y lo siento.

De modo que, en cambio, dijo:

—Está bien. Está bien. Eso no cambia nada. Lo has dejado atrás. Lo has dejado atrás.

—No pienso volver nunca.

—No tendrás que hacerlo. No tendrás que hacerlo —entonó suavemente Neal hasta que ella se quedó dormida y él la tumbó a su lado—. No tendrás que hacerlo.

La traición, pensó, es el único desenlace posible de cualquier trabajo encubierto.