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—Hoy —dijo Joe Graham con la más luminosa de sus traviesas sonrisas— vamos a jugar a un juego.

—Estupendo —dijo un Neal de dieciséis años en plena posesión de ese afinado sentido del sarcasmo propio de los dieciséis años.

Estaban sentados en el apartamento de Graham en la calle Veintiséis, entre la Segunda y la Tercera. El piso parecía un quirófano, solo que más pequeño. La encimera de la pequeña cocina resplandecía, y el fregadero, el grifo y las llaves brillaban tan puros como el alma de una niña católica de siete años recién salida de confesión. Neal no conseguía entender cómo un manco podía hacer una cama con las sábanas tan tirantes y ajustadas que podrías cortarte con ellas. El cuarto de baño contenía un retrete que hacía necesarias las gafas de sol, un lavabo igualmente deslumbrante y una ducha, sin bañera. («No me gusta estar tumbado en agua sucia»). Graham se había mudado hacía diez años porque era un barrio de irlandeses tirando a prósperos. Lo que no había previsto era que todos los irlandeses tirando a prósperos se estaban trasladando a Queens. Solo volvían al barrio los sábados por la noche para sentarse en una taberna local a escuchar canciones que conminaban a matar a los ingleses, sanguinarios conciertos puntuados por sensibleras interpretaciones de la temida «Danny Boy».

Aquel sábado en concreto, una tarde inusualmente cálida de otoño, el barrio bullía con los ruidos de los niños que jugaban en la calle, parejas de ancianos que volvían de hacer la compra semanal y vecinos que mataban el rato en la acera, disfrutando del sol.

Neal habría preferido estar disfrutando del sol, sobre todo en compañía de una tal Carol Metzger, con la que había planeado un paseo por Riverside Park y quizá una película. En vez de eso, estaba atrapado en el cargado altar al desinfectante que era el piso de Graham, a punto de jugar a un juego.

—El juego se llama «Escondite y vete a tomar por culo» —anunció Graham—, y las reglas son sencillas. Yo escondo algo y tú te vas a tomar por culo.

—Tú ganas. ¿Puedo irme ya?

—No. Por ejemplo, digamos que he perdido un pendiente…

—¿Un pendiente?

—Limítate a jugar. He perdido un pendiente. Está en algún lugar de este apartamento. Encuéntralo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Yo me voy a tomar una cerveza.

—¿Y yo puedo tomarme una cerveza?

—No. Tú busca el pendiente.

Graham se acercó a la nevera y sacó una cerveza bien fría. Después se sentó en un taburete junto a la encimera de la cocina y abrió el Daily News por las páginas deportivas.

Neal empezó a registrar el apartamento. Si al menos fuera capaz de acabar rápidamente con aquello, a lo mejor Graham le dejaría salir de allí y todavía podría verse con Carol Metzger. El modo en el que su melena castaña le caía sobre los hombros hacía que le doliera el estómago.

Si yo fuera un pendiente, ¿dónde estaría?, pensó. Aquella parecía la manera más lógica de abordar el problema. Miró bajo los cojines del pequeño sofá en el «área de descanso» de Graham.

—Buena idea —dijo Graham.

Ni rastro del pendiente en el sofá. Ni rastro del pendiente bajo el sofá. Ni siquiera había una triste mota de polvo bajo el sofá; ni tampoco monedas, gomas, clips o palillos. Neal miró en la juntura entre el cojín del asiento y el respaldo de la butaca Naugahyde de Graham. Ni rastro del pendiente.

—Las apuestas están a que los Giants pierden de ocho puntos mañana —comentó Graham—. Juegan en casa contra los Colts. ¿Quieres participar?

Neal no se molestó en contestar. Ya se conocía la historia. Graham solo pretendía distraerle, interrumpir su concentración.

Graham continuó:

—Ocho puntos. Es tentador. Pueden ceder un down y aun así conseguirlo. Claro que, por supuesto, los muy cabrones encontrarían algún modo de regalarles un safety en los últimos doce segundos solo para tocarte las pelotas.

—¿Dónde está el condenado pendiente?

—Vete a tomar por culo —dijo Graham en tono complacido.

Había maneras mucho peores de matar una tarde de sábado que torturando a Neal; viendo un partido de fútbol universitario, por ejemplo.

Una desagradable sospecha asaltó a Neal.

—¿Está el pendiente… cómo te diría, en tu persona?

—Eso sería… cómo te diría, taimado.

—Porque si está en tus calzoncillos no pienso buscarlo.

Graham se sintió tentado de decir algo sobre la tal Carol, pero se lo pensó mejor, puesto que el amor adolescente era un asunto demasiado sensible y volátil.

—O sea que si te digo que registres mis cajones, ¿no te lo tomarías a mal?

Neal rebuscó por todos los cajones de la cómoda de Graham. No le resultó demasiado difícil. Los calcetines estaban ordenadamente emparejados, hechos una pelota y organizados por colores. Los calzoncillos estaban doblados. Había pequeños contenedores de plástico para guardar las monedas sueltas. Neal sintió una repentina oleada de esperanza cuando encontró la pequeña bandeja en la que Graham guardaba sus gemelos y los alfileres de corbata, pero ni rastro del pendiente. Tampoco estaba bajo las camisas recién traídas de la tintorería, rígidas entre cartones y papel de gasa, ni debajo de los suéters.

—¡Me has dicho que registrara los cajones!

—¿Y?

—Que no está aquí.

—Vaya.

A continuación, Neal lo intentó en el armario: bolsillos de chaquetas, estantes, todo. En un momento de inspiración, vació la bolsa del aspirador. Nada. Mientras estaba cerrándola de nuevo, Graham se bajó deslizándose del taburete y se le acercó.

—Estás enfocando el problema de manera equivocada, hijo.

—Qué sorpresa.

—La clave para encontrar un objeto es no buscarlo.

—Eso puedo hacerlo.

Graham obvió el comentario.

—No busques el objeto; busca el espacio. No recorras la casa mirando en los lugares en los que piensas que podría estar el objeto; fíjate en lo que es. ¿Entiendes?

Neal negó con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Graham—, tenemos la habitación, ¿de acuerdo? Eso es lo que es. En la habitación se supone que hay un pendiente, ¿verdad? Eso es lo que podría ser. ¿Qué vas a observar, lo que es o lo que podría ser?

—Lo que es.

Graham se estaba animando.

—¡Exacto! ¡Por eso registras la habitación!

—¡Es lo que estaba haciendo!

—No, estabas registrando en la habitación.

Neal se sentó en la butaca.

—Lo siento, no lo pillo.

Graham se acercó a la nevera y sacó una cerveza y una Coca-Cola. Le tendió la Coca-Cola a Neal.

—Vale, te gusta leer, ¿verdad?

—Sí.

Graham se estaba estrujando las meninges.

—Y cuando lees, ¿vas dando saltos por la página? ¿Lees una palabra de aquí, una palabra de allá?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no tendría ningún sentido.

—Entonces, ¿qué es lo que haces?

—Bueno… lees párrafo a párrafo… frase a frase…

—¡De acuerdo! ¡Pues divide la habitación en párrafos! ¡Lee la habitación!

Ahora era Neal el que se estaba emocionando. No acababa de pillarlo, pero la conexión estaba casi allí.

—Sí, pero ¿cómo separas una habitación en párrafos?

—Divídela en cubos.

—¿Cubos?

—Claro. Podrían ser cuadrados, pero los cuadrados solo tienen dos dimensiones, y las habitaciones son tridimensionales. Así pues, registra un cubo cada vez. Regístralo de arriba abajo. No busques el objeto; registra el cubo. Si el objeto está allí, lo encontrarás. Si no, pasa al siguiente cubo.

—Eso tiene sentido.

—¿Qué te parece? Ahora encuentra el pendiente mientras me termino la cerveza y busco oportunidades de inversión —dijo Graham.

Regresó a su taburete y siguió examinando con detenimiento las previsiones deportivas.

Neal lo encontró en el quinto cubo, debajo del radiador.

Alzó triunfal el pendiente. Graham asintió.

—Por supuesto, el sistema de los cubos es bueno cuando tienes que buscar un objeto específico, pero es incluso mejor cuando simplemente estás buscando algo.

—¿Qué quieres decir?

Graham lanzó un suspiro de burlona exasperación.

—A veces, Neal, te envían a un apartamento o a un despacho o a una casa solo para que compruebes si hay algo peculiar, algo fuera de lo ordinario; con el sistema de los cubos, es poco probable que se te pase algo por alto, como por ejemplo un consolador de treinta centímetros en madera de caoba tallado como el monte Rushmore o algo así.

—Porque simplemente estás analizando, no registrando en busca de algo, y por lo tanto no estás limitando tu visión con prejuicios.

—Si tú lo dices, hijo. Seguiremos con esto la semana que viene. Ahora lárgate para que pueda ver cómo Ohio State masacra a Wisconsin en paz.

—¿Hemos terminado? —preguntó Neal, con visiones de Carol Metzger bailando en su cabeza.

—Por hoy.

Neal se dirigió apresuradamente a la puerta.

—¡Neal!

Neal se detuvo en el umbral. Sabía que era demasiado bueno para ser cierto. Graham probablemente iba a enviarle en busca de algo, quizá un envoltorio de chicle marcado con sus iniciales abandonado en algún lugar de Times Square.

—¿Sí?

—¿Tienes dinero para el cine?

¿Cómo lo había sabido?

—Sí…

Graham le tendió un billete de diez dólares.

—Querrás llevarla a algún sitio decente después, cenar algo.

Neal negó con la cabeza.

—Gracias, Graham, pero no quiero…

—Acéptalo. Eres un currante; te mereces algo de dinero para andar por ahí. Llévala a algún sitio donde pongan servilletas.

Neal aceptó el dinero.

—Gracias, Graham.

—Largo; quiero ver la previa del partido.

Neal se marchó. Graham volvió a su periódico, pero su mente estaba más en Eileen O’Malley, que tenía dieciséis años cuando él también los tenía, y unos ojos azules capaces de pararte el corazón.