18

Tenía un aspecto estupendo.

Primero vio su reflejo mientras estaba pasando frente a uno de los restaurantes más caros que flanqueaban la plaza. Neal alzó la vista por casualidad, vislumbró su reflejo y giró la cabeza bruscamente. Ella estaba a escasos centímetros. Tras una cristalera. Y tenía un aspecto estupendo.

Su cabello rubio resplandecía bajo la luz de la lámpara que colgaba sobre ella, e incluso en el interior del sombrío restaurante parecía saludable, viva. En aquel momento se estaba riendo. Llevaba una camiseta negra sin mangas, metida por debajo de unos vaqueros negros, metidos por debajo de unas botas negras que le llegaban hasta los tobillos, como una versión femenina y demoníaca de Peter Pan. Llevaba el pelo corto e irregular, por encima de las orejas, y en el lóbulo izquierdo una delicada cadena de plata que le colgaba casi hasta el hombro. Llevaba carmín rojo sangre. Estaba bebiendo cerveza de una botella. Era una joven hermosa pasando un buen rato. Y estaba colocada hasta las cejas.

Durante un angustioso momento, Neal pensó que no resistiría el impulso de golpear el cristal y gritar: «¡Allie, vamos, llegó el momento de volver a casa!». Pero retrocedió rápidamente, encontró un remolino en el fluir del tráfico y observó. Le sorprendió ser capaz de oír los latidos de su corazón.

Allie estaba sentada con otras tres personas. La primera era un joven aproximadamente de la constitución de Neal. Llevaba la cabeza torpemente rapada y vestía una camiseta imposiblemente sucia que en tiempos inmemoriales había sido blanca. La camiseta tenía varios desgarrones y el mensaje que se joda el mundo escrito burdamente con rotulador en el pecho. Un imperdible le atravesaba el lóbulo de la oreja derecha. Mostraba una dentadura terriblemente espantosa cada vez que reía, lo cual era a menudo, ya que no hacía más que reírle descaradamente las gracias al otro hombre de la mesa, el dominante. La risa del simio adulador. Este no presentaría problemas.

Junto a él se sentaba una joven. Corte de pelo militar, teñido de naranja, morado y amarillo, sombra de ojos, lápiz de labios negro y pechos enormes, apenas contenidos por una chupa de cuero negra. Era corpulenta y llevaba las caderas y el trasero embutidos en unos pantalones también de cuero. Neal apenas fue capaz de imaginar los regueros de sudor que debían de fluir por debajo. Puede que considerarla atractiva fuese excesivo, pero debía de ser lo suficientemente bella para el risitas, que continuamente la estaba sobando. Podría presentarle algún problema, pensó Neal, pero ninguno excesivamente grave.

El tercer individuo sí que era problemático. Era el macho alfa, el líder de la manada. Era su mesa, su fiesta, sus invitados; su Allie.

Estatura media, ancho de hombros, fornido, tipo jugador de rugby. Vestía un traje de color verde oliva con una camiseta negra; calzaba mocasines marrones sin calcetines. Una pequeña piedra que parecía una esmeralda adornaba su oreja izquierda, y tres cortes superficiales recientes se dirigían en línea recta desde su ojo izquierdo hasta el pómulo. La costra estaba aún fresca y Neal supuso que habían sido autoinfligidos. Estaba bebiendo lo que parecía un vaso de tubo lleno de ginebra, al que daba sorbos mientras observaba a Allie y sonreía. Presentaría problemas; en abundancia.

Pronunció alguna nueva perla de ingenio dirigida a Allie que provocó en Que Se Joda un nuevo paroxismo de risa. QSJ probablemente no se daba cuenta de que la broma era a su costa.

Un camarero con pinta de mosqueado se acercó a la mesa. Neal vio en su expresión que nada apetecía más al personal del restaurante que arrojar a aquel cuarteto de punkis al callejón y, quizá, prenderles fuego si surgía la oportunidad y les sobraba una cerilla. Pero los punkis tenían dinero a espuertas. El encargado probablemente solo quisiera darles de comer y sacarlos de allí antes de que los clientes habituales llegaran a la conclusión de que aquello era algo más que un incordio puntual. Los demás clientes ya se estaban poniendo nerviosos, pero parecían demasiado intimidados como para quejarse.

El trajeado pidió para los cuatro.

Neal se echó a un lado un minuto para reflexionar. Tenía que escoger: retroceder y seguirles, o actuar. Seguirles era probablemente la opción más segura. Había una pequeña posibilidad de que el listo se percatara de su presencia, pero lo dudaba. Podía seguirles toda la noche, conseguir una dirección y después preparar con tiempo su siguiente movimiento. Pero también estaba la posibilidad, siempre presente cuando el seguimiento depende de una única persona, de perderlos, y en ese caso habría desperdiciado su única oportunidad.

Por otra parte, si actuaba sin estar preparado podía meter la pata hasta el fondo.

Respiró hondo, se abrió paso entre la multitud de la acera y entró en el restaurante. El maître lo saludo con esa sonrisa acartonada reservada para los que van a cenar solos y que viene a decir: «Estoy obligado a buscarle un sitio, pero debería haberse sentado en la barra, donde no estaría ocupando toda una mesa, así que, por favor, gástese al menos un buen dinero en alcohol». Esa sonrisa.

—Mesa para uno, por favor.

—Sí, señor. Sígame, por favor.

Neal señaló hacia una mesa vacía, situada junto a la silla en la que estaba sentada Allie.

—¿Qué me dice de esa?

—¿Está seguro, señor?

—Con toda certeza.

El hombre se encogió de hombros.

—Como el caballero desee.

Lo acompañó hasta la mesa y le entregó la carta.

—Buen provecho.

¿Y ahora qué?, pensó Neal. Vamos, genio, ¿ahora qué? Podrías alargar el brazo, darle una palmadita en el hombro y decirle: «Te pillé». Podrías explicarle que estás participando en una gincana y que tu misión es devolver a casa a la hija de diecisiete años de un candidato a la vicepresidencia para obtener veinte mil puntos. Podrías… realmente oler su perfume, que era una especie de intensa variedad de almizcle. De repente podrías comprender cómo un solitario profesor de instituto podría…

Tranquilo, muchacho. Vamos a tomárnoslo con calma. Vamos a limpiarnos el sudor de las palmas. Joder, solo has hecho esto unas mil veces y la regla básica es siempre la misma: acércate, permanece cerca y espera a que se presente una oportunidad.

Estudió la carta. Ya que estaba, bien podía aprovechar para al menos sacar una comida decente de todo aquello. Pero no había hamburguesas con queso en la carta. Se decidió por el cordero.

—Camarero. ¡Oh, camarero! —oyó que decía el trajeado.

Así que era un chico local, del East End. Pero hacía una buena parodia de pijo universitario. El agobiado camarero se acercó a la mesa.

—¿Dónde están nuestros filetes?

—Se están haciendo, señor. ¿Acaso los quería crudos?

—Si quisiera oír tus mierdas, te aplastaría la cabeza para ver qué es lo que sale.

Entornó los ojos. No le gustaba que le tomasen el pelo.

—Mátalo, Colin —dijo el risitas.

Un nombre. Colin. Gracias, niño Jesús.

—Si el caballero no está satisfecho… —dijo el camarero.

—El caballero no se va a marchar, si es eso lo que estás pensando. Ahora tráenos la puta comida. En Wimpy’s tienen mejor servicio.

—Y mejor comida también —dijo Risitas en serio.

—Y rapidito —dijo Colin.

—¡Ahora mismo! —recalcó Risitas servilmente.

El grito hizo que todos los presentes alzaran la cabeza.

—Tranquilo, Crisp —dijo Colin—. Esto también tiene su arte. Cómete la ensalada.

—Si no la quieres, me la como yo. Me muero de hambre.

Oh, Allie, si supieras cuánto tiempo llevo esperando para oírte decir eso… o cualquier otra cosa.

Crisp empujó su plato hacia ella.

—Siempre tienes hambre. ¿Cómo es que no engordas?

—Sí, Colin, ¿cómo es posible? —preguntó ella.

Era una broma privada entre los dos.

—A la felicidad por la química, querida —dijo Colin—. Y al amor también.

Vaya por Dios.

—¿Ha decidido el caballero?

La irrupción del camarero sobresaltó a Neal.

—Tomaré el cordero, por favor.

—¿Y el vino, señor?

—Decida usted.

—Gracias, señor.

Colin tenía público de sobra y estaba encantado. Sabía hasta qué extremo podía llegar a molestar a los demás comensales sin obligar al encargado a echarlo. Tenía el tono de voz adecuado, elevado y lo suficientemente brusco, como para trastocar la atmósfera del local. Y no cabía duda de que estaba decidido a amargarle la cena a la clase media.

—Bueno —les preguntó Colin a sus colegas y a cualquier otro que quedase al alcance de su voz—, ¿alguna vez habéis conocido a algún tío de Oxford que no fuese un bujarra?

Crisp intentó seguirle el ritmo:

—¿Alguna vez has conocido a un tío de Oxford?

—¿Yo? No. Odio a los bujarrones.

—¿No será que simplemente odias a los chicos de Oxford? —preguntó Allie.

—Chicos de Oxford, chicos de Cambridge, chicos de Eton, chicos de Arundel… son todos unos sarasas. Lo que hacen entre las sábanas cuando apagan las luces conseguiría hacer llorar a mi madre.

—Tu madre está muerta.

—Igualmente.

—Tengo que ir al baño —dijo Allie.

—¿Otra vez?

—No voy desde hace un buen rato.

¿Detecto un ligero matiz a la defensiva?, se preguntó Neal.

—Pues ve.

—Ven conmigo.

—Ya eres mayorcita. Es el que tiene un monigote con un vestido en la puerta.

—Ya sabes a lo que me refiero.

Sus voces habían bajado de tono. Era un asunto privado. Neal se dio cuenta de que a Colin no le gustaba que interrumpieran su número.

—Más tarde —dijo Colin.

—Vamos, Collie. Ahora ¿Collie? ¿Como en Lassie? ¿Como en guau-guau, ven rápido, Timmy se ha caído al pozo?

—Vamos, por favor…

Neal la miró a los ojos. Nunca conseguía recordar si los ojos eran supuestamente las ventanas o el espejo del alma. A lo mejor ambas cosas, como esos espejos unidireccionales que utilizan en las comisarías y en los grandes almacenes de postín.

Los ojos de Allie se deslizaban hacia lo lloroso. Húmedos y turbios, a pesar de que Neal podría haber jurado que le habían parecido límpidos y perspicaces cuando él había entrado. En la calle Setenta y dos, una mirada como aquella habría atraído a los camellos de varias manzanas a la redonda.

Colin retomó el control.

—Tómate otra cerveza.

Los dedos de Allie comenzaron a hacer una imitación de Buddy Rich sobre la botella. Sus fosas nasales, como suelen decir en las novelas románticas, se inflamaron. A continuación activó el encanto que había aprendido de mamá y papá.

—Solo una pizquita para mi resfriado. Me moquea un poco la nariz.

¿Siempre era así?, se preguntó Neal. Tenía un amigo en Columbia que afirmaba que la vida no era sino un montón de álbumes sobre un tocadiscos automático. El problema es que todos los discos eran el mismo.

Colin le devolvió la sonrisa a Allie. Habían llegado a un término medio.

—Sí, estos resfriados de verano son lo peor. Yo también moqueo un poco. —Se levantó—. Vamos, cariño. Vosotros dos vigilad la mesa, ¿eh? Podéis ir cuando volvamos nosotros.

Los lavabos estaban en el sótano, al final de un pasillo estrecho y oscuro. Allie se apoyó contra la pared mientras Colin la escudaba de la vista y acercaba la cuchara a su nariz. Ella la sostuvo contra una de sus fosas nasales mientras se tapaba la otra con el dedo. Esnifó seca y profundamente y echó la cabeza hacia atrás mientras Colin rellenaba cuidadosamente la cuchara con el contenido del frasquito que llevaba en la mano. Allie esnifó también aquella y meneó suavemente la cabeza a un lado y a otro.

Colin volcó el frasquito una tercera vez para meterse un tirito rápido. A continuación, pasó el meñique de su mano derecha por el borde del frasquito y con la mano izquierda alzó la camiseta de Allie por encima de sus pechos. Frotó suavemente un poco de coca alrededor de cada pezón y se inclinó para lamerlos. Ella se mordió el nudillo del dedo índice y gimió una vez, suavemente, mientras su mano derecha descendía hacia la entrepierna de Colin y la frotaba. Este volvió a bajarle la camiseta. Sus pezones se marcaban contra la fina tela negra.

Colin sonrió y apartó la mano.

—Muy sensual, cariño. Muy agradable. Ahora sé una buena chica y vuelve a subir. Tengo que usar el tigre.

Allie pasó rozándose con Neal en la escalera. El casi alargó la mano para agarrarla. Sin embargo, la ignoró y siguió a Colin hasta el interior del servicio de caballeros.

Para descubrir que Dios se lo había servido en bandeja de plata. Colin había colgado su chaqueta sobre la puerta de uno de los cubículos.