19
—¿Sí, señor? —preguntó el maître al ver a Neal junto a su atril.
—Alguien ha perdido la cartera. Quisiera entregársela.
—Oh, cielos. Muy amable de su parte, señor.
El maître echó un vistazo al interior de la cartera de Colin y consiguió enmascarar la oleada de emociones que henchía su alma.
—Sí, señor. La dejaré aquí hasta que alguien la reclame.
Neal volvió a sentarse. Colin y compañía estaban devorando alegremente sus filetes, la conversación había dado paso a la gula. En cualquier caso, comían como cerdos, como para no decepcionar a nadie.
Neal disfrutó de su cordero. Postre, café y… ya veremos adonde nos lleva esto, pensó.
Evidentemente, el maître había compartido las buenas nuevas con el resto del personal, que no perdió ni un instante para conducir a Colin por un caminito de rosas hacia la destrucción. Un buen camarero es capaz de acortar o alargar una cena únicamente con un par de palabras e inflexiones bien escogidas, y aquellos tipos eran verdaderos artistas. Habían empezado a tratar a Colin como al duque de Cresta-en-Moco, sugiriendo costosos extras en un tono que daba a entender que solo unos roñosos se negarían a ello. Colin, impulsado a partes iguales por la ginebra, la cerveza, el vino, la cocaína, la promesa de sexo y la pura arrogancia, apenas opuso resistencia.
—¿Pudin, señor?
—¿Un brandy quizá, caballero?
—¿Un licorcito con el café, señor?
(¿Una cuenta equivalente al producto nacional bruto de Paraguay, señor?).
Y finalmente:
—Su cuenta, caballero.
—Gracias, jefe.
La mesa estaba sembrada con los detritos de una gloriosa bacanal que habría enorgullecido a Squire Weston y sus diez hambrientos amigos. Crisp mostró su plena satisfacción con un eructo que hizo temblar la escala de Richter.
Colin se limpió los últimos restos de su tercera mousse de chocolate de los labios y metió la mano en su chaqueta para sacar la cartera. Rebuscó en un bolsillo, después en el otro; después en los bolsillos de los pantalones, tanto los delanteros como los traseros. Se puso de pie.
El camarero arqueó divertido una ceja. Aquello fue el colmo.
—¡Algún cabronazo me ha robado la puta cartera!
—¿Qué me dice, señor?
El maître se acercó y estiró el cuello ostentosamente, asegurándose de que todos los presentes en el local estuvieran observando. Y así era.
—¿Algún problema, caballero? —preguntó.
—¡Algún bastardo hijo de perra me ha robado el dinero!
El maître no cabía en sí de gozo.
—Estaremos encantados de aceptarle un talón.
—¡No tengo talonario, coño!
—Vaya por Dios.
Allie se rió por lo bajini. Una mirada de Colin la hizo callar.
—¿Tarjeta de crédito, caballero?
—Claro, me roban la cartera y me devuelven las tarjetas —gritó Colin.
Crisp se levantó de la mesa.
—Vámonos y punto. Se nos ocurre entrar en un lugar que parece decente y resulta que está lleno de chorizos.
El maître seguía imperturbable.
—¿Cómo pretende pagar su cuenta, caballero?
—Ya volveré con el dinero.
—Me temo que eso no va a ser posible, caballero.
—¡Soy perfectamente capaz de pagarlo!
—Con qué, esa es la cuestión.
—¡Con el dinero de mi puta cartera!
Ahora el maître era el amo de la función. Generaciones de music hall a sus espaldas le habían proporcionado la réplica perfecta.
—Oh, sí… —un, dos, tres—, ¡su cartera! —dijo, alzando los ojos al cielo para regocijo de su público.
Neal supo que aquel era el pie para su entrada.
—Disculpe, a lo mejor está hablando de la cartera que le he entregado antes.
El maître enrojeció y clavó la mirada en Neal; sus ojos lo acusaban de la más ruin de las traiciones. Estaba intentando decidir si marcarse un farol o no. Había muchísimo dinero en la cartera. Neal aumentó la presión.
—Sí, la cartera que he encontrado en el aseo de caballeros. Se la he entregado a usted —dijo con un poco de acento callejero neoyorquino en la voz para que Colin lo oyera.
—¿Qué? —bramó Colin.
El maître no apartó la mirada de Neal mientras siseaba:
—Harry, ¿nos han hecho entrega de alguna cartera?
—Iré a mirar.
—Gracias, Harry.
—Debería romperte la cara, tío —le dijo Crisp al maître.
—Calla —dijo Colin.
Estudió el rostro del maître, memorizando los detalles. La tipa con el corte de pelo militar morado y naranja estaba paseando la vista por todo el restaurante, asegurándose de que todo el mundo presenciaba su reivindicación. Allie sonreía desde detrás de una servilleta. El camarero regresó.
—¿Es esta? —preguntó. No era tan buen actor como su jefe.
—Sí, esa es —dijo Colin, arrebatándosela.
El maître no se dio por vencido.
—¿Tiene algún documento identificativo, caballero?
Colin abrió la cartera, en cuyo interior llevaba una foto de sí mismo.
—¿Contento?
—Feliz.
Colin lanzó un fajo de billetes sobre la mesa.
—Quédate el cambio. Esta te la guardo, jefe. —Después se dirigió al resto de los comensales—. ¡Y para todas las felices parejas que nos están escuchando, espero que esta noche folléis tan bien como os van a follar en este sitio! Vamos, peña —dijo, conduciendo a su pandilla fuera del restaurante.
Vale, bien, ¿y ahora qué?, pensó Neal. Has establecido contacto, así que ahora no te queda más remedio que perseverar. De otro modo, si te limitas a intentar seguirles y te ven, estarás jodido. Has traspasado el umbral, así que ahora ha llegado el momento de sonreír y saludar.
Dejó un billete de diez libras sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta. El maître lo detuvo.
—Gracias, señor, por haber devuelto la cartera del caballero —dijo con una sonrisa tan fría como sus tenedores en hielo para ensalada—. Espero que algún día podamos hacer algo igualmente útil por usted.
—¿Como forzarme a engullir paté con un cucharón?
—Algo por el estilo, señor, sí.
—Suena divertido. Ahora apártese de mi camino.
—Tenemos prisa por ir a reunimos con nuestros nuevos amigos, ¿eh, señor?
El maître no se movía y Colin y compañía sí. Neal vio que el otro camarero que había soportado la mayor parte de los agravios se hallaba de pie justo a sus espaldas. Por Dios… ¿atacado por una pandilla de camareros airados?
Neal sonrió afablemente.
—Sabe, por lo general, los cabroncetes altaneros como usted intentan mantener a la gente como yo fuera del restaurante, no atraparla dentro.
—Solo queríamos expresarle nuestra gratitud, señor.
Tic, tac, tic, tac. Cada segundo que permanecía allí tratando con aquellos gilipollas, Allie se alejaba más de él. Neal se preguntó si la policía estaría ya de camino. Oh, bueno, qué coño, pensó. Cruzó las manos frente a su pecho y agarró al maître por las solapas. Después enderezó las manos con un movimiento seco, haciendo que el rígido cuello almidonado del maître presionara contra su arteria carótida. El mundo empezó a nublarse ante los ojos del maître, que perdió el equilibrio y cayó sobre Neal. Neal lo agarró, le dio la vuelta, se lo entregó a su sobresaltado camarero y salió corriendo por la puerta.
El primer paso, se dijo, es perderse entre la multitud. No querrás que el camarero adopte una de esas simpáticas poses en plan «¡Se fue por allí!» para la policía local. El segundo paso es divisar a Colin y los Niños Perdidos antes de que vuelvan a desaparecer en una ciudad de trece millones de sudorosos habitantes. Así que decide, chaval, derecha o izquierda en cuanto salgas por la puerta, y desea con todas tus fuerzas que te sonría la suerte. Neal habría preferido lamer hasta el último retrete de Cleveland antes que tener que explicarle a Graham y a Levine cómo había sido capaz de perder a Allie Chase después de haber estado sentado justo a su lado en un restaurante. Eligió girar hacia la izquierda y se sumergió entre la multitud de turistas que ahora abarrotaban la calle.
La mayor parte de la gente no sabe cómo maniobrar entre una multitud, pero la mayor parte de la gente no se ha pasado toda la adolescencia siguiendo a Joe Graham por Chinatown los días de mercado o Quinta Avenida abajo en Navidades. Neal bendijo en silencio al malévolo gnomo mientras se abría paso rápidamente entre el gentío hacía Leicester Square, ya que suponía y esperaba que aquel fuese su destino más probable. Sabía que la gente, cuando se enfada, camina deprisa, y también que tiende a dirigirse a lugares familiares para recuperar la calma. Y Colin estaba bien cabreado.
A Neal le pareció vislumbrar fugazmente la cabeza de Crisp bamboleándose entre la muchedumbre, como a media manzana de distancia, pero luego la perdió. Si Colin llegaba antes que él a Leicester Square sin que Neal pudiese ver hacia dónde se dirigía después, todo estaría perdido. Colin podría tomar cualquier dirección desde el extremo sur de la plaza, dejando a Neal como única opción la de adivinar y registrar a la desesperada todos los pubs locales. Aceleró el ritmo, encontrando y aprovechando hasta el último hueco entre la multitud. Se abrió paso hasta el extremo de menor aglomeración, suponiendo que podría echar a correr y quizá incluso llegar a la plaza antes que Colin. Fue entonces cuando el policía lo agarró.
Neal alzó la mirada hacia el rostro del enorme bobby que había interpuesto un brazo por delante de su pecho.
—Cuidado, muchacho —dijo el policía—. ¿Es que quieres que te atropellen?
Neal vio el bordillo de la acera bajo sus pies y se dio cuenta de que había estado a punto de salir a la calzada, donde ahora hasta los taxis pasaban velozmente ante él. El ritmo de su corazón aminoró hasta el de una simple carrera mientras forzaba una sonrisa y decía:
—No, señor. Gracias.
Pensó que antes habría preferido ser atropellado por el puto taxi que perder a Colin y Allie, que era exactamente lo que estaba sucediendo. Para entonces debían de haber alcanzado ya la plaza y, a menos que pensaran pasar allí el rato, puede que hubiese echado a perder su última oportunidad.
La luz del semáforo cambió y Neal cruzó la calle a la carrera hasta alcanzar la amplia acera que formaba la esquina noroeste de Leicester Square. Ni rastro de Colin ni de Allie, ni de la chica con corte de pelo militar ni de Crisp. Nada de nada. De hecho, era imposible ver una mierda con toda aquella gente allí en medio. El desagradable zumbido del pánico retumbó en sus oídos durante un segundo. Entonces tuvo una de esas ideas de «a lo mejor funciona». Atravesó la acera norte, alejándose de la plaza, y ascendió corriendo un tramo de las escaleras situadas a la entrada del edificio de la esquina. Se trataba de un restaurante en un segundo piso que disponía de un par de mesas con vistas a la plaza. Entró. El local estaba abarrotado y había cola esperando. Neal se abrió paso hasta el maître. (Nunca habría sospechado que su vida fuese a quedar de tal manera en manos de los maîtres de Londres).
—Caballero —dijo este en un tono de voz que le indicó a Neal que aquellos tipos debían de estudiar todos en la misma academia—, ¿acaso no se ha percatado de que hay personas haciendo cola detrás de usted?
—Había quedado con unos amigos —dijo Neal—, y llego con mucho retraso.
—¿Y el nombre de sus amigos, señor?
Tic, tac, tic, tac. A lo mejor el viejo truco de las solapas…
—Lord y lady Hectare —dijo Neal, poniéndose de puntillas y saludando con la mano a una anciana pareja sentada junto a la ventana.
El desconcertado caballero devolvió tímidamente el saludo, justo a tiempo de que el guardián de la puerta pudiera ver el gesto.
—Traiga otra silla, ¿quiere? —dijo Neal antes de que el maître hubiera tenido ocasión de consultar su lista de reservas.
Neal se la estaba jugando a que el maître no le tocaría las narices a ningún amigo de la nobleza y se encaminó directamente hacia la mesa, inclinándose sobre la pareja y mostrando su sonrisa más zalamera.
—Hola —dijo Neal mientras escudriñaba por la ventana—. No me conocen ustedes de nada, pero solo necesito permanecer aquí un instante y mirar por la ventana.
Oteó la plaza de izquierda a derecha, de más lejos a más cerca, y quizá…
—Pero… vamos a ver —estaba diciendo el anciano.
—De eso se trata —respondió Neal—. Me ha parecido ver un poco frecuente ejemplar de palomo de Bumbailey posándose hace un momento en un árbol de la plaza. No podía pasar por alto la oportunidad de verlo y añadirlo a mi lista.
—¡Un palomo de Bumbailey! —exclamó la mujer—. ¡Yo tampoco he visto nunca ninguno! —Se volvió para mirar por la ventana.
—¿Qué cojones…? —dijo el anciano.
—En realidad, creo que es hembra. Por supuesto, solo he llegado a atisbarla brevemente.
Y allí estaban, dirigiéndose hacia el extremo occidental de la plaza, sin detenerse en lo más mínimo, planteándole a Neal la perfecta elección de Hobson. Podía quedarse allí y seguir observándolos hasta que se perdieran de vista, o podía bajar corriendo a la plaza y perderlos.
—Llevo mis binoculares de la ópera en el bolso —estaba diciendo la mujer.
Neal no le prestó atención. Estaba tragando el amargo sabor de haber metido la pata hasta el cuello. Palomo de Bumbailey… y tanto. Estaba a punto de echar a correr hacia las escaleras para intentarlo fútilmente cuando oyó un sonido de tambores y platillos y vio que Colin y su trío se detenían en seco e intentaban dar media vuelta. Demasiado tarde. Una multitud se agolpó tras ellos y por delante aparecieron los Hare Krishna, unos cincuenta como poco, avanzando en fila india hacia el extremo oeste de la plaza en perfecta formación. Neal sonrió de oreja a oreja al ver que los krishna que la encabezaban comenzaban a trazar un círculo alrededor de Colin y Allie. Quizá exista un Dios, después de todo, pensó. Hare Krishna, Hare Hare.
—¡Creo que lo veo! —gritó la mujer. Otros comensales se volvieron para mirarla—. Un palomo de Bumbailey —explicó ella pacientemente.
—Creo que mejor me marcho —dijo Neal—. Gracias.
Regresó al vestíbulo.
—¿Algún problema, señor? —preguntó el maître.
Neal lo miró de arriba abajo con disgusto.
—Ese no es lord Hectare —dijo.
Después fue a unirse al desfile.
Muy impresionantes, estos Hare Krishna, pensó Neal mientras se unía al grupo de espectadores por un extremo. O sea, siempre pensamos en ellos como en cabezas de chorlito, pero saben cómo organizar un desfile. Y Colin ciertamente parece muy feliz, atrapado en medio de sus intrincadas y abigarradas telas, con la cara completamente enrojecida y la mirada clavada en el suelo, mientras Allie se ríe y canta al compás.
Neal se abrió camino alrededor de la cantarina procesión hasta situarse en el camino de Colin. Se encontró de pie junto a la estatua de Charlie Chaplin. Siempre dispuesto a aprovechar un accesorio escénico, Neal se apoyó despreocupadamente contra la estatua, de frente, observando a los Hare tintinear, tamborilear y canturrear con expresión absorta y distante. Pura flema. Aquello también le dio tiempo para recuperar el aliento y dejar de sudar a mares.
Fue lo primero que vio Colin cuando las figuras de la procesión finalmente despejaron su camino. Colin miró más allá del último y danzarín krishna para divisar a Neal, sonriéndole con un pie apoyado sobre la estatua. Colin no creía en las coincidencias. En su negocio, igual que en el de Neal, hay una palabra para las personas que creen en las coincidencias: víctimas. Respondió a la sonrisa de Neal y se encaminó precavidamente hacia él. Neal no se movió ni alteró la sonrisa. A Colin aquello no le gustó ni un pelo. Aquel era su terreno.
Neal lo observó acercarse y también observó a Crisp aproximándose por su izquierda. Un pequeño error táctico, pensó Neal, ya que siempre deberías jugártela a que el adversario es diestro y situarte en una posición que te permita inmovilizarle esa mano antes de que pueda hacerle algo desagradable a tu jefe. A menos, por supuesto, que estés armado con algo mucho más desagradable y no te importe utilizarlo. Neal alejó aquel feo pensamiento de su cabeza y siguió sonriendo mientras Colin se encaraba con él. Neal habló primero.
—Me ha gustado tu número en plan Alex y los Drugos en el restaurante.
—No era ningún número, machote.
—No te ofendas, pero todo el mundo tiene un número.
—¿Cuál es el tuyo?
Colin seguía sonriendo, pero Neal vio el filo tras la sonrisa. Le entraron ganas de echarse a llorar y decir que todo había sido un error. Sin embargo, dijo:
—Robo carteras.
Los ojos de Colin se volvieron fríos como los de un asesino. La sonrisa se desvaneció en un ceño fruncido. Negó lentamente con la cabeza mientras Crisp aguardaba la orden para hundirle el cráneo a Neal. Este pudo ver a Allie por detrás del hombro de Colin, observando la escena con una petulante mueca burlona. Neal sabía que podría esquivar el primer golpe de Crisp. Era el segundo y el tercero los que le preocupaban, eso por no hablar de si Colin se animaba a participar. Una brillante idea, pensó, esta de limitar tus movimientos contra una estatua. Muy astuto. Colin habló al fin.
—¿Por qué has tenido que decirme eso, pinfloi? Con lo bien que te lo habías montado, devolviéndome la cartera y tal… ¡y ahora tienes que joderla diciéndome que has sido tú!
Neal no estaba seguro, pero le pareció que el discurso tenía el tono lastimero provocado por la gota que colma el vaso en un mal día. Percibió que Colin estaba más avergonzado que furioso, y casi comenzó a respirar de nuevo. Por otra parte, había visto a individuos avergonzados hacer todo tipo de barbaridades.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora, eh? —continuó Colin—. Me has puesto las pelotas en el torno y debería romperte los dedos por chorizo, ¿eh? ¡Pero también te estoy agradecido por habernos sacado las castañas del fuego en el restaurante! ¿Cómo se te ocurre ponerme en una posición como esta?
—Estaba aburrido, supongo.
Colin lo miró directamente a los ojos. O bien aquel tipo estaba loco o era el personaje más fardón que había visto desde que se había mirado al espejo aquella mañana.
—Bueno, machote —empezó a decir, y después lanzó una carcajada—, si son emociones lo que estás buscando…
Cuidado con la hospitalidad del sociópata. Es lo que pensó Neal Carey mientras se apoyaba contra la pared de ladrillo para vomitar, lo cual hizo que su nariz volviese a sangrar.
Había comenzado de manera más o menos tranquila, con un par de pintas en un agradable pub de Garrick Street. Colin hizo de anfitrión y presentó a Neal en sociedad, comenzando por su séquito.
—Este es Crisp —dijo—. Lo llamamos así porque es lo único que come: patatillas. Lo conozco desde hace media vida y creo que nunca he sabido su nombre real.
—Toco la guitarra —dijo Crisp.
—Encantado.
Colin le presentó a la muchacha del pelo morado.
—Esta es su jamba, Vanessa.
—Yo al único que me como es a Crisp —dijo ella con un acento sorprendentemente de clase media.
—Y esta —dijo Colin con orgullo, dejando evidentemente lo mejor para el final— es Alice, yanqui, como tú.
¿Alice?, pensó Neal. ¿Alice? ¿Las mejores escuelas que puede ofrecer Norteamérica y eso es todo lo que se te ocurre? Le tendió la mano.
—Encantado. ¿De dónde eres?
Allie no le estrechó la mano y tampoco sonrió.
—Kansas —dijo. Sus ojos azules lo desafiaron a llamarla mentirosa.
—Bueno, Dorothy, ya no estás en Kansas.
—Se llama Alice. Es de California.
Qué astuta, Alice, pensó Neal. ¿Qué mejor manera de intensificar la fantasía de un británico urbanita que una dorada muchacha de la soleada California?
—He estado allí. ¿De qué parte de California?
Allie no lo dudó ni un instante.
—Stockton. Una verdadera letrina.
Neal le sonrió. No se te da mal, Allie, nada mal.
—Nunca he estado en Stockton.
Ella siguió sin devolverle la sonrisa. Solo le miró inexpresiva y dijo:
—Tampoco te has perdido nada.
¿Tampoco te has perdido nada? No te pases, nena.
—Esta ronda la pago yo —dijo Neal.
El camarero sirvió cuatro Guinness de barril.
—¿Y qué te trae por Londres, Neal? —preguntó Colin—. ¿Qué viento te trae hasta nuestra verde y agradable tierra?
¿Un camello que cita a Blake? Esto cada vez se vuelve más surrealista.
—Trabajo.
—¿Y en qué consiste exactamente?
—Soy policía.
Puede que Colin no se atragantara del todo con su cerveza, pero desde luego esta no bajó de la manera suave y agradable que lord Ivey tenía en mente cuando la fermentó.
Era tan divertido de ver que Neal dijo:
—Detective privado.
Ninguna reacción por parte de Allie, ni un parpadeo.
—¡Venga ya! —gritó Colin.
—Palabra de boy scout. He venido para proteger a un ejecutivo estirado que está comprando antigüedades o qué sé yo.
—¿Y has pensado que ya que estabas podías ganarte unos cuantos billetes al margen?
—¿Por qué no?
—Y cuando has visto mi chaqueta colgando sobre la puerta del cagadero has pensado que era de un turista cualquiera…
—Pero cuando me he dado cuenta de quién era, he pensado que más me valía devolverla.
Veamos ahora lo grande que tienes el ego, pensó Neal. Si te tragas esa…
—Has hecho bien en pensarlo —dijo Colin.
—… es que tienes un alto concepto de ti mismo.
—Un placer —dijo Neal, mirando lo justo por encima del hombro de Colin para dedicarle su mejor sonrisa de canalla encantador a Allie.
—¿Y tú de dónde eres? —preguntó ella. No lo decía por cumplir.
—Nueva York, Nueva York. Una ciudad con tantas emociones que hay que nombrarla en dos ocasiones —respondió Neal.
Sabía que uno de los errores cometidos a menudo por los encubiertos inexpertos era inventar un engaño demasiado grande como tapadera. Cuanto más se acerque a la realidad, menos oportunidades de verte descubierto por tus propias mentiras, particularmente cuando todavía estás tanteando el terreno.
—La Gran Manzana —dijo Colin, mostrando su cultura cosmopolita.
Allie le susurró algo a Colin al oído. Neal no consiguió oírlo.
—Más tarde —dijo Colin. Ella volvió a susurrar.
—He dicho que más tarde —respondió nuevamente Colin. Un velo de irritación cubrió su rostro. Se volvió hacia Neal.
—Entonces, ¿andas buscando emociones, machote?
—Si tienes…
La mejor descripción que podría hacerse de la sonrisa de Colin sería «traviesa».
—Oh, algunas tenemos, no temas. ¿Cuál te apetece más?
Extendió la palma para mostrarle unas cápsulas de speed brillantes como el petróleo.
En la tele, pensó Neal, este es el momento del episodio en que el astuto detective privado encuentra una manera de decir que no u oculta hábilmente las pastillas en la palma de su mano y finge sentir los efectos. Pero eso sucede principalmente porque la serie está patrocinada por Quaker, marca que dejaría de anunciar sus cereales si el héroe se colocase por cualquier razón o motivo. A menos, por supuesto, que los villanos lo tuviesen inmovilizado y le echasen la sustancia por el gaznate. Entonces la cámara se vuelve borrosa. Pero aquello era la vida real, por lo general más complicada que la televisión y a menudo más borrosa.
Neal aceptó una de las cápsulas y la engulló con un trago de cerveza. Colin repartió el resto.
—Vamos al Club —dijo Allie—. Quiero bailar. ¡Y me refiero a bailar!
—¿Qué pasa con tu cliente? —preguntó Colin.
—¡Tengo un par de horas!
—Entonces, vamos al Club.
El Club era la típica cueva, solo que más primitiva que aquellas a las que estaba acostumbrado Neal en el Soho neoyorquino. Si Nueva York era cromañón, aquel lugar era neandertal. En realidad no tenía ni nombre.
—No lo sé, machote —había explicado Colin al preguntarle—. Simplemente lo llamamos el Club.
Neal se sintió como si estuviera siendo aporreado por el grupo de música, que sí tenía nombre: Escoria Asesina. Eran los teloneros de los cabezas de cartel de la noche: La Reina y Toda Su Familia.
—¿En qué parte de la ciudad estamos? —gritó Neal sobre la barahúnda.
—¡Earl’s Court! —respondió Colin.
Se abrieron paso a codazos hasta la barra. Allie, Crisp y Vanessa se habían unido a la masa bamboleante en la pista de baile. El local olía a cerveza y sudor.
Neal le dio un largo trago a su cerveza, con lo cual consiguió dos cosas: se familiarizó más con la orina de caballo de lo que jamás hubiera creído posible y obtuvo tiempo para pensar. Aquella última actividad empezaba a resultarle cada vez más complicada. Una especie de imposición. El grupo tocaba a un compás de cuatrocientos por cuatro.
Colin estaba en mejor forma farmacológica que Neal, y menos ciego, de modo que la pausa en la conversación se alargó notablemente, como suelen hacerlo las cosas en Anfetamina Tiempo Estándar. Pero las siguientes dos o tres décadas le dieron a Neal una oportunidad para estudiar a Allie, lo cual, después de todo, era el objetivo de todo aquello. Harás bien en tenerlo en mente. Allie bailaba con un movimiento frenético y violento que amenazaba con arrancarle la cabeza del cuerpo. Y se lo estaba pasando en grande.
Los Escoria, tal como eran conocidos por sus amigos, cambiaron de tercio para atacar una balada romántica sobre «follar hasta dejarlo rojo y pelado» y el guitarra solista parecía estar demostrando la técnica con una serie de movimientos pélvicos que habrían enviado corriendo al mismísimo Elvis a una reunión de la iglesia revivalista. El grupo redujo su estructura armónica a la sublime simplicidad de un único acorde, lo cual tenía cierto sentido, teniendo en cuenta el asunto tratado. En cualquier caso, el público parecía encantado. Por supuesto, la mayoría de ellos llevaban imperdibles atravesados en las orejas o las narices, lo cual indicaba cierta tolerancia al dolor. Todos sudaban en sus pantalones de cuero y tela vaquera.
Neal vio a Vanessa y a Crisp dando saltos de watusi sobre la abarrotada pista. De vez en cuando, Crisp divertía a otros juerguistas escupiéndoles un chorro de cerveza a la cara, lo cual parecía ser una forma de saludo aceptada. Neal buscó a Allie con la mirada y la vislumbró de pie frente a la plataforma de obra que hacía las veces de escenario. Un velo de sudor destelló sobre su pelo rubio mientras mecía la cabeza a un ritmo completamente propio.
Lento. Una cadencia moderada en mitad del frenético rock and roll. Allie no quería su amor rojo y pelado; lo quería lento y suave.
—Hermosa, ¿verdad? —preguntó Colin. Había visto la mirada de Neal.
—Sí.
—Se mira pero no se toca, Neal.
—Sin problema.
No te preocupes, Colin, viejo cabrón, pensó Neal. Solo voy a robarte a tu amada y me la voy a llevar de vuelta al otro lado del gran charco. Tanto si ella quiere como si no.
Oh, bueno, hora de jugar.
—Pero un poco difícil de controlar, ¿no? —preguntó Neal.
—¿Alice? Qué va.
Neal le dio otro pequeño estrujón en los huevos de la mente.
—Si tú lo dices… —dijo sonriendo.
Vio que los pequeños nudos en la mandíbula del chulo se tensaban. Colin le dio un rápido trago a la cerveza y dejó la botella con fuerza sobre la barra.
—Ya —dijo.
Colin se abrió camino entre el gentío hasta el lugar en el que se encontraba Allie, con los ojos cerrados, contoneando suavemente el cuerpo. La agarró de los hombros, la enderezó y, gentilmente, le alzó la barbilla con la mano izquierda. Ella abrió los ojos y le sonrió. Colin la abofeteó con fuerza con la mano derecha. Los ojos de Allie se abrieron mucho y se llenaron de lágrimas.
Neal controló el impulso de intervenir. Demasiado pronto para interpretar al caballero andante, pensó. Además, Colin lo apalearía y sus amigos patearían lo que fuese que dejara de él.
Colin acarició la marca roja en la mejilla de Allie, después retrocedió y la volvió a golpear, esta vez con tanta fuerza que su cabeza salió lanzada hacia atrás.
Qué gran idea, Neal, pensó este. Hasta ahora estás haciendo un trabajo estupendo para mejorar la vida de esta chica.
Observó mientras Colin permanecía inmóvil, con las manos a los costados, mirando fijamente a Allie. Ella intentó contener las lágrimas mientras hundía la barbilla en el pecho y clavaba la mirada en el suelo. Sin alzar la mirada, extendió los brazos ante ella. Al cabo de un par de segundos que duraron una semana, Colin la atrajo hacia sí y la abrazó. Allie enterró el rostro en su pecho y lo agarró con fuerza. Era siniestro, pero Neal había visto cosas peores en cócteles de sociedad en Westchester. Lo que hizo de aquello algo especialmente repulsivo fue que Colin buscó a Neal con la mirada y le dirigió una sonrisa. ¿Alice difícil de controlar? Ya.
¿Dónde he visto esta mierda antes?, se preguntó Neal. Ah, sí, durante media vida. Un chulo es un chulo es un chulo. Ven con papá. Ups, mala elección de palabras.
Neal observó mientras Colin y Allie empezaban a bailar. Ella realizó una recuperación básicamente milagrosa y comenzó a moverse con la música. Como el mal arte imitando a la mala vida, el grupo cambió de tema, arrancándose con una intensa canción protesta que el público parecía conocer.
Era una especie de himno. Neal no averiguó el título, pero el estribillo decía: «Quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo». La multitud lo coreó con una pasión que solo podía surgir de un sentir profundo, y Neal se descubrió avergonzándose de la condescendencia que llevaba sintiendo toda la noche. Aquella era una canción de los desposeídos, un rabioso cri de coeur nacido de mil años de clasismo. La gente bailaba girando violentamente, brincando y chocando unos con otros, receptores vicarios de ira mutua. Ninguna intención de hacerte daño, colega, pero quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo.
La furia informe creció como una oleada alrededor de Neal, arrastrándolo a su paso. Sintió su rabia, la compartía. Rabia ante la desesperanza; ante la vida de tu padre, y de tu abuelo y de la tuya propia, todos viviendo del paro en el mismo puto piso de protección oficial, en la misma puta calle con los mismos putos vecinos bajo el mismo puto calor. Rabia contra los pijos con su puta BBC y sus putos acentos de Oxbridge, que nos niegan la entrada a ti y a mí. Así que quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo. Furia ante lo inútil de seguir esforzándose cuando cada empleo es la misma humillación pensada para convertirte en un lameculos, y ¿quién necesita al Partido Laborista y sus programas sociales de mierda? Así que quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo.
Neal meneó la cabeza para despejársela y fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que ya la tenía despejada. ¿Quién coño habría esperado que los Escoria Asesina fuesen elocuentes, mucho menos articulados? ¿Y acaso no sentía él cosas muy parecidas? ¿Como una rabia genuina contra las clases adineradas cuyas inmundicias limpiaba para ganarse la vida? ¿En cuyos salones entraba y cuyo escocés se bebía cuando se metían en un lío? ¿Acaso no era él su perro pastor? ¡Ve a buscar a mi hija, Fido, buen chico! Y de repente se sintió como un traidor en aquel local, y la furia se inflamó en su interior y quiso darle una paliza de muerte al senador John Chase y decirle que se fuese a tomar por culo, y coger el barquito de Ethan Kitteredge y estrujarlo entre sus manos y arrojarle los pedazos a la cara y decirle lo que podía hacer con su educación de escuela privada, a saber: quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo; y se sorprendió uniéndose al baile y al estribillo, girando sobre sí mismo, dando cabezazos, brincando y chocando contra los demás danzantes mientras la música palpitaba por todo su cuerpo y él escuchaba la letra sobre tu maldita y apestosa familia que nunca comprenderá nada, cegada por la basura patriótica de un país putrefacto y agonizante, encerrada en interminables bloques de pisos que conforman una prisión insoportable y, Dios… ¡lo entendía todo! ¡El rotundo, pasmoso y anestesiante puto aburrimiento que suponía todo ello! Nunca puedes escapar de tu clase, así que deja de intentarlo.
Y después estaba bailando con Allie; no bailando, en realidad, sino entrechocándose, hombro contra hombro, riendo, cantando, salpicándose mutuamente el sudor. Y Neal la derribó al suelo, le hizo perder el equilibrio, pero Allie volvió a levantarse de un brinco con una carcajada y giró sobre sí misma, después se abalanzó con el hombro contra el pecho de él y lo tumbó. Y quémalo, destrózalo, fóllatelo, derríbalo. Rómpelo, arráncalo, hazlo añicos. Dos mil años de civilización para obtener ¿qué? ¿El senador Chase para vicepresidente? Entonces Allie lo agarró y le hizo dar vueltas y le dio un empellón y Neal se encontró bailando con Colin. Agarrados de las manos, empujando hacia delante y hacia atrás, entrechocando los pechos, gritando con toda la fuerza de sus pulmones el estribillo que ahora había pasado a ser un cántico frenético. Neal miró a Colin y se vio a sí mismo, en otro país, en otro tiempo. Derríbalo. Derríbalo. Un acorde golpeando contra las paredes en un alarido de furia. Hare Krishna, Hare Hare. Derríbalo. Entonces Neal y Colin cayeron al suelo hechos una madeja sin cuerda mientras la canción terminaba con un estruendo de timbales y yacieron juntos allí, riendo y riendo, y riendo más aún cuando Allie se arrojó de bruces sobre ellos, agitando el pelo de modo que su sudor salpicara los rostros de ambos.
Neal escuchó el sonido de los latidos de su corazón y notó que respiraba con violencia, y en aquel preciso momento y lugar tomó ciertas decisiones respecto a Colin, Allie, Kitteredge y él mismo.
Allie se aseó en el baño de mujeres. Se quitó la camiseta y se echó agua por encima, se puso desodorante y una pizca de perfume entre los pechos. Sacó una blusa de seda de color azul marino del bolso y se la puso sobre los vaqueros, después se esmeró con su pequeño kit de maquillaje. Se pintó expertamente los ojos, usando apenas un trazo de rímel, luego un poco de colorete; un carmín rojo sangre remataba el look: informal, caro, un poco peligroso.
—Brutal —dijo Colin. Después gritó a través de la puerta—: ¡Neal, colega, entra a tomar el té!
Neal le echó un vistazo a Allie y supo que ya había visto antes aquella película.
—¿Para qué te maqueas así?
—No para qué. Para quién.
—Ah.
Colin sirvió una generosa dosis de cocaína en su cucharita y la sostuvo para Allie. Ella suspiró.
—¿Algo más, cielo?
—Más tarde.
—Siempre más tarde —dijo Allie.
De todas maneras esnifó la coca, vaciando dos cucharillas con la habilidad que da la práctica.
Colin se metió un tiro y le ofreció una cucharilla a Neal. Él la aceptó y notó el curioso sabor metálico en lo más profundo de su garganta. No era una cocaína muy buena.
Colin le tendió a Allie un pedazo de papel.
—¿Quieres que envíe a Crisp contigo?
Allie negó con la cabeza.
—Es un trabajo sencillo. Ya nos conocemos de otras veces. Nos vemos en el piso.
Le dio un besito en los labios, se despidió agitando la mano y salió por la puerta. Neal no dijo nada; prefirió dejar que fuese Colin quien sacase el tema, si quería.
—Solo es sexo, ¿verdad? —preguntó Colin.
—Claro.
—Necesito una pinta.
—Yo invito.
El grupo se había tomado un descanso. Uno podía oírse hablar. Y pensar.
—¿Te ha gustado?
—Sí.
—No se andan con demasiadas chorradas. La mayor parte del rock se ha convertido en una gilipollez, ¿sabes? Como si hubiesen olvidado de qué va todo el rollo.
—Es algo físico.
—Va de vivir el presente y de olvidarse de todo lo demás. En cualquier caso, no hay futuro, así que olvídate de él. Por mí, no me importaría demasiado que el IRA volase toda la ciudad, empezando por el palacio de Fuckingham.
—Tú quieres matar a los ricos. Yo solo quiero su dinero.
Palabras más ciertas, Neal, viejo amigo, palabras más ciertas.
—Para obtener su dinero, tienes que tragarte sus mierdas.
—No si lo haces bien.
Colin le miró de manera diferente.
—Quizá hablemos de ello.
—Quizá.
Salieron del Club a eso de las dos de la madrugada. Neal tenía un buen colocón debido al speed, la coca y solo Dios sabía cuántas pintas. Su cabeza retumbaba con los efectos combinados de las drogas, el alcohol, el ruido y la persistente preocupación de no saber dónde estaba Allie. A lo mejor debería haberme despedido y seguirla. A lo mejor quiere una salida y solo está esperando a que se le presente una oportunidad. A lo mejor podría haberla agarrado en el hotel al que sea que haya ido y decirle «He venido a rescatarte», y haberla llevado directamente a Heathrow y haber subido al primer avión. A lo mejor. Pero lo más probable es que lo hubiera echado todo a perder.
De modo que se quedó de marcha con Colin, Crisp y Vanessa.
—Puedes pasar la noche en mi queli —dijo Colin.
—No, gracias. Tomaré un taxi hasta el hotel.
—No a estas horas de la noche ni en este barrio. Vamos, puedes dormir en el suelo y volver al hotel mañana.
—Las calles no son seguras a estas horas de la noche —dijo Crisp—. Mucho gamberro suelto. —Sonrió como un caballo viejo que regresa al establo.
—Vale, de acuerdo.
Caminaron por las monótonas calles, flanqueadas por bloques de pisos, tiendas de chucherías y quioscos de prensa. Todos los locales tenían echado el cierre y pocos coches circulaban por la calle. Una zona muy aburrida. Hasta que se cruzaron con los paquis.
Eran cinco y estaban picados. Picados como si estuviesen borrachos. Picados como si estuviesen cabreados. Cinco inmigrantes paquistaníes más corpulentos que la media, vestidos con polos de colores chillones, vaqueros blancos y mocasines negros. Parecían un grupo de música en una boda barata. Bloquearon la acera.
—Hola, Colin —dijo su líder.
Su musculatura impresionó a Neal.
—No te llamarás Alí, ¿verdad? —preguntó Colin en tono jovial—. De hecho, ¿no os llamáis todos Alí?
El nombre de Alí era, de hecho, Alí. Y no estaba contento.
—¿Y tu pandilla, Colin?
—Follándose a tu madre, supongo.
Para que no quedara duda, Crisp apostilló:
—¿Por qué no os volvéis todos a Paquistanilandia, que es donde deberíais estar, cerdos apestosos?
Alí sonrió y dijo:
—Colin se cree que ahora es un hombre importante porque tiene protección en el main drag. Pero, Colin, esto no es el main drag y aquí no tienes protección alguna.
—Verás, Neal —dijo Colin—, has venido a toparte con lo que la BBC llama «tensiones raciales». No nos gustan los paquis. No nos gusta que nos quiten nuestros trabajos, nuestros pisos, nuestras tiendas y nuestros parques. No nos gusta que nos llenen la ciudad con innumerables mocosos y con sus feas esposas. No nos gusta su sucio color, su apestosa comida, su pelo grasiento, su mal aliento ni sus caras feas y estúpidas. Lo único para lo que sirven es para proporcionarnos a los pobres como nosotros un pequeño hobby. Nuestra versión del tiro al pichón: apalear al Paqui.
—Sí, Neal —dijo Alí en un tono de voz que denotaba que estaba dispuesto a cualquier cosa—, pero una de las principales características de apalear al Paqui es que los blancos necesitan siempre doblarnos en número.
Extrajo una cachiporra de piel de siniestro aspecto del bolsillo de sus vaqueros.
Neal Carey odiaba las peleas. Odiaba las peleas por varios motivos. Uno: le parecían una estupidez. Dos: eran aterradoras y la gente salía malherida. Tres: se le daba mal pelear y, por lo general, era uno de los que salían malheridos.
—En otra ocasión pues —dijo Neal, y rodeó a Alí para seguir su camino.
Aquello podría haber funcionado, de no ser porque Colin tenía una pregunta que le quemaba en los labios:
—Dime, ¿quién toma por culo en los meaderos de King’s Cross, tu padre, tu madre o los dos?
La cachiporra salió disparada y habría provocado un daño considerable en la sesera de Colin de haber impactado, solo que él ya no estaba allí. La había esquivado agachándose y le había abierto a Alí un profundo corte desde la cadera hasta la rodilla con un solo mandoble de navaja. Alí cayó de rodillas y dejó escapar un grito que Colin silenció rápidamente con una patada de futbolista en la boca.
Mientras tanto, Crisp reaccionó de muy malos modos a una maliciosa patada en las pelotas, volviendo a erguirse con la botella de cerveza que llevaba en la mano y reventándola contra el mentón de su atacante. Imperturbable, el joven paquistaní le dio un puñetazo a Crisp en el costado de la cabeza y se rompió dos nudillos, de modo que estaba un tanto distraído cuando Vanessa le golpeó en la garganta con una cadena.
Neal se sentía considerablemente agradecido de que su oponente no pareciese acarrear arma alguna y estuviese dispuesto a atizarse de manera honorable y masculina. Neal adoptó la posición: la mano derecha junto al pecho, lista para golpear; la mano izquierda en alto para bloquear los derechazos del oponente. Bloqueo y contragolpe. Solo que aquel tipo era zurdo y su puñetazo golpeó de lleno a Neal en la nariz. Y le dolió. Y le dolió incluso más cuando lo hizo por segunda vez.
Neal quería derrumbarse, algo que siempre le había funcionado en el gimnasio, pero supuso que caer allí al suelo únicamente invitaría a que le plantasen una bota sobre el cuello o una patada en la cara, de modo que se sostuvo en pie y esperó a que el muchacho forzase su suerte con un tercer puñetazo, cosa que hizo. Bendiciendo la falta de imaginación de su atacante, Neal se desplazó hacia la izquierda y esquivó el puñetazo para lanzar un potente gancho de izquierda contra el estómago del muchacho. Que me aspen si no funcionó. El muchacho se dobló sobre sí mismo y Neal aprovechó para lanzarse sobre él, tirarlo al suelo e inmovilizarlo.
Colin estaba sacándole la mala leche a palos al último paquistaní cuando Vanessa vio el coche patrulla que doblaba la esquina.
—¡Agua! —gritó.
Colin interrumpió su combate y agarró a Neal por la parte trasera del cuello.
—¡Corre como un bastardo!
Neal no estaba del todo seguro de cómo corría un bastardo, pero asumió que Colin debía de estar poniendo en práctica su propio consejo, de modo que lo siguió. Corrieron durante varias manzanas antes de escabullirse por un callejón, donde se apoyó contra la pared, jadeó en busca de aire, vomitó y comenzó a sangrar de nuevo.
El piso de Colin fue una sorpresa.
No debería haberlo sido, pensó Neal. Los chulos y los camellos siempre ganan dinero, incluso los recién llegados al negocio, como Colin. El piso no era ni mucho menos lujoso, pero estaba en una zona no muy mala del degradado Earl’s Court. Era un segundo sin ascensor, pero amplio y sorprendentemente bien cuidado. La sala de estar era espaciosa y una puerta acristalada daba a un pequeño balcón. La cocina no era pequeña, pero ciertamente estaba poco aprovechada. Una cafetera y una tetera descansaban sobre el fogón, junto a un bote de Nescafé y otro de azúcar.
El dormitorio de Colin era grande y oscuro, con una persiana completamente opaca que permanecía bajada incluso en plena noche. Neal se había esperado la cama de agua y el póster del Che Guevara. Se había esperado las cinco cerraduras que protegían la puerta principal. No se había esperado el caro televisor del salón, ni el costoso equipo de música, ni, sobre todo, las estanterías de tablas y ladrillos atestadas de volúmenes de poesía encuadernados en rústica: Coleridge, Blake y Byron. Colin se lo montaba bien.
Colin desapareció en su dormitorio y volvió a salir con una cachimba de hachís.
—Toma. Esto te ayudará a relajarte.
Entró en la cocina y salió con hielo envuelto en un paño. Se lo tendió a Neal.
Neal se pegó la fría tela a la cara. Era una sensación maravillosa. La nariz le había comenzado a palpitar. Volvió a palpársela y decidió que no estaba rota.
Le encantaba trabajar de encubierto.
Colin encendió la pipa, le dio una larga calada y se la pasó a Neal. Este negó con la cabeza. Sabía cuándo había tenido suficiente.
—Es suave, Neal. Grifa para críos.
Neal aceptó la pipa e introdujo el hachís en sus pulmones. Lo retuvo durante un largo momento y a continuación exhaló. Era mil veces mejor que el Ovaltine.
Del dormitorio pequeño salían ruidos carnales.
—La violencia pone cachonda a Vanessa —explicó Colin.
—¿Merece la pena?
—Para Crisp, sí.
—¿Cómo se llama de verdad?
Colin se encogió de hombros y dio otra calada. Le ofreció la pipa a Neal. Neal declinó. Sabía cuándo había tenido más que suficiente.
—Me voy a sobar un rato. Te traeré una sábana.
Papi Colin.
Neal acababa de tumbarse cuando llegó Allie. Oyó su largo suspiro y la oyó poner la tetera al fuego y aguardar impacientemente de pie hasta que el agua empezó a hervir. Neal escuchó mientras removía la leche y el azúcar y después se acercaba de puntillas a la puerta del dormitorio. La oyó abrirla y volverla a cerrar, y le sorprendió oírla regresar nuevamente de puntillas al salón. Allie se terminó el té mientras miraba por la ventana. Después, Neal la oyó quitarse los zapatos y los vaqueros y notó que se tendía a su lado.
—Échate para allá y pásame un poco de sábana.
—Si sale Colin…
—Solo quiero dormir.
—¿Y él lo sabe?
Otro suspiro de Allie.
—No está solo.
—Ha venido a casa solo.
—¿Y?
—Oh.
—Chico listo.
Neal decidió intentarlo.
—¿Te gusta vivir así?
—Sí. ¿Ahora quieres callarte y dejarme dormir un rato?
Querido papá, lo estoy pasando de maravilla. Ojalá estuvieras aquí. Por cierto, esta noche estoy durmiendo con Allie Chase.
Se despertó dolorido. Notaba la nariz como si se la hubieran machacado con un puño, y el resto del cuerpo le dolía de indignación moral. Tenía sed de resaca y entró en el cuarto de baño para beber un poco de agua.
Allie estaba sentada sobre el taburete, las rodillas recogidas bajo el mentón. Se inclinaba con una gracia conmovedora, equilibrando la jeringuilla sobre una pequeña vena entre los dedos de los pies. Se estaba concentrando mucho y únicamente se percató de la presencia de Neal tras haber apretado con cuidado el émbolo. Alzó la mirada hacia él mientras la heroína la golpeaba. Una pequeña dosis, pero allí estaba.
—Bueno —dijo Neal—, dicen que el desayuno es la comida más importante del día.
—No se lo digas a Colin.
—No es asunto mío.
—Eso mismo.
—¿No sabe que te chutas?
—¿Qué ha pasado con lo de que no era asunto tuyo?
—Esa mierda es mala para la salud.
—Pero me sienta tan bien…
Allie se levantó, volvió a guardar su instrumental en el bolso y pasó junto a Neal en dirección al salón, donde volvió a tenderse en el suelo para observar el techo.
Neal la siguió y se tumbó junto a ella.
—¿Cuánto hace que te metes tentempiés?
—Vaya, qué enterados estamos, ¿no? Hace un par de semanas. No lo sé.
—Un hábito caro.
—Me lo pago.
—Estoy seguro de ello.
—No soy una adicta.
—No he dicho que lo fueras.
Allie se puso de costado para alejarse de él.
—Sabe que me chuto. No sabe cuánto.
Se quedó adormilada.
Neal apoyó los pies sobre la barandilla del balcón y echó con cuidado la silla hacia atrás. Los últimos rayos del sol de la tarde caían agradablemente sobre su rostro. Se había duchado y afeitado, había tomado prestada una camiseta limpia de Colin y ahora estaba sorbiendo una taza de amargo Nescafé, camino de sentirse al menos remotamente humano. Allie estaba bien cubierta por la sábana y dormía profundamente. Crisp y Vanessa habían salido a buscar comida y Neal y Colin se habían acomodado en el balcón.
Colin iba vestido de andar por casa. No llevaba camiseta y se había puesto unos vaqueros y botas de motorista. Unas gafas de sol de espejo protegían sus ojos del áspero resplandor del día.
—Los domingos son un fastidio, así que descanso —le estaba contando a Neal—. Demasiados ciudadanos en la calle y los policías no quieren verte por en medio. Aunque la noche del domingo está bien.
—Debería irme yendo —dijo Neal bostezando.
—¿Para qué?
—El trabajo.
Colin se estiró como un gato.
—Para que luego hablen del zorro y las gallinas.
—En estos casos no me la juego.
—Una lástima.
—¿Acaso estafas tú a tus clientes?
—Nunca.
Permanecieron sentados un rato en silencio. Neal pensó en lo que estaba tramando, después intentó no pensar más en ello. Le hacía sentirse un miserable.
—¿Mueves mucha mandanga, Colin?
—No demasiada. Un poco de hachís, un poco de coca…
—¿Heroína?
—No. No es que me importe, pero… la tela, colega, la tela. —Colin se frotó el pulgar contra los demás dedos, el signo universal del dinero—. Para entrar en el negocio del jaco necesitas un buen montón de vil metal.
—¿Y las chicas?
—¿Qué es esto, la BBC?
—Solo estamos conversando.
—Tengo un par de amigas que prefieren cobrar a cambio. Yo solo obtengo una tarifa de intermediario.
Ya, yo también cobro tarifa de intermediario, pensó Neal. Por así decirlo.
Colin echó la cabeza hacia atrás para recibir mejor los rayos.
—Yo aún era un mocoso cuando la movida hippie. Paz, amor, todas esas mierdas. Los putos Beatles con su gurú indio. Los putos sitares…
—Y que lo digas.
—Esto del punk… afirma que el mundo es una mierda. Bebe, colócate, date el gusto. Es lo único que hay. Cosas tan bellas me gustan a mí…
—Acabamos de volver de unas vacaciones en Francia —dijo Colin—. Hemos bebido, nos hemos colocado y nos hemos dado el gusto en un sitio distinto.
¿Ah, sí? ¿Ah, sí? Neal no tardó ni un instante en asimilar aquello. ¡Así que los héroes del proletariado estabais en alguna playa francesa mientras yo me pelaba las pelotas sudando en el main drag buscándoos!
—Colin, tú aspiras a la clase media.
—Aspiro a acumular una cantidad indecente de pasta.
—¿Sí?
—Como lo oyes.
—A lo mejor sé dónde podrías conseguirla.
Se produjo lo que podríamos calificar de silencio significativo.
—¿Dónde?
Neal volvió a apoyar las cuatro patas de la silla en el suelo, dejó la taza sobre la barandilla y se levantó. Se estiró y bostezó.
—Hablaremos.
Palmeó a Colin en la cabeza y se marchó.
Déjales siempre con ganas de más, pensó.