Prólogo

LA VISITA DE PAPÁ

Nunca debería haber abierto la puerta.

No es que Neal Carey fuera descuidado; sabía perfectamente que cuando abres una puerta, nunca puedes estar del todo seguro de qué es lo que vas a dejar entrar.

Pero estaba esperando a Hardin, el viejo pastor que acudía cada tarde a la hora del té para compartir un whisky con él. Estaba lloviendo —llevaba lloviendo cinco días sin parar— y lo cierto es que Hardin ya debería haber aparecido para «remojar el gaznate y espantar el frío».

Neal se ajustó el cárdigan de lana con más fuerza alrededor del cuello, acercó la silla un poquito más a la chimenea y se encorvó aún más sobre la mesa para seguir leyendo. El fuego libraba una valiente pero infructuosa batalla contra el frío y la humedad, excesivos incluso para el mes de marzo en los páramos de Yorkshire. Neal le dio otro trago a su café e intentó concentrarse de nuevo en la lectura de Ferdinand Count Fathom, de Tobías Smollett, pero su cabeza no estaba por la labor. Llevaba leyendo todo el día y lo que le apetecía ahora era un rato de charla y un poco de whisky. ¿Dónde demonios se había metido Hardin?

Miró por el ventanuco de la casa de piedra y fue incapaz de ver nada a través de la niebla y la tupida lluvia, ni siquiera el camino de tierra que ascendía desde el pueblo. La suya era la única vivienda en aquella parte del páramo, y aquella tarde Neal se sintió más aislado que nunca. Normalmente le gustaba dicha sensación —únicamente bajaba paseando hasta el pueblo una vez cada tres o cuatro días para comprar provisiones—, pero aquel día ansiaba algo de compañía. La casa solía resultarle acogedora, pero aquel día le estaba pareciendo sofocante. La única lámpara de luz eléctrica no servía de mucho para atenuar la penumbra reinante. A lo mejor simplemente se había cansado de estar encerrado; llevaba allí siete meses, completamente a solas salvo por las visitas de Hardin, con sus libros como única compañía.

De modo que cuando oyó los golpes no se lo pensó dos veces. No miró por la ventana ni abrió una rendija, ni siquiera preguntó quién era. Simplemente se levantó y abrió la puerta para dejar entrar a Hardin.

Solo que no era Hardin.

—¡Hijo!

—Hola, papá —dijo Neal.

Fue entonces cuando Neal Carey cometió su segundo error. Se limitó a quedarse allí de pie, cuando debería haber cerrado de un portazo, inmovilizar el tirador con el respaldo de la silla y huir saltando por la ventana trasera sin volver la vista atrás.

Si hubiera hecho todo aquello, nunca habría terminado en China y Li seguiría viva.