14
El apartamento de Simon ocupaba la primera planta de una casa de Regent’s Park Road, una calle tranquila no demasiado lejos del parque zoológico; un buen barrio para un piso franco. Simon era el propietario de toda la casa, pero le había alquilado la planta baja a una respetable pareja de gays casados.
Después de todo, explicó Simon mientras ascendían la estrecha escalera hacia su apartamento:
—Me paso la mayor parte del tiempo en África, de modo que conservar todo el edificio parecía poco práctico.
El piso era pequeño. Un salón con vistas a la calle ocupaba todo el ancho del apartamento. Desde el salón se accedía a una pequeña cocina y a través de la cocina se llegaba al dormitorio y al baño.
Dos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo avivaban el salón. Junto a uno de ellos, había un catre. Simon dejó la bolsa de Neal junto al catre.
—Este es tu sitio, al menos hasta que me marche la semana que viene. Espero que estés cómodo.
—Es estupendo —dijo Neal.
Después se fijó en las paredes. Se le cayó la mandíbula a los pies.
Simon se dio cuenta.
—Mi otro vicio —dijo—. Me gustan los libros.
No era una broma. Toda la estancia estaba forrada con estanterías que, a su vez, estaban atestadas de primeras ediciones. Una mesa camilla en el centro de la sala resistía bajo el peso de voluminosos catálogos. Pilas de libros se acumulaban en cada esquina y hueco libre. Neal se acercó a la pared más cercana y observó los lomos de los libros en la estantería. Muchos de ellos eran memorias de exploradores del siglo XIX —Burton, Speke, Stanley—, todos primeras ediciones. Después Neal vio los volúmenes de Fielding y Smollett.
—Simon, esto es fantástico.
Simon se animó visiblemente.
—¿Te gusta leer?
Neal asintió mientras escrutaba los volúmenes.
—¿Qué lees? —preguntó Simon.
—Esto —respondió Neal, señalando las estanterías—. Precisamente esto. En rústica.
—Puedes tocarlos.
—No, mejor no.
—No se desharán entre tus manos.
Neal realmente temía que sí lo hiciesen; libros tan preciados, tan antiguos. Pensó que podría pasarse el resto de su vida felizmente en aquella habitación.
—¿Coleccionas? —preguntó Simon.
—Soy un estudiante muerto de hambre.
—Creía que eras detective privado.
Neal sonrió.
—Eso también.
Y tampoco es que eso dé mucho dinero, pensó.
—¿Qué estudias?
—Literatura del siglo dieciocho.
—Curiosa combinación, detective y académico.
A Neal se le ocurrieron varias respuestas secas e irónicas, pero se conformó con decir:
—Bueno, ambas ocupaciones requieren investigar.
—Ciertamente.
Una palanca no habría sido capaz de separar los ojos de Neal de la estantería.
—¿Cuál es tu autor favorito? —preguntó Simon.
—Estoy haciendo mi tesis sobre Smollett.
—Aah.
Eso es lo que dice todo el mundo, pensó Neal. Lo que quieren decir es: Aah, qué aburrido.
Simon se acercó a la estantería y sacó cuatro volúmenes. Le tendió uno de ellos a Neal y aguardó expectante mientras Neal lo hojeaba.
Era una rara primera edición, primer volumen, de Las aventuras de Peregrino Pickle de Smollett.
Neal nunca había esperado llegar ni siquiera a ver una, y ahora la tenía entre sus manos.
—Simon, esto es una primera edición.
Simon sonrió de oreja a oreja.
—La versión sin expurgar de 1751. Pero es mejor aún.
Le hizo un gesto con la barbilla a Neal para que examinase el libro.
—Notas manuscritas en los márgenes…
Neal estudió las notas con más atención. No se podía creer lo que estaba viendo, pero desde luego parecía la garrapateada caligrafía de Smollett. Pasó la mirada del libro a Simon y alzó las cejas.
Simon asintió con entusiasmo.
—De mano del mismo Smollett. Una maravilla. Comentarios de lo más perverso sobre las personas reales a las que estaba satirizando, pequeñas digresiones, ese tipo de cosas.
La mano de Neal comenzó a temblar.
—Simon, esto es…
—El Pickle.
—Solo corren rumores de su existencia.
Simon rió traviesamente.
—Lo sé.
—Esto debe de valer…
—Yo pagué diez por ellos.
—¿Diez mil?
—Sí.
—¿Libras?
—Sí.
Neal tragó saliva. Las anotaciones de aquellos cuatro volúmenes podían impulsar su tesis. Demonios, podían impulsar su carrera… Le devolvió el libro a Simon.
—Ojo, podría venderlos por veinte o más. En realidad debería hacerlo. Tampoco soy un gran entusiasta de Smollett, sin ánimo de ofender.
—En absoluto.
Solo un puñado de individuos eran entusiastas de Smollett, y el profesor Leslie Boskin de la Universidad de Columbia era uno de ellos.
Simon cogió los volúmenes y los dejó sobre la cama de Neal.
—Conozco a un coleccionista, el condenado Arthur Kendrick… el condenado sir Arthur Kendrick, que sospecha que los tengo. Pagaría el rescate de un rey, puedes estar seguro.
—¿Y por qué no vendérselos?
—Ese cerdo no ama los libros, ama poseerlos. Los considera mercancía, inversiones. Es indigno de ellos. —El rostro de Simon se arreboló por la indignación—. Lo cierto es que eres una de las pocas personas que saben que los tengo. Una de las pocas personas que saben siquiera que estos volúmenes existen.
—Me siento honrado.
—Tú amas los libros. Puedo verlo. Espero que tengas oportunidad de curiosearlos mientras estés aquí.
Yo también lo espero, pensó Neal.
—Lo cierto —dijo Neal, dándose cuenta de que acababa de decir «lo cierto»— es que tengo que ponerme en marcha. Pasaré la noche en mi hotel.
El rostro de Simon mostró su decepción.
—Oh. Esperaba que tuviésemos la oportunidad de hablar de libros. Mañana a primera hora me marcho a mi casa de campo. Solo dos o tres días, antes de partir para África. ¿Estás seguro de que no preferirías acompañarme? Tampoco puedes andar tan apurado de tiempo.
—Me temo que sí.
—Una lástima. Mi casa de campo está en los páramos de Yorkshire. Una antigua cabaña de pastores, en realidad. Muy tranquila. Un lugar en el que oír los latidos de tu corazón. Te dejaré las señas por si cambias de idea.
—Gracias.
—Al menos quédate a cenar. Hablaremos de libros.
La cena consistió en un bistec más duro que el trasero de un jockey, verduras hervidas hasta la insipidez, patatas, macedonia de lata, un vino tinto sobre el que se podía caminar y una conversación enteramente dedicada a los libros. Neal pensó que, en conjunto, fue una delicia. Lo único que podría haberla mejorado habría sido la presencia del profesor Leslie Boskin.