4
Con cuarenta años, Ethan Kitteredge parecía más joven de lo que Neal se había esperado. Un mechón de pelo rubio caía sobre su frente y los ojos azules que miraban intensamente desde detrás de sus gafas de montura metálica. Medía en torno al metro setenta y cinco, calculó Neal, y debía de pesar setenta y siete o setenta y ocho kilos. El cuerpo bajo el traje gris de banquero parecía en forma: tenis o frontón.
Después Neal dejó de jugar a Sherlock Holmes, porque el Hombre le estaba tendiendo una mano, sonriente.
—Usted debe de ser el señor Carey —dijo.
Su apretón fue firme y rápido; nada que demostrar.
—Y usted es el señor Kitteredge.
Muy listo, Neal, pensó este para sí. Una maravillosa primera impresión.
—He oído hablar mucho de usted —dijo Kitteredge—. ¿Qué tal va su posgrado?
—Justamente, debería estar haciendo un examen mientras hablamos. Por lo demás, va muy bien, gracias.
Graham encontró en el suelo algo fascinante en lo que clavar la vista. Levine miró fijamente a Neal y negó con la cabeza.
—Sí, he charlado sobre esa cuestión con el profesor Boskin —dijo Kitteredge. Si se había molestado, no lo demostró—. Ha farfullado no sé qué sobre ponerle un «Incompleto».
—Le agradezco el detalle, señor Kitteredge, pero me gusta acabar lo que empiezo.
—Precisamente. Caballeros, por favor, siéntense. ¿Café, té?
Tres sillas de madera habían sido colocadas en arco ante la mesa de Kitteredge. Levine se sentó en la de la derecha, Graham en la de la izquierda. Neal se dejó caer en la única que quedaba libre. El centro de atención.
Kitteredge se acercó a un servicio de café plateado. Neal se percató de que se movía de esa extraña manera propia de alguien cuya sangre procede única y exclusivamente de Nueva Inglaterra; pausas seguidas de arranques que implican que cualquier elección de movimiento no es sino un mal necesario, que la auténtica virtud es permanecer inmóvil. En cualquier caso, consiguió servir cuatro tazas de café y repartirlas entre ellos.
Aquello le llevó un rato, y Neal usó los momentos de respiro para examinar el despacho, que era puro banco, puro Kitteredge. El siglo XX todavía no había conseguido imponer sus vulgaridades. El sol iluminaba a través de un suave filtro ambarino una estancia dominada por la caoba y el roble. Las paredes estaban forradas de estanterías protegidas con cristaleras que albergaban volúmenes encuadernados en piel con las obras completas de Dickens, Emerson, Thoreau y, por supuesto, Melville. La Navegación de Bowditch ocupaba un lugar destacado, flanqueada por las memorias de varios balleneros ignotos y otros tratados de marinería. Maquetas de viejos clíperes completaban la decoración. Eran los navíos que habían cruzado el océano cargados con el té de los Kitteredge, las armas de los Kitteredge, el opio de los Kitteredge y los esclavos de los Kitteredge, y Neal supuso que las ganancias obtenidas con aquellos viajes todavía reposaban bajo sus pies en las cámaras acorazadas de los Kitteredge.
Un recuerdo moderno ostentaba el lugar de honor: sobre el brillante y encerado roble del escritorio de Ethan descansaba una exquisita maqueta a escala de la balandra Haridan. Algún hábil artesano había reproducido fielmente la esbelta estructura del navío y sus líneas puras. Ethan pasaba hasta el último de sus momentos libres en la Haridan, surcando la bahía de Narragansett, los estrechos de Long Island y el Atlántico. A menudo atracaba en Block Island, donde poseía una residencia de verano. Para Ethan Kitteredge, banquero responsable y esposo responsable, la Haridan significaba unos escasos y preciosos momentos de embriagadora libertad.
Una vez hubo servido con éxito el café, Kitteredge tomó asiento a su mesa y extrajo una carpeta del cajón superior central. Observó un momento el expediente, meneó la cabeza y se lo tendió a Neal por encima de la mesa. Después se recostó en su silla y juntó las manos a la manera de «Esta es la iglesia, esta es la aguja».
Kitteredge hablaba igual que caminaba:
—Unos… eh… viejos amigos de la familia tienen un pequeño… problema, y hemos ofrecido nuestros… servicios… para ayudarles a encontrar una… solución.
Sonrió como para sugerir que la gente disoluta resulta divertida, ¿verdad? Y un poco molesta, pero también son nuestros amigos y debemos hacer cuanto esté en nuestra mano por ellos. Kitteredge hizo una pequeña pausa para permitir que Neal abriera el informe.
—El senador John Chase proviene de una destacada familia de Rhode Island —dijo Kitteredge—. El apellido familiar sin duda ha sido una ventaja… en su carrera política, pero me apresuro a resaltar que el senador es un hombre talentoso, inteligente y… ah… enérgico.
Vale.
Kitteredge prosiguió:
—El senador es miembro de varios comités importantes, desde los cuales ha atraído… la atención nacional, tanto de la prensa como de los profesionales del partido. A pesar del hecho, en cierto modo ingrato, de que John es demócrata… nosotros apoyamos sus ambiciones.
Dinero en el banco.
—El probable candidato demócrata tendrá que mirar hacia el norte en busca de un compañero de campaña. Eh… ya se han enviado emisarios.
Kitteredge calló un momento para permitir que la importancia de aquella última aseveración calase en Neal.
No lo hizo.
¿Y qué?, pensó Neal. A pesar del hecho, en cierto modo ingrato, de que pienso votar demócrata, sea quien sea el candidato, ¿qué tiene que ver todo esto conmigo?
—Hay, sin embargo, un problema.
Ahí entro yo.
—El problema es Allie.
Neal pasó un par de páginas del informe y vio la foto de una adolescente. Tenía los ojos azules y una melena rubia y resplandeciente; parecía salida de la portada de una revista.
Kitteredge fijó la mirada en la maqueta de la Haridan mientras decía:
—En realidad, Alison siempre ha sido el problema.
Parecía perdido en sus pensamientos o en algún feliz recuerdo a bordo de su velero. Neal dijo:
—¿Y concretamente ahora…?
—Allie se ha fugado.
Ya, bueno, pues iremos a buscarla. Pero Neal percibió que en todo aquello había algo más. La reunión parecía excesivamente tensa. Miró a Graham y no fue capaz de sacar nada en claro. Miró a Ed, pero este se negaba a devolverle la mirada.
—¿Alguna idea de adonde? —preguntó Neal por fin.
—Fue vista por última vez en Londres —dijo Ed—. Un ex compañero de clase la vio allí durante sus vacaciones de primavera. Intentó hablar con ella, pero en cuanto lo vio Allie se alejó corriendo. Está todo ahí, en el informe.
Neal lo estudió por encima. El compañero de clase, un tal Scott Mackensen, la había visto hacía tres semanas.
—¿Qué dice la policía británica?
Kitteredge clavó la mirada con más intensidad en el barco.
—Nada de policía, señor Carey.
Esta vez, Ed sí miró a Neal… con fiereza. Neal enterró la cara en el informe y después preguntó:
—¿Alison tiene diecisiete años?
Nadie respondió.
Neal ojeó un poco más el informe.
—¿Una chica de diecisiete años lleva tres meses desaparecida y nadie ha llamado a la policía?
Un par de segundos más de silencio y Kitteredge habría deseado perderse realmente en la maqueta de su balandra: un diminuto muñeco de capitán en un barco de juguete. Levine dijo:
—El senador es reacio a la publicidad que podría generar el caso.
No tan reacio a arriesgar la vida de su hija, pensó Neal.
—¿Aprecia el senador a su hija?
—No especialmente —respondió Kitteredge—. En cualquier caso, la quiere de vuelta. Para agosto.
Quiere que vuelva. No de inmediato ni mañana por la mañana, sino en agosto. Veamos, ¿qué sucede en agosto? El tiempo es húmedo y caluroso, el lanzador de los Yankees no da pie con bola y… ah, sí, los demócratas celebran su convención.
—Confío en que no se sentirá ofendido, señor Carey, si le digo que en ocasiones surgen ciertas… situaciones… que requieren de un buen equilibrio entre lo… vulgar… y lo sofisticado. Situaciones que imponen la intervención de alguien cuya educación se haya labrado por igual… en la calle… y en las aulas. Este es uno de esos casos. Y usted es una de esas personas.
Solo que yo no quiero hacerlo. No hay manera humana de expresar hasta qué punto no quiero hacerlo. No después de lo que pasó con el crío de los Halperin. Por favor, no más adolescentes fugados. Nunca más, después de lo que pasó con el crío de los Halperin. Levine frunció el ceño mientras decía:
—Irás a Londres, encontrarás a Alison Chase y la traerás de vuelta a tiempo para la convención demócrata.
Ni hablar.
—¿Y qué pasa si Chase no consigue la nominación, Ed? ¿Quieres que vuelva a perder a la cría?
—Su refinado sentido de la indignación moral no será necesario, señor Carey.
—No soy el hombre idóneo para este trabajo, señor Kitteredge.
—La tragedia… de los Halperin… fue una aberración, señor Carey. Podría haberle pasado a cualquiera.
—Pero me pasó a mí.
—No fue culpa tuya, hijo.
—Entonces, ¿por qué me han tenido en el dique seco desde entonces?
La mano de Kitteredge acarició la proa de la Haridan.
—El… paréntesis… ha sido por su propio bien, no por el de Amigos.
Bueno, entonces hay que reconocer que había funcionado. Tras una buena temporada de alcohol, insomnio y pesadillas, había encontrado a Diane. Y había retomado mis estudios. Y ahora no quería volver.
—Por una vez, estoy de acuerdo con Carey, señor Kitteredge —dijo Ed—. No es el adecuado para este caso.
—Siento tener que alejarle de sus clases, pero su tutor lo comprende —dijo Kitteredge—. Es un amigo de la familia.
Así que de eso se trata, pensó Neal. Me habéis comprado, soy de vuestra propiedad.
—Lo siento, Neal, pero este encargo es importante… vital.
Neal cerró la carpeta y la dejó sobre su regazo. Sabía reconocer una frase de despedida en cuanto la oía.
—Necesitaré hablar cuanto antes con el senador y la señora Chase.
Porque el primer lugar donde empezar a buscar a un huido, bien lo sabía él, es su casa.
—Es un caso para los New York Rangers —le dijo Neal a Graham cuando volvieron a encontrarse en la calle.
—Mierda sobre patines, es verdad. Pero es lo que hay, hijo. Tienes que pagar el alquiler.
Iban siguiendo a Levine, que caminaba varios pasos por delante de ellos, sin saber adonde se dirigían.
—Solo porque estuviera en Londres hace tres malditas semanas no quiere decir que siga allí. Una cría con su dinero podría estar en cualquier parte del mundo. E incluso si todavía está en Londres, ¿qué habrá, otros doce o trece millones de personas allí con ella? Las probabilidades de encontrarla son…
—Escasas. Lo sé.
Levine les condujo al interior de un aparcamiento. Neal insistió:
—Entonces, ¿qué sentido tiene?
—El sentido es… que es tu trabajo. Hazlo lo mejor que puedas, acepta el dinero, olvídate de ello.
—Qué desalmado.
—Eh…
Estaban subiendo por las rampas. ¿Qué tiene Ed en contra de los ascensores?, se preguntó Graham.
—¿Y por qué de repente quieren recuperar a su hija? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no hace tres meses, cuando se marchó?
—Háblalo con ellos.
Estaban en la tercera planta, la naranja, cuando Ed se volvió hacia ellos.
—En el Porsche blanco. El nombre del tipo es Rich Lombardi —le dijo a Neal—. Es el ayudante del senador. Te pondrá al tanto de todo y te llevará con los Chase.
Graham intentó parecer serio. Neal no se molestó.
—¿A qué viene todo este rollo a lo Misión imposible, Ed?
—Se llama profesionalidad.
—Ya.
—Todo lo que necesitas saber está en el informe.
—¿Incluye la dirección de Allie en Londres?
—Vete a tomar por culo.
—Voy a necesitar algo de tiempo aquí en Estados Unidos.
—¿Para qué?
—Para intentar averiguar ciertas cosas sobre la chica. Para hablar con el chaval que la vio. Gilipolleces por el estilo.
—Lee el informe. Ya hablé yo con él.
—Entonces ve tú a buscarla.
—No dispones de mucho tiempo para hacer el trabajo.
—No me digas.
—Pues ponte en marcha.
Graham pasó su pesado brazo de goma por encima del hombro de Neal y se lo llevó un par de metros aparte.
—¿Conoces a Billy Connor, el concejal? ¿Sabes cuánto se lleva en sobres por debajo de la mesa? Pues piensa en todo lo que debe de arramblar un vicepresidente. No la cagues, hijo. Te veré en la ciudad.
—Cuídate, papá.
Neal se había alejado unos cinco pasos de ellos cuando oyó la alegre voz de Ed:
—¡Hey, Neal, a esta intenta traerla de vuelta con vida, ¿vale?!
El tipo sentado al volante del Porsche blanco estaba leyendo el Journal de Providence cuando Neal golpeó la ventanilla con los nudillos. Aparentaba unos treinta años. Pelo negro, espeso y ondulado, domado mediante un corte riguroso. Ojos marrones. Vaqueros planchados, suéter rojo y zapatillas de corredor. Calcetines blancos. Parecía confiado y cómodo consigo mismo, y probablemente era el tipo de persona que se miraba al espejo y decía: «Confiado y cómodo conmigo mismo».
El tipo mostró una amplia sonrisa mientras bajaba la ventanilla.
—Eres Neal Carey, ¿verdad?
—Y si sabes que soy Neal Carey, eso te convierte en Rich Lombardi.
—Eh, los dos hemos acertado.
Neal se apartó de la puerta para que Lombardi pudiera salir. Lombardi le estrechó la mano a Neal como si pudiera extraer dinero de ella.
—Tengo que decirte que estamos muy contentos de tenerte a bordo, Neal.
¿Tienes que decirme?
Cogió la mochila de Neal y la arrojó al asiento de atrás.
—Sube.
Neal subió. En realidad, se hundió en el profundo tapizado del asiento del pasajero. Si el chico de los recados de Chase conduce un Porsche…
—Tenemos entendido que eres el mejor.
—Oye, Rich…
—¿Sí, Neal?
—¿Quieres hacerme un favor?
—Hey, tú nos estás haciendo un favor a nosotros, ¿verdad?
—Deja de hacerme la pelota.
—Eso está hecho. —Lombardi puso en marcha el coche, echó un rutinario vistazo al retrovisor y salió marcha atrás del aparcamiento—. Quiero decir que, a juzgar por lo que dicen, si te hubieran enviado a ti al Watergate, Nixon seguiría siendo presidente.
—Entonces menos mal que no me enviaron.
—Hey, y tanto.
Hey.
—¿Adonde vamos, Rich?
—A Newport. ¿Alguna vez has estado allí?
—No.
Lombardi se adentró con el coche entre el tráfico fluido. Hizo un par de maniobras semilegales por las estrechas calles del casco antiguo y después tomó la rampa de acceso a la 1-95. Si a Lombardi le preocupaba la policía, a su pie desde luego no.
—Tomaremos la ruta pintoresca —dijo.
La ruta pintoresca les llevó por encima de dos puentes que cruzaban la bahía de Narragansett. Los veleros bailaban sobre las aguas azules.
—Bienvenido a Newport —dijo Lombardi.
Se internó por Farewell Street, que discurría junto al muro de un cementerio, y dejó atrás las peculiares casas que llevaban alzándose allí desde antes de la Revolución. La ciudad isleña de Newport había tenido muchas vidas, habiendo sido refugio de piratas, puerto de pescadores y hogar de balleneros y mercantes. Los belvederes y las piñas talladas en madera atestiguaban esta tradición marinera. Las esposas de los capitanes caminaban por los belvederes, escudriñando el horizonte en busca de la vela que pudiera traer a sus maridos de regreso a puerto. Aquellos lobos de mar, una vez en casa y tras haber pasado hasta dos años sin ver a sus cónyuges, solían colocar una piña en los escalones de entrada cuando por fin estaban dispuestos a salir del dormitorio para recibir visitas. Con el tiempo, la piña tallada acabó siendo un símbolo de hospitalidad. O de fertilidad. O de hartazgo sexual.
Ciertas zonas de la vieja Newport tenían incluso estrictas legislaciones que controlaban que las casas se pintasen únicamente en colores propios de la era colonial. Los BMW, sin embargo, podían ser de cualquier color.
Más o menos a comienzos del siglo XX, Newport pasó a ser un patio de recreo para los viejos y nuevos ricos, cuyas mansiones, consideradas únicamente «casas de verano», flanqueaban Bellevue Avenue y el paseo de los acantilados. Aquellas barracas, cada una de ellas del tamaño de Versalles, permanecían ocupadas por sus propietarios durante aproximadamente las siete semanas que duraba el corto verano de Rhode Island. Sobrevivieron a los gélidos y ventosos inviernos, a las corrosivas brisas marinas y a los huracanes otoñales solo para acabar sucumbiendo ante el mundano pero letal asalto del impuesto de la propiedad. La mayoría de las mansiones más grandes habían pasado a ser museos o universidades comunitarias. Pocas sobrevivían intactas. Una de las pocas era la casa de los Chase.
Durante el trayecto, Lombardi entretuvo a Neal con una descripción de Allie.
—Allie Chase —había comenzado— es una jovencita muy conflictiva.
—Eso ya me lo había imaginado.
—Alcohol, drogas, lo que sea. Allie no le hace ascos a nada. La última vez que registré su cuarto en D. C encontré suficiente mandanga para abastecer un concierto de los Grateful Dead. A Allie le da igual que sean estimulantes o relajantes, siempre y cuando hagan algo.
—¿Cuándo empezó todo esto?
¿Cuándo empezó todo esto? Joder, parezco el médico de la familia. Neal Welby, doctor en medicina.
—¿Cuántos años tiene ahora Allie, diecisiete? Pues a eso de los trece, supongo. Se podría decir que fue precoz.
Si se dieron cuenta a los trece, quiere decir que en realidad empezó a los once o los doce, pensó Neal.
—Haz una lista de los mejores internados del país —continuó Lombardi— y titúlala Sitios de los que Allie Chase ha sido expulsada. Ha abortado al menos una vez, que nosotros sepamos…
—¿Cuándo?
—Hizo un año en marzo. Y ha tenido aventuras con al menos dos de sus profesores y uno de sus psiquiatras. Titula su libro Hombres que nunca volverán a trabajar en la vida, por cierto.
—¿Me estás contando todo esto para que papá y mamá no tengan que hacerlo?
Lombardi se echó a reír.
—Gran parte de mi trabajo consiste en ahorrarle al senador cualquier tipo de molestia.
—Y Allie es una molestia seria.
—La peor. Policías y periodistas a los que he intimidado o sobornado, por Rich Lombardi. Drogas, posesión de alcohol, hurtos… todo ello desaparecido sin dejar rastro.
—Enhorabuena.
—Mucho trabajo, amigo mío. A pesar de todo, la chica me cae bien.
—¿Sí?
Por un segundo, Lombardi pareció sobresaltado y después se echó a reír.
—Oh, no, colega. Yo no. Me gusta mi trabajo. Tienes una mente muy suspicaz, Neal.
—Ya, bueno…
—Gajes del oficio, me hago cargo. El problema es el siguiente, Neal: creemos que tenemos una buena oportunidad de hacernos con la vicepresidencia. Y después de eso, ¿quién sabe? El senador tiene madera para ello, Neal. Hazme caso, ¿vale?
—Vale.
—Bien. Titulemos nuestra película Recordad el Eagleton. Conceptualmente hablando. Seguro que recuerdas el caso Eagleton, Neal. La gente de McGovern elige como candidato a la vicepresidencia a un senador de Missouri que luego resulta que se había estado sometiendo a terapia de electroshocks para sacudirse las telarañas del cerebro. El partido está un poco susceptible con el tema. Ahora investigan los antecedentes mucho más a fondo. Como con un proctoscopio.
—Y una adolescente ladrona, borracha y drogadicta llama demasiado la atención.
—Ahí estamos.
—En ese caso, sería lógico pensar que preferiríais que siguiera desaparecida.
Lombardi detuvo el coche ante una puerta. Se sacó una especie de mando a distancia del bolsillo y tecleó una combinación de números. La puerta se abrió automáticamente.
—Alí Baba —dijo—. La clave está en toda esa obsesión por la ética que ha provocado el Watergate, Neal. Ahora todo el mundo habla de los valores. La familia. El candidato a la presidencia es un cristiano «renacido», a pesar de que a uno se le antoja que con una vez ya debería haberle bastado, ¿verdad? Todo el mundo anda buscando un Caballero sin espada. Mierda, probablemente le ofreceríamos el cargo a Jimmy Stewart, si no fuese porque es colega de Ronald Reagan.
Lombardi enfiló lentamente con el coche un largo camino de piedra flanqueado por sauces.
—El candidato —siguió Lombardi— se viste igual que Robert Nosecuantos en Father Knows Best y exhibe a su hija por todo el país. Tenemos más críos en esta campaña que en las comedias de Jackie Cooper.
—A lo mejor Chase debería limitarse a comprarse un perro con un simpático círculo negro alrededor del ojo.
—Tomo nota. Pero, en serio, Neal, necesitamos a Allie de vuelta antes de que empiece la convención.
—Vestida como Elinor Donahue.
—Sí. Y con toda discreción, Neal. Porque vamos a tener encima tanto a la prensa como a la gente del partido.
Lombardi aparcó el coche a un lado de la rotonda que había frente a la casa o, mejor dicho, frente a una parte de la casa. La mansión era interminable, como La rima del anciano marinero. Una amplia extensión de césped bien segado conducía hasta el mar y a un muelle privado con su correspondiente cobertizo para botes. Neal vio una verja que, supuso, protegía una piscina y una doble cancha de tenis. Hierba.
—¿Dónde está el helipuerto? —preguntó Neal.
—Al otro lado.
Lombardi le entregó la mochila de Neal al clásico criado con librea, que desapareció con ella.
—Eh, Rich, tengo una idea. A lo mejor podrías fingir que Allie nunca ha existido, borrarla de las fotos, robar su partida de nacimiento, matar a todos aquellos que la recuerden…
—Muy bueno, Neal. Pero no hagas esas bromas en la casa, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
El senador John Chase era una de esas pocas personas que se parecen a sus fotografías. Alto, ajado y musculoso, su nuez y sus hombros competían por ver cuál llamaba más la atención. Parecía un Ichabod Crane que se hubiera topado con Charles Atlas en algún punto del camino. Entró con decisión en el cuarto y se dirigió sin dudarlo hacia el mueble bar.
—Soy John Chase y me voy a tomar un escocés. ¿Qué va a tomar usted?
—Escocés está bien, gracias.
—Escocés está bien, de nada. ¿Soda o agua?
—Solo.
—¿Hielo?
—El señor Campbell, mi profesor de ciencias en quinto, me enseñó que el hielo se funde y se convierte en agua.
—El señor Campbell no bebía lo suficientemente deprisa. Aquí tiene.
Que la estancia fuese exactamente lo que uno podía esperar no impidió que de todos modos impresionase a Neal. Tres de las paredes eran de cristal y todo el mobiliario era caro e informal. Cada asiento ofrecía una vista panorámica del océano. Neal aceptó el vaso, se sentó en el borde de un sofá y dio un sorbo. El whisky tenía más años que él. Un detalle que Chase observó de inmediato.
—¿Eres tan joven como pareces, Neal?
—Más joven aún.
Chase le dio la vuelta a una silla y se sentó apoyando los brazos sobre el respaldo. Como en la foto de campaña de un legislador diligente dispuesto a reformar las malas inversiones.
—Creía que el banco me enviaría a alguien un poco más maduro.
—Probablemente todavía pueda cambiarme por la tostadora o el juego de maletas.
—¿Cuántos años tienes, Neal?
—Senador Chase, ¿cuántos años debería tener para encontrarla? ¿Cuántos años debería tener usted para perderla?
Chase sonrió con toda la alegría de un perro masticando hierba.
—Rich, ponme con el señor Kitteredge al teléfono. Esto no va a funcionar.
Neal se terminó su escocés y se puso en pie.
—Sí, Rich, pon al señor Kitteredge al teléfono. Dile que el senador quiere a Strom Thurmond o a alguien parecido.
—Será mejor que nos sentemos todos un momento, ¿de acuerdo?
Neal contempló a la mujer que acababa de hablar y no pudo creer que no la hubiera visto allí plantada en el umbral. Era una mujer hermosa, y permaneció enmarcada bajo la entrada un segundo más de lo necesario para dejar que Neal se percatase de que lo era. Ya ha hecho entradas similares en esta habitación con anterioridad, pensó Neal. Utilizaba el marco de la puerta igual que Bacall utilizaba la pantalla, pero era bajita. Llevaba la larga melena rubia recogida con tirantez, casi con gazmoñería. Unos ojos marrones con motas de verde le sonrieron. Vestía vaqueros y un jersey negro. Iba descalza. Se acercó a su marido, le dio un sorbo a su vaso y se colocó detrás de la barra, donde se sirvió un mosto sobre hielo picado. A continuación se sentó en el extremo opuesto del mismo sofá en el que estaba Neal y subió ambas piernas para doblarlas bajo su cuerpo. Nadie dijo una sola palabra mientras hacía todo aquello. Ni se suponía que nadie debiera hacerlo.
—Neal Carey tiene veintitrés años —dijo para todos los presentes con una voz que silbaba «Dixie».
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Chase.
—Me he informado.
—¿Y no te parece demasiado joven?
—Por supuesto que sí, John. Todos me parecen demasiado jóvenes. Pero lo que tú y yo creamos no ha funcionado demasiado bien hasta ahora, ¿verdad? —dijo clavándole a su marido aquellos ojos marrones.
La discusión había terminado. A continuación se volvió hacia Neal.
—Apuesto a que tendrá algunas preguntas que hacernos.
Básicamente todo era tal como Rich Lombardi se lo había descrito. Alison Chase era una mocosa de primera, un bebé consentido convertido en niña consentida, convertida en adolescente consentida que iba camino de convertirse en una adulta echada a perder. Aburrida a los diez, resabiada a los trece, perdida sin remisión para cuando cumplió los dieciséis, Alison era el típico caso de demasiado demasiado pronto, y demasiado poco, demasiado tarde.
De niña Allie había obtenido todo tipo de atenciones por parte de sus obnubilados padres, que la sacaban a la hora de la cena para que hiciese monerías para sus invitados y la volvían a esconder tan pronto como la velada había superado su nivel de tolerancia a las cursiladas. Hizo la habitual progresión adolescente del ballet a los caballos y al tenis, y había sembrado Nueva Inglaterra y Washington con los maltrechos despojos de maestras de danza, profesores de equitación y entrenadores. Los orgullosos padres acudieron a todos los recitales, a la mayoría de las competiciones ecuestres y a unos cuantos partidos de tenis, hasta que Allie empezó a perder y la cosa dejó de resultarles divertida.
A medida que Allie fue creciendo, la carrera política de John Chase fue prosperando y el tiempo invertido por el joven congresista fue incrementándose, especialmente cuando dio el gigantesco paso a senador. De igual manera, la esposa del político rendía pleitesía a la Júnior League y a los tortuosos comités de esposas de Washington que dedicaban sus tardes y veladas a causas nobles, como salvar a los hijos de otras personas.
En cualquier caso, nada era demasiado bueno para Allie, de modo que la enviaron a las mejores instituciones, primero a escuelas privadas en D. C. y posteriormente a aquellos internados de Nueva Inglaterra cuyo propósito es preparar a las jovencitas para que conformen la próxima generación de comités. Y como Allie había aprendido desde pequeña que debía actuar para que le prestasen atención, se dedicó a actuar… pésimamente. Porque a pesar de que nada era demasiado bueno para Allie, Allie nunca fue lo suficientemente buena para papá y mamá. Ni el vacilante jeté, ni la postura imperfecta sobre la silla de montar, ni el indolente revés, ni desde luego sus notas, que comenzaron con notables y fueron declinando progresivamente hasta el suspenso, mientras sus desesperados pero fútiles intentos por alcanzar la perfección daban paso a una hosca indiferencia y, posteriormente, al fracaso premeditado. Si no podía ser perfecta, sería su perfecto opuesto. Si no podía ser la princesa ideal, sería el dragón ideal. Le daría la vuelta a su belleza para convertirse en la bestia. Y nadie había pretendido que las cosas tomaran aquel cariz: ni mamá, ni papá, ni sus entrenadores, ni sus maestros… ni siquiera Allie.
Lo que en la mayoría de las chicas era rebeldía adolescente, en su caso pasó a ser una guerra continua: Allie contra sus padres, Allie contra sus profesores, Allie contra el mundo, Allie contra Allie. No tenía amigos de verdad, solo una sucesión de aliados y cómplices temporales. Prácticamente solo hablaba con sus psiquiatras, hasta que dejó de hablar por completo con ellos a menos que fuese para ejercitar su creciente talento para el sarcasmo y el desdén.
Allie descubrió muy pronto que las bonitas botellas de los muebles bar y los botelleros eran una poderosa arma en su guerra contra la vida tal como la conocía. Los tragos subrepticios a los vasos de los invitados pronto se convirtieron en incursiones nocturnas para llevarse botellas medio llenas, botellas que le proporcionaban un despreocupado ciego con el que alejar el aburrimiento, amortiguaban sus preocupaciones y situaban a sus padres en el extremo alejado de un telescopio agarrado del revés.
Estuvo a la altura del desafío cuando mamá y papá adoptaron la costumbre de cerrar con llave el mueble bar, pues en la escuela aprendió de sus cohortes que las tarjetas de crédito abrían puertas en más sentidos que el simbólico, y que los instrumentos de manicura más básicos, usados con soltura e ingenio de maneras jamás descritas en la revista Seventeen, bastaban para abrir la mayoría de las cerraduras instaladas para prevenir los saqueos del servicio.
Más adelante, descubrió el potencial que se ocultaba en el botiquín materno. Un Valium disuelto en un vaso de escocés te soluciona prácticamente una tarde entera. Allie se pasaba los días y las noches a la deriva sin una sola preocupación en el mundo salvo reabastecer su despensa psicotrópica. Un psiquiatra inusualmente cooperativo se tragó el cuento de que sufría ataques de ansiedad y le prescribió la misma medicación en cómodas cápsulas de cinco y diez miligramos. Allie pasó a ser conocida en los pasillos académicos como una chica proclive al cambio en especie farmacológica. Después acudió a otro médico y afirmó encontrarse muy, muy deprimida; el buen doctor consultó su guía de medicamentos, descubrió que el tratamiento para la depresión era un antidepresivo y le extendió una receta. De modo que Allie obtuvo una reserva ilimitada y legalmente autorizada de anfetaminas. Allie tenía sus amaneceres y sus anocheceres, y ahora podía canjearlos e intercambiarlos con sus amigas.
Los chicos adolescentes, cuyas hormonas rebotaban como pelotas de ping-pong en el vacío, la identificaron como una presa fácil. Allie descubrió el sexo, lo cual no habría estado tan mal de no ser porque no descubrió al mismo tiempo los métodos anticonceptivos y se quedó embarazada. Tras haberse asustado lo suficiente como para confesárselo a su madre, Allie realizó una discreta visita a una discreta consulta. («Mi padre ordenará que les maten —les dijo al médico y a la enfermera— para impedir que hablen»). Después de aquello, los chicos adolescentes pasaron a ser demasiado inmaduros para Allie, que realizó una significativa transición de presa a depredadora y encontró un buen número de hombres mayores dispuestos a ser perseguidos y cazados.
Lo cual resultaba patéticamente fácil; aburrido, en realidad. Allie había heredado el pelo de su madre y, de algún otro sitio, un par de ojos azules que irradiaban vida incluso en las fotografías. El escultor genético había unido un rostro clásicamente esculpido a unas formas que encarnaban el ideal norteamericano del momento. «Cómo puede una chica tan guapa como tú…» era una frase que Allie había oído una y otra vez tras sus espectaculares muestras de mala conducta. Todo el mundo esperaba de ella que fuese la encantadora reina del baile de fin de curso y ella respondía a dichas expectativas con una perversidad casi salvaje. El sexo era un arma. El sexo era venganza.
De modo que para cuando cumplió los diecisiete años ya lo había agotado todo: todas las bebidas, todas las drogas, todos los chicos y todos los hombres. Y estaba completamente harta de todo. Así que un buen día se quedó mirando por su ventanal el gran océano y decidió que a lo mejor el otro lado podría ofrecerle algo nuevo, y esgrimiendo una vez más la vieja tarjeta de crédito para abrir la puerta del avión, voló a París. Aquello había sucedido hacía tres meses y nadie había sabido nada de ella hasta hacía tres semanas, cuando un muchacho la había visto en Londres.
La descripción de la juventud de Allie había ocupado un buen rato, en el transcurso del cual un almuerzo de trabajo había sido servido por unos criados bastante acostumbrados a servir almuerzos de trabajo. Sándwiches de pollo, ensalada de frutas, biscotes de harina de trigo y porciones de queso habían sido desplegados en silencio y consumidos sin demasiado entusiasmo. La historia de Allie tenía cierta tendencia a sofocar el apetito… salvo el de Neal. El comió y disfrutó. El trabajo de vigilancia le había enseñado que uno debía comer y apreciar la comida siempre que tuviera ocasión.
—¿Por qué han esperado tres semanas para decirle a alguien que Allie había sido vista?
La pregunta más interesante, pensó Neal, era por qué habían esperado tres meses antes de reaccionar de alguna manera, pero era lo suficientemente inteligente como para no hacerla. A lo sumo, tendría que quedar para más adelante.
—No fuimos nosotros, sino Scott —dijo Chase sin perder un momento, aferrándose a algo por lo que no podía ser culpado en modo alguno—. Lealtad adolescente o lo que sea. Nos lo dijo hace solo cinco días. Acudimos a Kitteredge.
—¿A quién llamó Scott? ¿A usted o a la señora Chase?
—A mí —dijo Liz Chase.
—¿Era un ex novio?
—Solo un amigo.
Neal agarró un racimo de uvas del plato y se metió una en la boca. Allí había algo que no cuadraba.
—¿Y simplemente se topó por casualidad con Allie en Londres? ¿Qué hacía allí?
—Estaba de viaje con su instituto.
Buen instituto, pensó Neal, cuyo viaje de fin de curso había sido a Ossining.
—¿Sucedió algo fuera de lo normal justo antes de que Allie desapareciera? —preguntó Neal, sintiéndose estúpido.
Era una pregunta estúpida y facilona, y habitualmente la clase de información que los padres ofrecían voluntariamente.
Nadie respondió. Neal masticó otra uva para matar el tiempo.
Dos uvas más tarde, dijo:
—¿Debo asumir que no sucedió nada fuera de lo normal o que sí sucedió algo fuera de lo normal y no queremos hablar de ello?
—Allie pasó el fin de semana en casa —dijo Liz—. En realidad no hizo más que pasar el rato.
—No, señora Chase, no se limitó a pasar el rato. Compró un billete a París. Verá, en la mayoría de los casos de jóvenes fugados, se da lo que nosotros solemos llamar un «factor de precipitación». Una pelea con los padres, una pelea entre los padres… Un castigo, una prohibición de ver al novio… A lo mejor le suprimieron la paga.
—Nada por el estilo —dijo Chase. Sonaba bastante convencido.
—Una lástima. Habría ayudado que lo hubiese hecho. Cuando uno sabe de qué está huyendo un adolescente, tiene más probabilidades de adivinar hacia dónde. Pero ¿me dicen que todo fue como de costumbre?
Más uvas.
—¿Cuándo vieron a Allie por última vez? —Otra pregunta estúpida y facilona.
—El sábado por la noche acudí a una fiesta para recaudar fondos —dijo Liz Chase—. John estaba en Washington. Llegó a casa… ¿cuándo, cariño?
—A las diez, supongo.
—Yo no regresé hasta tarde. Imagino que pasada la una. Miré en su habitación. Allie estaba dormida.
—¿Dormida o inconsciente?
Chase dijo:
—Debo decir que no me gusta su actitud.
—Ni a mí —respondió Neal—, pero ninguno de los dos va a librarse de ella.
Liz intervino:
—Cuando nos levantamos el domingo… tarde… Allie se había marchado. Le dijo a Marie-Christine…
—¿A quién?
—Una de las mujeres del servicio. Allie le dijo que salía a dar un paseo.
—Cosa que hizo.
—Cosa que hizo.
Por un segundo, Neal sintió que debía levantarse y empezar a caminar de un extremo a otro de la habitación. Uno de esos numeritos a lo «nadie saldrá de aquí hasta que…». En cambio, se hundió contra el respaldo del sofá y dijo:
—De acuerdo, así que después de haberse tomado el café y las tortitas y de haber leído el Sunday Times, se percatan de que Allie todavía no ha regresado a casa. Y entonces, ¿qué?
—Salí con el coche a ver si la veía —dijo Liz.
El senador no dijo nada.
—Y no la encontró.
—Pero encontré su coche, aparcado en el centro, junto a la estación de autobuses, así que de inmediato pensé…
Dejó la frase inconclusa, como si estuviera intentando pensar un nuevo final. A juzgar por las expresiones que tenían todos en el rostro durante el silencio que se hizo a continuación, Neal pensó que aquello podía abarcar hasta cuatro o cinco uvas. No sería capaz de soportarlo.
—Pensó que Allie había vuelto a escaparse.
Liz asintió. Le clavó aquellos ojos marrones moteados de verde y llenos de tristeza. ¿Qué está intentando decirme, señora Chase?
—¿Cuántas veces se ha fugado Allie? —preguntó Neal hojeando el informe.
No había ninguna mención a ocasiones anteriores. Estupendo.
—Cuatro, quizá cinco veces —dijo Lombardi, haciendo su trabajo.
—¿Al extranjero?
—No, no —dijo Lombardi rápidamente—. Dos a Nueva York. Una a Fort Lauderdale, Los Ángeles.
—Una vez a casa de sus abuelos en Raleigh —dijo Liz—. Aquello fue cuando estábamos en Washington.
—¿Mantiene Allie una relación estrecha con sus abuelos?
—Allie no mantiene una relación estrecha con nadie, señor Carey —dijo la señora Chase.
El sol estaba dando por terminada la jornada. Neal observó cómo el océano adoptaba un tono gris pizarra.
—¿Fue entonces cuando llamaron a la policía y al FBI y a la patrulla de carreteras y a la Guardia Nacional?
—Llamé a su escuela —dijo Lombardi, mientras Chase se ponía de un rojo grana— y pedí hablar con ella…
—Muy hábil.
—Y dijeron que no había regresado de su fin de semana en casa.
—Y fue entonces cuando llamaron a la policía y al FBI y a la patrulla de carreteras y a la Guardia Nacional.
Aquello lo llamábamos «echarle el cebo al cliente», y era el tipo de comportamiento que te valía un despido. O podía encender al cliente lo suficiente como para bajar la guardia y revelarte algo jugoso. O podía conseguir ambas cosas.
—¿O llamaron más bien a la empresa de sondeos Gallup?
Echar el anzuelo, tensar el sedal. Chase saltó de su silla como una trucha de arroyo.
—Oye, cabronazo…
¿Por qué le ha dado hoy a todo el mundo por llamarme cabronazo?
—Cariño…
—Es culpa nuestra, ¿verdad? ¡Siempre es culpa de los padres! ¡Se lo dimos todo a esa niña! ¿Y ahora se supone que debería echar a perder mi futuro por ella? ¡Si no quiere estar aquí, perfecto!
—Ya, a mí también me parece bien, senador, solo que ahora usted quiere que vuelva para la foto.
—¡Ha dejado de trabajar para mí!
Neal se puso en pie.
—No trabajo para usted, y punto. Trabajo para el banco. Si ellos me dicen que vaya en busca de su hija, buscaré a su hija. Si me dicen que lo olvide, lo olvidaré.
Lombardi se levantó. Después lo hizo Liz.
—Encuentre a mi hija.
No era un ruego, era una orden. Era la clase de orden que proviene de una mujer hermosa, la clase de orden que proviene de una madre. Era la clase de orden que proviene de una esposa que no necesita el permiso de su maridito. Neal la entendió de las tres maneras.
La buena y fiable Marie-Christine trajo el café y retomaron la conversación donde la habían dejado.
No, Allie no había vuelto a utilizar su tarjeta AmEx desde que había comprado el billete. Sí, tenía dos fondos fiduciarios establecidos por ambas parejas de abuelos, pero ningún modo de echarle mano al dinero sin la firma de sus padres. Además de eso, también tenía una cuenta corriente propia, pero no había retirado ninguna cantidad. De modo que no contaba con dinero alguno, lo cual era una muy mala noticia. Significaba que podía pedir, robar o venderse. Pedir no es muy lucrativo y normalmente has de comprarle un sitio a los matones locales. Robar requiere de una habilidad considerable. Venderte a ti misma no.
Y la pequeña Allie iba a necesitar mucho dinero, porque las drogas no son baratas y la gente que las vende es ruin.
—Si dependiera estrictamente de mí —dijo Neal—, les recomendaría que vaciasen los armarios de Allie, se preparasen un bonito álbum y siguieran con el duelo. Porque la chica que conocieron probablemente ha dejado de existir.
Porque en ocasiones simplemente es demasiado tarde, amigos. Las calles toman al adolescente que conoces y lo convierten en alguien a quien ni siquiera reconocerías. Neal se acordó del chaval de los Halperin, de la expresión bobalicona que tenía en todo momento en la cara, incluso después de…
—¿Puedo ver ahora el cuarto de Allie, por favor? —preguntó.
Liz y Lombardi le guiaron hasta allí.
Parecía una habitación de hotel: elegante, impecable, cómoda… pero allí no vivía nadie. Ni fotos ni recuerdos, ni pósters de estrellas de rock en la pared.
Vestidor, baño privado, por supuesto. Ventana con vistas a la bahía, al océano.
—Esto me llevará un rato —dijo Neal.
—Si no estorbamos… —respondió Liz.
Neal hizo un gesto hacia la cama. Liz y Lombardi se sentaron y cruzaron las manos sobre el regazo.
Neal registró la habitación. Era un alivio encontrarse haciendo algo práctico, algo silencioso, algo que se le daba bien. Revisó cuidadosamente los cajones y los armarios, poco a poco.
—¿Tiene usted por costumbre registrar el cuarto de Allie, señora Chase?
—¿No haría usted lo mismo, señor Carey?
—Pero no ha retirado nada.
—No.
Neal abrió el cajón superior del tocador de Allie y pasó la mano por el reborde interior del mueble. Notó el tacto del celo y lo arrancó con cuidado. Olió los dos porros.
—Un alijo de emergencia —dijo—. Hierba de la cara, además.
—El dinero no es el principal problema en la vida de Allie —dijo Liz.
—No solía serlo, señora C.
Mientras registraba el contenido del tocador, Neal preguntó:
—¿Solía quitarle usted las drogas que encontraba en su cuarto?
Liz asintió.
—Nos peleamos por ello.
—¿Y qué me dice de las recetadas?
—Lo mismo, tan pronto como nos dimos cuenta.
Neal terminó con los cajones y pasó al armario. A Allie no le faltaba ropa. Neal tuvo que revisar una docena de chaquetas antes de encontrar otra tira de celo pegada bajo la solapa de una bonita cazadora de pana.
Despegó los tres porros de la cinta y se los lanzó a Lombardi:
—Hawai Cuatro Cero.
No encontró nada más hasta que se acercó al televisor portátil marca Sony. Hizo girar el dial del canal hasta desenroscarlo y encontró el Valium que había sido pegado al borde interior.
—No se preocupe —dijo—. Usan el mismo tipo de goma que suele utilizarse para las manualidades en el parvulario. Puede uno comerse un cuarto y no ponerse malo.
—Nunca pensé… —Liz Chase negaba con la cabeza.
—Usted no es una profesional, señora Chase.
Neal entró en el cuarto de baño de Allie. Solo su botiquín le mantuvo ocupado durante casi media hora sin aportar nada demasiado interesante. Lo mismo pasó con la parte inferior de la bañera. Encontró el principal alijo de Allie oculto en una pequeña bolsa de basura pegada a la parte inferior del lavabo.
—¡Bingo! —gritó.
Liz Chase estaba de pie en la puerta.
—¿Qué?
Neal se sentó en el suelo a inspeccionar el contenido de la bolsa.
—Bueno, tenemos estimulantes, tranquilizantes, un poco de hierba, hachís y algo de coca.
—Dios mío.
—No todo son malas noticias. No hay jeringuillas.
Neal le tendió la bolsa y sonrió.
—¿Puedo echarle un vistazo al coche de Allie, por favor?
—Está en el garaje.
El coche de Allie estaba bien acompañado. Había siete vehículos en el garaje. El de Allie era un modesto Datsun Z. Los otros eran pequeños y aerodinámicos deportivos que Neal no reconoció. En cualquier caso, aquello tampoco resultaba una sorpresa, Neal no conocía demasiados coches más allá de los del metro.
—John tuvo mucha afición por los coches durante un tiempo —explicó Liz—. De hecho, también Allie. Les dio algo que podían compartir, creo.
—Todo el mundo necesita un hobby.
Neal empezó por la guantera, solo por si acaso había una nota que nadie hubiera encontrado aún. Quizá una nota que dijera: «Estoy en tal y cual sitio y esta es mi dirección y mi número de teléfono». No la encontró. Lo que encontró fue la basura habitual en cualquier guantera: un par de mapas de carreteras, los papeles del coche, un paquete abierto de Life Savers de cereza, carmín, una cajetilla de tabaco de emergencia, un peine, un cepillo, una botella de medio litro de Johnnie Walker Black.
Palpó entre los asientos en busca de más pistas que pudieran indicar el destino de Allie y no encontró ninguna. Tampoco encontró droga de ningún tipo, lo cual le sorprendió en parte. Para cuando hubo terminado ya había oscurecido.
Neal se tumbó en la bañera que venía con la habitación de invitados. La había llenado con agua humeante para intentar aliviar el dolor de su cuerpo y de su alma. El primer sorbo de escocés extendió una calidez relajante por sus entrañas y al cabo de unos minutos fue capaz de sacar su ejemplar en rústica de Las aventuras del peregrino Pickle y perderse en el siglo XVIII. Que era, en cualquier caso, el objetivo de su vida.
Agradeció el silencio. Chase y Pepito Grillo habían regresado a Washington para una de aquellas votaciones cruciales. La señora se estaba preparando para otra ceremonia de recaudación de fondos a favor de una causa indudablemente buena. ¿Cómo lo había llamado Dickens? ¿«Filantropía telescópica»? Aunque Neal debía reconocer que, si hubiese tenido que elegir entre la señora Jellyby y Liz Chase, lo cierto era que no había color. La señora Chase, en cualquier caso, le había transmitido su deseo de que «no le importase cenar solo». En absoluto. La cocinera le sirvió, con ironía que esperaba inintencionada, un asado estilo Londres con arroz y espárragos, seguido de una porción de tarta de frambuesas. Neal ayudó a bajarlo todo con un vino apropiado y llegó medio embriagado a la bañera. Tras un capítulo de Pickle, dejó a un lado el libro y se puso a reflexionar.
Allie no había planeado fugarse. Ningún drogadicto que se precie deja atrás un alijo como aquel si ha tenido tiempo para pensárselo. No, Allie estaba alterada cuando se marchó. Tomó la decisión apresurada e impulsivamente en algún momento de la noche del sábado o de la madrugada del domingo. Había seguido dándole vueltas en el coche y se había llevado lo que fuese que guardara en él. Pero no había regresado a casa para recoger el resto, lo cual quería decir que o bien era una adicta de pacotilla o bien realmente no tenía ningunas ganas de volver a casa.
Además, pretendía mantenerse alejada. La mayor parte de los fugados casuales, los que se largan hartos de la disciplina o aburridos de estar en casa, o simplemente porque quieren más atención, desean que los encuentren. Consciente o inconscientemente, dejan pistas por todas partes. También descubren que la vida ahí fuera es mucho peor que la vida en casa y regresan. A menos que la vida ahí fuera sea mejor que en casa. O que en la escuela, algo que más le valdría investigar, aunque no pensaba que fueran a permitírselo. Los Chase simplemente habían anulado la matrícula de Allie in absentia, para evitar un escándalo. De modo que podía olvidarlo. Pero le impresionaba que la mimada Allie no hubiera utilizado su tarjeta de crédito ni hubiera sacado dinero del banco. Estaba haciendo de tripas corazón, y se trataba de una chica que no estaba acostumbrada a hacer de tripas corazón. Así pues: ¿por qué?
Toqueteó el grifo del agua caliente con el pie. No le apetecía incorporarse y alargar la mano, pues así se la dejaba libre para ir bebiendo sorbitos de escocés. Deseó haber grabado la entrevista de aquella tarde, ya que había algo en ella que le mosqueaba, le mosqueaba de verdad, y no hacía más que matraquear por los rincones peor iluminados de su cerebro, fuera de su alcance.
Neal consultó su reloj cuando oyó que llamaban a la puerta del dormitorio. Joder, pasaban un par de minutos de las dos de la madrugada. De todos modos, dijo:
—Adelante.
Liz Chase cerró la puerta a sus espaldas. Neal se preguntó por qué iba vestida de seda negra para dormir sola, pero aquello era asunto de ella. El negro resaltaba su cabellera rubia como si fuera de oro. Se sentó al borde de la cama, replegó las piernas bajo su cuerpo tal como había hecho por la tarde y le dio un tirón al dobladillo de su camisón para cubrirse las rodillas. Después se quedó allí sentada, mirándole.
Neal había leído sobre aquel tipo de cosas en las novelas de detectives, pero a él nunca le había sucedido nada semejante. Tampoco pensó que le estuviera sucediendo en aquel momento, pero de todas maneras notó que se le formaba un nudo en la garganta y que le costaba tragar.
—¿Sí?
—Esto no es fácil para mí.
Se mordió el labio y asintió varias veces, como si estuviera intentando decidirse.
—Allie ha estado con bastantes hombres —dijo.
—Hay cosas peores, señora Chase.
—Al parecer… el senador es uno de ellos.
Guau.
Allie había dejado una nota en el coche, donde sabía que su madre la encontraría, porque sabía que su querido papá no se molestaría en buscar.
Había estado sucediendo durante años, desde que cumplió los diez y pasó a ser «lo suficientemente mayor», y había comenzado con caricias, abrazos superespeciales y besos de regalo. No había sido algo continuo, solo ocasional, y Allie se había sentido demasiado asustada para contarlo. Había intentado decírselo a sus abuelos aquella vez que acudió a ellos, pero no pudo, se sentía demasiado avergonzada. «Por favor, mamá, no te enfades, no me odies», había escrito. Y nunca habían llegado… ya sabes… hasta el final. Hasta la noche anterior, cuando papá simplemente se negó a parar y se negó a parar y se negó… y ahora ella no sabía qué hacer. Simplemente no podía mirarles a la cara, no podía mirar a su madre a la cara, así que había decidido marcharse para siempre.
Así pues, observemos bajo otra luz a la pequeña Allie, la cual nunca fue lo suficientemente buena, pero sí fue lo suficientemente buena para papá. Allie, que ahogaba los recuerdos y entumecía los sentimientos, y que salía en busca de sexo en vez de amor porque no conocía la diferencia, y que quizá lo había enterrado todo profundamente en el pasado hasta que papá volvió a tomarla, solo que esta vez era lo bastante mayor como para no olvidarlo nunca, y lo bastante mayor como para saber lo que significaba. Y tú que creías conocer a esta muchacha, Neal. Creías que la tenías completamente calada. Nunca aprenderás, ¿verdad?
—¿Dónde está la nota? —preguntó Neal cuando Liz hubo terminado.
—¿Es importante?
—Lo será cuando se la lleve a la policía. Y si la ha destruido, señora Chase, habrá cometido al menos la media docena de delitos que me vienen a la cabeza ahora mismo.
—¿Piensa acudir a la policía?
—En cuanto me haya vestido. ¿Quiere venir conmigo?
—Mi esposo…
—Que se joda.
Se contuvo durante un segundo más y después perdió la compostura. Como si la hubieran apuñalado en el corazón y el dolor acabara de golpearla. Pareció como si su hermoso rostro envejeciera diez años en los segundos que estuvo reteniendo las lágrimas, y después brotaron en sacudidas.
—Mi niña. Mi pobre hijita. Necesita tanta ayuda… ¡Me necesita, y no sé dónde está! ¡Tengo que decírselo! ¡Tengo que decírselo!
—Decirle ¿qué? —preguntó Neal, y si contestaba algo parecido a «Que la quiero» estaba dispuesto a darle una bofetada.
—¡Encima de todo lo demás que debe de estar pensando! Tengo que decírselo, al menos eso.
—Decirle ¿qué, señora Chase?
Recuperó la compostura, eso Neal tenía que reconocérselo. Retrocedió al borde mismo de la histeria y regresó para ayudar a su hija. Respiró hondo y habló en voz baja, poco a poco:
—Que no es su padre.
Guau y doble guau.
La señora Chase se había dado la vuelta mientras Neal se vestía, y había esperado pacientemente sentada mientras él se servía una copa y engullía la mitad de un trago. Si fumase, Neal tendría que haberse encendido un pitillo.
—¿Sabe el senador que Allie no es suya? Liz asintió.
—¿Desde cuándo?
—Creo que Allie tenía ocho o nueve años. Tuvimos una discusión terrible y se lo arrojé a la cara.
—Pero nunca se lo dijo a Allie.
—Tenía intención de hacerlo.
—¿Dónde está la nota, señora Chase?
—En una caja de seguridad. La mía.
Mujer lista.
—¿Alguien más conoce su existencia?
—No.
—De modo que el senador no sabe que usted sabe que…
Liz negó con la cabeza.
—No le he dicho nada. Si lo hiciera, tendría que dejarle, y si le dejara, no obtendría la ayuda que necesito para encontrar a Allie, ¿verdad?
No, señora, probablemente así sería.
—¿Va a contárselo a la policía?
—No.
Porque tiene usted razón, señora Chase. Si voy con algo así a la policía, se acabó. Me retirarían del caso y al senador lo retirarían del servicio público, Amigos perdería el interés y Allie acabaría leyéndolo todo en la edición internacional de Newsweek y se enterraría aún más hondo en el hoyo en el que ya se encuentra. Nadie gana.
De modo que toca aplicar las reglas básicas. John Chase es un próspero miembro del Senado de Estados Unidos y puede que algún día llegue a ser presidente, y tiene dinero en el banco. Lo cual le permite violar a su hijastra y salirse con la suya y también contratar a alguien como yo para que limpie el desaguisado. Neal Carey, basurero de los ricos y los poderosos.
Y ese hijo de puta cuenta con que la vergüenza de Allie la mantenga callada mientras posa para fotos tipo «Los Walton van a Washington». Después la arrinconará en alguna escuela lejana, quizá en uno de esos internados suizos, y yo voy a ayudarle a hacerlo. Porque es mejor que dejar a la muchacha indefensa en el mundo pensando que se ha acostado con su padre y posiblemente muriendo por ello. Y porque quiero acabar la carrera un día de estos.
—Hay otra cosa que debemos tener en cuenta, señora Chase. Si Allie necesita drogas, comida, alojamiento y todo eso, y no tiene dinero… hará cualquier cosa para conseguirlo.
—¿Qué quiere decir?
—Ya sabe lo que quiero decir.
—Allie nunca haría eso.
—Sí que lo haría. Usted lo está haciendo. Yo lo estoy haciendo. Y ni siquiera estamos negociando el precio.
Neal permaneció despierto durante casi todo lo que quedaba de noche. No había soñado con el chico de los Halperin desde hacía meses y no quería volver a empezar. Pero cuando cerró los ojos, volvió a verlo y pensó en todas las posibilidades echadas a perder. Si hubieran permitido que el muchacho fuese como era, un adolescente afable, no excesivamente despierto y gay… Si le hubieran dado un poco más de importancia al caso y hubieran enviado a dos tipos en vez de únicamente a Neal… Si hubiera habido servicio de habitaciones aquella noche…
Neal renunció a intentar dormir a eso de las cinco, se dio una ducha para espabilarse, se despidió rápidamente de Elizabeth Chase y pidió que lo llevaran al centro del pueblo. El chófer lo dejó ante una sucursal de Avis. Neal se perdió unas quince veces antes de encontrar la academia de Scott Mackensen en Connecticut.