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LA CASA DE PANDO-ARGÜELLES
21 de noviembre de 2016, lunes
En Santander seguía lloviendo y casi tuvimos que correr a resguardarnos en el coche. La lluvia había disuadido a casi todos los estudiantes y el aparcamiento se había quedado vacío. El edificio de ladrillo caravista parecía más regio sin la algarabía de los jóvenes parloteando entre sus columnas. Un día yo fui como ellos, alguien eternamente preocupado por aprobar el siguiente examen. Ahora había otras prioridades en mi vida: detener al asesino, recuperar el habla, decidir cómo encajar la noticia que me había dado Alba…
—¿Qué quiso decir con eso de que era curioso que tú le preguntaras por los sospechosos, Unai? —me interrogó Estíbaliz después de que Saúl nos acompañara a la puerta de su despacho con la clara intención de invitarnos a que nos largáramos de allí.
—Soy el primer sorprendido. Yo nunca supe de la muerte de Rebeca, y es cierto que nadie en la cuadrilla lo ha comentado nunca, pero es que durante unos años no volvimos a hablar de aquel verano por motivos… —tardé en encontrar la palabra y escribirla— evidentes. ¿Cómo no me enteré, Esti? No recuerdo que tratasen la desaparición de Rebeca Tovar en el telediario ni en El Correo Vitoriano o en El Diario Alavés.
—Yo tampoco, pero entonces yo tendría… diez años. Cada año desaparecen catorce mil personas y la mayoría de ellas vuelven a sus casas. Suelen ser fugas de adolescentes, tanto en el entorno de su propio hogar como en las casas de acogida. De vez en cuando, alguna desaparición acapara los titulares por sus especiales circunstancias —razonó Esti en voz alta mientras conducía de vuelta a una Vitoria que presuponía tan mojada como Santander—. Creo que la dirección del periódico cántabro se comportó de manera ejemplar, contactó con la Policía y no hizo de aquello un circo. Milán ha buscado la noticia de la desaparición de Rebeca Tovar en la hemeroteca, pero solo ha encontrado una pequeña mención de una chica de catorce años desaparecida y de sus iniciales. El periódico no dice nada de las fotos enviadas. No hubo alarma social, no fue una noticia que trascendió.
—Por cierto, inspectora Gauna, ¿qué tal Milán? —escribí cuando llegamos a nuestra ciudad, y la miré de reojo. Era una agente que me producía cierta curiosidad.
—Pues pese a que por sus habilidades sociales da la impresión de ser un poco torpona, en temas de documentación y ordenadores es una máquina. Me está entregando todo lo que le pido en la mitad de tiempo. No parece muy sociable y no le gusta hablar demasiado. Es un poco ruda a veces, pero tiene una pinta de buenaza que no puede disimular. Me alegro mucho por el equipo que me han asignado. Peña es hipernervioso, y le saca un poco de sus casillas a Milán que no se esté quieto en las reuniones. Pero creo que se acoplarán bien. Peña es un tipo curioso en cuanto sale de comisaría. Nunca come nada antes de las siete de la tarde, en todo el día. Dice que así le va bien. Y es… músico. Suele dar conciertos en festivales folk, toca el violín. Pero en el despacho se transforma, es muy analítico, pese a que va a mil revoluciones por segundo. Quiero decir que no lo veo muy emocional. Eso es bueno para compensar la Unidad cuando te reincorpores. A ti te sobra fuego.
—Mira quién habló —se me escapó en voz alta, y le despeiné un poco la melena pelirroja.
Sonó algo parecido a «ia ien aó», y de nuevo el calor me subió a las mejillas de pura vergüenza.
—Tienes que ir al logopeda, Unai —dijo ella poniéndose seria por una vez—. Alba te lo impuso como condición para volver y yo tengo que entregar reportes puntuales de tu evolución. Vamos a dar la cara por ti, no nos dejes tiradas. Es un aviso. Y voy muy en serio.
—¿Desde cuándo sois tan amigas Alba y tú? De verdad que me alegro mucho —escribí cambiando descaradamente de tema.
—Desde que iba a visitarte a diario al hospital de Santiago durante tu coma. Los primeros días ella también estuvo ingresada y pasaba a visitarla. Me parecía durísimo que hubiera perdido a su marido y que además fuera el asesino. En Lakua las cosas estaban muy tensas, el comisario Medina no tenía claro si apoyarla o abrir una investigación interna. Algunos compañeros desconfiaban de ella, no creían que no hubiese detectado nada en el comportamiento de su marido, la creían cómplice por omisión. Pero yo…, yo maté a Nancho. Yo lo maté, me cargué a su marido. Tenía que hablarlo con ella, es una persona a la que siempre he admirado, y no quería que eso quedase sin hablar.
—Eso te honra. ¿Y qué ocurrió?
—Que desde entonces solemos quedar entre semana en Vitoria y los fines de semana en Laguardia, en su casa, o nos vamos juntas a subir algún monte. Es una persona muy calmada, piensa mucho las cosas, al contrario que yo. Me da tranquilidad, escucha mucho y no juzga.
Asentí cuando me miró, pero no se le escapó mi gesto.
—¿Qué? ¿Estás celoso?
—Por supuesto que estoy celoso —escribí—. Ojalá tuviera esa amistad con ella.
—Nunca hablamos de ti, de todos modos —dijo, como si tuviera la necesidad de aclararlo—. Me refiero a ti fuera del trabajo. Hemos hablado de tu recuperación, pero siempre en horario laboral. Cuando estamos fuera no hablamos de tíos, solo de nuestras cosas y de nuestra vida. Y por cierto, tiene un pasado de lo más interesante. Ya te lo contará ella si decide hacerlo.
Ahora sí que me corroía la envidia. No sabía apenas nada de Alba. Salvo que quería estar con ella. Lo del bote en el estómago y en la entrepierna cada vez que aparecía en Lakua seguía intacto. La química no se había esfumado, ni las ganas de pasar tiempo con ella, o dormir con ella, o lo que fuese con ella.
—Volviendo a tu recuperación: o comienzas esta semana o doy parte.
—Comienzo esta misma tarde, Esti —la frené—. Ahora, con lo de Ana Belén Liaño y Rebeca Tovar, soy el primero que quiere estar cien por cien operativo.
Ella sonrió satisfecha.
—Eso es todo lo que quería escuchar. Te llamo. Dame un beso, anda —dijo mientras me dejaba cerca de casa.
Le encajé un beso sonoro en la mejilla y me largué a comer al Toloño, no me apetecía cocinar ni quedarme en casa solo con mis pensamientos.
Por la tarde me preparé mentalmente para lo que iba a venir, mitad esperanzado y mitad ansioso, y me encaminé hacia la zona del Ensanche del siglo XIX. El despacho de mi logopeda estaba al final de la calle San Antonio, casi donde se veían las vías del tren. Unas calles aristocráticas que se erigieron para la clase alta. Había profusión de despachos por la zona, pero el de mi logopeda, doña Beatriz Korres, estaba especialmente bien elegido.
La casa Pando-Argüelles era un edificio señorial que hacía esquina con Manuel Iradier, una de las mejores calles de la ciudad. El abuelo me contó en su día que su llamativa cúpula azul con estrellas naranjas había sido un nido de ametralladoras antiaéreas durante la Guerra Civil. Después había sido la sede del Sindicato Vertical, el colegio Nieves Cano y mil historias más. Lo último que sabía era que una promotora lo había comprado en un intento fallido de construir viviendas de lujo. Por lo visto ahora alquilaban despachos.
Me acerqué con curiosidad al portal 41, donde una imponente puerta de rejas negras me recordó a la barandilla de la playa de la Concha de Donosti. Pulsé el telefonillo y una voz tranquila me pidió que subiera al segundo piso.
En cuanto crucé el umbral del portal, el olor a pintura y a obra recién terminada me colonizó las fosas nasales. Parecía que mi logopeda era una de las primeras propietarias en alquilar uno de aquellos pisos de alto standing.
—Así que te has decidido, Unai —me dijo a modo de saludo al abrir la puerta, con una amplia sonrisa.
Me sorprendió un poco su físico. Beatriz Korres era como una antigua diva de los años 40, ese tipo de mujeres de maquillaje pulido y perfecto, raya del ojo apuntando hacia las estrellas, barbilla gloriosamente rematada en un atractivo hoyuelo. Tacones de aguja, falda tubo. Pelo de color canela, levantado por la laca y los rulos. Un poco entrada en carnes, orgullosa de ello.
Beatriz me cayó bien desde el primer momento, era tan jodidamente perfecta en su singular apariencia que parecía salida de un anuncio de moda no apto para todos los bolsillos. Imagino que tardaría media jornada laboral en arreglarse antes de salir a la calle. Ella no pareció percibir mi estupor, era una tía segura de ser tía, ¿cómo no admirarla?
—Sé que debí haber venido antes —escribí a modo de disculpa, y le mostré la pantalla del móvil.
—Pasa, eres el último paciente de la tarde —me dijo mientras me invitaba a entrar en un pequeño estudio sin apenas muebles ni adornos—. Acabo de alquilar el despacho, tendrás que disculpar la ausencia de elementos decorativos.
Sonreí, y le hice un gesto de asentimiento. En la mesa tenía unos folios con mi informe de la neuróloga y un frasco de cristal con multitud de chupachups de chocolate y vainilla, mis favoritos.
—Siéntate, por favor. Me alegra que hayas venido, la doctora Diana Aldecoa me ha hablado mucho de ti, y me alegra que me haya asignado tu caso, es todo un reto, pero tenemos mucho trabajo contrarreloj. Unai, tu recuperación va a depender de las horas que le dediques a la rehabilitación. Si le dedicas dos horas al día, mejor. Si pueden ser tres, antes veremos resultados, ¿comprendes?
«Que sean cuatro, cinco, todas», pensé. Pero callé porque no me creería, y no me importaba. Volver a hablar y recuperar mi vida se había convertido en mi prioridad, y mi logopeda no me conocía en modo kamikaze.
—¿Por dónde empezamos? —escribí.
—Esta semana tienes que venir a más sesiones, tengo que hacerte una batería de pruebas antes de empezar con la rehabilitación. Por el informe del equipo que te operó y por lo que Diana, disculpa, la doctora Aldecoa me contó, te pautaron medicación. ¿La estás tomando?
Asentí con la cabeza. Puede que hubiera sido un huevón durante los últimos meses negándome a ir al logopeda, pero no era un suicida ni un dejado, y comprendí desde el principio que los fármacos que me habían prescrito eran vitales para que mi cerebro se recuperase pronto. No quería ser dependiente y convertirme en una carga para mi hermano Germán, y mucho menos para un abuelo casi centenario como el mío, por mucho que fuese la persona más resolutiva que había conocido y sabía que podría con esa carga y con muchas más.
—Eso es muy bueno, Unai. Estás tomando el mismo tratamiento que se administra en ciertos casos de alzhéimer y de párkinson con excelentes resultados en casos de traumatismos craneoencefálicos como el tuyo. El origen de la lesión, el proyectil, te fue extraído durante las primeras horas, así que el pronóstico, debido a tu edad y tu excelente forma física y mental, era bastante alentador. Pronóstico que te has cargado tú solito —me dijo mirándome fijamente con esos ojos perfilados con aquella rayita tan bien hecha. No me esperaba un rapapolvos en la primera visita, pero no decía nada que no fuese cierto—. Mira, comprendo tu estrés postraumático, pero también en eso deberías haberte dejado ayudar y tenías que haber acudido a un psicólogo. Algo que, obviamente, tampoco has hecho. Así que, don Autosuficiente, haz el favor de demostrarnos al mundo entero que estabas en lo cierto y que tú solo vas a salir de esta.
—Hecho —escribí—. ¿Y después del informe logopédico?
—Empezaremos por desinhibir tu lenguaje oral: conteo de los días de la semana, meses del año, números… También haremos ejercicios en consulta y te mandaré que en casa entones melodías conocidas y repitas frases hechas. ¿Eres religioso?
Negué con la cabeza.
—Es una pena, las oraciones tipo padrenuestro suelen ser muy útiles.
—Habrá otra manera —escribí.
—La música —respondió Beatriz.
—Eso me sirve.
—Canta cuando estés solo. En la ducha, en tu casa, en el coche…
«Desinhibir mi lenguaje oral —me repetí—. De acuerdo. Puedo hacerlo. Paso muchas horas solo. No voy a callarme ni debajo del agua».
—También tienes que restablecer la pronunciación de las palabras. Pronunciaremos palabras a coro, tanto en susurro como en voz alta. Y vamos a rehabilitar tu vocabulario activo: te describo un objeto y tú encuentras la lámina correspondiente y la nombras. Como veo que te gusta estar pendiente del móvil, te vas a descargar dos aplicaciones en las que tienes que identificar objetos y decir su nombre en voz alta. En consulta vamos a hablar desde el primer día, primero serán bisílabas sin sentido, luego tres sílabas, cuatro… Después repetirás palabras de estructura compleja. Como te digo, tienes que desinhibir el mecanismo del lenguaje. En afasias como la tuya los pacientes son muy conscientes de sus errores y de su estilo telegráfico. Tienes que superar esa vergüenza. Y eso solo lo vas a conseguir si practicas mucho a solas y luego con personas de tu entera confianza o con familiares, ¿tienes algún voluntario?
—Dos —me animé a decir en voz alta. Me volvió a salir voz de urogallo, pero pensé que estaría acostumbrada a todo tipo de voces dañadas, y eso me desinhibía bastante, tal y como ella había dicho.
Sacó una caja con tarjetas de dibujos a los que llamó «pictogramas» y me las mostró.
—Son las cartas de Nardil. Con ellas construirás frases de dos, tres, cuatro palabras… En pocas semanas espero que puedas comenzar a expresarte en voz alta. Tal vez no con la fluidez de antes, pero mi objetivo es que te quede el menor número posible de secuelas en el habla. Por otro lado, también tienes que reforzar el lado derecho de tu cuerpo. ¿Haces deporte?
—Corría —escribí.
«Corría por las mañanas, pero me quedé sin ganas», añadí para mí.
—Vuelve a correr, pero tienes que hacer también ejercicios de resistencia y de fuerza. Tienes que entender que ahora el área izquierda de tu cerebro tiene que volver a tender todas las conexiones posibles entre las neuronas. Todo lo que estimule tu parte derecha te vendrá bien: pelotas con pinchos en la palma de la mano y en la planta de los pies, cualquier objeto que trabaje el tacto de las extremidades. Conviértete en un obseso de la terapia, yo te veré todos los días y te voy a apretar para ver resultados. Vas a aborrecerme muchas veces, pero si dejas de venir, yo seguiré hablando y recibiendo a pacientes y tú seguirás con tu flamante afasia de Broca.
—Nada que objetar.
—Hoy tengo que evaluarte la deglución, el estado de tu musculatura buco-facial, y tu voz. Pero voy a enseñarte también las praxias buco-faciales y quiero que esta misma noche comiences con tu rehabilitación. Hazlas como mínimo una vez al día.
Asentí; mi logopeda sonrió.
Después de innumerables pruebas que no entendí y que me parecieron muy repetitivas, dio por concluida su evaluación y sacó un espejo del cajón de su mesa. Entonces empezó a enseñarme con paciencia a mover la lengua de norte a sur, de este a oeste y en todas las direcciones posibles del espacio.
Eran ya las ocho pasadas cuando bajamos juntos a la calle después de que Beatriz cerrara con llave su despacho y me regalara un chupachups para que siguiera moviendo la lengua.
Ya no llovía y había refrescado bastante, pero no me esperaba que bajo la luz de una farola en la acera de enfrente nos estuviera aguardando mi hermano Germán, ataviado con uno de sus impecables trajes a medida y las tres puntas de su pañuelo asomando del bolsillo, junto al corazón.
—¿Día de juzgados? —escribí en el móvil y se lo mostré.
—Día de juzgados —confirmó, pero no me miraba a mí, sus ojos se quedaron atascados en mi nueva terapeuta y me apresuré a hacer las pertinentes presentaciones.
—Beatriz Korres, mi logopeda —escribí en el móvil, y se lo mostré a ambos—. Él es Germán López de Ayala, mi hermano. Tiene su despacho de abogado en la plaza Amárica y por lo que veo no ha podido evitar venir a recogerme.
Beatriz extendió su mano, Germán aprovechó para hacerle un gracioso besamanos que solía quedarle muy bien con las mujeres. Lo miré un poco sorprendido, hacía tiempo que no le veía hacer aquel gesto. A Beatriz, por su parte, no pareció sorprenderle la baja estatura de mi hermano.
—¿Y cómo se ha portado, doctora? —le preguntó mientras echábamos a andar hacia la calle Manuel Iradier.
—Hoy me he limitado a comenzar con mi informe preliminar. Pero voy a aprovechar que estás aquí para insistirle a mi paciente en que se involucre en la terapia no solo durante las consultas. Si puede ayudarle con los ejercicios que le voy a ir mandando para casa, su evolución será más rápida y…
—Eso está hecho —le cortó Germán—. Todos nos morimos por escuchar al pesado de mi hermano de nuevo. Unai y yo nos íbamos a tomar unos pintxos en el Saburdi, no sé si querrá acompañarnos.
Beatriz lo miró como si le hubiera encantado la propuesta, y por un momento creo que estuvo tentada a aceptarla.
—Os lo agradezco, de verdad, pero la sesión ha terminado —dijo pasando a tutearnos—. Unai, nos vemos mañana a las siete. Con los deberes hechos. Quiero ver progresos desde ya. Germán, encantada de conocerte.
Y Beatriz y sus stilettos granates se fueron taconeando rumbo a la calle Dato mientras mi hermano la miraba como si se le hubiera aparecido la diosa Mari.
—¿Qué ha sido eso, Germán? —Tuve que ponerle la pantalla del móvil delante de los ojos para que me leyera, porque no había manera de que dejase de mirarla.
—¿Qué? —preguntó todavía distraído por sus caderas.
—Eso —señalé a mi logopeda.
—Nada, es solo que me ha dado la impresión de que estás en buenas manos y eso me alegra mucho, Unai. Quiero verte recuperado de una vez por todas, quiero pasar página, que se acabe este año y nos olvidemos de él.
Brillante. Mi hermano echando balones fuera era brillante. Y muy elegante, era lo suyo.
¿Qué más le habría dado decir: «Tu logopeda me parece una mujer muy interesante»? Imagino que el pudor del recuerdo de Martina. En eso le entendía, yo pasé por lo mismo después de lo de Paula.
Culpabilidad por volver al mercado, esa sensación de ponerle cuernos a alguien que está muerto. Una sensación de deslealtad que había odiado pese a que no remitía con el paso de los años.
Volví pronto a casa, pero me acosté muy tarde: repetí las veinticuatro praxias tres veces. Aquella noche aprendí que podía tener agujetas en los maseteros. Mi cerebro también se quedó líquido después de descargarme las aplicaciones que me había apuntado mi logopeda e intentar repetir sílabas sin ton ni son. Me tomé las pastillas que me había pautado la neuróloga casi con devoción mariana y me dormí feliz y satisfecho.
Cuatro horas. Primer día de mi nueva vida y le había metido cuatro horas a la rehabilitación.
Me levanté a eso de las ocho y desayuné con calma. Desde que estaba de baja y había dejado el running matutino, me había acostumbrado a remolonear entre las sábanas cuando dormía en Vitoria.
En Villaverde siempre había mucha labor que hacer y el abuelo se levantaba antes de que cantara el gallo de Pruden, nuestro vecino, por lo que me permití un poco de pereza otoñal. Encendí el móvil y me encontré con una llamada perdida de Estíbaliz, e iba a escribirle un whatsapp cuando uno de los números de comisaría se coló en mi pantalla. Escuché Lau teilatu, que era el tono que tenía mi móvil desde verano y que me recordaba demasiado a Alba y a lo que vivimos sobre los cuatro tejados, pero no me decidía a quitarlo pese a lo que dolía cada vez que lo escuchaba.
Respondí con un «sí», que era mi palabra favorita por lo bien que me salía. El mensaje de mi logopeda acerca de la «desinhibición» de mi lenguaje había calado muy hondo. De todos modos, esperaba que fuese Estíbaliz quien me llamaba.
—Hum…, ¿inspector López de Ayala?
—¿S… sí? —repetí sin tanta confianza al no reconocer la voz grave que me hablaba desde Lakua.
—Soy la agente Milán, la inspectora Ruiz de Gauna ha salido y me ha pedido que le llame para ponerle al tanto de las novedades.
—¿Y? —pregunté. La y sola también era fácil, y muy útil. Y yo sin darme cuenta.
—Verá, la inspectora me pidió que rastrease las cuentas bancarias de Ana Belén Liaño. Me ha costado un poco, pero la que nos interesa, obviamente, es la que abrió en Kutxabank cuando le tocaron los tres millones de euros. Lo que hemos encontrado interesante es que un individuo llamado Asier Ruiz de Azua es también titular de la cuenta.
Se tomó un segundo de silencio. Yo no habría sido capaz de responder aunque hubiese recuperado el habla.
—He hecho una pequeña investigación en nuestras bases de datos —prosiguió con su voz de barítono—. Lo curioso es que el tal Asier tiene cuarenta años, está casado y es farmacéutico. De hecho, consta como dueño de dos farmacias, en la calle San Francisco y en el barrio de Salburua. Hasta donde he podido cruzar datos, no le une ningún vínculo familiar ni laboral con la víctima. Se me ocurre que podría ser el padre del hijo que esperaba, ¿no cree?
Yo no creía nada porque me había quedado en blanco al escuchar que Asier, el mismo que días atrás negó haberla visto en veinte años, se había abierto una cuenta con Annabel Lee, y que ella le había confiado la mitad de sus tres millones de euros.