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LA POZA DE VILLAVERDE

23 de noviembre de 2016, miércoles

Volví a mi casa y me pasé la mañana esperando alguna llamada de Estíbaliz que no llegó, por lo que asumí que no requería mi presencia y que estaba cruzando datos en el despacho. Aproveché para acercarme a Villaverde, mi pequeño pueblo en la Montaña Alavesa, cuarenta kilómetros hacia el sur de la capital.

Germán y yo nos turnábamos para ir entre semana a comprobar que el abuelo estaba bien atendido. No es que reclamase nuestra ayuda, pese a sus noventa y cuatro inviernos se organizaba solo perfectamente y gestionaba mejor sus tareas en el campo que un experto en productividad, pero siempre le venía bien que le echásemos una mano en la huerta.

Lo encontré sentado en su sofá, roncando bajo la boina que ocultaba su cara a la claridad de la tarde que entraba por el pequeño balcón de la cocinica baja, frente a un fuego encendido que venía muy bien para templar la enorme casa de paredes de piedra.

Pese a que dormitaba profundamente, era como las liebres, que duermen con un ojo abierto, y en cuanto me acerqué se recolocó la boina en la cabeza y me preguntó de buen talante:

—¿Qué tal, hijo?

Le hice un gesto cómplice para que viese que la semana me iba bien, no es que fuera rigurosamente cierto, pero no había necesidad alguna de preocuparlo.

—¿Me acompañas a la huerta? Quiero ver cómo van los puerros.

Asentí y lo seguí escaleras abajo. La huerta del abuelo estaba muy tristona en invierno, apenas plantábamos unas pocas verduras que soportaban los rigores de las heladas villaverdejas. Descendimos por unas escaleras ganadas al desnivel, que el propio abuelo había tallado con mucho sudor, y bordeamos la pared de piedra que daba a una poza a medio llenar de la que nos surtíamos para el riego.

—Germán dice que la médica esa te va a curar pronto. No deja de hablar de lo buena moza que es —comentó con gesto pícaro, concentrado en no caerse por las escaleras.

—Sí que es buena moza, sí —escribí en el móvil.

Al abuelo le solían molestar mis mensajes en una pantalla, con su menguada visión de cerca no acertaba a leerlos bien y tenía que ponerse sus gafas de pasta, a las que no acababa de adaptarse.

—¿Y esa médica tuya no te ha dicho que dejes de una puñetera vez el móvil de las narices? —contestó, y me sorprendió una respuesta tan dura. No era propia del abuelo.

—No —escribí también molesto.

«Lo estoy intentando, abuelo. Lo estoy intentando», quise decirle.

—Pues muy mal, esa médica. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que no vas a hablar si te apañas bien con ese trasto —dijo de mala gana, plantado en mitad de la huerta.

—Pues es lo que hay: tienes un nieto mudo y vas a tener que aceptarlo —le escribí con mayúsculas, mi enfado estaba subiendo enteros y el suyo también.

El abuelo leyó mi frase lapidaria y antes de que pudiese darme cuenta me arrancó el móvil de la mano y lo lanzó al otro lado de la poza.

—¡No! —grité sin poder dar crédito.

Y corrí a buscar una vieja escalera de mano de madera que descansaba junto a otros aperos de labranza.

—Ahora no te queda más remedio que hablar —concluyó él con su lógica aplastante.

Ignoré su comentario y cargué con la escalera sobre los hombros. Subí con menos cuidado del que debiera y me asomé a la poza. Medía unos tres metros por cuatro, apenas se veía el fondo porque la superficie estaba sucia de ramas y algas.

Salí corriendo en busca de un rastrillo y volví con él. Me concentré en calmarme y no cargar contra el abuelo.

«Te está ayudando, a su manera el abuelo te está ayudando», me repetí, pero no funcionaba.

Subí de nuevo haciendo equilibrios por la desvencijada escalera casera y pasé el rastrillo por el fondo.

Me pasé un par de horas, desesperantes horas, peinando el fondo de la poza. Saqué paladas y paladas de algas gelatinosas y ramas podridas.

El abuelo apareció a la hora de la comida con cara de preocupación.

—Vamos, hijo, algo tendrás que comer —me dijo—, sube a casa de una vez.

Negué con la cabeza y me concentré, frustrado, en una de las esquinas que todavía me quedaba por rastrillar.

—Es un móvil, hijo, y ya ni lo apagabas por las noches. No puedes pasarte lo que te queda de vida escribiendo noticas en él. La gente se cansará.

—No… no ppasa… —Intenté pronunciar «No pasa nada», pero no pude terminar la frase. Todavía no tenía recursos ni pericia.

Subí a comer con el abuelo, una crema caliente de calabacín que me reconfortó un poco el alma, pero mi mente estaba en el fondo de aquella poza.

Retomé mi operativo de rescate en cuanto di cuenta de todas las castañas que el abuelo había asado. Cambié de táctica, recuperé unas botas altas de pescador y me metí en la poza, pese a que el agua estaba helada. Bendije la largura de mis brazos, y recorrí palmo a palmo los doce metros cuadrados de suelo resbaladizo y gélido. Hasta última hora de la tarde, cuando las farolas estaban a punto de encenderse y las piernas no me respondían del frío, no recuperé lo que quedaba de mi móvil.

Conocía el peligro de un cortocircuito, así que extraje la batería rápidamente. Lo subí a casa del abuelo con más cuidado que si hubiese sido una trufa blanca de medio kilo y le retiré la humedad con papel secante. Sabía que tenía que dejarlo unas horas en un ambiente seco pero no demasiado caliente y me resigné a pasar la noche en Villaverde sin saber si mi móvil resucitaría o no.

El abuelo observó en silencio toda mi operación, paciente y discreto. Sabía que teníamos una conversación pendiente.

Me acerqué a mi dormitorio y busqué un folio en el cajón de mi mesilla de noche.

—Esta vez te has pasado, abuelo. En ese móvil estaban todos mis contactos de trabajo y muchas fotos que no están en otro sitio. Era mi despacho, era mi vida —le escribí con un tamaño de letra tirando a gigantesca.

—La vida la tienes delante y la estás echando a la basura por tu cobardía, hijo. Y si hemos tirado quinientos euros al agua para que te des cuenta, bien empleados están. Yo te pago el aparatico ese, no pases mal rato —dijo en tono conciliador.

—No es el dinero, abuelo. No es el dinero. No te preocupes por eso —le escribí en el folio.

A veces las lecciones del abuelo dolían, tal vez a él más que a mí.

Pero el abuelo estaba en lo cierto, el móvil era solo un objeto al que yo le había dado poder para que fuese el centro de mi existencia, mi salvavidas, o tal y como Héctor del Castillo había dicho, mi muleta.

Finalmente me metí en mi dormitorio y traté de dormir. A la mañana siguiente desperté de unos sueños agitados y salté de la cama en busca del aparato. Lo monté pero no encendió. Me había quedado sin móvil.

Abrí el portátil y pensé en mis opciones, además de salir escopetado a Vitoria a comprar un nuevo móvil para seguir estando operativo en la investigación.

No quería que los compañeros de la Sección de Delitos en Tecnología de la Información o Milán tuviesen acceso a la memoria del móvil. Todavía guardaba los mensajes que Alba y yo intercambiamos en verano, y no quería exponerla de esa manera.

Lo estuve valorando durante un buen rato y después, no muy convencido, me decidí a enviarle un correo electrónico:

—Golden, necesito tu ayuda. Ya —me limité a escribir.

Golden Girl, la chica de oro del hackeo nacional, siempre cobraba caros sus favores. Tras su apariencia de anciana incisiva de pelo blanco había una jubilada experta en seguridad informática que había trabajado en Cisco durante décadas y que daba mil vueltas a muchos crackers experimentados.

—Lo que quieras, Kraken. Aquí me tienes —contestó al minuto.

Le expliqué brevemente mi accidente acuático y quedé con ella en hora y media en Vitoria para entregarle lo que quedaba del móvil.

Golden vivía en el cantón de las Pulmonías, en unas casas que daban al patio interior del antiguo Seminario Viejo, frente a la plaza de la Catedral Vieja.

Me recibió en el umbral de su piso con su melena blanca cortada al ras de su barbilla y unas muletas que la convirtieron a mis ojos en alguien mucho más anciano de lo que recordaba. No me dejó entrar en su piso, seguía siendo una hacker huraña que no se fiaba de nadie, ni siquiera de mí.

—¿Y eso? —fui capaz de preguntar en voz alta al ver las muletas.

—Hace un mes me operaron la cadera. Apenas tengo movilidad y voy a morir de aburrimiento —dijo de corrido—. Gracias, Kraken.

—¿Y eso? —repetí en un alarde de recursos.

—Es prácticamente imposible recuperar los datos de este móvil. Me encanta el reto. Contacto contigo en cuanto pueda darte una respuesta —sonrió sin dejar de mirar mi smartphone como si fuese un huevo de Fabergé.

Ahora que ha pasado el tiempo y comprendo las implicaciones de aquel encargo, soy consciente de que yo fui uno más en aquella imparable sucesión de errores y horrores de los que hablaba Héctor del Castillo. De esos que contribuían a la eterna cadena de violencia que se remonta al Paleolítico, tal y como mi amigo historiador había dicho. Pero no lo sabía por entonces, no podía saberlo.

O eso me digo todavía hoy en día para conciliar el sueño por las noches.