34


LA CUESTA DE LAS VIUDAS

16 de diciembre de 2016, viernes

En Santander la mañana no terminaba de levantar. Un sol blanco oculto entre nubes intentaba calentar una ciudad circunspecta. Bastante similar a nuestro estado de ánimo, debo añadir.

Que una legión de frikis de cómics góticos quisiera clavar mi cabeza en una estaca no era mi idea de pasar unas Navidades tranquilas precisamente. Más miradas aviesas, más insultos digitales, más murmullos hostiles a mi paso.

De acuerdo.

Ya había pasado por eso.

¿Qué me diría el abuelo?: «Déjate de hostias y sigue adelante».

«Pues eso, abuelo. Pues eso».

El mundo real me esperaba, de modo que tentamos a la suerte y decidimos acercarnos por segunda vez a la Universidad de Cantabria en busca de Saúl.

Estíbaliz guardaba su rabia apretando los labios hasta dejarlos blancos. Yo sabía que se preocupaba por mi integridad física, pero esos detalles que a veces tenía me los ponían de corbata.

Arrancamos rumbo a la avenida de los Castros y aparcamos de nuevo en el aparcamiento de estudiantes, atestado de coches de segunda mano, y nos dejamos ver por los pasillos mientras los alumnos nos miraban de reojo cuando nos cruzábamos con ellos.

Nos dirigimos directamente al despacho de Saúl, llamé a la puerta con los nudillos, pero estaba cerrada con llave y nadie contestó en el interior. Le pedí a Estíbaliz que lo llamara desde su móvil.

Esti esperó con impaciencia el tono de llamada, pero el móvil de Saúl Tovar estaba apagado o fuera de cobertura, según nos iluminó la operadora.

—Su hermana le ha avisado de que estamos en Santander, nos está evitando —murmuró Estíbaliz dando vueltas en círculo por el pasillo como una gata encerrada.

—Es muy posible.

Entonces Esti se fijó en un estudiante con los ojos de dos colores que nos observaba con disimulo desde una esquina del pasillo. Era el mismo chaval que se había referido a Saúl como Barba Cana y uxoricida.

Estíbaliz no perdió el tiempo y lo llamó:

—¡Oye, tú! Nos gustaría hablar contigo.

Pero el chico se asustó ante el grito de Esti y salió corriendo pasillo adelante.

Ambos lo perseguimos, Estíbaliz era muy gacela, más rápida que yo en los sprints pese a mis entrenos matutinos. Enseguida lo tuvo al alcance, pero el chico del tupé se metió en un baño de caballeros y Estíbaliz dudó durante un segundo. Justo el mismo que yo tardé en llegar.

—Anda, métete tú —me rogó frustrada.

Entré en los aseos masculinos y solté un exabrupto. El chico se había colado por la ventana, ¿quién construye una ventana tan grande en el baño de hombres? Yo las recordaba minúsculas, siempre altas, no aptas para fugas.

—Había una ventana —le dije a modo de explicación cuando salí.

Una manada de estudiantes había hecho corro a nuestro alrededor y no disimulaban su curiosidad. Debía de tratarse de un campus muy tranquilo, porque nos habíamos convertido en el circo del día.

—Tú —dijo Estíbaliz, y se dirigió al que tenía más pinta de outsider—, ¿sabes quién es?

—Osorio. Buen chavaluco, ese no está en drogas, fijo —contestó el aludido—. Os habéis equivocado de presa.

—Gracias. Ya podéis dispersaros, la juerga ha terminado —ordenó ella alzando un poco la voz.

La pequeña multitud se diluyó satisfecha con la anécdota y nos dejaron solos en el pasillo.

Esta vez Estíbaliz habló por mí y puso en su boca lo que ambos estábamos pensando:

—No sé si será mucha casualidad, pero el esquivo Osorio que acusaba a Saúl de uxoricida comparte apellido con el esquivo psiquiatra que encerró a Rebeca. Además, desde que dijo aquello de «Barba Azul es ahora Barba Cana», ¿no te parece demasiada casualidad que el siguiente asesinato ocurriera en un lugar llamado Barbacana?

Saqué mi pequeña libreta del bolsillo del pantalón y escribí:

—No empieces a ver serendipias a cada paso, Esti. Aunque tal vez no haya sido en balde la visita a la universidad. Vamos, hemos quedado con Héctor del Castillo.

A Esti se le iluminó un poco la sonrisa.

—Qué bonito día —comentó risueña mientras nos metíamos en el coche de nuevo—: la investigación avanza, una visita a personas interesantes…

—La pelirroja se nos ha enamorado.

Poco después subíamos por una calle entre árboles que los vecinos llamaban la cuesta de las Viudas, pero no pude recordar el motivo.

En todo caso, paseábamos por el Santander más aristocrático, y las coordenadas que me envió Héctor del Castillo nos llevaron a los pies de una vieja casona con vistas a la playa de los Peligros.

La hiedra lamía la fachada y a Estíbaliz se le escapó un guau.

Pulsamos el telefonillo de la entrada, un pequeño botón de latón bruñido, y accedimos a un precioso jardín que invitaba a pasar las horas leyendo entre los galanes de noche.

Héctor nos esperaba en un salón con más volúmenes que la biblioteca de Alejandría y un par de butacas vacías nos esperaban junto a la suya alrededor del fuego.

—Se agradece el calor —le dije a modo de saludo.

—Y cuánto me alegran tus progresos, inspector Ayala —contestó Héctor dándome un cálido apretón de manos.

—Tú dirás, Héctor —dijo Estíbaliz después de los dos besos de rigor.

—Sentaos, por favor —contestó al tiempo que nos ofrecía un cuenco de avellanas—. Os he llamado porque he recordado un episodio que me gustaría compartir con vosotros y que tal vez pueda ayudaros en la investigación.

—Todo lo que puedas aportarnos será bienvenido —lo animó Estíbaliz.

—Veréis, es que no dejo de darle vueltas al rito de la Triple Muerte celta y lo poco habitual que es encontrarlo en el presente. Lo creía extinguido, de verdad, lo creía extinguido. Uno se alegra de que épocas más violentas pasen a mejor vida y el progreso vaya dejando en el olvido prácticas tan salvajes. Pero… he recordado una anécdota que compartió conmigo hace unos años un colega arqueólogo holandés.

—Holandés —repitió Esti sin comprender.

—Sí, trabajaba en el antiguo Museo Histórico de Ámsterdam, sito en el que fue el Orfanato Municipal, no sé si lo habéis visitado. Actualmente se llama Museo de Ámsterdam. Es pequeño, mi colega estaba a cargo del área de Edad Antigua. Coordinaba exposiciones temporales y traía piezas de otros museos mayores, ya que no tenían mucho fondo propio, la verdad.

—Te seguimos —lo animé después de hacer acopio de algunas avellanas y de calentarme las manos cerca de las llamas.

—Os hablé del Caldero de Gundestrup, es el más famoso de los calderos celtas. Pertenece en realidad al Museo Nacional de Dinamarca, pero mi colega, el doctor Groen, consiguió firmar un convenio de colaboración y montó una exposición con varias piezas cedidas de la cultura celta: ese caldero, cascos de la Edad de Bronce, el carro solar de Trundholm… Pues bien, unos días antes de la inauguración de la exposición, en mitad de todo el tumulto de preparativos, el caldero desapareció.

—¿Desapareció?

—Alguien lo robó. En el museo, de eso está seguro. Y al igual que nos ocurrió en el MAC con el Caldero de Cabárceno, era un museo pequeño, sin medidas de seguridad ni cámaras.

—¿Qué hicieron?

—El Museo de Ámsterdam tenía en su depósito una réplica, no muy trabajada, pero una réplica al fin y al cabo. El director contactó con el de Dinamarca y le puso en antecedentes. En Copenhague no querían un escándalo. Aunque no debería compartir este dato precisamente con vosotros, prefiero seros totalmente sincero. A veces los museos no denunciamos los robos enseguida. En ocasiones, las piezas se encuentran, abandonadas.

—No puedo entenderlo —comentó Estíbaliz.

—Tiene su explicación. Veréis, si lo habían robado con la intención de venderlo en el mercado negro, publicarlo en prensa suele tener un efecto llamada inmediato para posibles compradores y hace que la pieza salga con más facilidad, por lo que el director del Museo de Dinamarca le pidió unos días para tomar una decisión y avisar a la Policía.

—Ah, pues muy bien, tu colega danés —se le escapó a Estíbaliz.

Héctor fingió que no había escuchado nada.

—Los preparativos de la exposición siguieron adelante y días más tarde…, el Caldero de Gundestrup, el original, apareció en la cuneta de una calle cercana al museo. El mismo Groen lo recogió, alertado por una vecina.

—Entonces doy por hecho que no interpusieron denuncia alguna, que no se tomaron huellas, ni se abrió investigación ni hubo sospechosos.

—Así es. Pero lo que quería compartir con vosotros, lo que realmente me inquieta, es lo que Groen me contó que ocurrió en Ámsterdam durante aquellos días. Veréis, en su barrio, los vecinos se quejaron de que sus mascotas habían desaparecido. Gatos, perros, animales no muy grandes. Algunos aparecieron… —suspiró—. En fin, la imagen es un poco dura.

—Créeme, hemos visto de todo en la Unidad —dijo Esti.

—Imagino. Disculpad mis rodeos. Aparecieron quemados, colgados en árboles y atados de las patas traseras, con la cabeza mojada… Mi colega pensó enseguida en el rito de la Triple Muerte celta, él mismo había analizado una de las momias de las turberas, la Mujer de Huldremose. Conocía el ritual, sabía que el caldero era uno de los elementos sagrados usados en la ceremonia.

—Comprendo —dije en voz alta, pero mi cerebro estaba muy lejos de allí, en tierras holandesas.

—Groen siempre se ha sentido mal porque pensó que alguien había robado el Caldero de Gundestrup para llevar a cabo los ritos del agua y oficiar la ceremonia.

—¿Sabes si hubo denuncia por parte de los vecinos a los que mataron sus mascotas, Héctor? —preguntó Esti.

—No lo sé, solo fue una anécdota contada por un colega arqueólogo en un momento de confesión profesional. Lo cierto es que no quise profundizar, ni se me ocurrió preguntar. Pero lo que me gustaría que os quedase claro es lo tremendamente inusual que resulta que hoy en día alguien ejecute la Triple Muerte celta.

—¿Estás diciendo que piensas que se trata de la misma persona? —quise saber.

—No lo sé, son muchos años y muchos kilómetros los que separan ese incidente del presente. Pero… cómo no pensarlo. Cómo no pensar que existe alguna conexión.

—Héctor, necesito un dato. Es muy importante —logré pronunciar. Estaba preocupado, estaba muy preocupado por lo que acababa de escuchar.

—Tú dirás, inspector.

—¿Qué año?

—Ocurrió en 1998. ¿Te dice algo?

Me decía algo.

Me decía algo que no quería escuchar.

Me decía que Golden había vivido allí, en Ámsterdam, sede de la compañía Cisco en Europa, en aquellos mismos años en que alguien había comenzado a hacer sus pinitos con la Triple Muerte celta.