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ÁMSTERDAM

9 de enero de 2017, lunes

—Pues empecemos por el principio y dámelo todo bien mascado, porque me acabas de romper unos cuantos esquemas. Primero: eras la tía de Rebeca. Hasta ahí hemos llegado solitos.

—Y ya es un logro —escribió—. Tenéis gente buena en el equipo, no creí que lo descubrieras nunca.

«Punto para Milán», pensé. Pero callé, a la Golden que estaba descubriendo los últimos días no quería regalarle ni un saque.

—Ahora te toca a ti darme algo —la apreté—. ¿Qué tienes que contarme de Rebeca y de su desaparición?

—Conociste a mi cuñado Saúl. Todo empieza y termina con él.

—Ahora me vas a decir que para ti también era Barba Azul.

—Espera a leer lo que tengo que contarte y juzga por ti mismo, Kraken.

—Adelante, comienza —me rendí.

—Mi hermana Asun murió en circunstancias muy poco creíbles. Siempre he estado convencida de que fue Saúl quien la empujó al pozo, aunque no tengo ninguna esperanza de que, tantos años después, podáis probarlo y encerrarle. Pero al menos puedo frenar toda esta sangría y lo que él ha provocado.

—Tú dirás qué ha provocado Saúl.

—Es una larga historia…

—Cuanto antes empieces…

—De acuerdo: Saúl y Sarah, su hermana mayor, siempre tuvieron algo extraño entre ellos. Pertenecían a una familia de las de toda la vida en Santillana del Mar, se murmuraban cosas… La madre, enfermiza y encamada los últimos años de su vida, como las antiguas. El padre, muy rígido y religioso, de los de antes. Costumbres espartanas, nombres bíblicos, misa los domingos a las doce. Murieron pronto, en todo caso. Los hermanos, en esas circunstancias, estaban muy unidos, nadie se explicó por qué Saúl empezó a rondar a mi hermana pequeña. Era muy niña por entonces, no se había desarrollado demasiado. Pero a mi hermana le fascinó Saúl, como a todas las mozucas del pueblo. Se casaron muy jóvenes y tuvieron a Rebeca con dieciocho años.

—Hasta ahí te sigo —escribí.

—Saúl aisló a mi hermana, era tan encantador como controlador. La alejó de mí y de mi familia, la excusa era Rebeca, siempre Rebeca. Yo las visitaba a menudo en su chalé, casi siempre a escondidas de Saúl. Él nunca me vio con buenos ojos, malmetió entre nosotras. A veces pensé en tirar la toalla y dejarlos en paz, pero no me fiaba. No me fiaba del mundo dorado de Saúl ni de la vida perfecta e idílica que nos dibujaba.

—¿Por qué no, Golden?

—Ahora te explico. Después de la muerte de mi hermana, continué en contacto con Rebeca, casi siempre a espaldas de Saúl. Yo era su madrina y siempre estuvimos muy unidas, la visitara o no. La niña sufrió mucho, pero se volcó en el padre. Y el padre la aisló también, se creó una relación muy insana entre Saúl, Rebeca y Sarah, ejerciendo esta de segunda madre muy severa. Ella era una niña con mucha imaginación, su padre le llenaba la cabeza de imágenes de sus historias antiguas, de sus ritos, de lugares mágicos. Rebeca se refugió en un mundo imaginario que no existía, se volcó en los libros que su padre le hacía leer, para ganárselo. Sin mi hermana, su relación se convirtió en enfermiza.

Hasta ahí estaba de acuerdo con Golden. Lo había visto en el campamento: su dependencia mutua, ese estar pendiente a todas horas el uno del otro.

—A veces pasaban meses sin que viese a Rebeca. Después del poblado cántabro al que asististe tú y las otras víctimas, la visité. Estaba cambiada, ausente, casi adulta. Muy triste. Me preocupé por ella. No quiso contarme nada, pero me dejó muy asustada. Un día, en abril de 1993, fui a visitarla a su chalé. Su padre estaba en la universidad, la encontré llenando de ropa una pequeña mochila. Estaba mal, físicamente mal. Tenía la tripa hinchada, no podía ocultarlo bajo el jersey. Miré debajo y me quedé sin palabras, Kraken.

—¿Estaba embarazada?

—No, pero lo había estado. Acababa de dar a luz días antes, en su propia casa, asistida por Saúl y por Sarah. El bebé murió, un pequeño varón que nació inmaduro, por lo que le dijeron su padre y su tía. Normal, Rebeca tenía por entonces catorce años y era muy pequeña.

—¿Quién era el padre?

—Era Saúl.

—¿Saúl?

—Sí, Kraken. A Saúl le gustaban muy jóvenes, poco formadas. En el pueblo corrían rumores insanos desde siempre.

—Define «rumores insanos».

—Que si él y su hermana Sarah habían sido vistos de la mano, besándose, tocándose, en los pajares…, desde pequeños. Eran historias morbosas de pueblos. Historias de incestos. Pero su hermana mayor creció y las historias cesaron, ya no se les veía tan unidos y a Saúl parecía resultarle indiferente en cuanto ella se convirtió en una mujer adulta.

La insté a que continuase, pero no estaba seguro de cuánta porquería podía asimilar mi cabeza en una mañana.

—Por eso se casó tan joven con mi hermana. Y por eso se deshizo de ella cuando maduró y con treinta años tenía ya formas de mujer. Le dejó de interesar. Eso me lo contaba mi hermana, que pasaban meses sin que Saúl mostrase el menor interés en la cama por ella. Cuando Rebeca tuvo doce años, mi hermana sobró en esa casa.

—¿Rebeca te contó que su padre le hizo eso?

—Sí, Unai. Beca adoraba a su padre, lo tenía en un altar. Imagina el shock de asimilar en tu cerebro de trece años ambas realidades. Quieres a tu padre, lo idolatras, y él abusa de ti.

—¿Y tú qué hiciste cuando ella te lo contó?

—Llevármela de allí. Apoyar su decisión de fugarse.

—Te inventaste una desaparición.

—Me inventé un asesinato. Quería involucrar a Saúl, que pagase por lo que había hecho. Convencí a Rebeca de que huyese conmigo, de que le daría una nueva identidad y un pasaporte, de que nos iríamos del país y de que nunca más volvería a saber de su padre, pero para eso teníamos que convencer al propio Saúl de que Beca estaba muerta.

—¿Y tú enviaste esas fotos al periódico y te inventaste toda la parafernalia celta en Fontibre?

—Yo saqué las fotos y las envié al periódico. Pensé que sería suficiente para que investigasen a Saúl. Pero nunca lo culparon, ni siquiera sospecharon de él. Es un encantador de serpientes, un manipulador nato. Pero fue Rebeca quien ideó el plan de aparecer colgada y con la cabeza sumergida en Fontibre, simulando un rito celta. Ella sabía de esas cosas, su padre llevaba toda la vida metiéndole a fuego todas esas historias en la cabeza. Yo pensé que aquel modus operandi lo incriminaría más, pero no fue así.

—Sabes que lo que hiciste fue simulación de un delito, y que está penado.

—Por eso te escribo aprovechando los datos de una tarjeta SIM robada que no os va a llevar a ningún lado cuando encontréis su origen.

«Contaba con eso», reconocí sin escribirlo.

—¿Te la llevaste a Ámsterdam?

—Veo que has llegado más lejos de lo que pensaba. Mis respetos, Kraken.

Ignoré el halago, no me lo había ganado.

—¿Qué ocurrió allí? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que aparecías con una niña de catorce años?

—No te voy a hablar de mis contactos en el mercado negro de aquella época. Nos compramos una nueva identidad y consté como madre adoptiva de Rebeca. Yo empecé a trabajar para Cisco con mi nueva identidad, tuvimos unos años muy buenos, felices, tranquilos, alejadas del pasado.

—¿Y Saúl no intentó contactar contigo cuando su hija desapareció, ni la Policía te entrevistó?

—No, ya te lo dije, la relación entre Saúl y yo era nula y yo hacía mi vida hasta entonces, sin paradero estable. Entiendo que la Policía jamás encontró motivos para sondearme, simplemente era una pariente sin contacto con el padre.

—Continúa entonces.

—Rebeca fue muy buena estudiante, algo solitaria. Se protegía, huía de los chicos. Siempre lo vi normal, dadas sus circunstancias. Estaba centrada. Por mi trabajo, a veces pasábamos temporadas en otras ciudades europeas, París, Milán, Ginebra… La quise como a la hija que nunca tuve, hice de madre lo mejor que supe…, y lo hice mal.

—¿Por qué lo dices?

—No estuve con ella cuando empezó a torcerse.

—¿Dónde está Rebeca ahora?

—Eso es lo que he tratado de buscar desde que reconocí su modus operandi el día que te presentaste con tu móvil inutilizado y vi la Triple Muerte celta. He rastreado todas las compras de pistolas Taser. Ningún hilo me lleva a ella, pero sé que está detrás, es su firma. Tienes que entender que a mi lado lo aprendió todo acerca de seguridad informática.

—Dígase el noble arte del hackeo.

—Llámalo como quieras, pero tómatelo en serio. Beca te está rondando.

—¿Estoy en peligro?

—Estáis en peligro todos los que ella considera que no deberíais traer un hijo al mundo. Siento haberme metido en tu vida íntima, pero he sido testigo de muchas de tus conversaciones con Alba Díaz de Salvatierra, al menos de lo que tú le contestabas por escrito. Si el hijo de tu jefa es tuyo, sí. Si no es tuyo, no. Dilo públicamente, di públicamente que no eres el padre y te salvarás. Mejor eso, y vives, a que tu hijo no tenga padre, ¿no crees? O dos presuntos padres a quienes dejar flores en el cementerio.

«Pues eso ya lo decido más adelante, si te parece», callé.

—¿Y Asier? ¿Está en peligro? —le pregunté, más que nada para cambiar de tercio.

—Si Asier no está muerto a estas alturas de la película, ya no corre peligro. Creo que Rebeca consiguió que Annabel le confesase el nombre del verdadero padre, Jota, y por eso lo mató también a él. Y Lutxo estará a salvo mientras no embarace a nadie.

«Bonito método anticonceptivo llamado Rebeca», pensé.

—Si te estoy escribiendo es para advertirte, Unai. Tengo que contarte cómo era Rebeca.

—Tú dirás.

—Sacó esa parte manipuladora y encantadora de su padre. No daba puntada sin hilo, no hacía nada ni se preparaba para nada sin un motivo detrás. También descubrí enseguida que estaba muy mimada. Saúl la malcrió y le concedía todos los caprichos, algo que yo no pude ni quise permitirme, y más en una sociedad tan austera como la holandesa. Por su parte, Rebeca seguía estudiando Historia por su cuenta, visitando museos… Un día vio un anuncio de una exposición temporal que se iba a presentar en el Museo de Historia de Ámsterdam. Vino fascinada porque en el díptico leyó que se iba a exponer el Caldero de Gundestrup.

—Conozco la pieza.

—Días después me contó que se había preparado el papel de voluntaria para el museo, que hizo un seguimiento de varios días al personal contratado para aquella exposición. Forzó una baja atropellando con su bici a una de las becarias, le rompió un tobillo, se ofreció a Recursos Humanos del museo el mismo día que la becaria accidentada entregó su parte de baja. Rebeca presentó un CV falsificado, entró a trabajar durante un par de semanas y robó el caldero, la pieza estrella. Todo para hacer el puñetero ritual con las mascotas de nuestros vecinos. Me lo contó como una travesura, pensando que yo estaría orgullosa de lo audaz que había sido. Luego devolvió el caldero, lo dejó cerca del museo.

—¿Cómo le permitiste aquello, Golden? No creo que seas una de esas personas que alienta ese tipo de actos.

—Me enfadé con ella, mucho. Ni te imaginas lo que me enfadó aquello, pero Beca no lo entendió. Para ella las vidas de esos gatos y esos perros no tenían ningún valor, estaba pletórica con su hazaña. La eché de casa.

—¿Perdona?

—Era mayor de edad, y le había dado estudios y recursos suficientes para ganarse la vida, amén de una identidad nueva. Durante los años en que yo la crie respetó la única condición que le puse al venir conmigo: que no buscase a su padre, que no lo investigase, que no se pusiera en contacto con él nunca más. Saúl era peligroso, su hermana tenía mucha mano en estamentos oficiales y yo me jugaba la cárcel por secuestro de una menor. Pero Rebeca tenía una espina clavada por lo que sucedió en el poblado de Cabezón de la Sal. Culpaba a los cuatro vitorianos y a la novia de los cuatro por lo que permitieron que le ocurriera. Cuando me trajiste la tarjeta SIM até cabos y me di cuenta de que tú eras uno de ellos.

—Entonces no sabes nada de ella desde…

—Desde 1998. Nunca me lo he perdonado, tenía que haberla llevado a un psicólogo, intentar que cambiase, pero la eché de casa. Siendo realistas, Unai, ¿qué crees que hizo ella, cambiar? No, estaba sola y tenía una persona más a la que odiar, además de a los cinco del campamento. Estaba segura de que vendría a por mí en cuanto me enteré por tu móvil de que había empezado a matar. Estaba ajustando cuentas con el pasado.

—Pero en toda carrera criminal hay un detonante, un hecho traumático, un punto de no retorno que hace que se decida y comience a matar —le escribí—. ¿Qué crees que la impulsó a ello después de tantos años?

Golden se lo pensó unos segundos, al otro lado de la línea del chat, dondequiera que estuviese escondida.

—Tengo una teoría: los jóvenes suicidas.

—¿Te refieres a Gimena Tovar?

—Sí, la hija que adoptó Saúl después de que Rebeca desapareciera. Creo que Rebeca vio la noticia y pensó que esa chica se suicidó también por lo que Saúl le hizo, los mismos abusos que a ella. Creo que ese ha sido el detonante, creo que en ese momento Rebeca se puso en marcha y empezó a contactar con todos vosotros, si es que no lo había hecho antes ya.

Pensé en la primera vez que estuve esperando descendencia, en 2014. Me pregunté si la teoría de Golden era correcta, o si Rebeca también nos monitorizaba por aquella época y si habría atentado contra mi vida en el caso de que el embarazo de Paula hubiera seguido adelante. Aparté el pensamiento, tenía que centrarme en el presente y en lo que sí estaba en mi mano evitar.

—¿Por eso has fingido identidades falsas en salas suicidas?

—No he encontrado el rastro de Gimena Tovar aún, pero creo que lo encontraré. Quiero saber sus motivaciones, esos jóvenes suelen ser bastante transparentes cuando están ocultos bajo un nick. En los foros donde me he movido he encontrado de todo: críos dispuestos a suicidarse después de sufrir bullying en el instituto, chicas con anorexia, otros con desengaños amorosos…, y también abusos, bastantes casos de abusos no detectados por el entorno.

—Pero volviendo a Rebeca, ¿por qué iba a querer vengarse de nosotros y no de Saúl? —quise saber.

—¿Tú no te has formado en atención a víctimas de violencia sexual, Kraken? No hay ni una que no se sienta culpable: «No debí irme con él», «No debí invitarlo a casa», «No debí ponerme esa falda», «No debí darle un beso a mi padre», «No debí…». Me pasé años escuchando cómo lo justificaba cada vez que yo cargaba contra él. Lo defendía, lo odiaba, pero es su padre, tiene complejo de Electra, ella lo sabe y por eso se siente culpable. Ha dirigido su odio hacia vosotros, a Saúl jamás le hará daño, lo quiere demasiado. De una manera muy enfermiza sigue enamorada de él, lo sigue viendo el padre más guapo del mundo, el más listo, el mejor. Sigue presa de su hechizo.

Y tenía razón, si Rebeca era la culpable, me encajaba en el perfil y en el modus operandi de Annabel Lee y de Jota.

—Pues dame algo para que pueda actuar ya, Golden. Porque no me estás dando ningún dato que presentar a mis superiores. Dime, ¿quién es Rebeca ahora?

—Todavía no lo sé, pero estate seguro de que los cuatro del campamento la habéis conocido ya u os está rondando.

—¿Por dónde empiezo, entonces?

—Por cualquier detalle que la exponga. Los nombres, por ejemplo. Beca nunca dejaba nada al azar. Ese rasgo maquiavélico lo heredó de su padre. No lo olvides, es manipuladora, camaleónica… Habrá muchas Rebecas diferentes hasta el momento en que ates cabos.

—Sigues sin darme nada, solo una historia que no puedes probar amparándote en que estás fuera de la ley. No van a creerme, Golden. En comisaría no van a creerme y el juez no me lo va a poner fácil.

—Pues esto es todo, Kraken. Me estoy jugando el pellejo y no soy una hermanita de la caridad, precisamente. A partir de ahora estás solo. Yo he llegado hasta aquí y no cuentes más conmigo. Quiero vivir lo que me queda de vida tranquila, si es que Rebeca no viene a por mí. Adiós, Kraken. Esto es una despedida.

—¡Espera! —la frené—. Si necesito algo de ti, pondré en la cristalera de mi balcón una cruz negra, ¿de acuerdo?

Pero un segundo después la pantalla quedó a oscuras y yo me quedé con la duda de si volvería a saber alguna vez más en mi vida de la esquiva Golden Girl.

Desanduve el sendero por el parque, me monté en el coche y volví a casa con el cerebro hirviendo: de manera que tenía un pulso con Rebeca.

Si yo era el padre de la hija de Alba, me mataba. Si era Nancho, me salvaba.

Pulsos a mí. Con mi hija de por medio.

En cuanto cerré la puerta de casa a mi espalda y recuperé el móvil nuevo, llamé a Tasio a Los Ángeles.

—¿Cómo va la serie? —quise saber.

—Haciéndome a la vida de showrunner y al ritmo loco de la writer’s room. ¿Tú sabes qué hora es en California?

Ignoré su comentario, aunque calculé que serían las cinco de la madrugada.

—Dime, ¿has escrito ya el guion de El silencio de la ciudad blanca?

—Estoy en ello, pero no lo he terminado. ¿A qué viene esa pregunta, Kraken? —en su voz sonó un matiz distinto. Había conseguido despertarlo.

—Tengo que contarte algo que desconoces porque quiero que lo incluyas.

—Si enriquece la trama, te escucho. Soy todo oídos.