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LA CRIPTA DE LA CATEDRAL NUEVA
5 de diciembre de 2016, lunes
Crucé a través de los bancos de madera brillantes de barniz en el subsuelo de la catedral. Estaba rodeado de columnas de piedra gruesas como secuoyas y de vidrieras que me miraban con sus iris de colores imposibles.
—Sin móvil, entiendo. Si no, me abro —me susurró MatuSalem con su voz de preadolescente cuando me senté mirando un altar vacío.
—Ajá —me limité a contestar con un murmullo.
No había nadie en aquella oquedad de arcos y relieves de granito. Pero aun así, no alcé la voz.
—Toma, para que nos comuniquemos analógicamente —dijo, y me tendió un cuaderno y un lápiz HB del número 2.
—Tú dirás para qué me has traído a tu caverna más profunda —escribí sin mirarlo.
—Te he traído para advertirte.
—¿De qué? —pronuncié de viva voz.
—De que has metido la pata hasta el trigémino poniendo a disposición de Golden Girl el contenido de tu móvil.
—¿Y eso, por qué?
—Porque, amigo, Golden está haciendo preguntas muy raras en la Deep Web. Y nada de lo que ocurre en la Deep Web puede ser tomado a la ligera. Y Golden no era de pasearse por el inframundo, tío. Pero fue encontrar algo, no sé qué, en tu móvil y comenzar a meter horas buscando dios sabe qué.
La Deep Web o Internet Profunda era ese noventa y ocho por ciento de webs y foros que no salen en los buscadores. Todos ilegales, el supermercado del delito más grande de la historia de la humanidad: sicarios, drogas, armas, tráfico de personas. El lado oscuro del comportamiento humano. Depravados y depredadores, básicamente. Adentrarse en ella, aunque solo fuera para curiosear, pasaba factura incluso a los más expertos en informática: los ordenadores o móviles quedaban, pese a que el dueño advenedizo no lo advirtiera, a merced de los crackers, o hackers de black hat. Cualquier dispositivo que se hubiera atrevido a semejante suicidio pasaba a formar parte de redes inmensas de botnets u ordenadores zombis: las fotos, los contactos, las tarjetas de crédito, las contraseñas. El peaje por bajar al Infierno de Dante virtual salía más que caro. Había que ser muy naif para pensar que se podía salir indemne de la excursión.
—¿Y tú eso cómo lo sabes, Matu? No me jodas que me sigues monitorizando, porque me cabrearía mucho, la verdad.
MatuSalem leyó lo escrito en su cuaderno y se caló la capucha un poco más para que no le viera los ojos. Se había dejado crecer el pelo y lo había teñido de un azul angelical. Ese crío parecía salido de un dibujo manga: facciones perfectas, ojos grandes de cervatillo, mejillas sin rastro de vello facial. La difunta Annabel Lee lo habría fichado como musa para sus cómics.
—Te lo dije una vez frente al mural del Triunfo de Vitoria, Kraken: Fidelitas. Es lo mío.
Me tomó unos segundos atar cabos.
—Acabáramos: te lo ha pedido Tasio.
—Digamos que antes de marcharse a tierras americanas me encomendó una misión sagrada. Te tiene aprecio, tío. Y eso en Tasio tiene mérito, ahora que desconfía de media humanidad después de que lo pusierais en la trena sin ser culpable.
—Su gemelo lo puso en la trena, muchacho. Su gemelo —le recordé—. Y volviendo al tema que nos ocupa: me espiáis, maldita sea.
—Cuidamos de ti. Soy tu ciberniñera. De nada.
—No os lo he pedido. Mi intimidad no es tu juego ni el de Tasio. Quiero que me la devuelvas, Matu, o te juro que voy a por ti.
—No te equivoques de objetivo porque llevo una temporadita muy limpio y buscándome la vida como white hat, pero la reinserción laboral es dura cuando no tienes ni veinte años y ya constan tus antecedentes delictivos en todas las bases de datos. En todo caso, insisto: es a Golden a quien tienes que controlar.
—Me fío de Golden —pronuncié en voz alta. Salió algo así como «e ío e goolden», pero cada vez me importaba menos lo que pensase la gente de mi voz destemplada.
—¿Y tú qué sabes de ella? —me retó, creo.
—Lo suficiente.
Que me había ayudado a detener a un fugado acusado de violencia de género al que alquilaba su habitación. Que yo a cambio silencié un fraude para que cobrase la pensión de viudedad de su compañero con el que no se había casado después de cuarenta años de convivencia… Ese tipo de detalles biográficos.
—Tal vez no tanto como debieras. A mí todo este asunto me da mal rollo. Hasta ha fingido ser una adolescente en un grupo privado de suicidas.
—¿Foros de suicidas? ¿Eso no era una leyenda urbana?
MatuSalem se me quedó mirando como si él fuera el adulto y yo el imberbe.
—Tú vives en un mundo muy blanco.
«Muy blanco —pensé con amargura—. Que hoy tengo que enterrar a un amigo, Matu. No me jodas, que no soy virgen. A mí Satán ya me ha follado sin vaselina».
—Solo un consejillo, a ver si como adulto no te lo pasas por el forro y me haces caso: no la abordes directamente, se va a retraer como un caracol. Deja que yo la monitorice y te voy contando. Golden tiene mucho histórico, más del que te crees. Cuando internet se estaba desarrollando, en 1998, ella ya estaba tanteando los límites entre el Bien y el Mal virtual en Cisco. Golden fue parte del equipo primigenio que puso los esquejes desde las oficinas de Ámsterdam de lo que sería la red de redes en Europa. Y yo apenas era un crío que acababa de nacer. Si era una cría hasta mi madre, la verdad. Por el hecho de que ahora sea tu asesora no creas que siempre ha sido de white hat, se ha ido al negro en muchas ocasiones. Mira, ahora baja a la Deep Web como Pedro por su casa, y hace falta mucho estómago para trastear ahí abajo. Seamos claros: si te metes, o quieres delinquir o quieres delinquir. No hay otra.
»A veces tienes delante toda la historia, pero un árbol te impide leer el rótulo entero y solo ves un fragmento —dijo, y no le comprendí—. A veces no vemos la palabra entera, pero una parte es suficiente para tener significado propio. Toma como ejemplo la empresa Cisco. Los fundadores tenían frente a su despacho en la Universidad de Stanford un cartel con las palabras “San Francisco”, pero un árbol tapaba parte del letrero y solo veían “Cisco”. Lo tomaron como nombre para su idea de negocio y ahora cotiza en bolsa.
—Pongamos que te creo —le escribí en el cuaderno—. Pongamos que no estoy metido en una lucha generacional entre los egos de los dos hackers más legendarios de la zona norte. ¿Algún consejo técnico que pueda implementar?
—Cómprate otro móvil con un número nuevo para todo lo que no quieras que sea monitorizado. Consigue una SIM nueva que no esté vinculada a tu DNI, seguro que alguno de tus colegas de Delitos de la Información puede ayudarte con eso. La investigación, tu vida privada, tu seguridad… Continúa dando migas de pan a Golden para que no se cosque de que te has dado cuenta de su intrusión. Me lo pidas o no, yo voy a seguirle la pista por los infiernos. Es un hecho, no te obedezco a ti. No me lo prohíbas, no te haría caso.
A mí aquella insolencia infantil comenzaba ya a cabrearme un poco.
—Dame una sola prueba, Matu. Dame una sola prueba para que te crea.
—¿Quieres pruebas? Pregúntale a tu chica dorada qué coño hace encargando pistolas Taser a las puertas del infierno.
Aquel dato fue suficiente para callarme la boca.
Eso sí que era una prueba de que Golden Girl estaba preguntando de más.
MatuSalem miró su reloj de pulsera y se levantó del banco de la iglesia.
—A las dos chapan esto, yo me abro. Y ahora es cuando tú quemas las hojas o te las comes. Sé que no soy nadie para darte consejos vitales, que me falta recorrido y todo eso, Kraken, pero deberías empezar a hablar de una puñetera vez y olvidarte de que tu vida y tus conversaciones pasen por una pantalla. Por muchas precauciones que tomes, no es seguro. Sabes lo que decimos los hackers: cuanto más sabes, más paranoico te vuelves. El peligro es real, no te pongas a tiro tan fácil, que ya te han jodido la vida una vez.
Y el chaval arrancó las hojas que yo había escrito, me dejó con ellas en el banco y se llevó el cuaderno y el lápiz tan silenciosamente como había llegado.
¿Y el funeral?
A ver: el funeral. Y el entierro de Jota. Vamos a dejarlo, de verdad. Los ritos fueron los de siempre, no aportaría nada. La cuadrilla, sin nada de que hablar, en estado de shock.
Volvíamos a ser tres encapuchados bajo la lluvia, una tríada del infierno que no supo protegerlo de los demonios.
Jota fue el más débil de nosotros cuatro.
Siempre.
Cayó el primero.
El resto: Lutxo, Asier y yo éramos duros como piedras, como hielo, como el roble.
Nos manteníamos en pie pese al granizo.
Vino un cuervo negro, un pajarraco horrible, y se posó en mi hombro. No, era un pensamiento:
«Yo termino esto como que soy nieto del abuelo, yo hago un pacto con algún dios que me escuche y termino esto, pero nadie más va a morir aquí».
Faltó poco para que todas las estatuas del cementerio se partieran el culo a mi paso.