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LA COSTA QUEBRADA
10 de enero de 2017, martes
—Será mejor que volvamos a sentarnos —dijo Estíbaliz—. Saúl, tienes mucho que explicarnos.
—Lo sé, inspectora. Lo sé —murmuró con el rostro serio.
Interrogué en silencio a Estíbaliz con un «qué demonios está pasando aquí», y ella me devolvió un «ahora lo verás» con la mirada.
—Pues vosotros diréis —tercié yo.
—Toma, mejor lo lees —dijo Saúl, y me tendió la carpeta con lo que parecía ser documentación clínica a tenor del logotipo del hospital que encabezaba todas sus hojas.
—Hazme un resumen —comenté mientras comenzaba a hojear un grueso taco de informes y pruebas médicas, algunos de ellos pasados a máquina; otros, muchos, escritos a mano con letra ilegible de cirujano.
—Rebeca tenía, tiene, tenía… —apretó los labios con impotencia—. Su diagnóstico era muy complejo. A Rebeca le diagnosticaron un trastorno psicótico paranoide agravado por el duelo no superado de la muerte de su madre… y un complejo de Electra no resuelto.
—En cristiano, Saúl —le rogué.
—Todas las niñas pasan por un período de sus vidas en las que se enamoran de la figura paterna. Se le llama complejo de Electra, como el mito griego de la hija de Agamenón, el rey de Micenas. Eso ocurre a la edad de cuatro años, fabulan con que ellas son la pareja de su padre, y la madre sobra. Es un estadio normal de su desarrollo; de hecho, es necesario para su maduración, ya que rompen con el vínculo de dependencia que tienen hasta entonces con sus madres, a las que convierten durante un tiempo en competencia, en enemigas. Lo mismo ocurre con los niños. En su caso, el complejo se llama de Edipo, por el mito que recogió Sófocles en Edipo rey. Lo que trato de deciros es que es universal porque se repite en todos nosotros. Mi hija pasó por su período de Electra y de rivalidad con su madre cuando era pequeña, como cualquier niña, pero después de perder a Asun, su complejo de Electra volvió y la imaginación desbordante que tenía le dio alas. Y no solo eso, la muerte de su madre sirvió de detonante para que su frágil psique se desequilibrara. Sus fantasías se exacerbaron y perdió contacto con la realidad. Una psicosis de manual.
Estíbaliz y yo cruzamos durante un segundo la mirada, no esperábamos aquello.
—Había una distorsión muy grande entre lo que ocurría, la relación normal y sana que Rebeca y yo teníamos como padre viudo e hija, y la que sucedía en su cabeza —prosiguió—. Mi hija no pasó por las fases del duelo habituales de una niña que pierde a su madre en un accidente a los doce años. Pareció asumirlo, sin llantos ni luto, y siguió adelante como si no hubiese pasado nada. Feliz, risueña, dicharachera… Era enfermizo. Yo estaba destrozado y ella insistía en ir al cine de la mano, en dejarnos ver por el paseo Pereda con un helado de Regma… Se volvió una caprichosa un poco tiránica, yo fui un padre blando y complaciente, lo reconozco. Pedí ayuda a mi hermana, era más firme que yo poniéndole límites. Rebeca no asumió bien que Sarah viniese una temporada a vivir con nosotros, y después llegó la infamia…
—¿Qué infamia?
—Le contó a mi hermana que yo la tocaba, detalles que prefiero no compartir porque todavía me turban. Mi hermana sabía que no podía ser cierto y consultó con un colega del hospital Valdecilla. Él nos hizo ver el grave estado mental de Rebeca y después de evaluarla nos aconsejó encarecidamente que la ingresáramos. Fue el peor momento de mi vida. Los antipsicóticos que le prescribieron, inhibidores de la dopamina y la serotonina, la convirtieron en una especie de zombi. Era un palo verla así, todo se me vino encima.
Lo miramos.
Le creímos.
Pobre hombre.
—Lo tenéis todo ahí: las pruebas, la medicación, las fechas del ingreso y del alta… Traté de llevarlo con discreción para no perjudicarla, pero tuvo que perder tres meses del curso escolar y no lo recuperó. No pudo asistir, ni estaba preparada para los exámenes de la tercera evaluación de octavo de EGB. Se vio obligada a repetir curso después del verano en que tú nos conociste.
—Pero el embarazo fue real —intervine—. Y en eso nos mentiste.
—Sí, lo reconozco. Fue real, y ella lo ocultó hasta el final. Si os mentí fue porque aquella circunstancia no iba a ninguna parte, una vez que la creímos muerta. Y también porque… no es fácil, no es fácil reconocer que tienes una hija adolescente que se ha quedado embarazada. ¿Para qué remover todo aquello?, ¿con qué sentido?
—¿Y el bebé?
—Nació muerto, demasiado inmaduro para un cuerpo de catorce años. Mi hermana y yo la encontramos de parto en su dormitorio. Fue muy rápido, era una criatura diminuta, un varón, y lo expulsó ella sola en cuanto dilató. Mi hermana incineró el feto en un horno crematorio gracias a los contactos que tenía en el hospital. No quedó constancia de él, aunque hoy me arrepiento. Debería haberlo denunciado aquel mismo día a la Policía, abrir una investigación para saber quién fue el padre, pero pensé que aquello perjudicaría más aún a Rebeca y la desequilibraría más. No quería volver a verla ingresada. Días después desapareció, siempre pensé que había quedado con el padre y que este acudió solo o con los de su cuadrilla, que la mataron para callarle la boca. Tal vez ella amenazó con decirlo. No lo sé.
—Con los de su cuadrilla, dices… —le hizo ver Estíbaliz—. ¿Tienes sospechas de quién fue el padre?
—Por supuesto que tengo sospechas. Rebeca se quedó embarazada en julio de 1992, durante los veintiún días que duró el campamento del poblado cántabro. Los únicos varones con los que se relacionó fueron los cuatro voluntarios y yo. Dime, inspector Ayala, ¿cuál de vosotros cuatro la embarazó?
—Puedo decirte que yo ni la toqué. Ni se me pasó por la cabeza.
—Puede que te crea, estabas demasiado pendiente de Ana Belén Liaño. Pero confié en vosotros, y uno de los cuatro sedujo a mi hija. Siempre he creído que uno de vosotros o varios la habíais matado, pero si no es cierto, si ella simuló el rito…
—¿El rito?
—Es la Triple Muerte celta, eso es evidente. Siempre le impresionó mucho a Rebeca, las momias del pantano… La llevé a Milán a ver una exposición temporal del Hombre de Lindow. Fue un viaje magnífico, inolvidable para ambos.
—Saúl, varias personas han muerto ahora siguiendo ese rito: quemadas, colgadas y sumergidas. ¿Ves a tu hija capaz de ser la responsable de esas muertes? Nadie la conocía mejor que tú. Piénsate bien la respuesta, por favor —le rogó Estíbaliz.
Saúl se tomó su tiempo, se fue a un aparador y cogió una foto de Rebeca en la que se abrazaban sonrientes y muy apretados con esa misma cala de fondo.
—Es que quiero creeros…, pensar que Rebeca está viva —dijo mirando fijamente la imagen de su hija—, pero no tenéis más que la palabra de una estafadora.
—¿Crees que Rebeca engañó también a tu cuñada? —pregunté.
—Si fuese cierta la versión de Lourdes, es evidente que Beca la utilizó para huir y volvió a usar la historia de los abusos. Mi hija sabía de nuestra mala relación, no hacía falta mucho para poner a mi cuñada en mi contra. Rebeca era capaz de convencer a cualquiera de sus invenciones. A todo el mundo. Era una niña dulce, muy inteligente, pizpireta. En su cabeza enferma existían, según me contaba el psiquiatra. Sus historias eran ciertas, habían ocurrido de verdad. Rebeca creía que ella y yo teníamos una historia de amor, que salíamos juntos al cine, como pareja. Se sentía humillada por ser una niña, tenía prisa por crecer y ser adulta. Mucha prisa.
—Debo preguntártelo, pero ahora, visto con perspectiva…, ¿nunca se ha puesto en contacto contigo? ¿Nunca ha habido nada que te haya hecho pensar que tu hija te haya enviado un mensaje, algo…? —lo tanteó Estíbaliz.
Saúl nos miró con tristeza, como a niños ingenuos. Me pareció que nos hablaba un anciano.
—¿Conmigo? Disculpad si os doy un baño de realidad, pero a menos que me deis alguna prueba, que no la tenéis, mi hija desapareció con catorce años y no hay nada que me haga pensar que está viva, solo el testimonio de una delincuente y manipuladora profesional. No quiero vivir esto de nuevo… No quiero volver a tener esperanzas, no tenéis ni idea de lo doloroso que es.
—Solo queremos que hagas memoria y que… —insistió mi compañera, pero Saúl no la dejó terminar:
—¡Basta! Basta ya, irrumpís en mi trabajo, me dejáis esta bomba emocional y os largáis a seguir jugando a que estáis investigando. Lleváis más de veinte años así, he perdido otra hija hace pocos meses, ¿cuánto dolor creéis que puede soportar un padre? ¿Cuánto?
Yo no lo sabía, pero no tenía ganas de averiguarlo.
Saúl se puso en pie, la conversación había terminado.
—Deberíais iros. Y por favor, Unai, si alguna vez me tuviste aprecio, no vuelvas a hacerme lo de hoy. No vuelvas a decirme nada de la investigación de Rebeca a no ser que me traigáis sus restos.
—Te lo prometo. De verdad que siento lo de hoy —le dije, y puse la mano en su hombro.
Nos miramos, no me hacía gracia causar tanto dolor a nadie. Tocarle la fibra, jugar con lo más sagrado.
Estíbaliz y yo nos arrastramos cabizbajos hasta el coche.
Aquel día habíamos pasado por la típica situación que hacía que odiases tu profesión.
Saúl ni se despidió de nosotros, me dio la impresión de que a duras penas podía contener el llanto cuando nos cerró la puerta un poco demasiado rápido.
Montamos en el coche y nos quedamos allí, frente a la ensenada de la Arnía.
Yo conduje, apenas unos cientos de metros. Lo aparqué frente a la cala, dejamos atrás el chalé de Saúl, no quería que nos viera, pero nos venía bien tomar un poco el aire antes de volver a Vitoria.
—Vamos, anda, sentémonos por aquí —le propuse a mi compañera.
Ella agradeció el plan.
—Si lo que dice Saúl es cierto…, tenemos a una asesina psicótica… —le dije, una vez que nos sentamos sobre la hierba fría.
—Ajá.
—… que se inventó la violación de Saúl en el campamento —continué.
—Sigue.
—Uno de mis amigos la embarazó.
—Y…
—Huyó con Golden después de convencerla de que Saúl la había violado para alejarse de él y de la amenaza de volver a ser ingresada, y ahora ha empezado a matar —concluí.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué ha empezado a matar después de tantos años?
—Partimos de que con catorce no podía —pensé en voz alta.
—Eso es cierto.
—Golden cree que el desencadenante fue la noticia en los periódicos del suicidio de Gimena. Quizás se vio reflejada en ella, tal vez se montó una película y la imaginó también víctima de abusos y embarazada.
—O tal vez imaginó que su padre pasó de ella, con veintitrés años, porque había crecido y ya no le atraía, como hizo con su madre. Lo que sea, pero la noticia la desequilibró —dijo Estíbaliz, ejerciendo de abogado del diablo—. Tú eres el perfilador, Kraken. ¿Te encaja? ¿Lo que hemos visto en los escenarios de los crímenes no es más propio de un psicópata, algo frío y premeditado? ¿No dices que los crímenes de los psicóticos son explosiones súbitas de violencia? Pensaba que eran enfermos mentales que obedecían a las voces de su cabeza —comentó con voz ronca, y sé que algo la turbaba, porque siempre carraspeaba cuando estaba incómoda.
Saqué mi cuaderno del bolsillo interior de la chamarra. No tenía ganas de esforzarme verbalmente aquel día y no estaba para impartir una masterclass en Perfilación.
—En primer lugar —escribí—, ser psicótico no significa ser violento. Es un error muy común que impide que estos enfermos estén plenamente aceptados en la sociedad y es un auténtico escollo para su recuperación. Solo un pequeño porcentaje de ellos delinquen y ese porcentaje es idéntico a los que delinquen sin tener ninguna enfermedad mental. Es cierto que ellos lo hacen cuando obedecen a esas voces o a esas fantasías. Hay una brecha entre la realidad y el delirio que se construyen en la cabeza. Hemos dado por supuesto que el escenario del crimen es complejo, elaborado…, pero tal vez no sea una representación de una fantasía, solo una misión. Me encajaría con el perfil de psicótico mesiánico. Se cree con derecho a castigar a los futuros padres, a decidir por ellos que no merecen criar a esos bebés no natos y entregárselos a las diosas, a las Matres de los altares. Rebeca ha ejecutado la Triple Muerte según la dejaron descrita los autores clásicos que convivieron con los celtas. Pero esa no es su fantasía, en realidad. Su fantasía es que su padre la deseaba, que tuvo relaciones carnales con ella y que el embarazo fue fruto de aquel incesto. Eso le contó a Golden, tal vez ella misma lo creía, tal vez se acostó con…
Lo pensé… ¿Principales candidatos?
—No me pega que se acostase con Lutxo —escribí después de recordar aquellos días tan lejanos— ni con Asier. Ellos tenían otros gustos, ni siquiera la miraban. Tal vez se acostó con Jota, era el más infantil de nosotros, y ellos dos sí que pasaron tiempo juntos. Tal vez tuvo algo con Jota —«Después de que Annabel Lee pasase de él», callé—. Tal vez por eso lo ha matado ahora.
—¿Y a Ana Belén Liaño?
—Tal vez porque ella era su rival por haberse acostado con Jota, o ahora por haberse quedado embarazada de él. Tal vez aquellos días la marcaron en su desarrollo. No sé por dónde puede discurrir el razonamiento de una mente tan intrincada que ha pasado por varios traumas: la muerte de su madre la desequilibró, eso está claro. Después comenzó su fantasía enfermiza con su padre, el único referente que le quedaba. Alimentó la idea de que el hijo era de ambos, que serían una familia de nuevo y ella sustituiría el papel de la madre ausente. Después, cuando perdió al bebé, todo se desmoronó de nuevo y trató de huir para no ser ingresada, o por miedo a las consecuencias de que se supiera que el padre era Jota.
—O tal vez lo hizo para proteger a Jota del escándalo —terció mi compañera.
—Puede ser. Jota era también un crío y ese año perdió a su padre, algo así lo habría hundido más aún, su familia lo apretaba mucho, eso Rebeca lo sabía.
—Si fuese así, es una buena noticia. Los crímenes no son obra de un psicópata, no estamos investigando un serial. Ha matado a Jota y a Ana Belén y ya no va a matar más. Eso supone que tú no estás en peligro.
—Ojalá. Pero no podemos descartar nada. Son suposiciones —le recordé.
—Lo sé…, solo lanzaba deseos al aire —murmuró concentrada—. Dime, Unai. Después de todo lo que hemos presenciado hoy…, ¿crees que Rebeca puede ser la asesina?
—Sigo sin creer posible que una mujer pueda tener fuerza para colgar a nadie de un árbol cabeza abajo.
—Golden lo hizo hace veinte años con Rebeca —objetó Estíbaliz.
—Era una niña de catorce y Golden una adulta. No me sirve.
Estíbaliz me miró con ojos de reto. No entendí muy bien su gesto.
—¿Sabes? —dijo—. El otro día me dijiste que la amistad mueve el mundo. Eso me hizo pensar. En realidad no es la amistad, sino la palanca.
—¿La palanca?
—Sí, Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».
—No te sigo, y mira que lo intento.
—Vamos a Villaverde, te lo explicaré cuando te tenga cabeza abajo.