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EL CANTÓN DE SAN ROQUE

4 de diciembre de 2016, domingo

La noche ya estaba cerrada cuando llegué a la plaza de la Virgen Blanca, rumbo a mi portal. Las luces amarillas de las farolas se reflejaban en el granito del suelo: en Vitoria había llovido por la tarde y el ambiente había refrescado.

Me saqué el manojo de llaves con la talla de madera de mi sierra colgando, la que me había esculpido el abuelo, y me subí un poco más la cremallera de la chamarra.

No veía la hora de entrar en casa y tumbarme en la cama. Olvidarme de todo. Dormir un poco. Esas cosas que se hacen cuando tus amigos de la adolescencia van cayendo como moscas y sobre tus hombros con agujetas recae la responsabilidad de detener a los culpables.

Fue entonces, al volver a meter la mano en el bolsillo de la cazadora, cuando me encontré con otra mano.

Me rozó los dedos rápidamente y dejó una especie de papel en el fondo del bolsillo. Yo me giré como un muelle, no sabía si me estaban metiendo mano o atracando.

Un chavalín oculto tras una capucha blanca de la que sobresalían algunos mechones de pelo azul salió corriendo con una enorme tabla de skate bajo el brazo. El plumas del chaval era totalmente blanco, no tenía ningún detalle significativo. El único dato que pude registrar por si me servía a la hora de hacer una identificación formal fue que el skate llevaba pintado un anciano de barba larga y blanca.

—¡Eh! —grité de mala hostia—. ¿Tú de qué vas?

Cuatro sílabas. De eso me di cuenta al momento. Cuando no estaba el factor vergüenza de por medio, encadenaba más sílabas. Iba a ser cierto aquello de exponerme fuera de mi zona de confort.

Corrí tras él plaza abajo, por la acera no pasaba nadie. Eran las once y pico de la noche de un domingo de diciembre y toda Vitoria estaba ya de retirada.

El skater misterioso vio que yo acercaba posiciones a la altura del café Dublín, se subió a la tabla de golpe y giró hacia la calle Diputación, tan peatonal como vacía.

A la altura del cantón de San Roque, un fósil arquitectónico que con el paso de los siglos se había convertido en la calle más estrecha de la ciudad con poco más de un metro de anchura, el chaval se apeó de su tabla, la cargó de nuevo con un gesto rápido y se metió por el oscuro callejón.

Para cuando llegué al cantón y recorrí sus pocos metros, ya lo había perdido. No sabía si había ido Herrería arriba o Herrería abajo, o tal vez había subido corriendo por el cantón y ya estaba en Zapatería o en la Corre.

Lo tuve que dejar correr, y nunca mejor dicho.

Volví a mi casa bastante frustrado, esta vez cruzando las calles gremiales, y solo cuando cerré la puerta de mi piso me permití sacar el papelito arrugado y leí el mensaje que me había dejado:

Kraken, que la estás jodiendo, parece mentira. Mañana tú y yo a las 13:13 en la cripta de la Catedral Nueva. Y de esto ni a cristo. No lo comentes a nadie en el móvil, y ven sin él, por dios.

La nota terminaba con una firma grafitera que rubricaba la retorcida escritura de MatuSalem.

¿MatuSalem? Ahora comprendía el dibujo de su tabla de skate: el patriarca bíblico que vivió más de novecientos años.

Había conocido a MatuSalem meses atrás, cuando descubrí que Tasio tenía un hacker colaborador fuera del penal de Zaballa, y pese a que aparentaba ser un imberbe angelical, el crío era ya mayor de edad, y a su paso por la cárcel, el bueno de Tasio se había convertido en su protector.

Me costó mucho vencer la atávica resistencia del niño hacker a colaborar con mi investigación en el caso del doble crimen del dolmen, pero le pudo más su gratitud hacia Tasio y terminó trabajando puntualmente como asesor extraoficial.

Después había desaparecido.

La cuenta de Tasio en Twitter, inactiva.

Su presencia en mi bandeja de entrada, un recuerdo borroso.

Nada.

No sabía nada de él desde que Nancho me disparó y desperté del coma. No es que MatuSalem fuese discreto: era el rey de los cerebros conspiranoicos y, si no quería dejar rastro, simplemente no lo dejaba. Ni en el mundo virtual ni en la vida real. Yo lo había intentado investigar y puedo afirmarlo. Estuve allí, y nada. Solo Golden Girl pudo entregármelo en bandeja, pero esa es otra historia.

Estíbaliz me requirió a la mañana siguiente a primera hora para una reunión urgente en su despacho de Lakua. Sabía que todavía no tendríamos el informe de la autopsia de Jota, pero había mucho material por discutir. Después de hacer las praxias frente al espejo, me monté en el coche y terminé aparcando en el estacionamiento de Portal de Foronda. El día había salido oscuro y llovía mansamente.

Me esperaban Alba, Esti, Milán y Peña. Me esperaba también un portátil con un programa de edición de textos abierto y enganchado a la pantalla del proyector de la pared.

Les sonreí a todos, a modo de agradecimiento. Podía participar en la reunión con cierta fluidez insertando mis comentarios por escrito mientras todos los leían. Era lo más parecido a mantener una conversación y hacía mucho tiempo que yo no mantenía una a cinco bandas. Era como ser normal de nuevo. Hablador y eso. Alguien útil que aportaba. A mi ego maltrecho le vino muy bien.

Estíbaliz estaba para pocos prolegómenos, de modo que fue directamente al grano.

—Aquí tienen las carpetas de la presente investigación, la hemos bautizado «Los Ritos del Agua» por sus especiales características —comenzó mi compañera mientras distribuía los informes entre los presentes—. Unai, la doctora Guevara tiene que confirmarlo en la autopsia que va a practicarle a José Javier Hueto esta mañana, pero el cuerpo presentaba un par de heridas compatibles con las marcas que dejarían los anzuelos de una pistola Taser.

—Oído —dije en voz alta y con cierta chulería al escuchar de nuevo mi voz. Lo había ensayado frente al espejo y me quedó relativamente comprensible.

—Peña —continuó ella—, tú te encargaste de hablar con los vecinos que viven enfrente del local del centro de interpretación del estanque de la Barbacana y con el personal que trabaja allí. Cuéntanos qué has sacado en claro.

—Pues poco, jefa —dijo frustrado después de exhalar un tembloroso suspiro—. En el centro de interpretación no hay cámaras de seguridad, ni externas ni interiores, por lo que no tenemos grabaciones ni imágenes de nada. Los vecinos ni escucharon ni vieron nada excepcional. La población que reside en esa parte de la calle es muy mayor y el sábado por la noche y el domingo de madrugada estaban todos acostados. Salvo una vecina: ochenta y un años, insomnio, poco habladora. Doña Regina Matauco, así se llama la señora. Dice que se asomó a la ventana del salón de madrugada, cansada de dar vueltas en la cama, y que vio justo frente a la entrada de la Barbacana un vehículo aparcado tapando la puerta. Aunque nos parezca increíble, la abuela no sabe decir si fue un coche o una furgoneta, tampoco el color, únicamente puede afirmar con seguridad que estaba oscuro. Le hemos enseñado mil marcas de vehículos y básicamente solo sabe decirnos que tenía cuatro ruedas. Es desesperante.

—No te centres en lo que no tenemos, sino en lo que tenemos —le cortó Esti—. ¿Qué puedes rescatar de su declaración, Peña?

—En mi opinión, desde el segundo piso, que es desde donde miró la señora, se podía ver un vehículo que tapaba la visión de la entrada y de lo que ocurría en ese ángulo, que por estar techada la entrada se convierte en un ángulo muerto. Os enseño las fotos —dijo, y esparció por la mesa diversas imágenes de la entrada desde todas las perspectivas—. El autor o autores pudieron aparcar el coche o furgoneta antes de que amaneciese, a una hora en la que por esa calle no pasa nadie y los abuelos ni se enteran de los ruidos. Después abrieron la puerta con una simple palanca y arrastraron el cuerpo hasta el estanque. Posiblemente la víctima ya estaba muerta, porque si falleció por inmersión, en el centro de interpretación no hay ningún lugar con agua donde sumergir a alguien hasta los hombros y ahogarlo. Tuvo que ser anterior, en el propio domicilio del asesino, en una bañera, o en un pilón en mitad de algún monte poco concurrido. Imagino que antes de eso dejarían a la víctima inoperativa debido al disparo de la pistola Taser. Yo creo que en una o dos horas se puede hacer, si tienes claro el modus operandi y si no es la primera vez.

—No se encontró el móvil, como en el caso de la primera víctima. El juez Olano va a pedir a la operadora una copia de su tarjeta SIM y veremos si nos puede dar información de sus últimos movimientos. Sabemos por las declaraciones de varios miembros de su cuadrilla que salió por el Casco Viejo de Vitoria el sábado por la noche y que se retiró a eso de las cuatro de la madrugada. No llegó a su casa, por lo que es posible que en esa horquilla de tiempo el asesino contactase con él.

Imaginé a Jota de marcha con varias copas de más. Siempre fue un bendito y se fiaba de cualquiera. Maldije al tipo que lo asesinó porque se aprovechó de mi amigo vulnerable.

—Una última puntualización antes de cerrar el tema del escenario del último asesinato —intervino Estíbaliz de nuevo—: estamos a la espera de los informes de la Científica, por si pudieron rescatar alguna huella, aunque cuando yo abandoné el lugar no tenían nada. Pero hay algo curioso y casi prosaico que nos joroba un poco más nuestra labor: el agresor o agresores barrieron el camino desde la entrada del recinto hasta el lugar en el que colgaron a la víctima. Esa fue su manera de eliminar las huellas de sus pisadas. Dejaron la escoba, sin huellas dactilares, apoyada en la pared junto a la puerta. Se está analizando toda la porquería que quedó entre las fibras de la escoba. Veremos si se puede sacar algo en claro.

—No, si encima el tío es pulcro —murmuró Peña.

—Cierta conciencia forense sí que tiene —intervine yo escribiendo en el portátil—. Puede que su escalada delictiva le esté haciendo mejorar y prever errores que se encontró al perpetrar los anteriores crímenes. De hecho, no hay rastro de caldero celta. Creo que lo del Caldero de Cabárceno supuso demasiado riesgo y no hay muchos más de características similares. Esta vez se ha limitado a sumergir a su víctima en un lugar con agua.

Mis palabras fueron leídas en tiempo real frente a nosotros en la pantalla gigante del despacho de Esti. Sonreí. Qué efectivo era aquello.

—Pasemos al segundo punto de la investigación: la relación entre Asier Ruiz de Azua, el cotitular de la cuenta de la anterior víctima, y José Javier Hueto. Amigos desde la infancia, comparten cuadrilla también con el inspector López de Ayala, aquí presente.

Asentí.

—No hemos podido relacionar a José Javier con el altercado que sufrió el pasado 22 de noviembre Asier en su farmacia, pero ambos tenían un ojo morado —continuó Estíbaliz—. La doctora Guevara va a tratar de averiguar si el hematoma que presentaba José Javier en el momento de su fallecimiento había sido producido momentos antes de su muerte o si la fecha puede coincidir con la agresión al farmacéutico. Nos sería útil para apuntalar esta línea de investigación.

—Inspectora Gauna, quiero que comparta con nosotros el hallazgo de otra posible víctima que pudo ser asesinada con un modus operandi similar —intervino Alba.

—Así es: Rebeca Tovar, 14 años, desaparecida en el año 1993 de su domicilio familiar en Cantabria, hasta el presente no ha aparecido el cadáver, pero un anónimo envió estas fotos días después a El Periódico Cántabro. No se publicaron. Como pueden apreciar en las imágenes, la joven aparece colgada de un árbol con la cabeza semisumergida en el lecho del río en Fontibre, lugar de culto a divinidades acuáticas desde tiempos remotos. La Policía encontró la soga, pero no el cuerpo.

—¿Algo más?

—El inspector Ayala y yo visitamos al padre, Saúl Tovar, catedrático de Antropología Cultural en la Universidad de Cantabria. Está convencido de que fueron varios agresores y de que retiraron el cuerpo por miedo a que lo que se encontrara en él los involucrase. Piensa que uno de ellos se arrepintió y envió las fotos al periódico, quién sabe si para al menos dejar claro a la familia que la niña había muerto o para aportar una pista a la Policía y que capturaran al resto de los culpables. En mi opinión, y por lo que vemos en las fotos, esa chica estaba embarazada, pero el padre lo niega categóricamente. Nos contó que hace veinte años su endocrina aportó los informes médicos que avalaban su afirmación. Un detalle: la endocrina era su hermana, tía paterna de la chica. Todo muy endogámico, sí.

—Déjeme que investigue un poco en el entorno del profesor y de su hermana, inspectora —le interrumpió Milán bruscamente, tal vez con un poco más de energía de la que teníamos el resto a esas horas de la mañana.

—Todo tuyo, Milán —concedió Estíbaliz—. Puedes pedir ayuda al inspector Lanero, no olvides que colaboramos con ellos. Puedes acercarte si quieres a la comisaría de Santander y reunirte con él, aunque parece que se te dan bien las búsquedas.

—No creo que sea necesario de momento, de verdad. Si hay algo, lo encuentro fijo —comentó con voz gutural mientras se encogía de hombros y se le coloreaban las mejillas. Era tierno ver cómo una tía tan grandota no sabía cómo aceptar un halago, todos sonreímos con disimulo.

—Victimología del caso, Gauna —continuó Alba, mirando el reloj.

Estaba seguro de que tenía un día largo de reuniones antes del macropuente de diciembre. No iba a ser una semana muy productiva con la fiesta de la Constitución y la Inmaculada por delante.

—Por desgracia, podemos tener dos perfiles de víctimas: o mujeres y hombres que están esperando un hijo, en el caso de que José Javier fuese el padre del bebé que esperaba Ana Belén y de que Rebeca estuviera embarazada, o si descartamos ambos extremos, la única conexión que tenemos entre las tres víctimas es que pasaron un verano en 1992 en un poblado celtíbero en Cantabria. Algo que tiene sentido por la temática común de la cultura celta en los tres lugares donde han aparecido los cuerpos: San Adrián, Fontibre y la Barbacana. No tenemos constancia de que continuasen en contacto. José Javier se lo negó al inspector Ayala días antes de morir, aunque pudo mentir si trataba de ocultar algo, obviamente.

—¿Cómo creen que se llevaron a cabo los asesinatos?

—En el caso de Ana Belén, quemada, colgada y sumergida: la Triple Muerte celta —escribí en el portátil sin dudarlo—. Faltaría confirmar el detalle de la pistola Taser con José Javier. Con Rebeca me temo que es imposible afirmar o negar tal extremo, ya que en el año en el que murió el uso de ese tipo de armas no estaba extendido, aunque no se puede descartar que se quemase el cadáver después y que, tras una mala experiencia, el asesino o asesinos hayan variado el modus operandi en cuanto a quemar un cadáver: hace falta un lugar apartado, disimular la hoguera durante horas… En resumen: es engorroso, requiere tiempo y es tremendamente desagradable. Tal vez le espantó la experiencia y por eso no la ha repetido en veinte años. Quizás en esta ocasión quería mantener el rito de la Triple Muerte y por eso ha comenzado a usar la pistola Taser.

—¿Y por qué un período de enfriamiento de veinte años? —me preguntó Peña.

—Si estamos ante un ritual de castigo, el asesino o los asesinos no saben cuándo volverán a matar: simplemente esperan a que las víctimas que han elegido estén esperando un hijo —tuve que escribir.

Alba se quedó blanca. Me miró con terror en los ojos, de ese terror de verdad, no el de las pesadillas.

—Díganme —se apresuró a decir después de carraspear—, a estas alturas de la película y con dos o tres cadáveres sobre la mesa, ¿de qué creen que estamos hablando, de uno o de varios?

—Saúl Tovar está convencido de que los asesinos de su hija fueron varios —contestó Esti, y me miró de reojo durante un microsegundo.

Ambos callamos lo que ambos sabíamos: que Saúl, por algún motivo, parecía acusarnos a los cuatro amigos del poblado cántabro del 92.

«Pues no, Saúl —pensé con rabia—. ¿Qué me dirás ahora, cuando te diga que uno de nosotros ya no está?, ¿eh?».

—Yo pienso que se necesita mucha fuerza para alzar un cadáver, tal y como vimos con Ana Belén o con José Javier. O es un hombre muy fuerte o los izaron entre varios —escribí.

—Inspector Ayala, ¿cree que estamos ante un serial? —me interrogó Alba.

—Todavía no tengo claro que sea un asesino en serie. Eso depende de si el autor o autores del asesinato de Rebeca Tovar fueron los mismos. También he estado valorando que fuese un spree killer, un asesino itinerante. Alguien que comete los asesinatos en lugares diferentes en el período que va entre unas horas y unos días. Es diferente a los asesinos en serie, porque estos tienen un período de enfriamiento y vuelven a su vida normal entre los asesinatos, no olvidéis que si son psicópatas suelen estar perfectamente integrados en la sociedad. Un spree killer no vuelve a su comportamiento habitual. Me preocupa que entre el asesinato de Ana Belén Liaño y el de José Javier solo haya diecisiete días. Solo espero que no nos estemos metiendo en una espiral de violencia como la que hemos vivido en Vitoria hace apenas unos meses. No sé si la ciudad soportaría vivir bajo esa psicosis colectiva de nuevo.

Miré el reloj de reojo: el esquivo MatuSalem me esperaba en la cripta a las 13:13. Por suerte, Alba dio por finalizada la tensa reunión y yo salí escopeteado hacia la cripta de la Catedral Nueva.

El hacker más esquivo de la ciudad me esperaba.