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LA CUESTA DEL RESBALADERO

24 de diciembre de 2016, sábado

Como cada año, los de la cuadrilla quedamos a media tarde de Nochebuena en el Casco Viejo para tomar vinos calientes.

Los bares del centro se habían empeñado años atrás en mantener una tradición que era acogida con entusiasmo por los vitorianos: eran fechas frías y el vino caliente a base de canela, limón, orejones, higos y otras delicias entraba en los estómagos con una alegría que desbordaba las calles del Casco Viejo y recordaban a unas fiestas de la Blanca ya lejanas en el tiempo.

Pero en realidad aquel año no fue como cada año. Había una presión siniestra en el ambiente. Las miradas, los codazos cuando entrábamos en el Rojo o en el Segundo… Mi cabeza destacaba sobre la altura promedio de otras cabezas que me observaban sin disimulo.

Algunas enviaban ánimos, otras me miraban como si quisieran ahorcarme del tirador de la cerveza.

El ambiente en la cuadrilla tampoco estaba para echar cohetes. Seguíamos aún de duelo por Jota, que por esas fechas siempre volvía a casa a cenar un poco pasado de copas, y muchos años lo tuvimos que acompañar entre varios para que no equivocara garaje o portal. Pero no aquel año. Ya no hacía falta. Qué duro era todo, joder.

Germán brillaba más parlanchín que nunca, siempre lo estaba cuando se pillaba. Su historia con mi logopeda progresaba adecuadamente y yo me alegraba por ambos. Aquella tarde le daba cuerda a Nerea para que contase cotilleos de prensa o del vecindario. Ara estaba un poco ausente, Xabier se había ido a esquiar y Lutxo, Asier y yo manteníamos el tipo y preferíamos saludar a otras cuadrillas para no hablar demasiado entre nosotros.

Fue al llegar al Extitxu cuando Asier me interceptó en los baños de tíos.

—Me gustaría hablar contigo. ¿Nos perdemos un poco?

—Claro —contesté.

«A ti te estaba yo esperando, amigo».

Y bajamos en silencio y un poco malhumorados y distantes por la que un día se llamó la cuesta del Resbaladero, con razón, porque si helaba uno se partía la crisma con la escarcha de la madrugada y más si volvías ciego a casa.

Cuando llegamos a la plaza de los Fueros, le indiqué con la cabeza que subiera por las escaleras de granito que formaban una especie de anfiteatro y nos daban intimidad, altura y cierta perspectiva sobre la plaza. A nuestros pies, un frontón vacío y un laberinto de piedra donde muchos críos se habían abierto la cabeza jugando.

Asier y yo nos sentamos en la parte más alta, un poco chulazos pese al relente de la tarde-noche.

—¿Qué has andado preguntándole a Araceli? —me soltó con tanta rabia que parecía que mascaba piedras.

—Mi trabajo, Asier. Lo sabes.

—Pues me has jodido bien, la tengo calentita desde ayer. ¿Tú qué le has dicho, pues?

—Te voy a ser sincero: como sé que mientes en algo, amigo, he corroborado tus coartadas en los días de los asesinatos de Annabel y de Jota —le escribí en la libreta.

—Pues no debiste ir a ella. Tú no la conoces como yo. Araceli tiene dos caras, en público es encantadora y parece muy segura de sí misma, pero es una celosa patológica y mencionaste a Ana Belén Liaño. No sabe nada de la historia, no tiene ni idea de quién es, pero está hecha una furia porque sabe que escondo algo… Me has dejado en calzoncillos, tío.

—Si no me hubieras mentido desde el principio, no habría acudido a ella —me limité a responder.

—Yo ya te he dicho, a ti y a tu compañera, todo lo que os tengo que decir. Y si no me venís con una orden judicial, no pienso d…

—Para, que entramos en un bucle —le frené.

—Pues eso, no voy a decir más.

—Pegaste a Jota, Jota te pegó, tu mujer me lo confirmó. Puedo buscarte las cosquillas, Asier. Tengo suficiente para empezar a apretarte por vía judicial. Tú decides, tío, pero esto es muy serio. No sé si quieres que te dibuje un plano o te queda suficientemente claro —le mostré lo escrito y dejé que lo asumiera.

Mecagoen Araceli —soltó para su camisa después de leerlo.

—Mejor me lo explicas, Asier. Todo. Empieza por Annabel Lee.

Asier se lo pensó, tomó su decisión racional y luego comenzó a hablar. Quiero decir con esto que no hubo un momento de catarsis emocional ni nada parecido, con él nunca la había.

—Fue en primavera, Jota se la encontró de nuevo y empezaron a quedar. Que si la fotografía, que si deberías retomarlo, que si monta una expo, que si tu vida creativa… ¿No recuerdas que le dio de nuevo por sacar fotos a todo?

Sí, lo recordaba, se puso muy pesado con la fotografía digital. Yo pensé, esperanzado, que estaba cansado de la vida que llevaba y buscaba una nueva salida laboral. ¿Cómo iba yo a asociarlo con Annabel Lee si hacía veinticuatro años que no hablábamos de ella?

—No se me ocurrió pensar que ella estaba detrás.

—Me los encontré una vez por los bares de Judizmendi, se diría que estaban liados…, bueno, todo lo que puedes estar liado con Annabel Lee, ya me entiendes, tú también pasaste por eso. Tomamos un café los tres. Ella me pasó el móvil cuando Jota se fue al baño. Yo…, en fin, yo la llamé.

«Muy bien, Asier. Ahí estuviste fino».

—No me cuentes más. Es tu vida. Solo dime, ¿quién es el padre?

—Jota pudo ser, yo no —contestó taxativo—. Annabel y yo no nos acostábamos.

—No me tomes el pelo.

—Que no, en serio, que…

Me harté.

Lo cogí de las solapas de la chamarra, me volqué sobre él y su espalda quedó en un precario equilibrio sobre la calle Fueros, varios metros más abajo.

El nuevo statu quo era claro y meridiano: si lo soltaba, caía.

—No… me… tomes… el… pelo… —le susurré despacio, muy despacio.

Que me mintieran sistemáticamente los amigos de la infancia estaba haciendo mella en mi paciencia.

Lo atraje de nuevo hacia mí, parecía haber comprendido.

—De acuerdo, sí que nos lo montábamos. Pero no puedo ser el padre de su hijo porque yo tomaba precauciones. Que estoy casado, Unai, vamos.

—Pero puedes serlo.

—Que no, que es imposible, que no pudo pasar.

—¿Y piensas que Jota sí que pudo serlo?

—Puede ser, ese no controlaba, siempre iba mamado, y en estas hostias llevábamos varios meses, pero nos arrolló a todos el caso de los dobles crímenes en verano y nos vino bien a Jota y a mí para que todo el mundo estuviese en otra cosa, y ni Lutxo ni tú os dierais cuenta de lo de Annabel. No sabíamos cómo os lo ibais a tomar, o si iba a reabrir viejas heridas.

—¿Por qué no me dijiste que habíais vuelto a verla si lo iba a averiguar?

—Ya me conoces, joder. No tengo imaginación para improvisar. Tío, es que me quedé en blanco cuando nos citaste a los tres en el jardín de la muralla… El jueves Annabel no me había llamado, pero no me esperaba que estuviera muerta.

«Entonces, para el asesino, tanto tú como Jota podéis ser el padre», deduje en silencio.

—¿Sabes si pudo subir al monte con alguien aquel día?

—Annabel mantenía la costumbre de subir al monte de madrugada, siempre salía de noche desde Vitoria, pero no tengo ni idea de si iba sola o con más gente, la verdad.

—¿Sabes si tenía alguna nueva amistad?

Lo pensó un momento.

—Pues sí —dijo por fin—, hablaba a veces de una nueva amiga, pero nunca coincidimos. Se llamaba…, uf, ni me acuerdo. Solo recuerdo que Annabel decía que la apoyó desde el embarazo.

—¿Y eso?

—Coincidió con que Annabel lo hizo público hace meses en las redes sociales. Creo que era seguidora de sus cómics, contactó con Annabel para que se los firmara todos, congeniaron y siguieron quedando. Me extrañó, Annabel era más de quedar con tíos que con tías. Tal vez tenía amigos nuevos, pero de esos, obviamente, ni me hablaba ni yo me metía a preguntar. Cualquiera pudo subir con ella al monte.

—No vi ninguna amiga en el funeral.

Asier se encogió de hombros.

—No lo sé, sabes que no fui.

—El resto sí que fuimos.

—¿Y cómo se lo explicaba a Araceli?, ¿eh? —saltó con rabia—. Yo no quería enfrentarme a las preguntas de mi mujer, o que ella se enterase en el entierro por vosotros o por algún cotilla de que la muerta estaba embarazada y atase cabos.

—¿Y lo del dinero? Tienes que explicármelo, Asier.

—Es que me dio tanta rabia cuando ganó la lotería…, yo por entonces ya pensaba pasar de ella. Estaba embarazada, yo creo que eso la cambió, que buscaba estabilidad para su hijo y que Jota no le servía. Me insistía para que dejase a Araceli y me fuera con ella, decía que el niño sería probablemente mío, aunque habíamos tomado precauciones. Ella decía que podía haber pasado, en su imaginación tal vez. Sabes cómo era, se repetía una mentira hasta que se la creía y pensaba que podía repetirla al mundo y que todos cederíamos. Yo quería dejarla, estaba cansado de aquella historia, de ella y de que Jota controlase cada día menos. Creo que él no estaba seguro de lo nuestro, pero algo sospechaba, estaba muy tenso y muy seco conmigo. No era su estilo, pero era cobarde, creo que no tenía valor para preguntármelo.

—Entonces ibas a dejarla, y ella ganó la lotería… —le centré.

—¿Tú no te acuerdas del órdago que me lanzó hace veinticuatro años, en el campamento?

—¿Qué órdago?

—La apuesta que hicimos, cuando ella me retó: «El día que me muera seré más rica que tú».

—No me jodas, Asier. ¿Te acuerdas de aquella chiquillada?

—Aquella chiquillada me ha iluminado el camino y me ha hecho lo que soy. Por eso me hice farmacéutico, no porque me encante preparar fórmulas magistrales. Me dio una meta, me dejó claro que no quería ser como mi padre, un perdedor, que yo no quería pasar estrecheces, que quería ganar pelas. Te juro que he tenido esa frase en mente todos los días desde el 4 de julio de 1992 que esa puñetera lo pronunció.

«Esa puñetera…», anoté mentalmente.

—Y mira, no. No ganó la apuesta. El día que murió no era más rica que yo. Éramos iguales, los dos teníamos millón y medio de euros en el banco.

—Así que ganó la lotería y te quedaste.

—Le dije que dejaría a Araceli, que me iría con ella, que seríamos una familia, pero le pedí una prueba de que ella también iba a dar el paso de comprometerse.

—La cuenta del banco con los dos titulares.

—Sí, en eso no hubo tantos remilgos como esperaba. A ella no le importaba el dinero, tenía las necesidades materiales de un mendigo y con lo que ganaba con los cómics le sobraba. No era una materialista, vivía en su mundo mental todo el día, no tenía tiempo para irse de tiendas y comprar, era demasiado mundano para ella. No le importó compartir conmigo esos tres millones.

Miré frustrado al frente.

Después consulté el reloj de mi muñeca.

El abuelo nos esperaba a Germán y a mí para cenar en Villaverde. Alba y su madre cenaban juntas en Laguardia y habían invitado a Estíbaliz, que no tenía familia y de otro modo habría cenado sola o con nosotros. Eran ya las siete y media de la tarde, tenía que ir acabando, pero cuanto más preguntaba, más quería que Asier siguiera hablando. Lo conocía de sobra, no era común que se sincerase, no iba a tener muchas más oportunidades como aquella.

—Y que sacaras los doscientos mil euros tan rápido, ¿eso no la mosqueó? —le apreté.

—Pues no te lo vas a creer, pero ni lo hablamos ni surgió el tema. Tal vez no miraba a diario el saldo de aquella cuenta, o bien porque yo saqué ese dinero un lunes y ese jueves ella ya estaba muerta.

—¿Y tú te das cuenta de lo culpable que te puede hacer parecer eso delante de un juez?

—¿Y tú te das cuenta de que te estoy diciendo la verdad pese a que me pueda perjudicar y que precisamente por eso es la puta verdad, Unai? —replicó enfadado.

—¿Qué vas a hacer con el dinero?

Lo pensó, aunque era de suponer que un cerebro frío como el suyo ya tenía todos los planes hechos.

—En cuanto termines con tu investigación y caces al culpable y nadie piense que soy yo, me separo de Araceli. Y saco los millones. Por suerte, nos casamos con separación de bienes, no va a poder reclamarme nada. Con ese dinero pienso pagar mis deudas y me voy a dar un tiempo para replantearme la vida.

—No sabía que necesitaras hacerlo, se te ve tan…

«Autocomplaciente», completé para mí solo.

—No sé si quiero ser farmacéutico, solo era una manera de ganar dinero, y cada vez está más difícil. No quiero gastarme mi fortuna personal poniendo parches a un barco que se hunde. Tal vez cierre los dos negocios e invierta, o me dedique a gestionar mi patrimonio hasta mi jubilación. No lo sé. Todo lo que quería en esta vida era tener dinero y no acabar como mi padre, y Annabel me lo ha dado. Curioso, ¿no crees?

Era suficiente, más que suficiente para mis oídos. Di por terminado el interrogatorio con el estómago un poco revuelto, no sé si por el anís estrellado del vino o por lo que Asier me acababa de contar.

—Ya hemos terminado. Puedes irte, Asier.

—Sí, me voy. Será mejor —dijo, y se levantó y comenzó a bajar los escalones de Fueros—. ¿Sabes lo que te digo, Kraken? Que me has agriado el vino caliente y que me has jodido la maldita Nochebuena. Me voy a casa, que Araceli y mis padres me esperan. Feliz Navidad.

Y yo me quedé sentado un rato más viendo cómo descendía de mala hostia y sorteaba a la gente que volvía con prisas a sus casas para preparar la cena más familiar del año.

No tenía claro si ponerle protección porque iba a ser la siguiente víctima o pedirle al juez que cursara una orden de detención porque mi amigo tenía motivos y frialdad de sobra para haber matado a Rebeca, a Annabel y a Jota con sus propias manos.