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EL VERANO DEL KRAKEN

8 de julio de 1992, miércoles

Sus rutinas matutinas no habían variado demasiado desde el día que volvieron de Sandaili. A eso de las seis Annabel encendía la linterna de minero, salía del saco y dibujaba sobre la cama. Unai, insomne, se acababa acercando y mantenían sus conversaciones entre murmullos cada vez más confidentes.

Algo sí que había cambiado, o acaso se había sumado a los ritos de Annabel.

Antes siquiera de que llegase la claridad del alba, y después de dar por terminada su sesión de dibujo bajo la luz de la linterna, se calzaba las botas de monte y salía a dar un paseo por el bosque cercano de secuoyas.

No iba sola. Lutxo la estaba acompañando los últimos días y a eso de las siete ambos partían, en silencio y susurrantes, y abandonaban la casona para adentrarse en una Cantabria oscura que todavía dormía.

Lutxo era uno de los últimos proyectos de Annabel. La chica se lo había quedado mirando fijamente una noche mientras él terminaba la bandeja de torreznos.

—¿Qué? —preguntó él al sentirse observado, con la boca llena de panceta de cerdo.

—Eres lo que comes —dijo ella en tono confidente—. Comes grasa: eres grasa. Y la gente ve grasa. Ven mañana conmigo, vamos a dar una vuelta por el monte. En un par de meses te arreglo.

Con los años, Lutxo mantuvo su costumbre de salir de madrugada al monte. También se aficionó a la escalada en roca, desde que vio a dos escaladores en la pared de Sandaili y Annabel le habló de las escuelas de escalada y rocódromos que ya se habían puesto de moda en otros lugares de Europa y que ella ya había visitado. Le habló de las presas, del magnesio y de los gatos, hicieron boulder en rocas cercanas que se prestaban a ello, incluso se acostumbraron, como dos arañas, a circunvalar a metro y medio de altura las cuatro paredes exteriores del palacio Conde de San Diego para ir fortaleciendo las falanges.

Pero la recién nacida alianza entre Annabel y Lutxo trajo nuevos roces consigo. Lutxo se mostraba mucho más cáustico que de costumbre con Unai, tal vez porque no soportaba la confianza matutina que Annabel y su amigo de la infancia exhibían cada madrugada. Esas charlas a media voz, esas risas y esas confidencias.

Una mañana encontró la excusa perfecta en el titular del periódico:

EL VERANO DEL KRAKEN

Son ya tres los ejemplares de calamar gigante que han aparecido muertos en las costas asturianas cercanas a la localidad de Luarca. El último, un macho de Architeutis dux, que a sus diecisiete meses había alcanzado casi los 14 metros de longitud.

—Unai, ¿este calamar no se parece mucho a ti? —le había picado Lutxo a la hora del desayuno.

La mesa estaba completa, Saúl, Rebeca, Annabel y los cuatro vitorianos. Al principio, ninguno comprendió la broma.

—¿De qué hablas?

—Sí, hombre. Mira los tentáculos. Dos veces la longitud de su manto. Como tú. ¿Cuánto te miden los brazos?

—Más que tus neuronas, a la vista está.

—No te enfades, Kraken.

—No soy ningún kraken —replicó Unai molesto—. Lutxo, no me busques, que me encuentras.

—El Kraken se nos ha enfadado… —pinchó Lutxo. Y repitió la broma a la mañana siguiente, y también a la siguiente.

Aquel día entre semana Unai acababa de salir de la ducha y no encontraba su toalla. Algún gracioso —¿Lutxo, Asier…?— se la había llevado, ni rastro de ella. Tuvo que acercarse, desnudo y mojado, al lavabo y enrollarse alrededor de la cintura la diminuta toalla colocada para secarse las manos.

Bajó echando pestes escaleras abajo, deseando no encontrarse con nadie por el camino. El día prometía ser caluroso, no eran ni las nueve y media y ya se sentía el bochorno. El dormitorio de los chicos estaba vacío, todos habían bajado a desayunar.

Iba a desprenderse de la toalla y comenzar a vestirse cuando escuchó la voz tranquila y acuática de Annabel Lee a sus espaldas.

—¿Y Lutxo? —preguntó Unai.

—Desayunando. ¿Estás molesto con él por lo del mote?

—No —mintió.

—Pues a mí me encanta lo de Kraken. Tienes más suerte con los apodos que yo.

—Eso lo dudo.

—En serio. Tienes que saber algo de mí: elegí mi nombre, Annabel Lee, porque no me gustaba el que me habían puesto en la banda de moteros de mi madre —le dijo aquel día Annabel a la espalda de Unai.

Él se giró y se sentó sobre una colcha con los vaqueros y la camiseta elegida en una mano.

—¿Y qué mote te pusieron, pues? —quiso saber.

—Cizaña. Traigo malos rollos entre las chicas, incluso entre las mujeres mayores, no puedo evitar que sus maridos me sigan con la mirada, las madres de mis amigas no me quieren en los cumpleaños, y entre los chicos… siembro vientos, recojo tempestades. No puedo evitarlo. No quiero evitarlo. Estás advertido. Incluso los novios de mi madre me han perseguido, y mi madre ha sufrido mucho por mi causa. A veces me ha justificado, otras veces, y esas dolieron, me culpó a mí por engatusarlos. Yo, que soy indiferente a todos los tíos del mundo menos a ti. Yo, que solo te soy fiel a ti en pensamiento. Yo, que te espero desde los cuatro años.

Y Unai allí, con esa toalla de secarse las manos cubriendo lo imprescindible y que le quedaba muy corta, la verdad.

Prefirió no contestar, tomó su ropa y se fue de aquel horno como un demonio renegado.

Horas después, Jota, Annabel y Rebeca terminaban por fin, un poco cansados y con las manos destrozadas, el techado de la dichosa cabaña de la Edad del Hierro. Rebeca aquel día estaba tensa, silenciosa. Jota se percató enseguida. Hay personas empáticas, otras abstraídas. Como Annabel, que ni siquiera reparaba en la presencia de la niña la mayor parte de los días.

Rebeca aprovechó que Jota fue a llenar la cantimplora de agua para quedarse con Annabel en el interior de la cabaña y tratar de hablar con ella.

La niña sabía que Jota y Annabel habían visto algo en Sandaili. Cuando bajaron de la cueva a buscar un poco de intimidad se habían topado con Saúl y con ella, que ya volvían. Rebeca pensó que sería suficiente. Con el corazón a galope comenzó a contarle, en voz bajita, con mucha vergüenza.

Annabel la frenó enseguida:

—No quiero escuchar ni una palabra más. Hay que ver qué imaginación le echas.

—Entonces, ¿no me crees? —preguntó Rebeca con un hilo de voz. Ni siquiera se atrevía a mirarla a la cara. Era tan… fría. Le recordaba a su tía.

—Desde luego que no. Y si así fuera…, ¿Saúl Tovar? Por Dios, niña. Si así fuera, tienes toda la suerte del mundo.

Jota había escuchado el final de la conversación, detenido en el umbral de la cabaña.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó al ver el mal rollo entre las dos chicas.

—Que te lo cuente ella, yo ya he terminado en esta choza —contestó Annabel, le cogió la cantimplora y abandonó la cabaña, dejando a una niña temblando y al borde del colapso.

Y otra vez el corazón latiendo rápido rápido rápido. Le pasaba a veces, se le desbocaba y no bajaba de pulsaciones.

—¿Qué pasa, Rebeca? A mí me lo puedes contar.

—Nada, Jota. No pasa nada —dijo ella con voz bajita, no se fuera a enterar su padre, aunque sabía que había vuelto a la casona a por refrescos y una nevera portátil.

Jota se acercó, se sentó junto a ella en el banco de madera que otros becarios habían construido el año anterior y le dio la mano.

—Rebeca, en serio. Sea lo que sea, me lo puedes contar. —Y su voz, como de hermano mayor, confiable, cariñosa.

Rebeca miró su mano y le gustó al momento. Era pequeña, todavía de niño. Pura inocencia.

Así que Rebeca se lanzó de nuevo, no escatimó detalles, contó hasta lo de su tía. Todo. Todo.

Veinte minutos después, Unai se encontró a Jota vomitando en una linde del camino.

—Traes mala cara, ¿es el bochorno?

«Espero que no estés borracho ya a estas horas», deseó Unai, preocupado por su mejor amigo.

Jota apoyó un brazo en su hombro. Necesitaba su apoyo, Unai tenía mucho sentido común y aquella situación no la tenía en absoluto.

—Nada, la hija de Saúl, la pobre, que no está muy bien. Tiene unos líos mentales de la hostia. Saúl ya me advirtió de que ha estado medicada y que la tuvo que ingresar por depresión.

—Pero ¿qué te ha dicho?

—Pues chorradas, la verdad. Todo chorradas. Rebeca me ha contado algo muy enfermizo. Si es que tiene trece años, no sé cómo se le meten a alguien de esa edad esas cosas en la cabeza. Yo alucino, en serio. Saúl ya me dijo que le avisase si le notaba algo raro. Está muy preocupado por ella. Oye, tú no lo cuentes a la cuadrilla, que a mí la niña me cae muy bien y me da pena. Pobrecilla, perdió a su madre el año pasado.

—Ostras, qué marrón. Con doce años —pensó Unai en voz alta.

Si había alguien en aquel campamento sensible al drama de la niña ese era Unai, en su condición de huérfano de madre y padre. Y Jota, al que le quedaba poco para entrar en el club.

—Saúl me contó que, además de la depresión por lo de su madre, le diagnosticaron algo más, no me acuerdo, yo no controlo de eso, la verdad. Pero algo chungo, chungo. Y que le dieron pastillas y todo, y la tuvieron en el hospital de Santander unos meses, drogada del todo. Saúl está hecho polvo, por eso se la ha traído, para que la niña se airee y se olvide. Dice que por nada del mundo quiere ingresarla de nuevo.

—¿Qué vas a hacer, Jota? Yo no voy a decir nada a nadie, pierde cuidado.

—Pues ¿qué voy a hacer, Unai? ¿Qué voy a hacer? Pues lo que debo, hablar con su padre, aunque no sea plato de buen gusto, y contarle lo que su hija me ha dicho. Es lo mínimo que puedo hacer por ayudarlos, ¿no?