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LA NOCHE DE LAS VELAS
23 de diciembre de 2016, viernes
Diciembre avanzaba más deprisa de lo que podía asumir, se nos echaban encima fechas festivas y por experiencia sabía que la investigación se iba a ralentizar varias semanas. A no ser que apareciera otro cadáver que nos marcara la agenda de negro.
Ciertas rutinas comenzaron a plagar el calendario. Todas eran bienvenidas. Peña, que vivía en un piso alquilado en la Corre, se acostumbró a llamarme al portal algunas mañanas e íbamos juntos a la comisaría de Portal de Foronda.
Fuera del trabajo era cachondo, divertido, y el músico inquieto que llevaba dentro le afloraba en un cerebro creativo que después usaba con disciplina en las investigaciones. Creo que era un tipo que resultaba muy atractivo a las mujeres, a juzgar por las miradas que le dedicaban a nuestro paso.
Germán se acostumbró a recogerme todos los días del despacho de mi logopeda; a veces me quedaba a tomar un pintxo con Beatriz y con él, a veces me excusaba y los dejaba solos.
Mi hermano se atrevió por fin a llevarla a Villaverde.
A Beatriz pareció extasiarle nuestro pueblo y nuestra sierra. Su pulida presencia resultaba tan incongruente como un anillo de diamantes en un saco de esparto. Sus tacones, sus faldas lápiz, el pelo de canela perfecto bajo la laca… Pero la energía que le insuflaba a Germán aquella relación lo convirtió de nuevo en el locuaz y ocurrente hermano que yo había echado de menos tras la muerte de Martina.
Alba, por su parte, se pasaba por mi portal sin horarios ni avisos, nos dejábamos ver por el centro y acabábamos jadeando bajo las sábanas.
En resumen, la vida a veces podía ser un buen lugar en el que quedarse.
Durante esos días aproveché para cerrar flecos y llamé a Araceli, la mujer de Asier, desde mi número antiguo. Tenía que seguir dándole material nuevo a Golden, no fuera a pensar que yo sabía que ella sabía.
Aquella tarde Araceli estaba ocupada, era una de las encargadas de colocar por toda la almendra medieval las quince mil pequeñas velas que iluminaban el Casco Viejo y convertían la Noche de las Velas en un sublime viaje al pasado.
Me invitó a ayudarla y subí al palacio de Escoriaza-Esquivel para interceptarla y charlar con ella lejos del radio de su marido.
Araceli era una de las últimas incorporaciones de la cuadrilla, había conocido a Asier apenas un par de años antes y se habían casado enseguida. Ambos tenían un carácter fuerte, ella trabajaba en una empresa de innovación tecnológica de nombre impronunciable y no se veían demasiado debido a las clases que impartía en algunas universidades del norte.
Yo me llevaba muy bien con ella, congeniamos desde el principio, era franca, y también era preciosa. Morena, pelo largo…
Pero fue aquel día, cuando la vi llegar bajo el rastrillo de la entrada de la muralla medieval, cuando me di cuenta: se había cortado el flequillo. Recto, sobre las cejas. El busto generoso. Prendas siempre negras. Pija pero gótica.
El estilo inconfundible de Annabel Lee.
Eran esos detalles que registras con la recámara del cerebro y nunca los sacas a la superficie del pensamiento hasta que son evidentes, y en ocasiones, demasiado tarde.
—¿Te gusta? —preguntó coqueta.
—Pues sí —dije, y se lo despeiné un poco.
Disimulé como pude mi turbación: Araceli era exactamente el mismo tipo de mujer que Ana Belén Liaño.
Físicamente, y acaso también en carácter.
«Amor y odio, ¿cómo no lo había pillado antes? ¿Es eso lo que te va, Asier?».
—Me gustaría hablar contigo, Ara —le dije, y ella me pasó un mechero y abrió la mochila que llevaba con cientos de velas.
Toda la parte vieja estaba siendo incendiada en aquellos momentos por cientos de voluntarios y amigos de comerciantes que colocaban y encendían velas y antorchas.
Nos acercamos al patio del palacio renacentista, que compartía parte de muralla con el cantón de las Carnicerías.
Reprimí un escalofrío porque aquella antigua entrada a la villa de Gasteiz me recordaba a los dos críos de quince años que Nancho asesinó en su día y que él abandonó bajo el arco, rodeados de sus tres eguzkilores.
Solía evitar, como muchos vitorianos, aquellos puntos negros de mi ciudad.
Pero le seguí el juego a la mujer de mi amigo y, obediente, la ayudé a alinear las velas a lo largo de todo el perímetro del patio del palacio que una vez construyó el médico del uxoricida Enrique VIII, el más famoso asesino de esposas de la historia.
En medio de aquella luz tan cálida y tan contrastada parecíamos habitar en un claroscuro de Caravaggio.
Después de media hora concentrados en la tarea y agotados todos los temas intrascendentes, Araceli se armó de valor para hacerme la pregunta que ronroneaba entre nosotros desde hacía un buen rato.
—¿Es por tu trabajo?
—Me temo que sí.
Araceli se agachó una vez más para alinear otra tanda de velas, me hizo un gesto discreto y me separó de un grupo de comerciantes.
—No me asustes, Unai —me dijo en cuanto nos quedamos relativamente solos—, que ya hemos tenido bastante con lo de Jota. ¿Qué pasa?
—Es acerca de Asier. Voy a ir al grano, ¿vale?
—Vale.
La frase no era muy larga, pero tenía el día cansado, de modo que me saqué la libreta del bolsillo trasero del vaquero y escribí:
—¿Qué sabes del atraco frustrado en la farmacia?
Araceli torció el gesto, pero me pareció que esperaba la pregunta, porque respondió demasiado pronto, como de carrerilla.
—Que fue un yonqui, que le golpeó, que Asier no lo vio. ¿Qué pasa, que lo habéis detenido?
—No nos creemos su versión —dije.
«Y tú tampoco», quise decirle.
—Ara, no me hace gracia preguntar, pero…
—Pero ¿qué? ¿Qué pasa, Unai?
—¿Os peleasteis ese día?
Observé su reacción, esta vez la sorpresa era real.
—¿Crees que yo le arreé?
—Tal vez te defendiste.
—Mira, Asier puede ser muy capullo cuando se pone, pero no me ha levantado la mano en la vida. Estaría bueno. Ni él ni nadie. Simplemente no se lo consentiría. Denuncia y maleta. Punto. ¿Te queda claro?
—Pues sí, la verdad es que de ti me queda claro —escribí de nuevo.
Vía muerta, no había sido una hipotética pelea conyugal. No quedaban muchas opciones, pero quería ver hasta dónde contaba, hasta dónde callaba, hasta dónde sabía.
Me puse frente a Araceli, le quité la vela de las manos. La encendí y le iluminé el rostro con ella. Así es difícil mentir.
Ves cada microtensión en los párpados que inventan: los ojos van hacia arriba, a su derecha.
Ves cada gesto que se pretende disimular con una calma demasiado tensa en la mandíbula, el rictus de unos labios apretados que no quieren dejar escapar la verdad.
—¿Quién pudo ser entonces? —le pregunté.
—Ni idea, Kraken.
«Kraken, muy bien, pones distancia. Ya no soy Unai».
—Ara…, sé cuándo mientes. Y ahora me estás mintiendo.
Cruzó los brazos alrededor del pecho, cerrándose en banda. Se los descrucé.
Ella claudicó.
—Con Jota, fue con Jota. Se pelearon. Jota iba mamado, llegaron a las manos. Y no quiere contarme el motivo de la pelea. Se excusa con que son cuentas pendientes. Que tienen mucho histórico, dice. Que son cosas de la cuadrilla y que yo no lo entendería. Pero me hizo jurar que no se lo diría a nadie después de que apareciera muerto en la Barbacana. No quiere que penséis que él lo mató, porque no lo hizo. Yo estuve con él ese sábado. Nos retiramos a las cuatro de Cuesta, pregúntale a Nerea. Volvimos a casa, dormimos el domingo hasta las diez. Dormimos los dos, Unai. No pudo salir de casa, matarlo, llevarlo a Laguardia y volver a Vitoria.
—Sí que pudo. Son seis horas.
«Sí que pudo».
—No sé, Asier ronca. Juraría que lo escuché toda la noche roncar.
—¿Cómo, si estabas dormida?
—No lo sé, Unai. No lo sé. No creo que lo hiciera. Punto.
—¿Y el 17 de noviembre?
—¿Cuándo?
—El 17 de noviembre, jueves. De madrugada. ¿Dormiste en casa, con Asier, o estabas fuera de Vitoria dando clases? —escribí.
Araceli no entendió el motivo de mi pregunta, puso cara de extrañeza cuando lo leyó y después consultó la agenda de su móvil.
—Esa semana estuve en Vitoria y no me tocó viajar. ¿Por qué, Unai?
—Tan solo intenta recordar y responde, ¿ese viernes de madrugada Asier estuvo contigo en la cama, o tuvo guardia en la farmacia, o tal vez hizo algo inusual? —escribí de nuevo.
Araceli consultó de nuevo la agenda, imagino que buscando las guardias apuntadas de su marido. Yo las había comprobado ya cuando Esti y yo fuimos a socorrerlo a su farmacia, pero quería observar las reacciones de Araceli para catalogarlas.
—No, no tuvo guardia, y no recuerdo ese día exacto, hace más de un mes, pero si no lo recuerdo es porque no pasó nada extraño. Asier no se ha ido nunca de madrugada entre semana a ningún sitio. Lo que me joroba es que no me vas a contar a qué vienen tantas preguntas.
—Murió una mujer, Ana Belén Liaño, ¿la conocías?
Observé su rostro, no dejó traslucir ninguna reacción. Ni siquiera la sorpresa. Curioso.
—No, ni idea, ¿debería sonarme de algo?
«No, si tu marido y tú no habláis de vuestros respectivos pasados».
—No —escribí—, simplemente estamos investigando una posible conexión entre su muerte y la de Jota, eso es todo.
—Solo prométeme que, si Asier esconde algo, me avisarás antes —me rogó, aunque en sus ojos no había súplica.
La mirada de Araceli no era la de una mujer a la que le pegase mucho eso de suplicar, era más bien una mirada pragmática, de tía a la que no se le puede hacer mucho daño.
«No parece que estéis muy unidos, desde luego», pensé.
—Lo que pueda, ¿vale? —prometí, le di un beso en la mejilla y me largué de allí.
Paseé con cierta prisa por las calles adoquinadas y la llama de las velas temblaron a mi paso. Habría sido una tarde magnífica para recorrer con calma la almendra, pero yo tenía una cita con Alba en mi casa y por nada del mundo iba a llegar un segundo tarde.
Fue Estíbaliz la que me dio la sorpresa del día un par de horas más tarde. Alba y yo retozábamos en mi cama, perezosos, después de mirar con las luces apagadas el espectáculo de velas alrededor de la plaza de la Virgen Blanca.
Esti llamó al móvil nuevo, de forma tan insistente que acabé cogiéndolo.
—¿Es muy urgente? —pregunté, y la habría estrangulado por ser tan poco oportuna.
—Es muy interesante.
—Venga —la apremié sin dejar de mirar los cuádriceps de Alba. Soy un tipo simple, lo sé.
—¿Recuerdas aquello que dijo el estudiante fugitivo en Santander de que Barba Azul era ahora Barba Cana?
—Lo recuerdo.
—¿Recuerdas que lo llamó uxoricida, asesino de esposas, como el personaje de Barba Azul?
—Esti, dispara, anda.
—La mujer de Saúl, Unai. La mujer de Saúl Tovar murió de un accidente doméstico de lo más inusual. Se llamaba Asunción Pereda, y Milán ha encontrado su esquela en la hemeroteca de El Periódico Cántabro. He hablado con Paulaner y va a buscar en los registros de la comisaría de Santander, pero dadas las fechas, puede que hasta el lunes no me pueda dar nada. No sé tú, pero un hombre que ha perdido a su esposa y a sus dos hijas en plena flor de la vida de tres maneras tan extrañas me parece un hombre que tiene mucho que contarnos.