La muerte viaja en taxi

La llamada al teléfono del poste sobresaltó a los conductores que se agrupaban en animada charla. José estaba el primero; por eso, a él, le correspondía el servicio. Cuando descolgó el auricular no podía saber que habría de escuchar la voz de su asesino. En principio se trataba de una carrera más, por lo que apuntó la dirección de recogida y se despidió de sus compañeros. Tenía 49 años. Llevaba dos meses al volante de aquel coche pequeño, de servicio público, en una ciudad de provincias, a veces demasiado cerrada sobre sí misma, pero agradable y tranquila. José iba al volante con veteranía y prudencia.

En pocos minutos recogía a su cliente. Un hombre que le resultaba conocido, al que saludó con cierta familiaridad. Intercambiaron algunas palabras corteses y el cliente le indicó la dirección a la que quería que le llevara. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que iba escaso de combustible. Tendría que detenerse a repostar. Afortunadamente en la carretera que debía tomar hasta el punto de destino había una gasolinera donde José solía recalar porque tenía buenas amistades. El trabajo nocturno de taxista provocaba muchos sinsabores, pero también algunas recompensas como las buenas amistades que se hacen en la soledad de la noche. Las reflexiones del taxista no eran interrumpidas en ningún momento por el cliente, que se mantenía distante, reconcentrado en sí mismo, como si estuviera sopesando algo de gran importancia. José no quiso distraerle, así que simplemente le comunicó que tenían que echar gasolina. De la parte de atrás llegó una sola palabra de asentimiento que revelaba, a la vez, indiferencia y un deseo de permanecer al margen refugiado en sus propias cavilaciones. José estaba acostumbrado a aquella actitud que podía deberse a simple cansancio. Preocupado por llevar cuanto antes al pasajero a su destino, detuvo el vehículo en la gasolinera sólo el tiempo suficiente para repostar y continuó inmediatamente el camino. A los pocos kilómetros llegaron a las proximidades de una curva llamada el Cantil, arriba de un barranco. Cuando entraban en ella, el viajero le sorprendió con una voz firme y autoritaria. «Pare ahí mismo y baje del coche». Iban solos por la carretera. José se dio cuenta de que nadie podría ayudarle. Hizo lo que le pedía el cliente que le amenazaba con la manivela de puesta en marcha del vehículo, una barra de hierro de medio metro. Cuando José puso el pie en tierra, el otro ya estaba junto a él. La noche era oscura. Ni siquiera pudo ver que traía la manivela en alto hasta que sintió que se hundía el universo en su cabeza. El asesino le golpeó varias veces hasta dejarlo sin vida. Después le arrastró por los pies arrojándolo al precipicio. El cuerpo de la víctima quedó enganchado en unas ramas salientes, mientras el asesino huía a pie a campo traviesa. Un taxista había sido asesinado, pero ¿quién lo había matado? ¿Por qué le habían quitado la vida?

¿Quién es el asesino?
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