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«El Cairo, la madre del mundo», pensó distraídamente Martin Cross desde la ventana de su habitación en el hotel El Hussein, situado en el barrio de Khan el Khalili, la zona más islámica de la ciudad. Los altavoces de la mezquita Sayyidna el-Hussein soltaron bruscamente su llamada a la oración, la tercera del día de las cinco preceptivas y que coincidía con la puesta del sol. La grabación no sólo resultaba atronadora desde la plaza del mismo nombre, sino que hacía rechinar los dientes. Se decía que allí se encontraba la cabeza de Alí, yerno de Mahoma, y era un lugar prohibido para los no musulmanes. El espasmódico cántico coincidía con el de las otras cinco que se alzaban sólo en aquel barrio.
Cross se llevó una mano al cuello, que sentía rígido como una tabla después de la hora de sueño que había conseguido conciliar. La cama era infame, pero no más que el vuelo en clase turista desde Washington, vía Nueva York y París; los cientos de horas que acumulaba como pasajero de trayectos transoceánicos no le habían visto aún descabezar el más mínimo sueñecito en su asiento.
Había llegado esa mañana a El Cairo y, a diferencia de sus anteriores visitas, envió al taxista directamente al hotel, que, por supuesto, no era el mismo. La ciudad en que viviera durante seis años por cortesía de la CIA se había vuelto todavía más insoportable, si ello era posible. La palabra clave era «más». Más multitudes, más polución, más atascos, más olores insoportables, más ruido, más basura, más miseria... Incluso el calor del desierto que golpeaba ya en la escalerilla del avión parecía más intenso, y las partículas de arena que se introducían en la boca, más gruesas.
Y, por encima de aquella atmósfera contaminada por una aglomeración tercermundista de dieciséis millones de individuos, flotaba aquella otra realidad que veía aumentar las mujeres con velo, vestidas sin dejar a la vista ni un centímetro de sus brazos y de sus piernas, y que veían cómo disminuían los bares que servían alcohol; allí, donde la reislamización, el retorno a una profunda religiosidad, se abrazaba como alternativa a los fracasados sueños de prosperidad al estilo occidental.
«La madre del mundo», volvió a pensar Cross mientras se dirigía a la mesita de noche para coger un cigarrillo, preguntándose qué diría Bin Jaldún, el historiador que escribió eso hacía más de seiscientos años, si viera en lo que se había convertido la «metrópoli del universo, el jardín del mundo, el ama de la especie humana, el trono de la realeza».
Cross inspiró una profunda bocanada y consultó la hora. Tenía que salir a estirar las piernas y comer algo. Desgraciadamente, no podía acercarse a los restaurantes de comida occidental —los italianos eran sus preferidos—, y tendría que conformarse con uno de ambiente autóctono y tragar alguna cosa cargada de especias. Una precaución demasiado extrema a su juicio, pues era tan impensable que alguien reconociera al antiguo consejero político de la embajada estadounidense en El Cairo, como que a la esfinge volviera a crecerle la nariz.
Vestido con una sahariana y pantalones de lino blancos, Cross dejó el hotel coincidiendo con la salida de las mezquitas. Amparado en su apariencia, no temía atraer las miradas de hostilidad que la presencia de un solitario occidental habría despertado en aquel lugar, con la mezquita El Hussein a un lado de la plaza, y la de Al Azhar, la más influyente entre las islámicas sunitas, al otro.
Cross no era el nombre que había heredado de su padre, un médico libanés cristiano llamado Harani, que emigró a Estados Unidos a principios de los cincuenta, tras la retirada de las tropas francesas y la obtención de la independencia, como si el hombre hubiera presentido lo que el destino reservaba al país y a su capital, Beirut, conocida por entonces como el París de Oriente. Cross era el nombre de soltera de su madre, una enfermera neoyorquina que nunca había mostrado la menor decepción porque el reparto de genes en su hijo no se hubiera inclinado más del lado anglosajón. De piel olivácea, ojos almendrados y pelo negro, el pequeño Harani podía pasar por el Brooklyn de su infancia por italiano, hispano e incluso judío, una capacidad que sólo con los años aprendería a considerar una especie de don.
A sus cuarenta y ocho años, la cabellera negra tenía ya algunas hebras blancas, pero seguía manteniendo el cuerpo fibroso y nervudo de su juventud, sin que la grasa hubiera añadido ni una talla a su cintura. Su rostro, de robusto mentón y altos pómulos, se había endurecido en lugar de aflojarse, como si los años transcurridos en Oriente Medio lo hubieran curtido para mimetizarlo con el árido paisaje. Su altura tampoco se correspondía con la media norteamericana, por lo que no destacaba en ningún sentido dentro del hormiguero humano que era El Cairo. Por todo ello, nadie ponía en duda que realmente fuera el ciudadano tunecino que identificaba su pasaporte.
Encendió otro cigarrillo y entró en el bazar de Khan el Khalili, repleto de locales y de docenas de tiendas especializadas en todo tipo de cachivaches para turistas, que aprovechaban la salida de las mezquitas para bucear entre accesorios de cocina, joyas y telas. Cross no detectó ninguna presencia de los primeros. No corrían buenos tiempos para la principal industria del país, cuyos problemas habían comenzado mucho antes de la guerra global contra el terrorismo. Cross había vivido de cerca las matanzas de turistas por parte de la Yamá al Islamiya, que, golpeando la principal fuente de ingresos del país, torpedeaba también la línea de flotación del Gobierno que pretendían derrocar para instaurar un estado islámico; una idea que aterraba en Washington hasta el punto de que un país que unas décadas atrás era prosoviético, se sostenía ahora gracias a la ayuda económica y militar americana. Ironías de aquella alocada noria en que se había convertido el mundo.
Al esquivar a una mujer, cubierta con un neqab, el velo que apenas dejaba al descubierto una abertura a la altura de los ojos, Cross aprovechó para mirar a su espalda; cualquier elemento «extraño» era fácilmente detectable en las estrechas callejuelas del bazar. No vio nada, pero eso únicamente podía significar que perdía facultades. Que alguien siguiera sus pasos formaba parte de los planes, era el motivo mismo del viaje.
«Demasiado pronto», concluyó, y se dirigió hacia un restaurante de la calle El Badistán, dentro del propio zoco.
Mordecai Yair no formaba, sin embargo, parte de esos planes. Vio a Cross abandonar su hotel desde una distancia de cien metros, mientras remoloneaba entre los puestos con vistas a la entrada. De inmediato, buscó a su alrededor una reacción a la aparición del americano. Ése era el mayor problema que presentaba la operación; no sólo debían ocuparse de Cross sino detectar a los individuos con quienes debía entrevistarse clandestinamente, y sobre cuya identidad, procedencia e intenciones no tenían la menor idea... ¿Cómo esperaban en el Instituto que obtuvieran resultados trabajando en semejantes circunstancias?
También él poseía los rasgos semíticos que le permitían pasar desapercibido en cualquier zona del norte de África y de Oriente Medio, aunque en su caso no eran una herencia de la rama árabe. Yair era un judío sefardí, como denominaban en Israel a todos lo que no procedían del centro de Europa y América, sino de lugares tan dispersos y aparentemente insólitos como España, Marruecos, Argelia, Irán o el Kurdistán. La familia Yair había partido curiosamente de Egipto, cuando en 1922 declaró su independencia, emprendiendo el éxodo hacia la Tierra Prometida con más de 3.000 años de retraso.
Además de sefardí, también era un katsa, un agente del Mossad, el servicio de inteligencia israelí, y no veía ninguna divertida ironía en el hecho de hallarse en su tierra ancestral en calidad de espía.
Vestía camisa y pantalones blancos y lucía un frondoso y bien cuidado bigote, como correspondía a su condición de comerciante jordano, establecido en El Cairo desde hacía dos años. En cuanto estuvo seguro de la dirección que tomaba Cross, extrajo un teléfono móvil del bolsillo, escribió un mensaje y lo envió, todo ello sin dejar de observar al americano y a las personas que, siguiendo su estela, se adentraban también en el bazar. No vio a nadie sospechoso, lo que no le extrañó. Apenas hacía seis horas de la llegada de Cross. Demasiado pronto para que se estableciera contacto. Al menos si se atenía al «programa» de sus anteriores viajes.
El mensaje de vuelta no tardó en llegar a su móvil. Procedía de un segundo katsa, una mujer vestida con ropajes integristas, que había entrado en el bazar desde el extremo opuesto. Ni siquiera alguien tan experimentado como Cross sospecharía de una mujer en aquel ambiente. Los trece años que el americano había vivido en Beirut y en El Cairo le habrían enseñado a ignorar a las mujeres, mucho más si se encontraba en un entorno islamista. Aunque, como muchas otras cosas, eso sólo era una presunción.
El agente situaba a Cross en un restaurante de la calle El Badistán. Yair se alejó del bazar en dirección a la calle Al Azhar. A la vista de la gran mezquita-universidad de cuatro alminares, guardó el móvil respondiendo a un acto reflejo, como si considerara algo más que una peligrosa provocación que un hijo del odiado Israel se encontrara a sus puertas. La de Al Azhar no era sólo una mezquita, su sheikh era la máxima autoridad religiosa del país y sus ulemas actuaban como censores e inquisidores, y se cobraban su apoyo al régimen dictatorial en forma de críticas cada vez más vehementes contra la corrupción de una sociedad que aún toleraba discotecas, clubs nocturnos, ciertas películas y determinada literatura.
Yair volvió a sacar el móvil al alejarse de la mezquita y adentrarse en una callejuela. Escribió un mensaje que ordenaba a la mujer que se dirigiera al piso franco, y a un tercer agente, que seguía en la cafetería del hotel El Hussein, que se situara al cabo de treinta minutos cerca del restaurante para vigilar la salida de Cross. El intervalo lo cubriría él mismo, aunque estaba convencido de que se trataba de una pérdida de tiempo y, lo que era peor, de una exposición innecesaria. Si Cross se atenía a pautas anteriores, no establecería contacto el primer día. Quizá ni siquiera el segundo. Claro que, probablemente, no era él quien marcaba las pautas, puede que incluso ignorara el momento elegido. Era una cosa de locos. No sólo debían preocuparse de Cross y del Moukhabarat, el torpe pero peligroso servicio secreto egipcio, sino que el mayor riesgo procedía de una fuente invisible. En esas condiciones, la misión estaba casi condenada al fracaso...
«¿En qué diablos estaba pensando el Instituto?», volvió a rezongar Yair para sí, y se acarició nerviosamente el bigote mientras atravesaba el zoco de Khan el Khalili.