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A unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Islamabad, se encuentran los montes Salt, el último contrafuerte de los colosos himalayos, previo a la llanura del Punjab. Se trata de una áspera cadena de picos pelados que discurre de este a oeste unos doscientos veinte kilómetros, con alturas que oscilan entre los seiscientos y los mil quinientos metros, y que debía su nombre a los yacimientos de sal que contenía. También albergaba otra cosa. Apostado sobre una plataforma del escabroso terreno, protegido por una red de camuflaje que los hacía invisibles a los ojos de los irritantes satélites espía —peligrosos incluso cuando, como ahora, era de noche—, se ocultaba una pequeña parte del más letal arsenal de la República Islámica de Pakistán. Y, junto a él, se hallaba el general Imtiaz Maududi, del Comando de Fuerzas Estratégicas, ahora al servicio de la yihad que se había alzado contra el perro traidor de Bhandara, cuyos despojos serían entregados a los cuervos cuando se pudrieran.
Maududi escupió al volver a pensar en Bhandara, aunque ahora con una sonrisa apenas disimulada por el espeso bigote. Sólo lamentaba no haber tenido ocasión de abofetear personalmente al cerdo, para que muriera consciente de hasta qué punto había sido burlado. Maududi pasaba por ser uno de los oficiales más fieles de su régimen y había conseguido ese reconocimiento a través de una táctica tan odiosa como efectiva y necesaria: desplegando un celo casi fanático a la hora de «limpiar» las Fuerzas Armadas y los servicios secretos de elementos extremistas infiltrados, delatando a hermanos «sacrificables» que ignoraban el dolor que eso le producía, con el único objeto de consolidar y mejorar su posición en un puesto clave como el Comando de Fuerzas Estratégicas, encargado del armamento nuclear surgido del titánico esfuerzo pakistaní que había sumido en la miseria a su ya pobre país para enfrentar a otros infieles, los hindúes.
El general consultó la esfera luminosa de su reloj. Su satisfacción no venía dada sólo por el merecido destino de Bhandara, sino porque había cumplido su objetivo en un casi imposible récord de catorce horas. Por supuesto, los detonadores no estaban separados de las cabezas, como se había dado a entender a los americanos. Eso habría sido casi suicida en el caso de un ataque por sorpresa de la India, y hasta Bhandara fue consciente de ello. Aun así, sólo disponían de dos técnicos afines a la «causa» para acceder a los sistemas de vuelo de los misiles y cambiar las coordenadas de los objetivos allí fijados. Una tarea que requería visitar cada misil in situ, además de una precaución extrema para no revelar su posición ante los omnipresentes satélites.
Sin embargo, con la ayuda de Alá, lo habían conseguido, y ahora su espada estaba desenvainada y preparada para descargar el demoledor golpe.
—General, faltan sólo veinte minutos —anunció de pronto el joven oficial que atendía el vehículo de comando y control que acompañaba cada TEL.
—Lo sé —masculló Maududi, su humor cambiaba por momentos—. Inicie la secuencia.
—Sí, señor.
Al Zawahiri había insistido en presenciar a su lado aquel momento histórico, pero se estaba retrasando, y habían convenido en no utilizar radios ni teléfonos para comunicarse y arriesgar una intercepción en aquellos momentos críticos. Ya había recibido las veinte confirmaciones a través de un mensaje numérico, y no tenía intención de reiniciar el complejo procedimiento. La hora ya había sido fijada y nada... Maududi se volvió hacia un súbito ruido de piedras que se deslizaban y que rompió el absoluto silencio de la montaña.
—Soy yo, hermano —le tranquilizó una voz que reconoció enseguida.
La frágil figura de Al Zawahiri se perfiló a la débil luz de la luna, avanzando hacia la plataforma natural, acompañado por dos hombres de confianza del propio Maududi.
—Señor, hemos dejado el vehículo a un kilómetro de distancia —dijo uno de ellos.
—Bien —asintió el general, aunque sabía que se trataba de una pobre precaución. Los diabólicos satélites podían incluso detectar el calor que desprendía un cuerpo humano, especialmente si éste se encontraba en un lugar tan desértico como los montes Salt. Cierto era que los americanos no podían controlarlo todo, como demostraban los recientes (y anteriores) sucesos, pero una sensación de urgencia se acentuó en Maududi, que se permitió tomar el brazo al egipcio—. Ahí está, hermano, el instrumento definitivo que hará efectiva la justa ira de Alá sobre el infiel.
Al Zawahiri frunció los ojos detrás de sus gafas para distinguir en la oscuridad el enorme y achatado remolque de dieciséis ruedas, y al igualmente gigantesco cuerpo cilíndrico que cargaba.
En aquel momento, respondiendo a una orden del vehículo de control, el mecanismo hidráulico del remolque cobró vida y el raíl erector-lanzador comenzó a sacar lentamente de su posición horizontal el misil de diecisiete metros de longitud y veinticinco toneladas Shaheen 2. El egipcio contempló con arrobo la metálica piel del cohete, casi invisible con su pintura de camuflaje, rematado por una puntiaguda cabeza roja. Alguien había retirado ya la red de protección, de modo que, cuando terminó de izarse a la posición vertical, apuntaba ya directamente a las estrellas.
—Loado sea Alá —exclamó Al Zawahiri, que apretó con fuerza la mano de Maududi, que aún le sujetaba el brazo—. ¿Y los demás?
—Todos dispuestos. Tres más en estas mismas montañas. El resto están repartidos en localizaciones igualmente seguras. ¿Sabes algo de los movimientos americanos?
—Nuestros hermanos en Afganistán informan de una actividad superior a la habitual en las bases que tienen allí.
—Hemos detectado algunos vuelos de reconocimiento en las últimas horas —reveló Maududi—. Nuestra defensa aérea se encuentra sumida en el lógico caos, pero, aun así, hemos conseguido disparar algunos misiles. Eso puede habernos permitido ganar el tiempo que necesitábamos, pues sabemos que no disponen de fuerzas suficientes en Afganistán para lanzar un ataque a gran escala.
—También tenemos algunos informes fragmentarios sobre movimientos en las bases aéreas hindúes más próximas a la frontera...
—Lo único que me sorprende de los indios es que no hayan lanzado ya un ataque nuclear preventivo —dijo Maududi.
—Sin duda, los americanos los han retenido, como era de esperar.
—Los americanos nunca han tenido influencia sobre la India, pero ¿quién sabe? —El general se encogió de hombros—. Todo está cambiando tan deprisa que cualquier cosa parece posible.
—Y es sólo el principio —sentenció Al Zawahiri con una leve sonrisa.
—Inch'Allah —replicó Maududi—. Ahora debemos dirigirnos al vehículo de control.
—Quisiera verlo desde fuera —pidió el egipcio.
—Claro —accedió el general, que en realidad no esperaba otra cosa.
Se retiraron unas decenas de metros y se refugiaron parcialmente tras un afloramiento rocoso. Maududi consultó su reloj. Las cinco en punto. El rugido de los dos motores llegó con sólo diez segundos de retraso. La densa humareda blanca pronto cubrió como un manto el enorme remolque y se extendió por la plataforma de los montes Salt como una avalancha gaseosa. Justo cuando el manto amenazaba con nublar su visión por completo, el rugido se incrementó y dos lenguas de fuego impulsaron el misil sobre la nube, en dirección a un cielo que comenzaba a aclararse. Los dos hombres contemplaron fascinados el espectáculo mientras el Shaheen (Águila) 2 trazaba su arco luminoso.
—«De Alá son las legiones de los Cielos y de la Tierra» —dijo entonces el ideólogo de Al Qaeda citando una sura del Corán.
—Allah Akbar! —exclamó a su vez Maududi al comprobar que otros tres rastros de fuego se unían al primero y ascendían como si buscaran la bendición de Alá antes de volver a caer para destruir a sus enemigos.
—¡Alerta de misiles del NORAD!
El presidente Iverson, en mangas de camisa, miró a su alrededor, seguro de no haber entendido bien. Acababa de regresar a la Sala de Situación después de retirarse apenas durante quince minutos para refrescarse e intentar exudar parte del embotamiento que pesaba en su cabeza después de tres días sin casi pegar ojo. Pero aquella breve «huida» había resultado contraproducente, como un breve permiso para abandonar una hedionda mazmorra el tiempo justo para recordar que existía un mundo más allá de aquel monumento al horror, un mundo que parecía extrañamente al margen del caos desbocado que prosperaba allí dentro, un altar consagrado a los malos tiempos y las malas noticias, donde se sacrificaba el sentido común y el futuro era vapuleado.
El oficial de comunicaciones había sido relevado durante su ausencia, y eso bastó a Iverson para convencerse de que no había oído lo que creía haber oído. El autoengaño sólo se prolongó cinco segundos, el tiempo que tardó en registrar las expresiones de los miembros del CSN, los rostros abotargados por el cansancio y la tensión se crisparon como si acabaran de sufrir una pequeña descarga eléctrica.
—Pase al general Judd al altavoz y conecte nuestra pantalla a la del NORAD —ordenó el almirante Weber, que fue el primero en reaccionar. A una señal del oficial de comunicaciones, se dirigió a uno de los micrófonos de la mesa—. Douglas, soy Webber. El presidente Iverson está a la escucha. ¿Qué diablos ocurre?
Iverson se aproximó con esfuerzo a la mesa. Imaginó al general en su oficina situada en las entrañas de Cheyenne Mountain, desde la que se dominaba el cavernoso recinto principal del NORAD, mirando incrédulo la pantalla diseñada para captar el despliegue de un Apocalipsis propio de una era que todos creían felizmente superada.
—Señor presidente, almirante —irrumpió como un chirrido la voz de Judd—. Varios satélites del Programa de Apoyo a la Defensa han detectado el lanzamiento de hasta siete misiles desde el norte y el centro-oeste de Pakistán... Señor, ya son once misiles. He decretado DEFCON UNO.
—No se precipite, general —pidió más que ordenó Iverson, con lo que deshizo el nudo de su garganta—. Eso misiles no se dirigen a Estados Unidos, y no queremos empeorar aún más las cosas poniendo nerviosos a los rusos y a los chinos con el grado de alerta máximo...
—Estoy de acuerdo con el presidente, Douglas —aprobó Webber—. Rebajemos un grado...
El almirante calló cuando en la pantalla de la Sala de Situación se reflejó el mapa de Asia Meridional que el propio Judd tenía ante sus ojos. Iverson se apoyó en el borde de la mesa mientras contaba los símbolos rojos que brotaban en Pakistán. Ya eran diecisiete, y la trayectoria de los primeros comenzaba a definirse en dirección oeste.
—No se trata de ningún error; ya hemos recibido transmisiones de telemetría de los misiles —dijo entonces Judd, como si pudiera adivinar la esperanza colectiva de los presentes en el sótano de la Casa Blanca—. Veinte misiles. Parece el número definitivo. Según sus «huellas» térmicas, el ataque se compone de diez Ghauri 1, seis Ghauri 2 y cuatro Shaheen 2.
La perplejidad se hizo un hueco entre la expresión de horror de Webber.
—Pero la mayoría de esos misiles tienen un alcance inferior a dos mil kilómetros. No pueden ni acercarse a Israel.
—Entonces, ¿cuáles son los malditos blancos? —masculló Iverson, que parpadeó ante los símbolos que, decididamente se movían hacia el oeste, lejos de la India, el objetivo para el que habían sido concebidos.
—El golfo Pérsico —apuntó Chambers súbitamente—. En Bahrein se encuentra la sede de la V Flota, y en aguas del Golfo tenemos el portaviones del que hablamos antes y su grupo de combate. Piénsenlo: un portaviones con su Ala de Combate embarcada, más el puñado de cruceros y fragatas que lo acompañan. Sería la mayor catástrofe militar de nuestra historia. Todo lo que tienen que hacer es detonar algunas de esas cabezas en la proximidad de los buques para que las ondas de choque los trituren y los hundan...
—Más de diez mil hombres y mujeres —susurró Iverson, sintiendo estrecharse su esófago—. ¿Podrían defenderse de alguna forma?
—Nuestros cruceros AEGIS en la zona captarían la amenaza con sus poderosos radares SPY-1, capacitados para detectar y rastrear cientos de contactos a la vez; disponen del mejor sistema antiaéreo del mundo. Dispararían sus misiles Standard contra esas cabezas cuando vuelvan a entrar en la atmósfera, dentro de unos diez minutos, pero sus posibilidades no serían muchas...
Ninguno de los presentes había apartado la mirada de la pantalla. La falange de veinte misiles se desplegaba ya en abanico, ocupando todo Irán, de norte a sur. Pronto resultó evidente que algunos de aquellos misiles se dirigían más allá del golfo Pérsico.
—Al menos cuatro de ellos van directos a Israel —observó en voz alta Eden.
Iverson dio un paso al frente y se acercó a la pantalla, impelido por una repentina percepción que se abría paso en su embotada mente como una barra de hierro al rojo. El presidente intentó humedecerse los labios, pero encontró que su lengua estaba igualmente seca. Intentaba asimilar la verdadera naturaleza de lo que tenían ante sí, oculta entre la terrible pero burda apariencia. Equivocadamente, había creído que el juego de prestidigitación había finalizado, que el clímax final ya había tenido lugar...
El blanco de los misiles no era Israel ni Bahrein ni el portaviones, como comprendió Iverson con súbita clarividencia. En realidad, y por increíble que pareciera, el objetivo era mucho más devastador, especialmente si se consideraba la ironía de que ni siquiera necesitaban provocar una sola víctima para alcanzar sus fines...
—Dios mío... —murmuró, y al instante recordó que todo aquello tenía lugar justamente en su nombre.