3

Washington

—Sabe que no me gusta venir a este antro —masculló Harry Mercer en cuanto entró—. Cualquier día me destriparán para robarme diez putos dólares —añadió, y se adentró con aire irritado en el pequeño y sombrío apartamento.

Antes de cerrar, su anfitrión se asomó al no menos siniestro rellano; la pobre luz ambarina sólo iluminaba parcialmente unas paredes desconchadas y un rastro de basura que había bajado rodando por las escaleras. Si alguien había seguido a Mercer, no iba a estar allí plantado como un vendedor de enciclopedias. El hombre, un negro alto y delgado, de músculos largos y esbeltos, parecía más un corredor de fondo en el ocaso de su carrera que un espía con una prometedora carrera por delante. Tampoco a él le gustaba recibir a Mercer en el piso franco. Los lugares cerrados eran poco apreciados por la gente de su profesión, que los veían más como ratoneras que como un sitio donde poder charlar sin interferencias. Sin embargo, no tenía alternativa. Los parques públicos quedaban bien en las películas para «pasar» un documento, pero resultaban poco prácticos y peligrosos a la hora de reunirte con tu topo. Mucho más en plena noche, cuando hasta el FBI podía parecer una bendición comparado con los pandilleros de aquella violenta ciudad.

Mercer seguía refunfuñando cuando regresó a la estancia principal, amueblada con un barato sofá en un extremo y una mesa con sillas en el otro, junto al mostrador que separaba la zona de la cocina. Los restos de su cena, unos platos preparados y calentados en el microondas, todavía permanecían allí.

—Durante el trayecto desde la estación de metro me he sentido como una cebra coja a la vista de un puñado de jodidas hienas —rezongaba Mercer—. ¿No pudo encontrar nada mejor que esta choza?

—Pero si estamos a sólo una manzana del Capitolio —replicó el hombre con una forzada sonrisa.

«Y tú eres ya un cabrón sin derecho a privilegios, un muñeco de cuerda que dirá y hará lo que a mí me salga de los cojones», pensó a continuación, aunque procuró que su expresión no reflejara nada de eso.

—Claro —dijo con un suspiro Mercer, que había cambiado su traje formal por una cazadora y unos vaqueros, un atuendo con el que no parecía sentirse cómodo—. Supongo que sabe que a sus vecinos no les gustan los judíos, aunque sean negros... Hablo en serio. Esta gente considera injusto que los judíos, una comunidad de apenas seis millones, tenga tanta influencia en Estados Unidos, mientras ellos, que suman el veinte por ciento de la población, siguen en su mayor parte marginados.

—No estoy aquí para interesarme por sus diferencias sociales —adujo el hombre—. Ése es su problema. Yo ya tengo bastante con ayudar a que mil doscientos millones de musulmanes no vean cumplido su sueño de tachar a Israel de los mapas.

Yorum Dekel no conocía a Mordecai Yair, pero, como él, era un judío sefardí, además de un katsa que trabajaba en la misma misión. El color de su piel venía dado por su origen, más exótico que el de la mayoría de sus compatriotas. Dekel había nacido en Etiopía, donde una remota y olvidada comunidad judía se enfrentaba a dos peligros: por un lado, el hostil régimen marxista; por otro, la hambruna. En 1985, cuando Dekel tenía once años, se hizo realidad la profecía según la cual serían transportados «por las alas de las águilas» a la Tierra Prometida. Israel había ejecutado la operación Moisés y había evacuado en secreto a 7.000 judíos etíopes. No se sabía con seguridad cómo habían llegado hasta allí, pero ellos mismos se creían descendientes del rey Salomón y de la reina de Saba. Mito o realidad, los eruditos religiosos concluyeron que los etíopes eran una de las «Diez Tribus Perdidas» que se dispersaron cuando el reino de Judea fue conquistado por Babilonia, y procedieron a su integración en la variopinta sociedad israelí.

Una historia poco conocida fuera de Israel y, por supuesto, totalmente ignorada en aquel barrio pobre del este de Washington. A Dekel no dejaba de sorprenderle que el centro de la capital del país que dictaba los designios mundiales fuera un lugar tan deprimido y peligroso, habitado por negros y otras minorías que, a menudo, protagonizaban tiroteos a escasa distancia de la Casa Blanca, mientras la clase política discutía o pactaba en su burbuja durante el día y pasaba la noche en sus residencias de las afueras, dejando al presidente «solo y rodeado».

En fin, como había dicho, nada de eso era asunto suyo.

—Cross ya se encuentra en El Cairo —dijo entonces.

—¿Y qué? Las operaciones sobre el terreno son cosa suya —gruñó Mercer, que, al momento, dirigió una mirada inquisitiva a Dekel—. ¿Han vuelto a perderlo?

—Aún no ha establecido contacto.

—Pues espero que no sigan ustedes cagándose en la fama del Mossad.

—No es tan sencillo —replicó Dekel, que se mostró paciente ante la irritable actitud de Mercer—. Tenemos a Cross vigilado, incluso creemos saber cómo se producirá el contacto, pero ignoramos un dato fundamental. No es el quién, sino el cuándo. Sin eso, es muy probable que se repita el fiasco del mes pasado.

La mirada de Mercer adquirió un matiz de perplejidad.

—¿Y qué coño quiere que haga yo? —exclamó—. ¿Preguntarle directamente a Tyrell? Para eso no necesitaba acudir a ustedes y montar este circo.

—Sólo le pongo al corriente —siguió contemporizando Dekel—. Somos como una ambulancia o un coche de bomberos sin una dirección. Debe comprender las condiciones en que trabajamos en El Cairo. Conocemos el terreno, pero no podemos organizar una «superproducción» que compense la ventaja de los locales. La única forma de conseguirlo sería adelantarnos un poco a ellos, saber, por decirlo gráficamente, dónde van a poner el huevo.

—Menuda mierda —gruñó Mercer, que se dejó caer en el sofá. La barata imitación de cuero rechinó casi como un animal vivo—. Quizá debí acudir al FBI después de todo. Al fin y al cabo, es probable que se esté cometiendo un delito...

—Vamos, Harry —reaccionó Dekel, que se acercó al sofá. Saber contrarrestar las inevitables dudas y vacilaciones en las que todo agente caía, así como manejar los fundamentos de la psicología, era tan importante para un controlador como aprender a descubrir si era seguido o a seguir sin ser visto—. Hizo usted lo correcto. Además, las suposiciones, porque no tenemos mucho más, le habrían puesto en un grave apuro ante el FBI. Que yo sepa, todavía no es ilegal viajar a El Cairo ni declararse proisraelí —agregó con una débil sonrisa—. A fin de cuentas, el antisemitismo es un deporte muy practicado también en Estados Unidos, y más allá de este barrio; incluso entre las zonas más pudientes de la ciudad, aunque sea secretamente.

La primera vez que Harry Mercer oyó la expresión «tabla rasa» en aquel contexto que le había conducido al Mossad fue en un bar llamado The Dubliner, cerca del Capitolio, con unas Guiness como testigos.

«La única forma de acabar con esta mierda es hacer tabla rasa. Yo siempre lo he dicho, y tú lo sabes, ¿verdad, muchacho?»

George Babcock era un viejo dinosaurio de la Agencia Central de Inteligencia que Mercer creía ya jubilado y jugando al ajedrez en algún parque; sin embargo, se cruzó con él en los pasillos del ala oeste de la Casa Blanca. Tan sorpresiva como la aparición era el escenario, donde Babcock parecía tan fuera de lugar como un hooligan en la platea del Washington Ballet. Mercer lo había conocido quince años atrás, cuando él era un jovenzuelo recién llegado a la División de Oriente Medio de la CIA, donde Babcock ya era una institución que había visto pasar tres presidentes y vería irse a dos más. Su desparpajo de novato, no libre de buen juicio, atrajo la atención del veterano analista, y pronto se estableció una buena relación entre el maestro deseoso de transmitir sus conocimientos y el alumno aventajado que, a diferencia de la mayoría, no desdeñaba los consejos de personas más experimentadas.

Babcock poseía una extraordinaria capacidad para atacar cualquier cuestión de forma sistemática, desmenuzando los problemas, separando los elementos que conformaban el todo como si fueran las piezas de un reloj para examinarlas individualmente, sin olvidar, al mismo tiempo, su función dentro del conjunto. Capacidad que, combinada con su intuición, le hacían casi clarividente y le convertían en el gurú de la división. Esas virtudes y su particular ejercicio de las mismas eran, paradójicamente, la cadena que le mantenía atado a la misma mesa desde hacía años, frenando toda posibilidad de promoción. En el juego político de la Agencia, la imparcialidad era una clara demostración de «parcialidad», especialmente en la División de Oriente Medio. Se podían criticar algunas actitudes de Israel y del Mossad —después de todo, solían operar dentro de los mismos Estados Unidos—, presionarlos para que tomaran una determinada dirección, pero existía una línea que no podía traspasarse si querías evitar una cruz en tu casillero. En último extremo, la balanza de la comprensión y la colaboración debía inclinarse siempre del lado de Israel, el histórico protegido.

No obstante, Babcock no se reprimía ante esa línea cuando lo consideraba oportuno. Acusaba a Israel de torpedear soluciones para convertirse en parte del problema, de creerse con derecho a todo porque el mundo seguía en deuda con ellos, de aprovecharse de la benevolencia de Estados Unidos; acusaba al Estado de Israel de desagradecido.

Sus superiores le toleraban como a un genio demasiado útil pese a sus «extravagancias», inofensivo en el fondo, y sus compañeros le evitaban cuanto podían, como si temieran ser señalados con la letal cruz. También Mercer acabó distanciándose de Babcock, y no sólo por el «peligro» que representaba. Aunque siempre mantuvieron una relación de mutuo respeto, ideológicamente se situaba en sus antípodas, al menos en lo que se refería al conflicto de Oriente Medio. En contra de la opinión de Babcock, él sí creía que Israel vivía en el filo de la navaja, que su supervivencia y legitimidad significaba para ellos la misma cosa. Habían vencido a sus enemigos en cinco ocasiones, pero bastaría con que los derrotaran una para desaparecer.

Babcock ya estaba oficialmente retirado tras treinta años de servicio, y Mercer no volvió a verlo hasta aquella mañana, unos dos meses atrás, en los pasillos de la Casa Blanca. Pero eso no significaba que no supiera que andaba por allí. En el CSN era conocido que Tyrell había creado una especie de célula B antiterrorista que, además de Babcock, integraban otros dos individuos, fichados por Tyrell como «asesores externos», y que no figuraban en ningún organigrama ni recibían un salario oficial.

En el CSN se bromeaba sobre aquel trío llamándolo el Grupo Salvaje de Tyrell, algo que no provocaba sonrisas en Mercer. Mucho menos después de que el propio consejero presidencial restara toda importancia al hecho... «Sólo es un grupo de trabajo informal. No hace daño contar con segundas o terceras opiniones», fue todo lo que respondió Tyrell cuando Mercer sacó el tema, aunque en un tono que daba a entender que no quería hablar de ello ni aceptaría más comentarios al respecto.

Tampoco consiguió nada de Babcock durante aquella primera cita en The Dubliner (o eso creyó entonces), y se limitaron a charlar de generalidades sobre la deriva internacional y los viejos tiempos. Desde entonces, no había vuelto a cruzarse con él en ningún pasillo, y cuando fingió hacerse el encontradizo con él, Babcock se escabulló alegando que Tyrell insistía en la «compartimentalización» de sus grupos de trabajo, que se pondría furioso si...

Sin embargo, ver a aquel veterano luchador temblando, como una colegiala que oye gritar a su padre mientras recibe su primer beso, resultaba tan revelador como cualquier confesión a media voz.

Dos semanas después, mientras Mercer sentía crecer sus sospechas sin forma, se produjo el atentado en la autopista, que ocasionó medio centenar de víctimas y provocó una multitudinaria convocatoria del Consejo de Seguridad Nacional, en el sótano de la Casa Blanca, reunión a la que Mercer asistió como apoyo de su jefe inmediato. A pesar de la crítica situación a la que llevaban meses abocados, todo transcurría dentro de unos cánones de frustrante rutina, hasta que alguien volvió a relacionar sus problemas con los de Oriente Medio y el presidente dijo algo que hizo girar las antenas de Mercer y erizó el vello de su nuca: «Esa cuestión ha acumulado tanta porquería en los últimos cincuenta años que sólo se resolverá haciendo tabla rasa».

Las palabras habrían resbalado en el tímpano de Mercer de no fijarlas allí el recuerdo de otras muy semejantes, pronunciadas por alguien sin contacto directo con el presidente. Y la imagen que captó seguidamente, las envió como un balonazo a su cerebro, donde rebotaron con fuerza; fue un gesto casi imperceptible que pasó desapercibido para todos excepto para él mismo y para el presidente, a quien iba dirigido. La expresión admonitoria de Tyrell se limitó a un severo fruncimiento de labios, pero Sutton se removió en su asiento y aceptó con aire avergonzado lo que parecía un reproche por un presunto desliz.

A partir de ese momento, a Mercer no le cupieron dudas de que Tyrell y su Grupo Salvaje estaban cocinando un plato secreto con la bendición presidencial; y el nombre de la receta era «Tabla Rasa». Otro detalle le convenció de que la acción, cualquiera que fuese, se acercaba. Las reuniones de Tyrell con aquel trío se desplazaron de la Casa Blanca a su propia residencia, en Maryland. Para entonces, ya había descubierto la identidad de los integrantes del grupo que no conocía: otro ex agente de la CIA, también especialista en Oriente Medio pero con sobrada experiencia sobre el terreno, y un ex coronel de las Fuerzas Especiales del Ejército. Hombres de acción, en definitiva. La conclusión parecía obvia: eran los encargados de traducir en hechos las ideas de Babcock y del propio Tyrell. Un plan que, dado el ideario de ambos —Tyrell era el consejero de Seguridad menos proisraelí que había conocido el cargo—, a buen seguro no estaba forjado para beneficio de Israel. Pero lo más sorprendente era que contara con el respaldo de Sutton. Ningún presidente en su sano juicio se arriesgaría nunca a levantar las iras del poderoso lobby judío en Estados Unidos.

¿Qué demonios era todo aquello?

La perplejidad dio paso a un espasmo de pánico cuando el grupo pasó, en efecto, a la acción. Mercer descubrió uno de los viajes de Cross a El Cairo gracias a un procedimiento tan simple como efectivo: seguir la pista del dinero. Diariamente accedía a través de su ordenador a la cuenta de gastos del CSN, un organismo puramente consultivo, sin presupuesto para aventuras encubiertas. Tyrell pudo haber buscado financiación en los frondosos bosques de los fondos reservados, pero ya fuera para evitarse explicaciones a las agencias que los manejaban o porque, simplemente, no lo consideraba necesario, cargó el precio de un pasaje de ida y vuelta a El Cairo a la cuenta de gastos del CSN. A menudo, eran esa clase de menudencias las que hacían saltar por los aires las más sofisticadas operaciones.

Mucho más difícil era intentar imaginar siquiera el objetivo del viaje. ¿Contactar de forma extraoficial con el Gobierno egipcio? No se necesitaba tanto secretismo para eso. La única opción era justamente la opuesta: entrevistarse con elementos contrarios al Gobierno. Y de ese punto partían varias bifurcaciones, todas sembradas de minas. Por un lado, estaban los Hermanos Musulmanes, una organización islamista considerada «moderada», con representación parlamentaria y que, prácticamente, ejercía el poder en la sombra; por el otro (en realidad hilos descarriados de los Hermanos), estaban los grupos terroristas Yamá al Islamiya y Yihad Egipcio. Ambos compartían el objetivo de derrocar al Gobierno y de instaurar una república islámica; los primeros se habían «especializado» en el ataque a turistas, lo que provocó una furibunda reacción gubernamental que los colocó al borde de la aniquilación. Los segundos habían intentado asesinar al presidente Mubarak y, en una línea más internacionalista, participaron en los atentados contra las embajadas americanas de Kenia y Tanzania. Su fundador era Ayman al Zawahiri, mano derecha de Bin Laden.

Las implicaciones que se desprendían de aquellas deducciones hicieron encogerse el escroto de Mercer. Pero el horror no nubló su sentido común. ¿Acaso no se habían revelado inútiles los medios «convencionales» para escapar de aquel pantano de sangre? ¿Se le podía reprochar a Sutton que sondease la posibilidad de algún tipo de negociación, por mucho que se rechazara esa opción en público? Siempre se había negociado y tratado con indeseables de la peor calaña cuando se demostraba necesario. La pregunta era con qué pretendía negociar Sutton. Y fueron las crecientes y punzantes sospechas de que el precio podía ser demasiado alto y rozar la infamia lo que empujó a Mercer a buscar ayuda.

Y no se le ocurrió nada mejor que buscarla entre los potenciales damnificados. Técnicamente aquello le convertía en un traidor, pero ¿qué significaba un jodido tecnicismo en aquella era de barbarie que les había tocado vivir?

Dekel encendió un cigarrillo y sirvió un trago de vodka a Mercer, recordándose la prudencia que debía mostrar con él. Los espías que actuaban movidos por un impulso ideológico eran más difíciles de manejar que aquellos que recibían un estipendio a cambio de sus servicios. Los tipos como Mercer se creían dignos de un respeto y consideración que los hacía más susceptibles, y complicaba la relación entre el controlador y su agente. Para Dekel, sin embargo, la diferencia se medía en micras. Un traidor era un traidor, ya fuera por convicción o dinero; y lo era al margen de la causa que traicionara, por infame que fuera. A su juicio, Mercer entraba en la misma categoría que los palestinos que trabajaban para Israel. No se trataba de ser justo o no; sencillamente, así eran las cosas.

De todos modos, el hombre había adoptado la clásica actitud de quien todavía se cree dueño de su destino. Ciertamente, la iniciativa partió de él —por el simple, eficaz y discreto método de enviar una carta al consulado israelí de Nueva York—, pero, en contra de lo que daba a entender la literatura al respecto, así ocurría la mayoría de las veces. Y desde ese instante, su vida pertenecía al Mossad como si fuera un electrodoméstico del que tuvieran factura. Por el momento, Dekel prefería no romper la fantasía de Mercer, consciente de que la misma motivación que le había conducido hasta ellos bastaba como incentivo, pero no dudaría en hacerlo si las circunstancias le obligaban. Y las dudas y vacilaciones que el americano comenzaba a exhibir parecían anunciar que la hora se acercaba.

El katsa chupó del cigarrillo y tomó asiento en el chirriante sofá, cerca de Mercer.

—Mire, Harry, estamos en un noventa por ciento seguros de que Cross se reúne con alguien del Yihad Egipcio, el brazo local de esa internacional terrorista llamada Al Qaeda. Y eso sólo puede significar una cosa: Estados Unidos persigue una «paz separada» con los terroristas.

—Joder, David —se quejó Mercer, que utilizó el falso nombre elegido por Dekel—. Se lo está contando al maldito mensajero. Y no han avanzado una mierda desde que hice entrega del telegrama.

—Ya le he hablado de las dificultades...

—¡Pues no lo haga! —exclamó Mercer, que, bruscamente, se puso en pie—. Acudí a ustedes en busca de soluciones, no de más problemas.

Dekel volvió a aplicarse sobre la boquilla del cigarrillo, asfixiando su propia irritación. Tampoco a él le gustaba el escenario ni los parámetros de la misión. Llevaba siete semanas en Washington y en aquel antro, proporcionado por la estación local del Mossad. No tenía, sin embargo, contacto directo con los katsas de la embajada de Israel. Los americanos eran conscientes de que, pese a la indestructible hermandad política con el Estado hebreo, su servicio secreto actuaba sin pudor en Estados Unidos, comprometidos con una única lealtad que no depositaba su confianza absoluta en nada ni nadie.

Dekel se comunicaba con la estación local a través de un sayan que recogía y depositaba los mensajes de ida y vuelta en una serie de «buzones» preestablecidos. Los sayanim eran un puntal del Mossad que, además, ponían de manifiesto su inimitable particularidad. Se trataba de ciudadanos comunes que ejercían una colaboración eventual, repartidos por docenas de países, a los que unía el cemento de una identidad judía supranacional; voluntarios bien instalados en sus respectivas comunidades que realizaban servicios de apoyo a los hermanos llegados de Eretz Israel, la tierra de Israel. Alquilaban pisos y vehículos, recolectaban información no clasificada pero útil para una operación y, en definitiva, proporcionaban cobertura en su área de influencia. Los sayanim eran la infantería del Mossad, su quinta columna a nivel mundial. Ignoraban el objetivo último de las misiones en que participaban y su única recompensa era el propio orgullo por haber sido elegidos para cooperar en la sagrada tarea de defender Israel.

Estados Unidos, el país extranjero con más judíos, era, lógicamente, también el que mayor número de sayanim albergaba. Por ello, aunque utilizarlos como correos no era habitual, el agente de la embajada encargado de activarlos consiguió su propósito sin grandes problemas. Así, Dekel mantenía al Mossad al corriente de sus progresos con Mercer y recibía información del devenir de la operación por el método más tradicional, el único seguro en la era de los superordenadores.

Lamentablemente, también aquello estaba al servicio de unos informes poco suculentos. Su fuente principal parecía atascada; además, las noticias que recibía de qué sucedía sobre el terreno tampoco eran demasiado alentadoras. No era el único en darse cuenta de ello, y por eso el último mensaje que había recogido esa misma tarde en un «buzón» de Rock Creek Park le instaba a apretar el acelerador con Mercer. Justo lo que el hombre parecía necesitar, ironizó Dekel para sí.

—Lo «único» constatable que tenemos es el calendario de viajes de Cross —recalcó ahora el katsa con más énfasis—. Todo lo demás son un puñado de inquietantes suposiciones. Una presunta operación que «podría» llamarse Tabla Rasa, orquestada en las alcantarillas de la Casa Blanca y cuyo objeto «podría» ser la búsqueda de una entente secreta con los terroristas que martirizan a Estados Unidos. Eso, en sí mismo, no debería ser motivo de sorpresa, ni, por supuesto, le hubiera traído a nosotros. Ese tipo de contactos, aunque indeseables, ya se han producido otras veces. No, lo que nos mantiene aquí es su sospecha de que el principal damnificado de Tabla Rasa será Israel. Créame que agradecemos sus desvelos, Harry, pero ¿cómo podemos procesar los leves indicios que tenemos? Todo se reduce al perfil poco proisraelí de un consejero presidencial y de un antiguo agente de la CIA. Es cierto que a Tyrell se le considera en Jerusalén un obstáculo para los intereses de Israel, pero ni eso ni los comentarios de Babcock al calor de una cerveza nos proporciona más datos que lo obvio: dos hombres, probablemente cuatro, que no profesan una especial simpatía por mi país. ¿Y qué? Ya le dije que hay más de los que se atreven a salir a la luz. Y, por encima de todo, está Sutton; ningún presidente estadounidense autorizaría una operación que perjudicara gravemente a Israel; sería su tumba política.

Mercer había escuchado la perorata sin prestarle aparente atención, moviéndose nerviosamente por la estancia, pasándose el vaso de vodka de una mano a otra. Ahora apuró el licor y señaló rígidamente a Dekel.

—Este país ha cambiado mucho en los últimos tiempos —dijo como si fuera una revelación en lugar de una evidencia universal—. Ya no es aquella superpotencia segura de su invulnerabilidad que surgió de la Guerra Fría, sino una nación en permanente estado de alarma, carcomida por una plaga que ningún tratamiento consigue erradicar. Una nación desesperada, a las órdenes de un presidente desesperado, que haría cualquier cosa para librarse de la impotencia y frustración a que le condenan el actual estado de cosas. Confiar en que los viejos valores y compromisos siguen vigentes es un error que pueden ustedes pagar caro. Si el precio que pagar para recuperar nuestro antiguo y añorado estilo de vida es entregar una onza de carne de ese protegido que sólo nos ha pagado con medio siglo de problemas, no duden que la ofrecerá. Y quizá ni siquiera implique su tumba política. Es la hora de América, y que los demás se las compongan como puedan.

Dekel acogió la diatriba con disimulada satisfacción. Las dudas de Mercer no afectaban el sólido compromiso personal que lo había convertido en traidor, sino que se combinaban con la ira que le producía no estar en disposición de confirmar sus teorías de forma irrefutable. Y eso era bueno para los planes de Dekel. Con un suave movimiento, el katsa apagó la colilla en un cenicero de cristal, apoyó los codos en las rodillas y juntó las palmas de las manos. El medido gesto de gravedad fue captado al instante por Mercer, que guardó silencio y dejó de moverse.

—Escuche, Harry, mi sola presencia aquí demuestra hasta qué punto nos tomamos en serio la potencial amenaza sobre la que nos advirtió, y por la que un pueblo entero está en deuda con usted —señaló Dekel, que procuró dorarle la píldora a Mercer—. Y, a decir verdad, estamos tan preocupados por la falta de avances que algunas personas en Israel empiezan a cuestionar métodos y exigen resultados a cualquier precio.

—¿Quiere decir que están presionándole? —interpretó Mercer.

—Yo sólo soy un eslabón en la cadena y, desde luego, no de los más importantes —se zafó Dekel—. Lo cierto es que mis superiores ya han ideado una alternativa para el caso de que el seguimiento de Cross siga sin aportar nada...

—Una alternativa —repitió Dekel con un balbuceo, como si la palabra desprendiera un aroma pestilente.

—Dos, en realidad —concretó Dekel, mirando fijamente al americano—. De un lado tenemos a los partidarios de reventar la operación revelando a quien corresponda lo que sabemos y lo que suponemos; en el otro, a los que quieren saber «más», el lema de cualquier servicio de inteligencia que se precie. Todos convienen, sin embargo, que ésta es la mejor opción y quieren explorarla a fondo; pero esto nos devuelve a la cuestión crucial: las fuentes. El Mossad tiene gente infiltrada en los ambientes islámicos de El Cairo, pero, desde luego, no en la dirección del Yihad Egipcio o en los escalones inmediatamente inferiores. Por tanto, sólo nos queda buscar aquí...

—Creo que no le entiendo, David —consiguió decir Mercer con aire perplejo.

—Los únicos a los que tenemos acceso y que saben qué es Tabla Rasa, si existe siquiera algo llamado así, son Tyrell y su reducido círculo...

—¿Que tienen «acceso»?

—El Mossad ya ha aprobado un plan para secuestrar a George Babcock —informó Dekel fríamente—. Examinadas todas las variables ha sido considerado el... objetivo más factible.

Los ojos de Mercer se abrieron como esclusas y miró al israelí como si acabara de convertirse en un hombrecillo gris, de cabeza triangular y grandes ojos opacos. Dio un mecánico paso atrás y murmuró:

—Han perdido el juicio.

—Vamos, Harry, usted no se escandaliza tan fácilmente —replicó Dekel sin abandonar su tono calmado. Para acentuar esa impresión, se echó hacia atrás en el sofá y cruzó las piernas, venciendo sus deseos de incorporarse y agarrar a Mercer de un brazo—. Sólo se trata de conseguir información sobre una cuestión de máxima gravedad. No sufrirá ningún daño. Tiene mi palabra.

—¡Su palabra! —graznó Mercer, y su expresión de terror se fundió en una llamarada de furia—. ¿Así es cómo piensan saldar su «deuda» conmigo? ¿Secuestrando a un amigo para someterlo a un brutal interrogatorio que podría matarlo? Conozco los métodos del Mossad.

—Mi palabra es lo único de lo que soy dueño, y no la entrego a la ligera —dijo Dekel, que se fingió ofendido—. También es lo máximo que puedo ofrecerle. Lo demás no depende de mí. Como he dicho, soy el último eslabón de la cadena, y tampoco tengo nada que entregar a mis superiores para dirigir sus pasos en otra dirección.

—No permitiré que le hagan eso a George —insistió Mercer hoscamente.

—Fue usted quien acudió al Mossad, esa terrible organización...

—Algo de lo que empiezo a arrepentirme.

«Demasiado tarde, amiguito», pensó Dekel.

Mercer acabó por derrumbarse. Aunque fuera tangencialmente, estaba en el «negocio» y sabía que sus opciones, cualesquiera que fuesen, no pasaban por largarse de allí dando un portazo.

—Quizá podríamos probar algo menos... traumático —dijo en un suspiro al cabo de unos segundos.

—¿El qué? —inquirió Dekel, que intentó sonar poco entusiasta.

Mercer se mordisqueó los labios, como si la embrionaria idea radicara allí.

—Tal vez yo... —balbució, y dirigió una mirada al israelí en la que ya no pulsaba la furia ni el desafío—. Deme la oportunidad de volver a acercarme a Babcock, de sondearlo...

—Eso ya lo hizo —recordó Dekel—. Y no funcionó.

—Lo enfocaré de otra forma. Le revelaré lo que sé, y eso le asustará lo suficiente para sonsacarle el resto.

—O para que eche a correr —señaló el israelí—. Para asustarle de veras tendría que convencerle de que sabe más de lo que en realidad sabe y de que no permitirá que esa locura prosiga, por mucho que la haya bendecido el presidente. Tendría que amenazarle y, al mismo tiempo, presentarse como su única posibilidad de escapar indemne. Y todo ello sin descuidar el objetivo prioritario: averiguar qué demonios se proponen tratando con esa gentuza. Si se compromete a eso, quizá pueda conseguirle esa oportunidad. La pregunta es: ¿sería capaz usted de llevarla hasta sus últimas consecuencias?

Mercer no contestó de inmediato, pero Dekel no se preocupó. Como todas sus demás reacciones, también aquélla estaba prevista. Naturalmente, no existía ningún plan para secuestrar a George Babcock. A pesar de la fama del Mossad (donde las chapuzas tampoco resultaban desconocidas), raptar a un individuo como aquél en pleno Washington no dejaba de ser una operación demasiado compleja y peligrosa. Y un desperdicio de recursos cuando aún disponían de un comodín tan útil como desaprovechado.