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Khimki, al norte de Moscú

El teléfono seguro de Rosen volvió a sonar cuando llevaban veinte minutos estacionados en las afueras de la población, sin perder de vista la carretera.

Apenas eran las cuatro de la tarde, pero ya comenzaba a anochecer.

—¿Sí? —respondió el kidon al instante.

—¿Eres tú, Lyosha? —preguntó en inglés una voz de mujer.

—Sí. Estoy en Khimki, a bordo de una furgoneta Volkswagen blanca.

—Yo en un Corsa azul. Cinco minutos —dijo la mujer, que cortó la comunicación.

Rosen guardó el teléfono en el abrigo y consultó su reloj por enésima vez.

—¿Algún problema? —inquirió Bakovsky a su izquierda.

—Todos —gruñó—. Arranque y acérquese un poco a la carretera.

«Si al menos el paquete hubiera llegado antes que Tyrell», se repitió Rosen, que lamentó aquella oportunidad perdida como si alguien hubiera conspirado en contra a propósito. Puestos a improvisar, lo más prudente habría sido atacar al americano tras su aterrizaje, anulando así el riesgo de exposición a que ahora deberían enfrentarse durante las siguientes quince o dieciséis horas.

Con cada segundo que pasaba, se incrementaba su sensación de estar protagonizando una auténtica chapuza que dejaría pequeña otros «célebres» fiascos del Instituto, como el ocurrido en Zurich en 1998, cuando toda una vasta operación para eliminar a un líder de Hezbollah se frustró porque una respetable señora, víctima del insomnio, vio algo «extraño» en la casa de enfrente, cuando uno de los kidon estaba forrando con plástico los cristales de la puerta del piso franco para que no se distinguiera nada desde fuera.

Claro que Rusia no era, precisamente, Suiza, y sus ciudadanos seguían considerando a la policía más como una enemiga que como una defensora de sus derechos y libertades... Pero tampoco el objetivo era comparable.

Unos segundos antes de lo esperado, un Opel Corsa azul abandonó la MIO y giró para entrar en Khimki.

—No se mueva —ordenó Rosen, que se bajó del coche.

Echó un vistazo a su alrededor, sin detectar ninguna amenaza, mientras el Corsa se detenía junto a él y, sin mirar siquiera a la conductora (probablemente una azafata de El Al), abrió el maletero del coche, agarró una alargada y pesada bolsa de lona y cerró.

Después el Opel arrancó, giró y desapareció por donde había venido. Al cabo de diez segundos, Rosen estaba de vuelta en la furgoneta.

—Vámonos —dijo, pasando la bolsa a la parte trasera.

—¿Adónde?

—A Moscú, ¿no vive usted allí?

—Sí, pero...

—Arranque.

Bakovsky obedeció a regañadientes y se incorporó al tráfico en dirección sur.

—¿Para qué quiere ir a mi casa? —quiso saber el ruso, suspicaz.

—¿Vive solo? —preguntó Rosen, aunque ya conocía la respuesta.

—Mi madre murió hace un año —explicó con un timbre de rencor que desplazó por un momento su inquietud—. Y sin llegar a ver Israel, gracias a sus malditos jefes.

—No podemos andar por ahí con esa bolsa —continuó Rosen, que no hizo caso de las quejas del sayan—. Esperaremos en su casa la llamada de mi compañero. Aparcaremos a una distancia prudente de su edificio e irá usted por delante para despejarme el camino...

—¿Piensa quedarse sentado en mi casa en lugar de apoyar a su compañero? —se extrañó Bakovsky—. ¿Y si tiene que pasar la noche el Peredelkino, sin comida ni bebida?

—Lo hará sin pestañear —sentenció Rosen sin inmutarse—. Podría incluso pasar un par de días metido en un armario sin comer ni dormir ni mear. Además, esta vez le toca a él la parte dura.

—¿Y cuál es la fácil?

—Liquidar al hijoputa, claro.

Peredelkino

Los dos rusos intercambiaron unas cortantes frases en su idioma, mientras los americanos se miraban como si estuvieran discutiendo sobre si debían llevarlos a los calabozos de la legendaria prisión de Lubyanka.

Tyrell no estaba seguro de haber conducido de la mejor manera posible su conversación con Dushkin y Konyev, pero al mismo tiempo dudaba de que existiera un modo más sutil y efectivo para conseguir que alguien tragara sin dificultad una píldora de aquel tamaño.

Tyrell se volvió al presidente Dushkin cuando dejó de hablar. Su rostro aparecía demudado pero menos crispado y tenso de lo esperado, y seguía clavado al asiento como si la atmósfera de la habitación se hubiera vuelto más densa y pesada.

—¿Quieren poner un arma nuclear en manos de esos lunáticos? —farfulló luego el presidente—. ¿Es que han perdido el juicio por completo?

Tyrell se removió en su asiento, animado a pesar de las palabras de Dushkin. Mientras continuara dispuesto a seguir escuchando, las posibilidades seguirían abiertas.

—Definitivamente, no, señor. Ni siquiera les dejaríamos tocar el arma. Ocuparse de ella sería una tarea para el señor Hunter.

Dushkin miró directamente al ex coronel por primera vez desde que se saludaran.

—Es parte del acuerdo —siguió Tyrell—. Él la recibiría, transportaría y, llegado el momento, detonaría según lo establecido.

—¿Transportaría?

—Estamos hablando de lo que, comúnmente, se conoce como «maletín nuclear», un pequeño ingenio susceptible de ser fácilmente transportado y con una potencia que ronda el kilotón —intervino finalmente Hunter—. Una clase de artefacto que la Unión Soviética fabricó con profusión durante la Guerra Fría. Sencillas de ocultar, trasladar y manejar por agentes infiltrados, su función durante un eventual conflicto sería detonarlas en lugares estratégicos dentro de Estados Unidos, creando un caos adicional que dificultaría nuestra capacidad de respuesta.

Dushkin recibió la información con la misma frialdad con que Hunter la había expuesto, y se volvió a Konyev.

—Creía que ese tipo de armas habían sido prohibidas por los acuerdos SALT.

—Y lo fueron —confirmó Konyev—. Pero no creo que quieran una de nuestras «muestras» porque ellos sí han destruido las suyas. ¿Vuelvo a acertar, Nicholas?

Tyrell carraspeó ligeramente, sin dejar de mirar a Dushkin, su rostro contraído en un congelado rictus de incredulidad.

—El poder del presidente de Estados Unidos no incluye conseguir una bomba atómica con sólo descolgar un teléfono —dijo luego—. No con la discreción que requiere el caso. Tendría que implicar a varias agencias y quedarse ronco dando unas explicaciones que terminarían con un: ¿entregar un arma nuclear a Al Qaeda para atacar Israel? Si a ustedes les asombra el plan, allí pensarían que está loco y que es preciso sacarlo del Despacho Oval.

—¿Y qué le hace pensar que yo sí puedo conseguir uno de esos artilugios con sólo levantar un teléfono? —inquirió Dushkin, con una especie de curiosidad colateral.

—Sencillamente creo que sus poderes están menos... fiscalizados que los de su homólogo americano —respondió Tyrell, que eligió cuidadosamente sus palabras—. Y que sus órdenes serían menos cuestionadas.

—Lo que quiere decir, Fedor Mijailovich —intervino Konyev—, es que al ser la democracia rusa apenas una fachada, nadie se atrevería a cuestionar esas órdenes.

—Yo no...

—No se preocupe, señor Tyrell —cortó Dushkin—, no soy tan hipócrita como para ofenderme por escuchar una verdad.

—El presidente se echó hacia atrás, su crudo rictus se relajó y dejó paso a otra expresión que aceleró el pulso del americano—. Puestos a especular, no dolerá ir un poco más allá. Supongamos que, en efecto, pudiéramos conseguir esa bomba, ¿por qué iba a involucrarme en una operación que, como bien ha dicho, casi todos en su país considerarían una aberración digna de costarle el puesto a Sutton?

Tyrell inspiró hondo, intentando apaciguar el zumbido de la sangre en sus oídos.

Dushkin ya estaba dispuesto a hablar del «precio», lo que representaba un importante salto adelante.

—Rusia tendría un papel predominante en ese nuevo orden que se establecería en Oriente Medio —empezó, sin abandonar la cautela—. Cuando el polvo radiactivo de la represalia israelí se pose, será necesario paliar el desastre, y nuestros países serán los primeros en desembarcar en la zona. Por supuesto, ondeando la bandera humanitaria. Pero, con los poderes políticos y militares quebrados por el ataque israelí, será sencillo derivar nuestra ayuda hacia cualquier aspecto que se nos antoje, incluida la necesidad de organizar la política de esos países de modo que no resulten una amenaza para la comunidad internacional. El modelo de Afganistán e Irak, mejorado, desde luego, se extenderá así por toda el área; el fundamentalismo islámico será barrido del poder, al mismo tiempo que nos adelantaremos al peligro que supondría una revolución islámico-terrorista en Arabia Saudí y, de paso, controlaremos la mayor parte de las reservas petrolíferas mundiales y su producción.

—Suena bastante... ambicioso —dijo Dushkin tras encontrar una palabra poco comprometedora; levantó la mirada hacia su escéptico consejero.

—E ingenuo —espetó Konyev—. ¿Cree que el mundo permanecerá impasible ante esa encubierta reedición de los acuerdos de Yalta, a un nuevo reparto de áreas de influencia entre Estados Unidos y Rusia?

—¿Qué mundo? —exclamó desdeñosamente Tyrell—. ¿Se refiere al mismo grupo de vocingleros políticos europeos que se rasgaban las vestiduras durante la guerra de Irak y luego llamaban a «cerrar las heridas con su aliado natural»? ¿A las opiniones públicas que se enchufan y desenchufan como un electrodoméstico? ¿A la ONU, reducida a una fábrica de burócratas al servicio del mejor postor?

—¿Y los países árabes?

—¿Se refiere a Egipto y a Jordania, que no sobrevivirían ni una semana sin la ayuda norteamericana? ¿A Libia, moderada desde que probó la estaca del Tío Sam? ¿A las ridículas monarquías del Golfo, que ya habrán sido aniquiladas de no ser por la presencia de la V Flota en Bahrein? —Tyrell hizo una pausa y volvió a mirar a Dushkin antes de agregar—: Señor presidente, la historia nos enseña que sólo se necesitan los medios y la voluntad de utilizarlos para lograr el objetivo deseado. Especialmente en un mundo de pusilánimes temerosos de perder lo que ya tienen. Estados Unidos ya ha demostrado poseer ambas cosas. Ahora le pregunto si pertenece usted a nuestra categoría o a la de los pusilánimes.

—Pero está usted hablando de la muerte de decenas de miles de personas —replicó Dushkin, molesto con aquella especie de ultimátum—. Teherán, Damasco, Riad...

—Más de veinte millones de rusos murieron durante la Segunda Guerra Mundial —cortó Tyrell—. En mi opinión, que también le he oído expresar a usted, la amenaza que representa el terrorismo internacional es tan grave como la del nazismo —añadió.

—Pero usted mismo reconoce que ese plan sería visto como una locura en su propio país —volvió a intervenir áridamente Konyev—. Si la situación es tan grave, ¿por qué ese freno moral a enfrentarla directamente? ¿Por qué no prescindir de intermediarios?

Los dos hombres se miraron ahora fijamente, ambos conscientes de lo que subyacía en el fondo de aquella cuestión. Tyrell tuvo que luchar contra la sensación de que sus esperanzas comenzaban a humear, a un paso de la ignición.

—Ni siquiera tras el 11-S empleamos armas nucleares —dijo finalmente—, cuando hubiera sido moralmente aceptable y nadie se hubiera atrevido a censurarnos por ello. Pero no lo hicimos. A pesar de lo que se nos detesta en el mundo, no ha existido ninguna nación en la historia con un poder equivalente al nuestro que se haya autoimpuesto tantas cortapisas. Corea, Vietnam, el 11-S; siempre había una voz que reclamaba: «Acabad con ellos de un bombazo», pero nunca se hizo. ¿Por qué? Llámelo responsabilidad o temor reverencial a cruzar la línea roja...

—Esa bomba —volvió a hablar Dushkin reconduciendo la conversación, lo que reanimó a Tyrell—. ¿Qué impediría a Al Qaeda degollar al señor Hunter para apropiarse de ella y utilizarla como mejor les parezca?

—La seguridad de que les sería inútil sin conocer los códigos de activación que sólo yo sabré —respondió Hunter sin abandonar su tono impersonal—. Sí, podrían pensar en torturarme para sonsacármelos o en reventar el artefacto para rediseñar la bomba utilizando el plutonio de su interior, pero ¿por qué arriesgarse a perderlo todo complicando las cosas cuando ya hemos aceptado detonarla en un lugar de su agrado?

—¿Y qué lugar es ése? —inquirió sin más ambages Dushkin.

Hunter frunció los labios y miró a Tyrell. Eso no era algo que él fuera a responder.

—Señor presidente —carraspeó el artífice de Tabla Rasa, que se sabía a unos metros de la cinta, ya fuera para tropezar y caer de bruces antes de alcanzarla, o para atravesarla—, si queremos provocar la reacción deseada, la bomba no puede detonar en el desierto de Judea, sino en un lugar especialmente sensible...

—¿No irá a decirme que han aceptado volar el Knesett, el parlamento judío?

—No, señor. El objetivo no se encuentra en Jerusalén, sino en Tel Aviv... Se trata de la sede del Mossad.