24
—Khaled Al-Faisal —dijo Ilya Konyev con una sonrisa torcida—. Así que el buen principito no está en Moscú por negocios ni por nuestras putas. El puñetero beduino nos ha engañado como a chinos durante años.
Hunter, con pocas ganas de conversación y la vista puesta en las luces del cercano aeropuerto, no replicó.
—El bastardo se pasea por el mundo como un exitoso y juerguista hombre de negocios, que cumple uno de cada diez preceptos del islam, y, de pronto, resulta que todo es una fachada que oculta a un wahabita con el sello de Al Qaeda pegado al culo. Mierda, uno tiene que ser muy fuerte mentalmente para sobrellevar esa doble vida, sobre todo si se trata de un musulmán. Y eso lo hace más peligroso...
—Por suerte está de nuestro lado —comentó irónicamente Hunter.
Konyev apartó un instante la vista de la carretera para mirar al americano, que no le correspondió.
—Usted no es un visionario como Tyrell ni un político asustado como Sutton —dijo de pronto el ruso como si acabara de reparar en ello—. ¿Qué hace metido en esta locura?
Aquella franqueza teñida de indiscreción, quizá le hubiese resultado intolerable a Hunter en otro momento, pero ahora se limitó a volverse hacia Konyev y mirarle como si le extrañara la falta de profesionalidad que suponía su curiosidad.
—Digamos que tengo mis propias cuentas pendientes con el Mossad —se oyó confesar para su propia sorpresa.
—Un motivo personal —dijo Konyev con un gesto apreciativo—. Vaya, creo que como razón, es lo más sensato que he oído hasta ahora. Pero le repito que debe andarse con ojo. Si se descuida, acabará usted sin cabeza y esa bomba no terminará en Tel Aviv, sino en Washington o Nueva York.
—Y eso sería tan malo para Sutton como para ustedes, ¿no es cierto?
De nuevo, el tono sarcástico de la respuesta hizo que Konyev apartara de la mirada de la carretera.
—En mi opinión, nada compensa los riesgos de esta demencial aventura —afirmó luego con sequedad—. Aun en el supuesto de que todo salga «bien». El mundo lleva mucho tiempo señalando a Rusia como potencial arsenal nuclear de grupos terroristas...
—Si todo sale «bien» —cortó Hunter—, el mundo estará demasiado ocupado para ponerse a pensar en un carajo.
—Pero para Tyrell esto es, prácticamente, un experimento controlado.
—El mayor experimento que ha hecho Tyrell en su vida es calcular el agua que debe echarle al whisky.
—Me sorprende oírle hablar así de su jefe —declaró Konyev perplejo.
—No es mi jefe. Y como usted dijo, no tenemos nada en común. Bueno, nada excepto esa cosa de ahí atrás.
No hubo tiempo para más charla ni divagaciones, lo que Hunter agradeció. El BMW se detuvo junto a un acceso a las pistas de Vnukovo, controlado por guardias. Konyev se apeó de inmediato y fue directo a un individuo de uniforme que parecía estar esperándolo. El hombre miró hacia el interior del coche en cuanto soltó la mano de Konyev y empezaron a hablar. Hunter podía imaginar lo que pasaba por la mente del hombre mientras oía la petición del consejero del presidente ruso. Durante la ofensiva de los terroristas chechenos que culminó con la toma de rehenes de Beslán, dos mujeres accedieron a sendos aviones de pasajeros desde Domodedovo, el tercer aeropuerto moscovita, llevando consigo cargas explosivas que detonaron en pleno vuelo. Un particular 11-S ruso con escaso eco internacional, como casi todo lo que sucedía en aquel país. Las suicidas no habían tenido que elaborar ningún extraordinario plan para introducirse con los explosivos a bordo. Un puñado de euros en las manos apropiadas les bastaron para abrirse paso entre unas medidas de seguridad que se suponían herméticas.
A pesar de los antecedentes, el intercambio entre los dos hombres fue breve. Así eran las cosas en Rusia desde tiempos inmemoriales; el subordinado siempre agachaba la cabeza, ante el superior aunque sus órdenes fueran estúpidas, entrañaran un peligro y contradijeran las ordenanzas promulgadas por ellos mismos.
—Aquí nos separamos —dijo el ruso al regresar—. Prefiero no dejarme ver por Al-Faisal. El jefe de seguridad del aeropuerto le llevará personalmente hasta el avión.
—¿Y si quiere echarle un vistazo a la mochila?
—Le he advertido de que su equipaje debe considerarse como valija diplomática. No la tocará, no se preocupe.
—Puede decidir lo contrario cuando usted se aleje —objetó Hunter—. Está jugándosela.
—Sé en lo que piensa, pero usted no tiene pinta de viuda chechena. —No obstante, Konyev pareció dudar durante unos segundos—. Está bien, me quedaré por aquí hasta que el avión despegue —concluyó.
—Será lo mejor —convino Hunter—. Me marcho entonces.
Konyev le tendió una mano.
—No le desearé «buena suerte». Me rechinarían los oídos. Así que sólo repetiré mi consejo: vigile su pescuezo.
Hunter estrechó su mano y asintió como si en verdad necesitara la advertencia. Luego se apeó, sacó la mochila por la puerta trasera, se la echó a la espalda y se abrochó la abrazadera delantera, lo que ayudaba a distribuir mejor el peso; agarró su equipaje de mano y cerró. Konyev le dedicó entonces un último gesto y bajó del coche para asegurarse de que no se le opondrían obstáculos. Por un momento, Hunter se imaginó a bordo de un batiscafo, soltando su último cable de unión a la superficie mientras le engullía el foso abisal. Inspiró hondo, sintiendo el peso de la mochila, buscando y encontrando apoyo en aquella carga.
El jefe de seguridad ni siquiera le dirigió la palabra durante el breve recorrido en el vehículo descubierto que él mismo conducía, como si también hubiese recibido instrucciones al respecto. Al poco, la pequeña pero esbelta figura del Cessna Citation (15 metros de longitud por 16 de envergadura) apareció ante ellos en la zona de estacionamiento, su piel blanca relucía en la humedad del amanecer. Dos hombres vestidos con inmaculadas camisas blancas provistas de charreteras doradas parecían revisar algo bajo el fuselaje y ni siquiera repararon en su presencia, o así lo fingieron. El jefe de seguridad detuvo el vehículo a una veintena de metros del avión y, con una combinación de gesto y gruñido, le invitó a apearse mientras dedicaba otra mirada a su mochila. Hunter se limitó a asentir y bajó. Al momento, como si también respondiera a una orden, el hombre hizo girar el transporte y desapareció en dirección contraria.
Cuando Hunter volvió a mirar hacia el avión, los dos hombres ya le observaban abiertamente, y un tercero se había materializado sobre la escalerilla de acceso. Ninguno se aproximó y Hunter avanzó con la vista puesta en el tercer hombre; a diez metros de distancia, reconoció el rostro de facciones alargadas, fuerte mandíbula y unos pómulos hundidos, que daban mayor relevancia a su poderosa nariz. Khalid Al-Faisal se decidió finalmente a descender la corta escalerilla para recibirlo.
—Señor Hunter —dijo.
—Señor Al-Faisal —correspondió él.
No era necesario intercambiar ninguna estúpida contraseña. Aunque no se conocían personalmente, ambos habían visto fotos recientes el uno del otro. Hunter observó cómo la mirada del saudí buscaba sin complejos el bulto que cargaba a su espalda, y cómo su pronunciada nuez de Adán subía y bajaba, traicionando la frialdad exhibida por su dueño.
—¿Todo bien? —preguntó después, sin poder evitar un carraspeo.
—Como la seda —dijo Hunter, señalando vagamente la mochila—. No se deje engañar por el volumen —añadió como si hubiera detectado un brillo de desencanto en el árabe.
—Claro —replicó secamente Al-Faisal—. El plan de vuelo ya ha sido presentado y podremos partir dentro de unos minutos. Si guarda... el equipaje, pasaremos al interior —continuó, señalando un compartimiento en el morro, ya con la escotilla abierta.
—Si no le importa, lo consideraremos equipaje de mano.
—Desde luego —aceptó el saudí tras un instante de duda—. Acompáñeme adentro —agregó.
Luego dijo algo en árabe a sus hombres, que reaccionaron como esclavos ante la voz del amo cerrando el compartimiento de equipajes y saltando al interior del avión.
Hunter los siguió y accedió a la cabina de pasajeros, que enseguida encontró demasiado pequeña y casi claustrofóbica, aunque no había nadie aparte del propio Al-Faisal. Hunter dedujo que los pilotos debían actuar también como guardaespaldas y chóferes. Unos chicos completos.
—Será mejor que asegure la mochila con el cinturón del asiento —aconsejó el saudí—. No me gustaría verla saltar de un lado a otro durante una maniobra.
—No se preocupe por este trasto —dijo Hunter, aunque procedió a asegurar la mochila—. No es un delicado reloj de cuco. Si nos estrelláramos, probablemente aún serviría al propósito para el que fue diseñado.
—Pero uno no se compra un Mercedes para probar su parachoques contra un muro —replicó Al-Faisal con una débil sonrisa.
—Cierto —admitió Hunter, acomodándose en el asiento contiguo a la mochila.
El saudí se encargó personalmente de subir la escalerilla exterior y de cerrar y asegurar la puerta. Luego, se instaló en el asiento situado tras la mochila como si tampoco quisiera perderla de vista, por lo que Hunter debía girarse levemente para mirarle.
—Confirmaré al señor Tyrell su llegada —informó Al-Faisal luego, manipulando su Palm Treo—. El viaje hasta Ammán nos llevará unas cuatro horas —añadió luego.
Hunter consultó su reloj. Marcaba las 5:20. El vuelo de Tyrell estaba previsto para las nueve de la mañana, por lo que el Citation ya se encontraría sobre Jordania cuando él partiera de Moscú; siempre que los horarios rusos se cumplieran, algo improbable.
—¿Está seguro de que podrá sacar la mochila del aeropuerto de Ammán sin problemas?
La estentórea risotada del árabe hizo volverse a Hunter en su asiento.
—Amigo mío —exclamó Al-Faisal—, si usted ha podido meterla en un aeropuerto ruso, le aseguro que yo puedo sacarla de uno jordano.
«Pregunta estúpida», admitió Hunter. Como príncipe saudí en un país árabe tan pobre como Jordania, probablemente podría conseguir que un eunuco cargara con la mochila sobre una alfombra de flores.
Al-Faisal habló con la cabina por medio de un intercomunicador y, al poco, el avión comenzó a moverse. Quince minutos después, el Citation aceleraba por una de las pistas de Vnukovo y despegaba de suelo ruso. Se elevó hasta la altura asignada antes de girar hacia el sur.
Al volante de la furgoneta, y siguiendo las indicaciones de Rosen, Bakovsky condujo en dirección oeste, buscando una callejuela desierta en la zona de Petrovo, ya cerca de la autopista de circunvalación. Al ser un domingo de madrugada, no les fue difícil encontrar el lugar que el kidon necesitaba para realizar ciertos ajustes que podían despertar la sospecha de cualquier observador casual.
Con la furgoneta estacionada, y tras ordenar al sayan que se mantuviera vigilante, Rosen pasó a la parte posterior de la furgoneta y se puso de inmediato manos a la obra. Sacó la Tokarev de la bolsa y, utilizando la culata a modo de mazo, rompió el cristal de la portezuela de su izquierda y procedió a limpiar los restos del marco.
—¿Qué demonios hace? —farfulló Bakovsky.
—Cállese y vigile.
Rosen guardó el arma y se inclinó sobre la bolsa que contenía parte de las compras del sayan. Lo primero que extrajo fue un cartón doblado de color blanco, que desplegó y encajó en el hueco sin cristal. Luego, actuando con rapidez, sacó un pequeño bote de pintura en espray, también de color blanco, lo agitó, destapó y blanqueó rápidamente la ventanilla derecha.
—Ya podemos salir de aquí —dijo a Bakovsky, tapando el bote de pintura de la bolsa.
—¿Adónde vamos?
—Dé una vuelta por la zona; y cuidado con las infracciones. Si nos para la milicia y echa una mirada aquí atrás, estaremos acabados.
Con la furgoneta de nuevo en marcha, Rosen completó la tarea utilizando cinta adhesiva para asegurar el cartón al marco. Como punto final, hizo un pequeño agujero en el centro del cartón utilizando el pulgar, y aplicó un ojo, asegurándose de que le serviría de mirilla. El pequeño trabajo de bricolaje estaba listo.