18
La excitación que Arwa al Nafzawiyya había experimentado en las horas previas se esfumó en cuanto volvió a verse en un sótano, de vuelta a la vida subterránea a la que se sentía condenada en los últimos meses. Que ése fuera el tributo de una elección consciente, no alteraba la deprimente sensación de verse aislada y al margen de aquel mundo en ebullición sobre el que pretendía influir.
No había abandonado la pequeña habitación que Adjar le asignó a su llegada de Sudán la noche anterior, con excepción de una incursión al lavabo donde, para su sorpresa, había agua corriente, que aprovechó para asearse a fondo. Podía vivir sin baños de espuma, ropa de diseño y maquillaje, pero los olores que la rodeaban, procedentes de atmósferas inmundas, ropas sucias y cuerpos sin lavar, seguían revolviéndole el estómago como el primer día. También se cambió de ropa interior; su equipaje contenía una buena provisión que lavaba regularmente, y a escondidas, de los analfabetos que la rodeaban y que consideraban a la mujer un ser impuro; analfabetos no muy diferentes de los que debían de ocupar aquel sótano, con la rara excepción de Adjar. Al terminar, se enfundó en el habitual atuendo de cuervo, aunque no se puso el naquib.
Ahora, mientras esperaba que le trajeran algo de comer, sacó uno de los paquetes de cigarrillos que había obligado a Adjar a comprarle en el aeropuerto —junto a otras delicatessen tales como tampones—, y encendió uno con el mechero de plástico que completaba el lote. Aspiró hondo y cerró los ojos, tratando de relajarse sobre el desvencijado sillón, imaginando por enésima vez la reacción de aquel mundo, que seguía girando allí fuera, cuando le hundieran en las costillas la daga que le tenían preparada..., si es que el puñado de pusilánimes que pululaban alrededor de su plan no lo echaban todo a perder; algo que cada hora que pasaba parecía más probable.
—Arwa, soy yo.
La mujer se volvió hacia la cortina que actuaba como puerta, identificando la voz de Adjar. El simple hecho de que el joven se anunciara antes de entrar, algo que Haq habría considerado una afrenta a su hombría, hizo que aumentara su simpatía por él.
—Adelante.
Adjar entró en la estancia y torció el gesto ante el olor a tabaco, pero no dijo nada. No llevaba ninguna bandeja de comida y parecía agitado. «Más malas noticias», pensó al instante Arwa. Quizá las definitivas. Arrojó el cigarrillo dentro de una vacía taza de té, y se preparó para lo peor. Sólo entonces se percató del papel que llevaba Adjar.
—¿Qué ocurre? —inquirió, crispándose sobre el sillón.
—Hemos recibido un correo electrónico —informó alzando el papel—. Acabo de descodificarlo.
—¿Qué dice?
Adjar se humedeció los labios, pero en lugar de hablar le tendió el papel. «Se acabó», volvió a pensar Arwa cogiendo con aprensión la hoja. La desplegó y leyó un breve texto en inglés:
Dos muertos en acción antiterrorista en Keren, Eritrea. Uno podría ser Saiel Jawad. Nosotros no estábamos advertidos ni podíamos evitarlo. Operación en punto crítico por nuestra parte. Necesitamos saber con urgencia si debemos abortar o continuar adelante.
Arwa leyó el mensaje dos veces y luego levantó la mirada hacia Adjar. Sus enormes ojos negros llenaban toda su cara, respiraba un aire que, de pronto, parecía cargado de venenosas partículas metálicas... Tantos meses de espera y sacrificio, todos sus planes y esperanzas, ¿iban a terminar de aquella forma tan repentina y brutal?
—La segunda víctima podría ser Haq —apuntó con un balbuceo.
—Es posible, pero no parece muy probable. Haq apenas ha tenido tiempo de llegar a Eritrea, y no sabemos en qué circunstancias se ha producido esa acción.
Arwa echó una última mirada al mensaje y lo arrugó con fuerza en su puño, sintiendo cómo la ira se superponía rápidamente al estupefacto horror.
—Si sigue vivo, ya no podrá conseguir lo que fue a buscar: una respuesta. Y si ha muerto, bueno... En cualquier caso, debemos enfrentarnos a esto solos —añadió, agitando brevemente el puño con la nota.
Se puso en pie para acelerar el proceso de recuperación del control sobre la marejada que amenazaba con engullirlo todo. Aunque con lentitud, su mente aceleraba de nuevo.
—¿Enfrentarnos? —repitió Adjar, como si no entendiera el significado de la palabra.
Arwa volvió a mirarle directamente, sus ojos color azabache ya no emitían un fulgor de pánico, sino de renovada determinación, casi como si hubiera rastreado y encontrado una ventaja dentro de la desdicha.
—Esto nos deja solos —repitió, volviendo a blandir el puño con vehemencia—. No podemos eludir nuestra responsabilidad y actuar como unos burócratas de la yihad.
Adjar no replicó de inmediato y la miró como ya había hecho en Sudán, al descubrir la clase de mujer que era, como si ella misma constituyera un problema que no estaba seguro de cómo tratar.
—Quieres seguir adelante, ¿no es así? —masculló finalmente, asombrado a su pesar de la fuerza interior de aquella mujer—. Esos cerdos acaban de matar...
—Ellos no han hecho nada —le interrumpió Arwa—. Lo que afirman es cierto, y lo sabes. Tyrell no trabaja en coordinación con la CIA. Él dirige el CSN, pero no está al corriente de las docenas de operaciones que la CIA se trae entre manos. Ni podría pararlas. Jawad, y quizá Haq, han muerto y es una pérdida terrible, pero ¿qué conseguiríamos anulando la operación a estas alturas?
—No estamos autorizados para...
—Es el tecnorrevolucionario el que habla —cortó de nuevo Arwa, aunque evitando sonar desdeñosa.
Adjar apretó los labios, más irritado consigo mismo que con la mujer por haber caído en aquella burda trampa.
—Así es —admitió finalmente—. Para que una organización funcione, necesita una jerarquía. A diferencia de ti, yo sí entiendo eso...
—Otro problema de los árabes —rezongó Arwa—. El sometimiento a una jerarquía que los libere de la pesada carga de la propia iniciativa. A unos les ordenan que se inmolen en una estación de autobuses de Tel Aviv y lo hacen; a otros les piden que actúen como correos para la causa y son felices. En ambos casos sólo se requiere una fe ciega en las promesas de la jerarquía y un odio feroz hacia los judíos y los americanos. Pues bien, amigo mío, ya sólo te queda lo segundo. Los restos de la jerarquía se han enterrado más profundamente en sus agujeros, donde se ocultan de nuestros enemigos. Puedes tardar meses en volver a saber de ellos, de modo que... —Arwa hizo una pausa sin dejar de mirar fijamente a los ojos del joven, buscando aquel brillo delator que trataba de provocar— estás solo con tu atrofiado sentido jerárquico. Yo no puedo seguir adelante sin ayuda, de modo que tú decides. ¿Aprovechamos esta oportunidad única para doblegar una historia que siempre nos ha sido impuesta o la arrojamos al atestado cajón de las ocasiones perdidas?
La firmeza de Adjar vaciló repentinamente, como si acabara de presenciar un sortilegio que alteraba su visión interior. Le obligó a considerar la sorpresiva idea de que cancelar el acuerdo con los americanos era un acto más grave y trascendente que, simplemente, dejarlo seguir rodando. Cuando apartó los ojos de ella y se humedeció los labios, Arwa ya supo de qué lado se decantaría aquella lucha interna. Su corazón se aceleró ligeramente, pero no evidenció ninguna reacción.
—Pero no podemos saber si los planes previstos por esa jerarquía que tanto desprecias continuarán activos aunque sigamos adelante, si la reacción en cadena tendrá lugar o si ya se han pulsado las teclas de anulación —objetó Adjar, que comenzó a moverse por la estancia—. No hay forma de establecer contacto con ellos.
—No se precipitarán en hacer tal cosa —respondió Arwa con convicción, consciente del crítico momento—. Siempre están a tiempo de pulsar esas teclas.
—Pero ¿hasta cuándo esperarán?
—Por ahora, los plazos se mantienen. Y si seguimos adelante y tenemos éxito, ése será el más fiable y contundente modo de comunicación que podemos establecer con ellos.
Adjar respiró hondo y dejó de moverse para volver a mirarla fijamente.
—Desde el momento en que te vi, supe que me crearías problemas —gruñó luego.
—También yo supe al instante que no eras como los demás —replicó ella.
Sin estar seguro de si debía tomar aquello como un halago o un insulto, Adjar dio media vuelta y abandonó sin más la habitación.
De nuevo a solas, Arwa encendió otro cigarrillo y aspiró una profunda bocanada, sintiendo cómo la excitación del momento se mezclaba con el deseo íntimo de que aquel cerdo de Haq hubiera, en efecto, volado en pedazos.
Tyrell conectó su BlackBerry en cuanto el avión se detuvo; para su alivio, le aguardaba un correo. De forma casi inconsciente, aguantó la respiración mientras el mensaje aparecía en la pantalla:
Tras solicitar confirmación a nuestros socios sobre las existencias de la Opción C de su catálogo, la respuesta ha sido afirmativa. Su representante ya se encuentra en la zona.
Tyrell releyó el mensaje antes de apagar el móvil; sintió arder la boca de su estómago y expulsó el recalentado aire de sus pulmones.
—¿Y bien? —murmuró Hunter a su lado mientras los pasajeros comenzaban a desfilar por el pasillo.
—Seguimos adelante —contestó secamente Tyrell.
—Caramba. —Fue todo lo que dijo Hunter, que frunció los labios.
«Sí, no había mucho más que decir de momento», pensó el consejero presidencial, que recogió su bolsa de viaje y salió al pasillo. Ya era la segunda vez en pocos días que sus socios les «perdonaban» una grave metedura de pata y, por su experiencia con los árabes, era consciente de que los límites de su acentuada susceptibilidad ya deberían haberse visto superados con creces. Y, sin embargo, la razón de aquel comportamiento casi condescendiente tenía una clara motivación; la oportunidad que seguían palpando era demasiado golosa como para renunciar a ella mientras, a pesar de los contratiempos, continuara al alcance de su mano. Todo lo que debían hacer era dejar que los americanos siguieran cargando con el peso del plan.
—El premio es demasiado gordo para renunciar a él por un par de... malentendidos —apuntó Hunter, ya en la aduana, como si le hubiera leído el pensamiento—. Además, todo lo que tienen que hacer es esperar a que les caiga en el regazo.
—Aún no tenemos nada que darles —recordó Tyrell, al que su propia sentencia cogió por sorpresa.
Todas las preocupaciones que habían monopolizado su atención hasta ese momento se le antojaron de pronto algo menor frente a la razón que le traía a Moscú.
—Pues más nos vale conseguirlo; de lo contrario, sí nos veremos en un problema después de haber puesto a prueba su «magnanimidad» —añadió Hunter, volviendo a acertar de pleno.
Tyrell no replicó ante la aparición de aquella negra y siniestra nube, que el ambiente general de tormenta había disimulado hasta entonces. Si no obtenían el apoyo del Kremlin para Tabla Rasa, un apoyo que debía ser tan activo como moral, el fracaso sería total y absoluto, y Al Qaeda se sentiría no sólo defraudada sino burlada. Y ya nada podría impedir sus represalias. Y no era difícil adivinar la forma que adoptarían.
Agitó levemente la cabeza para alejar aquel pensamiento y volvió a sacar el BlackBerry. La última línea del mensaje de Cross, daba cuenta de que otra pieza del juego ya se hallaba también sobre el tablero y debía confirmarle su llegada a Moscú. Escribió: «El vuelo llegó sin retraso». Envió la frase y guardó el aparato.
Ya en la terminal, apretó el paso para seguir a Hunter, que buscaba la cafetería. Un hombre rechoncho, de cabello despeinado y ojos casi enterrados entre los párpados y las abultadas ojeras, le salió entonces al paso. Tyrell tardó cinco largos segundos en reconocer a Vyacheslav Grigorienko, ayudante del consejero de Seguridad ruso.
Amotz Rosen arrojó el vaso de plástico con café a la papelera en cuanto Tyrell y Hunter (a este último lo había visto por primera vez hacía sólo unas horas, en las fotos que les mostraron durante los precipitados preparativos de la misión) cumplieron los trámites en la aduana y se adentraron en la terminal. Manteniendo la distancia y escudándose tras una pareja joven que arrastraba una maleta con ruedas, siguió a su objetivo hasta que dos hombres les salieron al paso junto a una cafetería. Los americanos saludaron brevemente a uno de ellos, sin hacer caso del individuo que permanecía un metro a la izquierda del trío, sin duda un guardaespaldas.
Rosen pasó de largo sin volver la cabeza ni un milímetro. De su archivo mental, donde guardaba la imagen de decenas de personas de varios países relacionadas con su «trabajo», ya había extraído la ficha de Vyacheslav Grigorienko, la mano derecha de Ilya Konyev, el homólogo de Tyrell en Moscú.
Sin entrar en especulaciones sobre la naturaleza de aquel encuentro, Rosen buscó un punto de observación junto a una transitada librería, y en cuanto advirtió que el grupo enfilaba hacia el exterior, abandonó la terminal y se acercó al Renault Twingo, que ahora se encontraba a unos cuarenta metros de aquella entrada. Eitam ya esperaba junto al coche. Con un gesto, Rosen señaló al cuarteto, identificó a los individuos con pocas palabras, y siguió adelante mientras el grupo abordaba un Audi A8 de color rojo.
Eitam subió al Twingo, consciente de que la operación comenzaba en ese momento. Y con las dificultades previstas. Tenía que seguir a un coche más potente que el suyo por unas carreteras que sólo conocía sobre un plano, ahora desplegado en el asiento del copiloto. Giró la llave de contacto y, con el motor en marcha, sólo tuvo que esperar diez segundos para ver moverse el Audi. Dejó pasar un par de coches antes de arrancar y unirse al tráfico que abandonaba el aparcamiento. Sólo había una carretera con dirección a Moscú, y no convenía dejarse ver.
El primer temor del kidon, acerca de la potencia del Audi, se vio compensado por la poca fluidez del tráfico de la MIO que discurría hacia Moscú, y durante veinte kilómetros mantuvo a su objetivo a una prudente y cómoda distancia. Luego, giró por la autopista de circunvalación, que rodeaba la ciudad, hacia el sur. Aunque aquello seguía facilitando su tarea, a Eitam le sorprendió que no se adentraran en el centro. De alguna forma había supuesto que su destino sería el Kremlin, por mucho que fuera sábado. Pero estaba claro que Konyev, el seguro anfitrión de Tyrell, quería mantener su encuentro en secreto. El Instituto no los había informado de lo que el americano se traía entre manos, pero, dada la fulminante reacción que había provocado en Tel Aviv, Eitam ni siquiera se atrevía a pensar en qué podía ser.
El kidon comenzó a preocuparse cuando el Audi tomó el desvío de la carretera Borovskoe, alejándose aún más del centro en dirección sudoeste, una zona boscosa donde el israelí sabía que la élite moscovita tenía dachas o residencias de descanso. Todavía había tráfico con el que mezclarse, debido a que cerca, hacia la izquierda, se encontraba la importante población de Solncevo, y hacia el final de la carretera estaba el aeropuerto de Vnukovo, destinado a vuelos interiores; pero el chófer de Grigorienko podía fijarse en cualquier momento en el Twingo que trataba de pasar inadvertido a su cola. Eitam había decidido retrasarse aun más al observar que el Audi tomaba el desvío hacia Peredelkino. También comprendió de inmediato que allí terminaba su persecución. No podía adentrarse por la sinuosa carretera abierta entre el bosque de pinos. Así, siguió adelante en busca de un lugar donde dar la vuelta; mientras lo hacía, sacó de un bolsillo un teléfono móvil con un scrambler o mezclador, de forma que cualquier oyente «ocasional» sólo escucharía una ininteligible serie de gruñidos electrónicos.
La furgoneta conducida por Bakovsky había abandonado el aparcamiento de Sheremetyevo 2 poco después del Twingo. Los aeropuertos se habían convertido en lugares demasiado peligrosos para deambular por ellos y, mucho más, para hacer «intercambios». Por ello, el lugar elegido era Khimki, una localidad situada al norte de Moscú, y a la que estaban a punto de llegar cuando sonó el teléfono de Rosen.
Sacó el teléfono y extendió la antena.
—Adelante —dijo en inglés.
Ninguna protección era infalible, y el uso del yidis resultaba mucho más comprometedor que el del idioma internacional por excelencia.
Eitam sólo empleó un minuto en describir su periplo y su actual posición. Rosen no expresó su preocupación ante lo que oía, por mucho que no le sorprendiera. Era bien sabido que por muy desesperada que fuera una situación, siempre era susceptible de empeorar. Resultaba mucho más peligroso organizar un puesto de vigilancia en un lugar apartado como Peredelkino que dentro de la ciudad, especialmente para alguien que no conocía el lugar y, por añadidura, era forastero. Si Eitam se tropezaba con una patrulla policial, el desastre estaría servido.
—¿Necesitas apoyo? —preguntó Rosen—. ¿Puedo enviarte a nuestro amigo?
—Me las arreglaré —rechazó Eitam—. Si nuestro hombre ha entrado en una de esas dachas, es previsible que pase en ella varias horas. Llamaré si se presenta alguna complicación —añadió, y cortó sin más ceremonia.
—¿Sabe usted si el presidente Dushkin se encuentra en Moscú? —preguntó luego Rosen a Bakovsky, que no parecía haber entendido su conversación con Eitam.
—Ni idea —contestó el ruso al momento—. Aquí los presidentes no dan cuenta de todos sus pasos. Esto no es América.
—Supongo que tendrá una residencia de descanso.
—Tiene una dacha en Sochi, junto al mar Negro. —Una sombra de pánico apareció en la mirada del sayan—. ¿Qué tiene que ver Dushkin con esto? ¿No habrán venido para...?
—Claro que no —cortó Rosen—. Nuestro objetivo no es ruso, pero se encuentra en estos momentos en Peredelkino, quizá en la dacha de Ilya Konyev, secretario del Consejo de Seguridad de la Federación.
—¿Peredelkino? —masculló Bakovsky como si hubiera oído «Chernobyl»—. Es sábado, y aquello estará lleno de peces gordos, aparte del propio Konyev.
—No tiene que montar guardia ante ninguna dacha —precisó Rosen—, sólo controlar la carretera de acceso. Sabemos que nuestro objetivo tiene previsto abandonar Moscú dentro de unas dieciocho horas, por lo que, previsiblemente, sólo dejará la casa para volver al aeropuerto.
—No me gusta...
—¿Y quién se lo ha preguntado? —atajó Rosen, casi molesto de que el sayan compartiera su visión.