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Washington

«... Identificado como Samuel Mercer, funcionario del Consejo de Seguridad Nacional. El señor Mercer fue encontrado esta madrugada en una calle de Capitol Heights, muerto de dos disparos, al parecer víctima de un atraco...»

Yoram Dekel derramó parte de su café al volverse bruscamente al televisor, pero apenas notó la salpicadura del hirviente líquido en su mano. Tiró la taza de plástico al fregadero y se acercó al televisor, pero la noticia ya era historia para la emisora local, que disponía de una larga lista de sucesos en su programación. Dekel se obligó a contener el acelerado bombeo de sangre, inspirar hondo y recabar toda la autodisciplina que le habían inculcado para enfrentar precisamente situaciones límite como aquélla.

En primer lugar, rebobinó mentalmente lo que acababa de oír y se aseguró de no albergar dudas respecto a los datos esenciales de la breve noticia que había aniquilado todo su operativo de un solo zarpazo. Naturalmente, el siguiente paso era determinar si podía tratarse de una mera jugada del azar. Las casualidades existían y Mercer siempre se quejaba de aquel barrio. En el contexto general eso importaba poco, pues la misión había terminado. En el personal era, sin embargo, crucial, y de ello dependía que él pudiera pasar los próximos veinte años en una prisión federal.

Si el FBI había descubierto y había seguido a Mercer para que los condujera a su contacto, ¿por qué le habían matado tan cerca de su objetivo? ¿Algún imponderable había dado al traste con la operación y culminó con la indeseada muerte de Mercer? Pero ¿qué clase de imponderable? ¿Y hasta dónde habían llegado los investigadores? ¿Habrían seguido ya antes a Mercer hasta su misma puerta? Pero, de ser así, ¿no estaría ya detenido?

Dekel comenzó a sentir que la angustia le ceñía la garganta. «Basta de especulaciones.» Si le tenían en el punto de mira, lo sabría en la próxima hora. O en el próximo minuto, en cuanto descolgara el teléfono para llamar al aeropuerto internacional de Dulles y reservar un pasaje en el primer vuelo que saliera de Estados Unidos.

No obstante, cinco minutos después, nadie había echado la puerta abajo y él tenía plaza en un avión que partía hacia Montreal al cabo de tres horas. Más tranquilo, Dekel sacó de su escondrijo el pasaporte falso y los dos mil dólares en efectivo preparados para casos de emergencia; destruyó toda otra documentación y llenó su bolsa de viaje. Luego, cumplió con un último requisito antes de iniciar su tortuoso viaje de regreso a casa.

Puesto que la muerte de Mercer no sería una noticia digna de la CNN, era improbable que el Instituto estuviera ya al corriente de ello; y no podía esperar a transmitir las novedades en persona. De modo que recurrió a otro procedimiento de urgencia. Abrió la tapa de su ordenador portátil IBM ThinkPad, conectado a la línea telefónica, accedió al correo electrónico y empezó a bosquejar un mensaje. Tras varias correcciones, el resultado fue una escueta frase: «Zafiro desaparecido en extrañas circunstancias. Estoy en camino».

A pesar de la apariencia inocua del mensaje, el programa instalado al efecto lo codificó y lo redujo a una secuencia de letras y números que Dekel envió a una dirección electrónica que conduciría a un eventual rastreador a Chipre y no a Israel. Pulsó la tecla de envío y la misión de Yoram Dekel terminó. Ahora «sólo» tenía que completar su segundo viaje a la Tierra Prometida.

La Casa Blanca

—De modo que yo estaba equivocado y usted tenía razón, como casi siempre.

—Simple casualidad, señor. Ya le dije que con esa gente no vale ninguna clase de lógica empírica.

El presidente Wade Sutton asintió pesadamente, como si en lugar de aquella «buena» noticia hubiera esperado otra cosa. Una excusa, según sospechaba Tyrell, para poner fin a Tabla Rasa, una empresa de tanta envergadura, política e histórica, que había terminado por abrumar a un hombre ya en el límite de sus fuerzas, sin coraje ni amplitud de miras, un hombre más próximo al emperador romano Honorio, aquel que no pudo impedir el saqueo de Roma por el bárbaro Alarico, que a su padre Teodosio, que venció a los visigodos y declaró el cristianismo religión de Estado.

Tyrell se sorprendió por aquel pensamiento casual y se preguntó si respondería a algún resorte inconsciente. Si Estados Unidos, como parecía, ya había alcanzado la cumbre del poderío mundial —uno sin precedentes en la historia de la civilización—, según las leyes geopolíticas que regían los destinos de los imperios, el soterrado pero imparable proceso de decadencia al que estaban condenados ya debía haberse iniciado. Cuánto tardaría en hacerse evidente el proceso que debería concluir con la aparición de otro poder predominante era algo que, probablemente, no verían sus ojos. Ni que deseara. A pesar de algunas deficiencias, Tyrell tenía el convencimiento de que su país conducía su dominio mundial de un modo fundamentalmente benévolo, que su prudencia y contención superaban con mucho los excesos, considerando la fuerza que lo respaldaba, nunca conocida por la humanidad y de la que resultaba fácil embriagarse. Y también sabía que allí donde la utopía del mundo feliz era impracticable, cualquier cosa que viniera después adoptaría una naturaleza más perversa. ¿O acaso dudaba alguien de lo que habría sido de todos de haber ganado la Unión Soviética la Guerra Fría? Tyrell no era tan egocéntrico como para arrogarse el papel de Teodosio que Sutton no era capaz de sobrellevar, pero, como él, sí creía poder mantener a raya a los bárbaros..., aunque sólo fuera durante unos cuantos decenios más.

Si para ello tenía que doblar algunas reglas que se consideraban sacrosantas, bien, no sería nada extraordinario en un mundo que trituraba reglas a una velocidad de vértigo. Pero reconocer la realidad, y aceptar el desafío de idear una forma de alterar el curso de la letal marea que se les venía encima, no le convertía en antiisraelí ni, desde luego, en antisemita, como muchos creían. Ni admitir lo evidente, a diferencia de lo que hacían quienes le acusaban, capaces de encajar con una sonrisa los golpes bajos con que, durante décadas, Israel había agradecido los desvelos de Estados Unidos. Para él, simplemente había llegado la hora de que los israelíes «devolvieran» un poco de lo mucho recibido.

—De modo que ha llegado la hora de la verdad —murmuró el presidente con expresión difusa, como si estuviera a punto de entrar en una de sus frecuentes derivas.

Tyrell trató de mostrarse menos tenso en su asiento. Como siempre que trataban cuestiones no oficiales, se encontraban en el despacho privado de Sutton, que no había expresado ningún entusiasmo al oír las falsas novedades que acababa de exponerle: sus «socios» se mostraban impacientes y deseaban acelerar los arreglos. Casi inconscientemente, Sutton había torcido el gesto, como si hubiera esperado que alguna fórmula mágica de última hora pudiera salvarle de todo aquello. Tyrell se lo imaginaba embutido en un equipo de paracaidista, asomado a la portezuela abierta de un avión, a diez mil metros de altura, a punto de realizar un salto, con cien excusas rondándole la cabeza para dejarlo. Sólo la percepción de que se encontraba a bordo de un aparato con graves problemas, que podía caer en picado de un momento a otro, lo mantenía en el umbral. Pero Tyrell sabía que iba a necesitar un empujón.

—Así es, señor —confirmó, disimulando su impaciencia—. Puedo salir hacia Moscú dentro de cinco horas.

La mirada del presidente se veló ligeramente al oír la palabra que le situaba en el límite del punto de retorno. Tyrell fingió no darse cuenta del ultimátum al que, de hecho, había enfrentado a Sutton, aunque un sabor a bilis ascendió a su garganta al sentir que realmente el presidente se estaba balanceando sobre aquel punto, que el miedo podía forzarle a adoptar una solución falsamente conservadora, recomendándole no hacer nada. En lucha con sus propios temores, Tyrell se aprestó a dar un primer y leve empujón.

—¿Tiene preparada la grabación? —preguntó como si acabara de pensar en ello.

—Le confieso que me aterra la sola idea de tener que confiar en los rusos hasta ese extremo —admitió Sutton, que finalmente salió de su peligrosa parálisis—. Considerando que, en circunstancias normales, no les confiaría ni una bicicleta de segunda mano, pensar en lo que tenemos que pedirles me pone los pelos de punta.

—Ciertamente no vivimos circunstancias «normales» —recalcó Tyrell—. Los rusos colaborarán, señor, y por su propio interés. La lucha contra el terrorismo los afecta de lleno; todo su patio trasero bulle de fundamentalismo islámico y lo temen tanto como a las hordas mongoles que cayeron sobre ellos en el siglo XIII.

—¿Ha pensado que poniéndonos en sus manos nos convertimos también en sus potenciales rehenes? Sabrán que acudo a ellos porque no tengo más remedio, que hago esto a espaldas de todos en mi propia casa. Me tendrán cogido por las pelotas y podrán apretar y aflojar según su conveniencia. No quiero librarme de esos turbantes chiflados para luego ser chantajeado por los rusos.

—Señor, las dos partes estaremos en las mismas circunstancias. Si entran, atraídos por el jugoso cebo, estarán tan comprometidos como nosotros.

—Ya —se limitó a murmurar Sutton.

El presidente desvió la mirada hacia un cajón de su mesa y, lentamente, alargó una mano. Se demoró en el tirador unos instantes, como si estuviera a punto de abrir la proverbial caja de Pandora.

—¿Y si los rusos se niegan? —preguntó de pronto.

La cuestión aceleró ligeramente el pulso de Tyrell, que comprendió que Sutton estaba dando el banderazo de salida hacia la siguiente y definitiva etapa, aunque fuera de un modo casi inconsciente. Sólo tenía que decirle lo que quería oír, mostrarle una puerta trasera de salida y darle el último empujón.

—Entonces, señor, habrá que replantearse la operación, quizás incluso suspenderla. A estas alturas, la herramienta ya es la operación.

El presidente volvió a asentir pesadamente, aspiró hondo, y tras una leve pausa, abrió el cajón y extrajo una pequeña videocámara digital. Tyrell no se movió hasta que se la tendió; recogió la cámara de apenas 160 gramos de peso y se la metió en el bolsillo.

—Vaya a Moscú, Nick —concluyó Sutton en un tono fatalista, como si el destino hablara por él—. Y que Dios nos ayude... o nos perdone.

Tel Aviv

Como siempre que atendía a novedades importantes, el director general del Mossad se movía ahora lentamente por su despacho de la octava planta mientras escuchaba a Yosi Liberman, jefe de la Sección Americana del Instituto. Y, como acostumbraba a suceder durante aquellos paseos, lo que oía no eran buenas noticias. El tal Mercer, su topo en el Consejo de Seguridad americano, el hombre que les había desvelado la existencia de aquella difusa amenaza llamada Tabla Rasa, había muerto tiroteado en una calle de Washington la noche anterior. Y, a su juicio, existían tantas posibilidades de que se tratara de una coincidencia, como de que a él le concedieran el Nobel de la Paz.

—Tras el comunicado de nuestro katsa, buscamos confirmación en otras fuentes, y no hay duda de que se trata de Mercer —certificó Liberman—. Y lo liquidaron a cien metros del piso franco del kutsu, de lo que se deduce que iba a verlo por su cuenta.

—Y que alguien seguía a Mercer —apuntó Ehud Sharansky.

—¿Y por qué ese alguien cometería la estupidez de matarle, en lugar de seguirle hasta el katsal? —inquirió el director Ezra, que dirigió una mirada acuosa a sus subalternos—. No tiene mucho sentido.

—No, si el ejecutor fuera el FBI, cosa que dudo —declaró Liberman—. En mi opinión, son Tyrell y los suyos quienes están detrás de esto. ¿Y para qué iban a querer ellos atrapar a un agente del Mossad?

—Para averiguar qué sabemos exactamente. Es el procedimiento habitual. O al menos lo era —gruñó Ezra, como si echara de menos una época que, aunque preñada de sus propios peligros, obedecía a cierta lógica.

—¿Secuestrar a un agente israelí para aislarlo e interrogarlo durante días? Demasiado complicado. Además, ya saben a través de Cross que estamos tras ellos.

—Lo cierto es que sólo podemos especular sobre qué pasó exactamente en esa calle de Washington —terció Sharansky—. Quizá simplemente metieron la pata mientras le seguían. O tal vez presionamos demasiado al propio Mercer e hicimos que se pusiera al descubierto; puede que incluso lo eliminaran antes del regreso de Cross.

Ezra dejó de caminar y miró al jefe de la Sección Americana, recordando su charla de hacía un par de días sobre los peligros de forzar a Mercer. Liberman se limitó a humedecerse los labios y Ezra zanjó la cuestión con un gesto de su mano.

—Especulemos entonces sobre lo fundamental —dijo luego—. A la vista de los últimos acontecimientos, ¿se ha visto Tyrell obligado a cancelar Tabla Rasa?

Los dos hombres más jóvenes intercambiaron una mirada, como si ya hubieran debatido la cuestión antes de entrar en aquel despacho.

—Las probabilidades son altas —empezó Sharansky con un ligero titubeo—. A Sutton no debe llegarle la camisa al cuerpo. Eso explicaría la eliminación de Mercer como un intento por no dejar ningún cabo suelto.

—Lo que no hará muy felices a sus nuevos «amigos» —señaló Liberman—. Tenían un trato, sea cual fuere, y la parte que lo ha roto sufrirá una penalización. Y ya sabemos la clase de cláusulas con las que trabajan esos locos. Ahora bien, se lo tendrán merecido por tratar con ellos.

Ezra volvía a pasear por el despacho, ligeramente cabizbajo, como si siguiera el huidizo rastro de un puñado de ideas y pensamientos fragmentarios.

—Estamos dando por supuesto que Sutton está al tanto de todo —comentó sin levantar la vista—. ¿Y si no fuera así? ¿Y si Tyrell creyera que aún tiene margen para actuar o, simplemente, estuviera tan asustado ante las consecuencias de echarse ahora atrás que pensara que sólo puede seguir adelante?

—Lo segundo es plausible —admitió Liberman—. En cuanto a lo primero, bueno, Tyrell puede ser muchas cosas, pero no un tonto de remate. Por supuesto, Sutton no habrá firmado ninguna orden ejecutiva y, probablemente, sus demás consejeros no están al corriente, los conocemos y nunca tramarían nada contra Israel, pero que Sutton le dio el visto bueno es tan seguro como que Reagan sancionó la operación Irán-Contra en los ochenta. Nadie podrá demostrarlo nunca, pero tampoco nadie ha visto un agujero negro y, sin embargo, sabemos que están ahí y que se lo tragan todo.

—De hecho, si el primer ministro pidiera mi opinión —terció Sharansky—, yo le recomendaría que no tuviera ningún reparo en extraerle todo el rédito político que pudiera a ese cerdo. Después de lo que nos ha hecho, merece pasarse el resto de su presidencia con una piraña metida en el culo.

La ocurrencia hizo sonreír a Liberman, pero no a Ezra, que detestaba el lenguaje vulgar y grosero.

—No se entusiasmen tanto, caballeros —los amonestó, con más severidad en la mirada que en el tono—. Ni den nada por sentado. Nunca. Excepto que si nuestros enemigos no consiguen arrojarnos hoy al mar, lo intentarán de nuevo mañana.

—Por supuesto, señor —respondió Sharansky, ligeramente ruborizado.

—Bien, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó Liberman—. Quizás ha llegado el momento de retorcerle el brazo a Tyrell ahora que lo tenemos bien cogido. Hagamos un trato con él. Información a cambio de usar nuestro cascanueces en sus partes.

Ezra le dirigió una mirada hueca.

—¿Chantajear al consejero de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos? —dijo, casi como si quisiera oír cómo sonaba en voz alta.

—Para mí es sólo un terrorista con despacho en la Casa Blanca —escupió Liberman—. Y lo mismo vale para Sutton.

Ezra se limitó a fruncir los labios como si acabara de entrever otro rastro.

—Pensaré en ello —dijo al cabo de unos segundos—. Pero es algo que debería tratar con el primer ministro. Entre tanto, nosotros seguiremos con la luz roja encendida.

Aeropuerto Internacional de Dulles, Virginia

Glenn Hoffman trabajaba para una compañía de seguridad que había prosperado en el mismo caos que había arruinado a otras, entre ellas algunas de las compañías aéreas por cuya integridad se suponía que él velaba. No obstante, y sin descuidar sus obligaciones hacia quien le pagaba, Hoffman se sentía más comprometido con la tarea secundaria («complementaria» sería un término más adecuado) que desempeñaba en Dulles, el aeropuerto situado a cuarenta y dos kilómetros al oeste de Washington.

Hacía dos años que Hoffman se había convertido en un sayan, en soldado del invisible ejército que Israel tenía repartido por el mundo, aunque, curiosamente, donde más abundaban era en países amigos, como Gran Bretaña y, sobre todo, Estados Unidos. En puridad, Hoffman no podía considerarse un sayan, ya que nunca se había ocupado de proporcionar apoyo práctico a un katsa sobre el terreno, pero la expresión «informador» tenía a sus oídos una connotación peyorativa que parecía minusvalorar y ensuciar su contribución a la causa.

Aunque ya pasaba de los cuarenta, Hoffman apenas se había interesado por sus orígenes judíos, y su visión política se limitaba a una sincera simpatía hacia aquel pueblo que luchaba a brazo partido por defender su misérrima parcela de tierra. Hasta que, un día, durante su visita mensual a sus padres, se enteró de que un pariente había volado en pedazos en una estación de autobús de Tel Aviv. Sólo conocía a la mujer, tía de su madre, por fotografías, pero las vagas emociones con que hasta entonces había convivido iniciaron un proceso de ebullición que convirtió la simple admiración por aquel pueblo, su pueblo, en férrea solidaridad, y su distraído desprecio por los árabes (sólo pensaba en ellos como en unos bárbaros que odiaban a Estados Unidos e Israel), en una aversión que reclamaba una válvula de escape.

Y el Mossad acudió en su «auxilio», como si allí tuvieran un indicador apuntando a cada uno de sus potenciales objetivos, esperando el momento para abordarlos. Lo cierto era que el hombre que llamó a su apartamento de soltero parecía conocer más sobre su herencia judía que él mismo. Pero Hoffman tampoco se lo puso difícil. Había oído hablar de los sayanim, y no consideraba que su cooperación constituyera ninguna forma de traición hacia el país que, oficialmente, era su patria. Sobre todo, si ese país era Estados Unidos. ¿Acaso podía alguien imaginar que Israel pudiera tramar algo contra ellos, o viceversa? Claro que no. Israel era la línea del frente de la civilización en lucha contra los nuevos bárbaros. Por desgracia, esos bárbaros controlaban gran parte de las reservas mundiales de petróleo, y eso obligaba a los políticos de su país a hacer equilibrios sobre un alambre. Pero él no era un político, y su urgente necesidad de participar activamente en aquella guerra que amenazaba a su civilización cerró el paso a cualquier llamada a la precaución.

Lo cierto, sin embargo, era que su vida no había cambiado gran cosa en aquellos dos años. De hecho, la emoción había durado poco.

Lo único que el Mossad quería de él era que «controlara» caras. Rápidamente le pusieron bajo las narices una colección de fotografías de individuos considerados enemigos de Israel —y, por consiguiente, de Estados Unidos, reflexionó para sí—, casi siempre de facciones árabes y a los que se había perdido la pista. Se las enseñaron por si aparecían por Dulles. Hoffman lo creía poco probable; en caso contrario, el FBI los tendría en su propia lista. Pero, para su sorpresa, los dueños de dos de aquellas caras sí fueron lo bastante estúpidos para asomar por allí, lo que irritó de un modo casi personal a Hoffman. Aquellos tarados tenían el descaro de pasearse por su país como si estuvieran en alguna cloaca de Oriente Medio. Y no sólo eso: no entraban en Estados Unidos, sino que salían, lo que significaba que habían campado a sus anchas por una nación que se suponía blindada. ¿A qué demonios se dedicaba el FBI? ¿De qué servían los miles de millones gastados en seguridad? Aquello le reafirmó en su idea de que colaborar con Israel era casi como un servicio público. Y obtuvo su recompensa moral y una felicitación de su contacto cuando los terroristas llegaron a Gaza y su coche se cruzó con un misil Hellfire disparado por un helicóptero. Pero ya habían transcurrido quince meses desde aquel único momento de gloria; desde entonces, había escrutado decenas de miles de rostros sin tropezar con nada que le hiciera siquiera fruncir el ceño.

Hasta hoy.

Aunque para muchos de sus compatriotas el rostro de Nicholas Tyrell no significaba nada, Hoffman identificó inmediatamente al consejero de Seguridad Nacional. En los dos últimos años leía algo más que la sección deportiva de los periódicos, y algunos detalles de la personalidad política de Tyrell se le habían quedado grabados. En especial los que se referían a una «sensibilidad» menos proisraelí que la de sus antecesores. En opinión de Hoffman, que un tipo como aquél fuera el principal asesor de Sutton en cuestiones internacionales demostraba la pérdida de rumbo de un presidente al que la historia había designado como baluarte de la civilización judeocristiana.

Aunque Hoffman estaba acostumbrado a ver a gente importante desfilando por Dulles, la presencia de Tyrell le extrañó. El consejero de Seguridad Nacional no sólo era un pez gordo, sino que pertenecía a la casta de elegidos que trabajaba en la Casa Blanca. Los hombres como él rara vez viajaban; tenían a los demás haciendo cola a la puerta de su despacho. Y si lo hacían, siempre había un jet gubernamental esperándolos en la base aérea de Andrews.

¿Un viaje privado, quizás? A distancia, Hoffman vio a Tyrell haciendo cola ante el mostrador de la TWA, como cualquier hijo de vecino. Sólo le acompañaba un hombre de cuarenta y tantos años, con cara de pocos amigos y pinta de ex militar. Cada uno llevaba un equipaje de mano que no hacía falta facturar. La curiosidad comenzó a hacer presa en Hoffman, estimulada por su antipatía hacia el personaje.

Sin descartar esa remota posibilidad, a Hoffman sólo se le ocurría un motivo para todo aquello. Tyrell no quería dejar constancia de su paso por Andrews, de que un transporte oficial le había conducido a su destino final, fuera cual fuese. Pero ¿por qué querría evitar algo así? ¿Tan especial era ese destino?

Tan intrigado como confuso, Hoffman accedió a la Oficina de Seguridad. En la era dorada del Gran Hermano orwelliano, sus ordenadores no sólo tenían acceso a las listas de pasajeros de las líneas aéreas, sino que si les introducía un nombre, podían seguirle el rastro y descubrir si estaba haciendo uso de cualquier línea adscrita al programa de control, la mayoría en aquella no menos dorada era de terrorismo internacional.

Por supuesto, bastaba una buena documentación falsa para burlar toda aquella tecnología, con lo que, como tan a menudo sucedía, era la gente común la que solía pagar con molestias las medidas destinadas, en teoría, a protegerlos. Pero Tyrell viajaba con su verdadero nombre y los datos cruzados revelaron que en Heathrow le aguardaba una reserva de British Airways para volar a... Moscú.

La confusión de Hoffman fue en aumento. Moscú sí era un destino natural para un consejero de Seguridad Nacional. Hacía ya tiempo que los rusos habían pasado de ser un enemigo diabólico a un aliado estratégico en la lucha global contra el terrorismo. Sus inmensas reservas de petróleo y gas también ayudaban a potenciar la nueva amistad, desde luego... Pero, entonces, ¿dónde estaba el misterio? ¿Por qué Tyrell emprendía aquel pesado viaje renunciando a las comodidades de un avión VIP?

Aquello no tenía sentido. Lo primero que pasó por la mente de Hoffman, como consecuencia de su formación sayanim, fue que Rusia era uno de los países no musulmanes más antisemitas del mundo...

Esa liviana, casi autoinducida, conexión bastó, sin embargo, para decidir a Hoffman. Aunque basaba su tarea en una convicción moral y la recompensa radicaba en un aumento de la autoestima, agradecía como todo el mundo una felicitación y una palmadita en la espalda. De modo que se tomó un breve descanso para fumar un cigarrillo en el aparcamiento y, desde allí, marcó un número en su teléfono móvil. La conversación fue breve. Se limitó a preguntar por Claire y, cuando le contestaron que se había equivocado, desconectó sin despedirse.

El hombre que subió al coche de Hoffman cuando frenó a la salida del aparcamiento de Dulles, una vez finalizado su turno, era un bodel, un agente del Mossad que estaba un escalafón por debajo de los katsas, y que actuaba como correo entre las embajadas y el cuartel general. Escuchó el informe, un tanto deslavazado, de Hoffman (al que no había visto antes), sin tomar notas ni grabar nada, y se apeó al llegar a Washington. Cogió un taxi y lo envió a la calle N Oeste, donde la embajada tenía alquilado un piso. Dio una vuelta a la manzana por una precaución rutinaria y subió al apartamento.

El bodel no tenía ni idea de hasta qué punto la información de Hoffman era importante o digna de urgencia, pero hacer aquella evaluación tampoco era cosa suya. De una porción de falso techo del baño, extrajo un maletín metálico que llevó a la estancia principal. Lo abrió utilizando la combinación de la cerradura y sacó un ordenador portátil Maxdata de fabricación alemana. Lo encendió, lo conectó a la línea y pulsó la tecla de acceso directo a Internet. Con un rápido tecleo entró en una web dedicada a viajes turísticos; utilizando el panel táctil del ratón, llegó hasta Bangkok y a un lugar llamado Wat Mahathat, el templo de la Gran Religión, un sitio dedicado a la meditación budista, construido durante el reinado de Rama I, en el siglo XVIII. Varias ventanas mostraban diversas vistas del interior del templo. El bodel hizo clic sobre una foto de ocho budas dorados mirando hacia abajo en serena y eterna contemplación. La foto se amplió de inmediato y ocupó toda la pantalla. Con los budas definidos, desplazó la flecha hasta la retina derecha del segundo contando desde la izquierda. Dos clics sobre el pixel que formaba la imagen de la retina provocaron que los píxeles que componían el centro de la foto se descompusieran y desaparecieran, abriendo una ventana de 20x15 en la que el bodel escribió su mensaje.

Al terminar, cerró la ventana y la imagen de los budas volvió a su estado original. Luego salió de la página web y desconectó el ordenador. No necesitaba hacer más. El programa se encargaría de advertir a los técnicos del Departamento de Escuchas y Comunicaciones del Instituto, situado en el primer piso del edificio, de llamarles la atención sobre el mensaje tan profundamente enterrado en el ciberespacio.